Frida en París, 1939

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Breton asumió la muestra en París como una acción conjunta con Diego Rivera para fortalecer los vínculos con México. Luego del éxito de la exposición en Nueva York, que acompañó a Frida con artículos en las revistas Vogue, Art News, The New Yorker y Time, Diego sostuvo que era “muy justo” que a continuación disfrutara de Europa,4 una vez que Breton le aseguró que con unos 2,000 dólares se podía costear el viaje y la estancia. Diego no necesitó hacer más cálculos, pero Frida se mostró reticente: Breton le caía mal, Francia estaba muy lejos y parecía que Diego quisiera deshacerse de ella justo en el momento en que su matrimonio zozobraba. Es cierto que él vislumbraba la separación, pero también que al cabo sufragó gran parte de los gastos. Para convencerla de ir, le propone pagarle la mitad del costo del boleto de barco y mucho más: “lo que gastes en estancia y alojamiento lo pongo yo”.5 ¿Nuevos quereres podrían esperarle en París? No estaba muy dispuesta a entretenerse con aventuras, pero cuánto le apetecía el reencuentro con Jacqueline, quien fue factor de su convencimiento mediante un escueto telegrama: “Ven en enero va una carta Amor”.6 Le escribe a Diego: “Quieren que vaya yo en enero. Levy me dijo que al fin de este mes me entrega el dinero pues ya te expliqué que no toda la gente paga luego luego. De cuestión de mosca…7 necesitaría yo como 1000 Dlls”.8 Así, juntos fueron coordinando el viaje. Entretanto, en París Breton iba ideando no una exposición individual sino algo que situara a México en el mapa del surrealismo, por lo que le pidió a Diego algunos cuadros de su colección de pintura mexicana del xix y fotos de Manuel Álvarez Bravo. El 25 de noviembre, Diego promete a Breton que le hará llegar muy pronto lo de Álvarez Bravo y le avisa de que Fritz Bach –el fotógrafo suizo que fotografió el encuentro de los Breton con los Trotski en la Casa Azul– y Frances Toor –la creadora de la revista Mexican Folkways, que tenía un muy amplio archivo fotográfico del país– aún no le han entregado las fotos de su visita a México. Asimismo, le informa que el Manifiesto por un arte revolucionario e independiente ha sido muy leído en México, aunque sólo lo han suscrito César Moro y Juan O’Gorman. También ha sido leído en Argentina con buen recibimiento, en su versión francesa. No obstante, le previene que Frida, quien se halla en Nueva York, no ha decidido aún viajar a Europa.9 El 12 de diciembre, Breton confirma que la exposición ha de realizarse a principios del próximo enero y le suplica de nuevo a Diego que envíe las fotos de Álvarez Bravo.10 Frida se siente un tanto obligada a viajar. El lote de cuadros del xix será enviado a Nueva York, Julien Levy se hará cargo de remitirlos a París en enero.11 A pesar de que los altibajos de su convivencia acrecentaban el alejamiento, Frida y Diego mantenían un hondo cariño, como lo trasluce su correspondencia, si bien Frida fue mucho más prolífica en el intercambio epistolar con Diego durante el viaje.

