Junín 1960

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O83

Osorio Gómez, Jairo

Junín 1960 / Jairo Osorio Gómez. –

Medellín : Edición de autor, 2013

70 p.:il.

ISBN : 978-958-8366-86-9

I. 1. AUTOBIOGRAFÍA

2. MEDELLÍN (COLOMBIA) – VIDA URBANA – 1960-

II. Osorio Gómez, Jairo

J•U•N•Í•N 1960

Jairo Osorio Gómez

ISBN: 978-958-8366-86-9

Primera edición en pasta dura: 2013

© Jairo Osorio Gómez

© Fotografías de la carrera Junín: del autor

Fotografía Teatro Junín. c. 1945: Anónimo.

Archivo personal del autor

Hechos todos los depósitos legales

Derechos de autor reservados

Diagramación e impresión

Editorial Artes y Letras S.A.S.

Editora e impresora

Diana Lucía Ruiz Cifuentes

Esta edición se realizó con el aporte de

Secretaría de Cultura Ciudadana

Universidad Autónoma Latinoamericana

Institución Universitaria Pascual Bravo

Diseño epub: Hipertexto – Netizen Digital Solutions

La imagen que tenemos de la ciudad siempre es algo anacrónica. El café ha degenerado en bar; el zaguán que nos dejaba entrever los patios y la parra, es ahora un borroso corredor con un ascensor en el fondo

Jorge Luis BORGES. El Indigno

Cocteau dijo en 1955, que todos los niños, menos Minou Drouet, tienen ingenio

Jean-Paul SARTRE. Las Palabras

Ocurre siempre con los primeros textos. Sus autores reniegan de los balbuceos inaugurales por los muchos desatinos que presentan sus trabajos. Lo hicieron Borges y Rulfo. Incluso, algunos han llegado a destruir esas páginas iniciales. No será éste el caso.

Junín 1960 es el discurso de un joven de veintiún años, necesitado de testimoniar su infancia consumada en los vericuetos de aquellas vecindades. Pobre en metáforas, y tal vez en acentos musicales, el relato no deja de ilustrar, sin embargo, una época extravagante en el camino céntrico del pueblo que fue Medellín por esos tiempos.

Publicado originalmente en Medellín visto a través de su literatura [Revista Universidad de Medellín, No. 33, 1981, pp. 111-132], luego en el libro La ciudad y sus cronistas [Biblioteca Básica de Medellín: 2003, pp. 209-239], y parcialmente en periódicos y gacetas locales, se rescata para darle gusto a los tres o cuatro lectores bondadosos que entonces valoraron su tono. También hay quienes lo siguen defendiendo ahora, aunque yo no sienta que esa fue mi infancia medular. Cosas de los años. La vejez siempre precisa de un modo distinto al de las emociones tempranas y ruidosas de la vida.

J. O. G.

Medellín, noviembre de 2013


Fue la niñez. Para entonces, volvíamos a nuestras casas, por la calle Ecuador arriba, y más tarde a las esquinas del barrio. Pero antes de iniciar el regreso a nuestro arrabal propio, dejábamos en el Parque de Bolívar todo el temor y toda la aprensión de niños perdidos que nos producía la algarabía de la carrera Junín, con sus miles de rostros anónimos e indescifrables, intuibles apenas, que llenaban desordenadamente la avenida central de la ciudad desde las primeras horas de la mañana, hasta cuando la noche volteaba para el día siguiente.

Apenas llegábamos a nuestros cuarteles, comíamos de afán para huirle a la furia de las mamás porque habían tenido que calentar varias veces la comida de sus hijos callejeros. Muchas noches, incluso antes de que sus gritos rabiosos nos regañaran por la imprudencia de la correría riesgosa que acabábamos de hacer sin el permiso de ellas, traspasábamos de nuevo hacia la calle los portales policromados de los zaguanes caseros, dejando los platos servidos en la mesa, para perdernos otra vez en la tinieblas, pero ya en los caños de las barras esquineras de la calle 76 o de la 77, en Campo Valdés, o por los barrancos de la 45, en Manrique.

Allí, repetitivos, nos contábamos entre nosotros mismos la travesía diurna de aquellas cuadras a lo largo de Junín –universo profundo que aún no alcanzábamos a entender, ¡pelaítos que estábamos!–, buscando un nombre argentino –el jugador de moda que venía con el Cali o con los Millonarios, nuestros equipos preferidos o visitantes de la fecha. El reto que nos imponíamos era la consecución del autógrafo y el saludo de todos los futbolistas foráneos, como si fueran unos viejos amigos que regresaban al pueblo.

