¿Dónde está mi moneda?

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¿Dónde está mi moneda?
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© Javier Rodríguez Sabadell

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-1386-051-0

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Para Carmen. Para Laura. Para Yago.

Podemos estar lejos. Pero nunca solos.

Os quiero.

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Una tierra triste de veras. Azotada por las tempestades que llegaban desde el frío Atlántico, oscura, sin sol, de un verde sin brillo, alejada de un continente más próspero y habitada por borrachuzos, contrahechos, violentos y miserables mercenarios dispuestos a matar a cambio de una bolsita medio llena de chelines. Aquel reino pestilente, habitado por ratas, cuervos, insignificante en la Europa del siglo XVI se había enemistado con Roma y, por consiguiente, con la mano armada de Dios, con el imperio brillante y rico de la inmensa y dorada España. Su reina, Isabel, cabezota y orgullosa, estaba segura de la grandeza de la tierra negra y, desde su coronación, se empeñaba en enfrentarse frontalmente contra cualquiera que pretendiera impedirle comandar su nave hasta el lugar grandioso que la historia les reservaba.

Cuestión de honor.

La España de Felipe era rica, luminosa, soleada y colorida. Tocada por la mano de un Dios del que los ingleses ahora renegaban, surcaba las aguas de la prosperidad, la supremacía militar y la benevolencia económica llegada desde poniente. Exprimía a un Nuevo Mundo y su cálido dominio se extendía por todas las tierras y mares del mundo. El sol lamía las selvas vírgenes americanas, la brisa fresca soplaba los cultivos castellanos en la primavera, las temibles aguas oceánicas parecían calmarse ante la presencia de sus soberbios galeones. La corte de todo el continente se rendía casi sumisa a su poder divino y su mano de hierro sofocaba sin piedad a quien osara discutir su lugar en aquel entorno recién descubierto. Al disidente le esperaba la derrota, el estrangulamiento, la rendición.

Pero aquella maldita reina virgen, pelirroja, arrogante y vil de la maldita y penumbrosa Isla Oscura no parecía temer al Imperio. Había llegado para cambiar el orden establecido. Sutil, aguda e ingeniosa recurría a la estrategia conocida y métodos originales, artimañas de mujer, para, aclamada por sus súbditos, plantarle cara a la mayor potencia que había conocido cualquier mundo, nuevo o viejo, desde el comienzo de los tiempos. Isabel I de Inglaterra estaba llamada a desatar los peores elementos sobre el poderoso y parecía bien dispuesta a plantar cara a cualquiera, fuera quien fuese, que se interpusiera entre ella y ese suicida anhelo de sacar brillo a su territorio traidor. A aquella tierra triste, azotada por tempestades, oscura, sin sol, sin brillo y habitada por borrachuzos, contrahechos, maleantes y mercenarios le había llegado por fin el momento. Habría guerras. Las guerras más descarnadas y sucias que se habían conocido. Guerras salvajes y sin reglas, cuerpos ensangrentados, familias mutiladas y ojos inyectados en rencor.

Soplaba un viento infernalmente gélido.

Empezaba a llover.

GREENWICH

La torre del homenaje de palacio bullía de actividad, el personal corría de las cocinas a las habitaciones, de la capilla a las aposentos reales. Los salones, enmarcados con magníficas columnas que sujetan los techos altos, lucen tonos ocres y amarillos, fuego en el hogar. Allí dentro huele a leña, caldo, jabón. El rey Enrique, en su camarín, contemplaba la espesa columna de agua que desdibujaba el paisaje. Desde su posición, rodeado de murales con escenas de la vida de San Juan, tras la ventana que daba al Támesis, apenas podía distinguir la enfurecida corriente verdosa que bajaba hacia el mar. El viento sacudía con fuerza sus tierras, sus astilleros, a los árboles del bosque y la fina hierba de los jardines había desaparecido tras la película espesa que la lluvia formaba. Aquella tarde del siete de septiembre, la regia estructura se encontraba en el centro de lo que ya era más que un anuncio de la tormenta perfecta que anunciaba el final del corto verano londinense..., y el comienzo de una era. Allí fuera huele a río, musgo, tempestad.

La mañana fue distinta, casi calurosa y pegajosa. Bajo el cielo plomizo y en un ambiente bochornoso, se habían ultimado los detalles, se habían engalanado estancias y los invitados se deleitaban en la contemplación del armamento decorativo, embutidos y sudando en el interior de sus pesados terciopelos, cintas de oro y camisas de seda flamenca a la moda. La reina se había puesto de parto. Cumpliría con su obligación. Tres damas de honor, dos matronas de probada experiencia, el doctor personal del rey y el mismísimo arzobispo de Canterbury, Thomas Cranmer, habían ido llegando a palacio. Según decían las estrellas, habían anticipado los visionarios e intuía la ciencia, Ana Bolena daría a luz un niño, un heredero Tudor que daría continuidad a la dinastía que regía con pulso firme los destinos de Inglaterra. Como estaba escrito.

Como siempre, las nubes fueron oscureciendo y la tarde quedó apagada, fresca, el ambiente húmedo anticipaba la inevitable tormenta. Temperaturas más moderadas y el alto índice de humedad, habían asegurado los galenos, facilitarían el nacimiento y aliviarían los sofocos de la madre durante el esperado alumbramiento. Así que Enrique estaba feliz, parlanchín, compartía el momento en la más selecta compañía, esperanzado. El Palacio de Greenwich lucía ya entre la niebla. El rey bien sabía que esta era de nuevo una gran ocasión, como cuando aquellos muros contemplaron el enlace del duque de Suffolk con María de Francia, como cuando, seis años antes, grandísimos honores y los seiscientos caballos más delicados del reino recibieron con orgullo y de la manera más suntuosa que pudieron organizar, al embajador francés. Exitosas cuestiones de Estado. Brillo político. Nada que ver con aquella maldita jornada de 1516 en que su primera esposa, Catalina, le había fallado y había parido en aquellas estancias a una niña, María, enfermiza y lenta, que le había roto el corazón. Ese bebe feúcho por descontado que no satisfacía su derecho de ver nacer un varón vigoroso que con el tiempo se convirtiera en su heredero y en el nuevo rey. Pero ahora todo era bien distinto. Lo decían las estrellas.

Enrique comentaba con su asesor, Thomas Cromwell, cómo organizarían los festejos tras el nacimiento. Una de las damas de la esposa, Jane Seymour, llevaba toallas húmedas hacia la habitación. Cada quién, en perfecta sintonía, ejecutaba minuciosamente su papel. Con ojos penetrantes, Cromwell miró a su alteza real, y formuló una pregunta:

—Y..., ¿si su esposa, la grácil reina, da a luz hoy a una niña?

Enrique no pudo aguantar la ruidosa carcajada…

—Querido Thomas, por favor, bien sabéis, como yo mismo, que será un varón. Un hombre fuerte y sano. Un príncipe. Un rey.

El arzobispo, Thomas Cranmer, se sumó entonces a la conversación que mantenían en el centro de la sala el rey y Cromwell.

—Estimados amigos, disculpen la intromisión —se excusó con la cabeza gacha—, todo hace ver que sí, que esta vez será un niño, pero, en cualquier caso, pronto saldremos de dudas, la dama Jane acaba de comunicarme que ya se han roto aguas y que el parto ha comenzado.

Los tres se abrazaron. Cromwell y el arzobispo de Canterbury compartieron la sonrisa del rey. Los ojos de Enrique relucían con particular brillo.

Lady Ana sufría las dolorosas contracciones y sentía cómo estrujaban el interior de su vientre. Las damas mojaban su frente con compresas húmedas, las matronas tranquilizaban, con dulzura, a la futura madre —«aún queda, aún queda»—, el doctor, en la corta distancia, certificaba que todo transcurría bien, sin problemas, sin sobresaltos, consciente de la trascendencia del momento. La lluvia golpeaba ya, de nuevo, la ventana y se oía al viento desbocado allí fuera. Ana Bolena entraba en trance, cerró los ojos y, con todas sus fuerzas, contrajo el abdomen. El dolor se le agarraba a la cabeza y la espalda. Esos malditos dolores eran cada vez más fuertes, cada menos tiempo, más agudos, más intensos, más largos. Pinchazo, un, dos, tres, pinchazo, respira, relaja, empuja. Pero no gritó. Jane entraba y salía, informaba tras la puerta al arzobispo Cranmer. Cinco velones iluminaban el corredor, y el fuego, como cada noche, chisporroteaba en la chimenea. Alguien la ayudó a reincorporarse un poco. No podía quedar tanto.