A las doce de la noche, alguien del grupo infantil todavía estaba imitando, por enésima vez, las palabras de José Vicente Grecco, el gaucho de las famosas gambetas en el DIM, o las dicciones de Perfecto Rodríguez, cuando firmaban la libreta coleccionable con un “mucho gusto, pibe”, que a nosotros nos sonaba encantador. Finalmente, cansados de tanta reiteración, nos dispersábamos en otras cosas, o armábamos un partido de fútbol, con nuestros padres de fanáticos sentados en las ventanas y sobre los taludes de la calle, mientras las dos o tres ancianas de la cuadra nos gritaban que dejáramos dormir, como si a esa edad se durmiera. La jornada concluía con la llegada de la Policía, que no venía propiamente a mirar nuestro balompié o a ligar las apuestas por alguno de los equipos; sí lo hacían los zapateros gordos y bravucones de la iglesia del Calvario, y los carniceros de Manrique, los mayores entusiastas de nuestro futbolito endémico de florituras.

Al regreso de las caminadas por Junín, yo era el único que recordaba y contaba en las tertulias nocturnas de la barriada cosas distintas a las niñerías que los demás compañeros habían visto: las poses afeminadas de los ídolos y deportistas extranjeros en el Salón Versalles –frecuentado en cada visita a la ciudad–, y sus palabras caprichosas y vanas, que nos parecían más una jerga tribal que un lenguaje civilizado. Siempre esperaron los amigos (aquellos que no se habían arriesgado con la gallada nuestra), que hablara de las palmadas que arriesgaba en los culitos de las muchachitas, excitado por su andar postizo y sus minifaldas atrevidas, o por sus escotes impúdicos. O de las carreras veloces por los entreveros de Junín, cuando me había excedido con alguna de ellas, tocándole esa otra parte íntima que despertaba con su olor los instintos del hombre bestia que habitaba en mí.

Ciertas noches –muchas en realidad– entretuve las tertulias de niños con historietas inverosímiles en donde yo me sentaba en las escalas de las pensiones habituales entre la Plazuela Uribe Uribe y la calle San Juan, a conversar con sus residentes propios: las zorras pintorreteadas de colores fuertes, estrambóticos, y de piernas gruesas; y a indagarles ingenuamente, por sus vidas de putas. Así, con mis cuentos, me convertía yo en un jefe de cuadra, atrevido, distinto. Empezaba a forjarme, sin saberlo, un oficio de cronista.

Era el comienzo de la década del sesenta. Las familias del barrio procedían de pueblos del suroeste antioqueño, de donde habían huido nuestros padres, por liberales, o por ociosos. (El mío ejerció de tahúr en Caramanta hasta cuando acabó la herencia que tenía para jugar. Entonces, casado a disgusto de sus suegros, lo echaron de allá por rojo los parientes azules de mi madre, en 1954 –tenía yo tres meses de nacido–. A uno de los primos maternos lo llamaban Celso Bala, de lo rápido para castigar con el gatillo a los enemigos políticos. Años más tarde, esa acción cruel del clan, de expulsarlo de la aldea, la juzgó mi padre con bastante generosidad como un favor para su esposa y sus hijos, nosotros).

En esos días de 1960, con el mundo revolcado en todas partes, los niños de entonces lo ignorábamos todo de la vida. El origen de aquella gente que ocupaba a Junín tampoco lo sospechábamos. Nuestro interés de infantes se centraba sólo en los hombres foráneos de los equipos locales de fútbol, y en los dos o tres lugares en donde solían reunirse los viernes en la tarde, o los sábados en la mañana, previo al partido del domingo: el famoso salón de té Versalles –del bonaerense y buenazo de don Leonardo Nieto–, el Hotel Normandie –en Maracaibo, contiguo al teatro Ópera–, y Residencias Bristol, en Maturín.

El único recuerdo vivo que me dejó aquellos momentos el camellón de Guanteros –abajo del Junín más recatado– es el de una calle repleta de cortesanas festivas, piernialtas, repletas de várices, y matas abundantes de pelo grueso, ojos oscuros, saltones –contrastados con sus rostros pálidos–, que al cruzar la vía central de una acera a otra, meneaban con un gusto especial sus grupas de yegua de trabajo, escondidas debajo de las faldas satinadas, lo que las distinguía de inmediato de las demás muchachas de Medellín. Movían esos culos deleitosos idénticos al ritmo de nuestros canutos de madera.

Bajábamos desde Campo Valdés a Junín una o dos veces a la semana –siempre a pie por Ecuador, la carrera 48–, cumpliendo infatigablemente un ritual que para el resto de la ciudad también parecía infaltable y casi místico. Pero, a diferencia de nosotros –los niños de la cuadra–, las demás personas no llegaban a la arteria símbolo de la ciudad en la búsqueda de jugadores extranjeros. Las gentes la invadían –después lo supimos–, porque ese paseo semanal por Junín les ayudaba a disimular la estrechez cultural y mental en la que vivían en este pueblo asfixiado y encerrado por dogmas y curas. Solamente, uno que otro mes al año, los medellinenses podían darse el gusto de disfrutar de una compañía de circo, caída por aquí de milagro. Por lo general, lo promocionaban notificando que venían del extranjero. La divulgación de su espectáculo, el propio circo la realizaba con el desfile de sus payasos desde el teatro Pablo Tobón Uribe, por la avenida La Playa, hasta bien abajo de Junín, los lindes de la plazuela de San Benito, mientras exhibía las maravillas de sus bailarinas, de los malabaristas y los animales, de sus enanos monstruosos, con los que invitaban a olvidar el tedio local bajo su carpa multicolor y remendada.