Los animales lo notan. Los caballos estaban nerviosos en los establos, John, uno de los mozos de confianza de caballerizas intentaba tranquilizarlos. Acariciaba sus hocicos, limpiaba las instalaciones, les daba de comer alfalfa seca. Eran ejemplares magníficos, de estilizada figura y colores simplemente puros. Su favorito, Preacher, era de un castaño deslumbrante, de físico atlético. Le cepillaba el impresionante lomo. Parecía el más tranquilo de todos. El chico, delgado y alto para sus trece años, le cuchichea al animal: «Algo va mal». El agua se filtraba entre las juntas de los tablones, la gotera golpeaba contra la empapada paja del suelo, Poc. Poc. Poc. John, Preacher, tenían razón, algo iba rematadamente mal. Tan mal que causaría el tormento y muerte de la esposa de un rey. Y cada vez quedaba menos. Poc. Poc. Poc.

 

Enrique estaba perdido, meditando sus pensamientos, recordaba cómo se había enamorado de Ana, cómo le ponían sus insinuaciones picantes y aquellas miradas descaradas cuando era, nada más, que una damita juguetona de la reina Catalina, hija de los Reyes Católicos. Su enamoramiento, escandalosa relación y el ruidoso divorcio de la española habían provocado una catarata de reacciones políticas. El calentón real por Ana supuso el primer cisma y la enemistad con Roma y España, la sublevación de Irlanda y los territorios del norte, la caída de notables como el canciller Tomás Moro o el obispo de Rochester, Thomas Fisher, ambos pagaron con su propia vida la rebeldía de no someterse al capricho del rey por Ana la fresca, sin comprender, como lo hacía él, que ella no era un caprichito, que Ana era la mujer que le daría un hijo varón. Sin mencionar, por supuesto, que nunca antes había gozado de las artes amatorias como lo hacía con esta compañera, que tenía a todo un rey en un estado de permanente excitación.

La cama de la reina ya estaba empapada en su sudor, su rostro estaba rojo por el esfuerzo, pero aún era capaz de empujar con todas sus fuerzas cuando las matronas se lo pedían, ahora más decididas que dulces. El médico constataba con la lógica preocupación que la pérdida de sangre empezaba a ser considerable y, aunque de momento, no era algo alarmante, el parto debería durar ya lo menos posible. La dama Jane fue probablemente la primera en darse cuenta de que el gran momento se acercaba. Todos se tensionaron ante el nacimiento de un rey. La matrona de más edad, decidida, le gritó a la parturienta... «Ahora, empuuuuuuuje con todo el alma, señora, empuje con todas sus fuerzas». Ana Bolena hizo un último y dolorosísimo intento. Llueve, huele a musgo, sopla el viento. Toc. Toc. Toc. Se va a cumplir la profecía, Asoma la cabeza. Es el comienzo de una nueva era. En estado febril, entre lágrimas, pinchazos y espasmos, La reina aguantó la terrible punzada y, por supuesto, no gritó.

El arzobispo encontró al fin a un Enrique ensimismado que veía caer el agua desde una de las ventanas. El rey, que observaba en silencio como el mozo John cuidaba de sus caballos, se dio cuenta de su alicaída presencia.

—¿Ha nacido ya mi hijo, arzobispo?

Cranmer pareció dudar. Cromwell, al fondo, los miraba a los dos con el rostro ensombrecido, desde el umbral de la puerta, sin atreverse a pasar al interior de la habitación, escondido, a oscuras, con intuidas muestras de consternación.

—¿Ha ido algo mal?

El rey de Inglaterra estaba ahora nervioso, en dos zancadas bien decididas y largas saltó hasta donde Cranmer se había parado y lo agarró del cuello.

—Respóndame, arzobispo, ¿es que algo ha ido mal?

Cranmer intentó tranquilizar con un gesto de sus manos al rey y, solemne, en un tono desprovisto de emoción, le contestó.

—Sí, majestad, algo no ha ido bien. La reina ha dado a luz una niña.

Una nube pegajosa lo invadió todo, el tiempo se paró, «pero ¿y las previsiones?, ¿y las estrellas?, los médicos habían dicho... No podía, no era verdad, era, era, era, simplemente imposible que... No, no». Sus ojos se ensombrecieron, su cara se desbordó. Se llevó las manos al rostro y dio media vuelta. Si aquellos dos allegados cercanos no conocieran al gran Enrique, habrían jurado que lo habían visto llorar. Su asesor, al fondo, rompió el incómodo silencio.

—Por otra parte, todo ha resultado bien. La reina y su hija se encuentran perfectamente.

Como no contestaba y parecía ensimismado, fue ahora el arzobispo quien le invitó a conocer a su heredera.

—Su médico personal nos ha comunicado también que puede entrar en la habitación cuando quiera... ¿Querría acompañarnos ahora?

La voz, ronca, surgió desde muy dentro de Enrique Tudor. Autoritaria, Afectada. Sin pulmón.

—No. Por favor. Dejadme solo.

El temporal azotaba entonces con fuerza bruta todo el sur de la isla, se habían escuchado los primeros truenos, aún lejanos, y los relámpagos iluminaban intermitentemente los muros mojados del palacio. Aquella jornada de fiesta y anunciación se había convertido en funeral penoso y nadie osaba en encontrarse con el padre. Los pocos que, a su pesar, se cruzaron en su camino y lo vieron, agachaban la cabeza para no cruzar mirada. Por miedo y por respeto. El camino que llevaba al exterior estaba completamente encharcado y se había convertido en un riachuelo pequeño y desbordado. Ana Bolena sabía que su marido no había querido conocer al bebé, pero le daba igual y sonreía. Aun sabiendo que sus mejores días en la corte habían pasado y que carecía ya de protección, parecía llena de gozo. Aproximó la cabeza de la niña a su pecho desbordado para que probara el calostro espeso y dulce. Le acarició el pelito rojo, con ternura de madre, le dijo: «Bienvenida a Inglaterra, hija. Te llamarás Isabel, y algún día serás reina». Entonces sí. Cayó un rayo que iluminó Greenwich y, al instante, sonó un trueno que hizo temblar la tierra.

SAN FRANCISCO

Tras meses de trabajo duro y contacto continuado, de negociaciones y esfuerzos diplomáticos a dos bandas, la reina María I de Inglaterra ya se había decidido por el príncipe español y esperaba en Londres, tranquila y sola, a que llegara el día de un anunciado enlace matrimonial que, desde el punto de vista político y estratégico, le hacía ilusión, pues consideraba su unión como un éxito sin parangón. Al tiempo, Felipe, hijo del imponente Carlos, ya había llegado al monasterio gallego de San Francisco, venía acompañado por algunos amigos y compañeros como don Cristóbal de Moura, don Luis de Requessens y Zúñiga, don Ruí Gómez de Silva, don Ismael Herreros y don Enrique Hernández de Gajanejos. Algunas jornadas antes, en La Bañeza, se había unido al grupo que peregrinaba hacia Santiago el inglés John Owen, que completó así la cuadrilla. John era antiguo mozo de cuadras del Palacio de Greenwich, y, por aquellos días, hombre de total confianza para la reina de Inglaterra, la que fuera bebé feúcho de Enrique y Catalina, hermanastra de Isabel y, ahora, prometida del heredero a la corona española. Owen congenió bien, era cauto, singularmente divertido, buen bebedor.

A la hora de la cena, los monjes obsequiaron al grupo con unas albondiguillas de ave y cebollas rellenas elaboradas según receta del libro de Nola y, ya entrados en materia, pavo en su jugo y perdices asadas con salsa de limones, todo bien regado con esa cerveza fresca y los mejores vinos de la cava. Zúñiga, corpulento, de físico ilimitado, capaz de acabar por sí solo con toda la comida que había ya sobre la mesa y de apetito casi tan mítico como su valor en la contienda no dudó en pedir personalmente al sausier un pastelón de liebre y al frutier su mejor selección disponible de uvas, melones, manteca fresca y almendras.

En aquellas instalaciones fundadas por San Francisco de Asís, los seis jóvenes preparaban el viaje y ruta que los llevaría, por mar, desde La Coruña hasta Southampton. Ante la amenaza francesa —dispuestos estaban los gabachos a boicotear el enlace que los dejaría físicamente rodeados y en posición insignificante— harían la travesía acompañados por mas de cuatro mil soldados. El fastuosos enlace nupcial entre Felipe y María estaba programado ya para el veinticinco de julio y el heredero, además, recibía como presente de su padre la nominación como rey de Nápoles y Jerusalén, todo en agradecimiento por facilitar, con esta unión, la reconducción de la Isla a la apropiada senda del cristianismo de la que Enrique, seducido por la Bolena, se había apartado. A poco más de dos semanas de la boda preocupaba la amenaza naval francesa y, no en menor medida, la revuelta que ya había empezado a fomentar contra él Thomas Wyatt.