 

Cuando bajábamos de Campo Valdés, entrábamos a ese universo callejero de Junín por el costado nororiental del Parque de Bolívar y, de inmediato, los chicos nos sentíamos grandes y tremendamente urbanos. A partir de ese primer momento, junto a las escalinatas de la Catedral, estábamos ya en un mundo extravagante, asustador, ajeno por completo a nuestro universo provinciano. Dado el paso de irrumpir en lo desconocido, no teníamos reversa porque íbamos a medirnos con el mundo de los mayores, que se supone que era el de la fama y el coraje.

Al dejar el Parque de Bolívar –era nuestro último abrigo seguro de aldeanos en ciudad, después de abandonar los solares del barrio–, siempre dudábamos antes de cruzar la calle Caracas, para adentrarnos a esa carrera anárquica y estridente, llena de imágenes y palabras inentendibles de muchedumbre que se confundían con los pitazos molestos de los carros. Los coches de los paisas acaudalados, y los buses de lata, competían con los parroquianos para ganarse el poco espacio público de los viernes en la tarde, en la carrera Junín.

Esa patota de niños no había dado los primeros treinta trancones, desde la primera esquina de Caracas con Junín, cuando ya nos sentíamos perdidos, aturdidos, oyendo los chillidos de los clientes de las cafeterías y los bares, sobrepuestos a la bulla de la calle. Adentro, los mozos del Versalles –el primer negocio que encontrábamos sobre la vereda derecha–, agitaban sus manazas alegremente, acentuando así el diálogo con los usuarios, pero nosotros interpretábamos esos gestos como provocaciones por nuestra impertinencia infantil. Aun así, nos recostábamos al muro de su puerta amplia –dos cortinas de hierro, enrollables–, a esperar la oportunidad de entrar cuando identificáramos a alguno de los futbolistas de entre todos aquellos que habían aparecido retratados en la página deportiva del periódico local.

Entretanto, al acecho de que apareciera el ídolo soñado, para que nos estampara su rúbrica de escolar, tratábamos de no sentirnos ajenos a aquella batahola adulta. Mirábamos a las señoras a sus rostros para saber su jerarquía, o alzábamos los ojos sobre los varones para buscar cómplices en la aventura candorosa. Escuchábamos, oíamos, fisgoneábamos, aunque nada lográramos. En esa confusión del mundo mayor, todas las actitudes nos eran extrañas, y sólo sirvieron momentáneamente para satisfacer la curiosidad de infantes de barrio.


En muchas tardes la espera fue inútil: esas figuras consagradas, que nos llenaban de admiración y respeto, no aparecían por mucho que anheláramos, que las solicitáramos a los clientes y meseros de aquel salón. Después aprendimos que eran unas simples estatuillas de encargo, acrecentadas por la prensa, ignorantonas y toscas. Algunos meseros, compasivamente, se limitaban a decirnos: “No han llegado”, o “Esperen un momento”. Otros, nos enviaban para “la vueltecita”, aquella de la que sólo más adelante vinimos a memorar su nombre: calle Maracaibo. Los demás nos indicaban con sus manos velludas un montón de cuadras abajo, hacia el sur, en donde se decía que estaban hospedados los jugadores rivales del poderoso DIM: el hotel Bristol, al otro extremo de la carrera Junín, en el camino al viejo mercado de licores.

Al principio no nos atrevíamos a llegar tan lejos. Luego, nos llenamos de coraje, aunque temerosos todavía, y empezamos a traspasar las otras calles. Despacio, lentamente, como perdidos, fuimos dejando lo más conocido del Junín central, congestionado de adultos, de jóvenes de todos los sexos –no de ambos, sino de todos los sexos; creo que eran tres, ya–; de almacenistas y de cacharreros, de funcionarios, de truhanes, de curas regalones de medallitas, de maricas ricas y carros viejos y rezagados.

El día en el que nos arriesgamos por primera vez a cruzar a Junín hasta el bazar persa de Guayaquil, al llegar a la esquina de La Playa descubrimos que la ciudad se ampliaba y torcía por muchos lados, y que faltaba todavía bastante para llegar al Hotel Residencias Bristol, para cumplir con la cita ilusoria de los hechiceros del fútbol. Dudábamos, entonces, entre continuar en la búsqueda de esos cabrones desconocidos, o regresarnos al barrio, sin los autógrafos para la colección, porque nos parecía demasiado peligroso atravesar hacia ese otro lado de la ciudad, inexplorado por completo y sugestivamente más espinoso que las dos primeras calles.

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