Y estaban también aquellos dichos y cantares que hablaban de una María vieja, fea, sin dientes, sanguinaria, vengativa y atontada, materias de las que, preocupado, no se cansaba de hablar con Owen…

—¿Es verdad, amigo John, que la reina es tan fea como aparece en los retratos y como quienes la conocen aseguran?, me ha dicho mi amigo Requessens —ahora sonrojado— que su higiene es insuficiente y su aroma insoportable.

Felipe tan solo conocía a la novia por un cuadro que su padre había encargado al pintor flamenco Antonio Moro. La pintura, hoy en el Museo del Prado, mostraba a la modelo en un retrato de tres cuartos, austera y erguida, con mirada dura y sentada en un sillón de terciopelo. El artista, inspirado en el maestro Tiziano, se recreó en las cualidades de las telas y en el joyel de los Austrias, formado por la perla Peregrina y un diamante cuadrado denominado el Estanque. Al español le inquietaba, además, la fuerza con la que parecía sujetar una rosa roja y no le animaba en absoluto el rostro serio, iluminado sobre el fondo oscuro. Owen, allí presente como condición de la hija de Enrique para acceder al enlace, siempre sonriente, cuidadoso, contestaba sin olvidar a quién se debía…

—Señor, la reina es bella, quizá guapa a su manera y, aunque no tanto como usted, limpia. En Inglaterra los rigores del calor son menores que en estas tierras y no nos aseamos con la frecuencia con la que se hace aquí. Yo he estado ante su perfumada presencia y jamás noté semejantes aromas pestilentes a los que se refieren vuestros compañeros.

Los frailes servían contundentes copas de un vino generoso y caliente que entraba con facilidad y se subía rápido a la cabeza de cualquiera. El grupo se relajaba, desencorsetado, después de una larga jornada de viaje, de caminos polvorientos entre montañas lamidas en el verde paisaje de la Galicia interior. Renacían, pues, con las viandas y los tragos de un licor que se antojaba reconstituyente y Felipe, recuperado de la marcha, gesticulaba tan exageradamente que casi parecía un bufón napolitano.

—¡Me dais una noticia soberbia, John! Pero..., hablando en serio, tengo entendido que Inglaterra está agitada por un tal Wyatt que se opone a nuestra boda y alianza cristiana entre España e Inglaterra... ¿Cuál es exactamente la situación que se vive ahora en vuestras tierras?

—Bien sabéis que el pulso de la reina es firme y ha ejercido soberanamente, con mando rígido, encerrando en la Torre al tal Thomas Wyatt y, ya de paso, a su propia hermanastra, carne de su carne, Isabel, hija de Ana Bolena y, al parecer, instigadora en la sombra de la revuelta.

Felipe sabía del confinamiento del tal Wyatt, pero estaba sorprendido.

—¿Está Isabel presa?

—Sí, señor. Se encuentra retenida y cautiva a la espera de juicio y sentencia. ¿Es que, acaso, la conocéis?

—No, John, la verdad es que personalmente nunca hemos coincidido. Pero según tengo entendido, se trata de una joven talentosa, de mente quizá equivocada, pero bien armada, de pelo extraordinariamente rojo y sensual; que hace ya fue apartada de la sucesión injustamente por su padre y que, aun así, goza del aprecio de gran parte del pueblo. Mi intención, cuando lleguemos a Londres, es suplicarle a mi futura esposa que la deje en libertad. Algunas pinturas muestran su lozana belleza y una mirada orgullosa que desde hace tiempo me intriga. Es una figura interesante a la que conviene agradar y redirigir.

Apenas quedaban ya sobre la mesa algunos platos vacíos y cáscaras de melón. La bebida nunca faltaba y el servicio se encargaba de llenar los vasos de barro en cuanto se vaciaban.

—Si me permite la observación, esa sería una forma sagaz de ganarse a parte de los súbditos ingleses que, a pesar de sentir simpatía por Isabel y sus intrigas, saben que la gran corona descansa sobre la cabeza de María, la mejor reina de entre todas las posibles, además, claro está, de apoyarse, ya en apenas 15 días, sobre vuestras robustas espaldas, las del poderoso Imperio español y la autoridad verdadera de Roma. Pero con Isabel no puedo recomendarle sino cautela, es probable que ella tenga una idea envenenada de una Inglaterra protestante como la de su padre y no como la que ahora ha impuesto su hermana.

Gómez de Silva aportó entonces lo que él conocía sobre la figura y situación de Isabel, hermanastra de su futura mujer y la siguiente en la carrera sucesoria tan deficientemente establecida por Enrique VIII. Por sus convicciones anticatólicas y su espíritu indomable convenía mantener abierta esa línea amistosa con ella, enemiga natural con marcada diferencia religiosa, y, además, por si se confirmaban los rumores que hablaban del delicado estado de salud de María, había que tener dispuesta la alternativa. Por otra parte, ¡qué caramba!, era tan descendiente de Guillermo el Conquistador como la propia reina y, con ese encanto rebelde y picantón, quilosá, podría ser un bocadito más jugoso con el que saciar el hambre que, preveía, no podría enjuagar en la contrahecha anatomía de su futura mujer.

 

Felipe meditó un momento. no contestó a su amigo, se volvió de nuevo hacia el inglés:

—Dicen, según tengo entendido, amigo John, que María, tras restablecer el catolicismo en la Isla se dispone a castigar con dureza a todo aquél que, de una u otra forma, se ha opuesto a esta medida. Que sus métodos le han valido el apodo de María la Sanguinaria.

Era gran lector y destacaba por su habilidad con los idiomas, así que pronunció el mote en inglés notable, «Bloody Mary». El rubio Owen, por supuesto, pareció ponerse alerta, su delgado cuerpo se tensó y sus ojos azulillos parecieron afilarse. Aún no había suficiente confianza para contestar a tan agudas cuestiones sin esforzarse por dar con la respuesta más diplomática y, al tiempo, más satisfactoria para con sus nuevos compañeros españoles. Afilaba la fórmula, hablaba más despacio, medía lo que decía, ninguna palabra era ahora pronunciada al azar.

—Señor. Sabemos que su voluntad es indiscutible en ese sentido. Para bien de todos, Inglaterra, con el advenimiento de María es, de nuevo, un reino católico. Para satisfacción de Londres, España y Roma esto es y será así. Aunque se derrame sangre.

Los seis jóvenes siguieron charlando sobre las condiciones exigidas para concretar el enlace, cotilleos de la corte europea, detalles de la ceremonia que tendría lugar en la catedral de Winchester... Los gruesos muros de piedra apagaban la charla entre vapores del vino, efluvios de la cerveza, pesadas digestiones del manjar, y un pausado palpitar del corazón de don Felipe, que se empezaba a sentir más atraído por la venenosa sombra de Isabel y el morbo de la doma de la enemiga que por la que se iba a convertir en su esposa. Aquella mujer engreídamente desafiante, rebelde y peleona, de singular belleza, piel blanca, pelo rojo, manos elegantes y voluntad férrea había despertado su curiosidad, había apagado la atracción por una María desaseada, contrahecha, enfermiza, fea, gorda y —aunque Owen lo negara— pestilente, por aquella María horrible del cuadro de Moro. Durmió profundamente, pero soñó que era suya, que la misteriosa dama inglesa que se creía a la altura de Dios se le entregaba y, en la oscuridad del Monasterio de San Francisco, entre sueños sudorosos y desbordante excitación, sus labios pronunciaron un nombre, y no podía ser otro. Isabel.

12 DE JULIO

La mañana coruñesa era magnífica, con un aire limpio que traía hasta el grupo los aromas a mar y pescado fresco, el Atlántico aparecía cristalino, inmaculado, sin oleaje, enmarcado entre cielo azulón y la tierra verdísima, bajo un sol amarillo limón. Las gentes se habían echado a las calles para despedir a su príncipe y, al paso de la comitiva, le jaleaban y lanzaban pétalos perfumados. El puerto estaba animadísimo y festivo. Sonaba música de gaitas y las voces coreaban canciones populares. Cristóbal, Luis, Ruí, Ismael y Enrique lucían orgullosos estoque, lanza, espada y la daga que destacaba a los capitanes de la guardia de Castilla y la Santísima Hermandad; sus pajes, también elegantes, elevaban, orgullosos y, a modo de saludo, sus lanzones gruesos y cortos.

Sorprendido por el colorido jolgorio, Owen alzó la vista y quedó maravillado por el imponente barco que les esperaba. Ante sus ojos aparecía un maravilloso y gigantesco galeón de Manila, preparado para enlazar Extremo Oriente y América, que poco tenía que ver con las embarcaciones inglesas que él conocía, de perfil panzudo. Los cuatro palos —mayor, trinquete, mesana y contramesana— cortaban el mismísimo horizonte apoyados en el reluciente casco de madera torneada. Era un monstruo del mar, sólido y ancho, capaz de transportar a granel las más exóticas mercancías. Una sonora tanda de cañonazos homenajeó la partida de Felipe. El gentío estalló en vítores. Algunos juglares recitaban a la belleza de María, la futura esposa de su próximo rey, pero lo hacían en una extraña lengua, quizá parecida al portugués, que Owen no era capaz de entender.

Las mujeronas pregonaban frutas y golosinas. Todo era bien nuevo para él. Conocía el país de viajes anteriores y había estudiado sobre España, hablaba el idioma castellano con soltura y, ¡cómo no!, había montado excelentes ejemplares y yeguas andaluzas por los bosques y caminos de media Europa, junto a la más alta nobleza inglesa, sobre magníficas sillas curtidas en cuero árabe. Pero esa alegría, esa colorida fiesta de despedida, ese ambientazo, esa entrega al líder le tenían ensimismado. Las gentes se conocían, cantaban, comían, bebían y compartían fabulosos moluscos de mar y vinos propios de la tierra. Y ese sol, esa luz, ese verano con un aire tan puro y luminoso, ese aroma, esas callejuelas atestadas, esa celebración feliz y orgullosa, ese decorado de confeti jamás visto en el país del que procedía. Era una mañana maravillosa. Única.

En aquellos días era imposible encontrar alojamiento en las casas de posadas y mesones, las gentes estaban ruidosas y los más acomodados acababan con las existencias de los figones mejor surtidos. Corría el licor y la garnacha, los caldos tostados y los medicinales de Rivadavia. Las mujeres de mal nombre no pueden con todo lo que se les viene encima y, avariciosas, suben la tarifa. La Coruña había estallado en sus celebraciones y el protagonista barrio de La Pescadería y la zona del puerto parecía haber enloquecido.

Tiempo de fiesta. Los voceadores ofrecieron ya sus naranjadas y aguardiente por los muelles mientras los amigos del rey bailaban con la gente justo antes de embarcar y aceptaban gustosos la viandas que, para entretener la travesía, les entregaban las jovenzuelas en edad de merecer. Había grupitos bailando al son de melodías populares detrás de cada esquina. La multitud apenas dejaba un angosto pasillo libre por el que toda la comitiva de nobles, pajes, soldados, marineros y gorrones pudo acceder, a pie y despacito, hasta el barco de la gran armada del emperador Carlos V. Desde el imponente puente saludaron a todos mientras se hacían a la mar. La dulce y veraniega brisa atlántica llenó las velas y, a gran velocidad, entre crujidos y siseos, se alejaron del puerto para surcar el océano, rumbo norte. En tierra quedaba el frenesí y un brindis por los buenos tiempos, por aquellos tiempos.

Tras la despedida, el ruido pasó, el sonido de la mar ganó su espacio. Felipe estaba orgulloso de su gente y se había situado a proa, dejando que el frescor del viento y la marcha golpeara su rostro, con la vista puesta en un horizonte infinito. Camino de una boda con María Tudor y con la secreta intención, también, de conocer a la hermanísima de la reina, la peligrosa Isabel, de la que se iba a enamorar. Como ninguno de los que le acompañaban aquella mañana a bordo, no podía ni imaginar que otro doce de julio, treinta y cuatro años más tarde, y siendo él el emperador más poderoso de todos los tiempos, partiría desde ese mismo puerto de La Coruña una flota extraordinaria compuesta por cuarenta navíos de línea y ciento diez transportes con treinta mil hombres y la ciega intención de conquistar Inglaterra, tomar la ciudad de Londres desde el Támesis y deponer a otra reina. Esa armada a la que su peor enemiga, de manera burlona, llamó la Invencible. Y que antes de todo esto, su amigo, Ismael Herreros, le traicionaría.