Diego –se preguntaba ella–, ¿cuándo eres de veras franco? Chicua, cuando tú vas para el cine, yo ya vine de los toros. Él le había escrito en las vísperas de su viaje: “No quiero que te pierdas por causa mía la oportunidad de ir a París. Toma de la vida todo lo que ella te dé, siempre que sea interesante y te proporcione un placer. Cuando uno es viejo sabe lo que es haber perdido lo que se le brindó y que, por no saber, lo desechó. Si en verdad quieres darme gusto, sábete que nada puede gustarme tanto como saber que tú estés gozando”.12 ¿Gozar? Pero si estaba padeciendo desde el momento que se lanzó a esta puta travesía rumbo al lado opuesto del mundo, cuando hubiera preferido enderezar hacia México para estar de vuelta con su Panzón. Frida cojeaba del carajo. Poco antes de embarcar se había resfriado, por lo que avisó que posponía su salida, originalmente planeada para el 5 de enero. La verdadera razón del retraso era un poquitín peor: por idiota, se había lastimado. Para aliviarse del resfriado, al acostarse a dormir se había colocado una bolsa de agua caliente que le quemó un dedo del pie derecho. Por ello pasó los últimos días en Nueva York en casa de su amiga Mary Sklar. La insensibilidad de su pata de palo era calamitosa. Ya había previsto amputarse ese dedo cuyo tejido y terminaciones nerviosas estaban incurablemente lacerados. La herida se le infectó y la tumbó en cama, lo que no bastó para disuadirla de viajar, porque no soy tan guajolota, pero no quiso avisarle de la quemadura a Diego, quien, entretanto, le escribía las primeras líneas de una carta, tirando de la atadura afectiva con que la estrechaba: “Sólo ahora he sabido bien cuánto te quiero”, para rendirle luego un elogio: “decididamente no hay ningún pintor viviente que pueda hacer lo que tú”.13 Su Gordo Panzón en verdad la respaldaba y creía en su talento, pero esos melindres de maridito la contrariaban. ¿Por qué le decía ahora que la quería mucho?, ¿para hacerle más difícil la partida? Diego no había asistido a su exposición en Nueva York, pero celebraba su éxito de prensa y de ventas, y se encargó de hacérselo saber al mundillo mexicano. Se preguntó si no era ella misma quien se saboteaba al chamuscarse la pezuña. En el momento en que al fin su embarco se confirmó, Diego le recomendó varias cosas por telegrama: que tuviera cuidado con los franceses –“cuídate allá muchísimos abusados”–, que se comprara ropa en París, que viajara a Italia y que cuidara sus relaciones con los artistas –“trata bien surrealistas gente nuestra Picasso haz indique André”–.14 Por otra parte, le había hecho llegar algunos “regalitos” para llevar. Uno era para Breton, otros podría venderlos u obsequiarlos… Partió por fin el día 14 en el buque Paris. Durante la travesía, el médico de a bordo le hizo curaciones dos veces al día en su lesión del pie, y le prescribió que no deambulara. Ella, que desde luego no era para encerrarse en su camarote, desde el primer día salió a apoltronarse en el salón fumador, donde conversaba con una chica francesa muy zonza que medio mascullaba el español. A la hora del almuerzo compartía mesa con dos norteamericanos a los que tildaba simplemente de pendejos. La sentaron con ellos porque hablaba inglés y, como los lugares en el comedor eran fijos, no había manera de mudar de compañía. En torno a ella, la mayoría de los pasajeros eran franceses. Los gabachos le chocaban, unos por perfumados y otros porque huelen a sebo y a sobaco. ¿Así va a ser París, con gente como ésta? Entre los viajeros despuntaba también un grupo de rusos blancos que, a ella, una bolchevique empedernida, le resultaban de raíz antipáticos. No había nadie con quién conversar de veras y en cuanto a la idea de salir a dar un paseo por cubierta, ni hablar, era pleno invierno en el Atlántico Norte. Lo primero que le fastidiaba de Europa era tener que ir a Europa. ¿Tendría que someterse en París al papelón de hacerse pasar por una pintora surrealista?, ¿había en perspectiva realmente algo más que el arrebato optimista de Breton y Diego por mandarla a casa de la chifosca? A Julien Levy le entusiasmaba la presentación en Francia porque –razonaba Frida– quería hacer negocios, cobraría comisión por cada venta y pondría una pica en Flandes al lucir del brazo a la “native surrealist indita”. Se rio para sus adentros. No, no debería quejarse. Le había ido muy bien con Levy, ¡ocho cuadros vendidos!, y era momento de emanciparse de su Niño –así llamaba a Diego–, ¡a ver cuántos cuadritos colocaría en París! Frida había tenido en perspectiva realizar una exposición individual desde 1931, cuando residía en San Francisco y le ofrecieron facilidades para hacerla, pero sólo hasta el año pasado había logrado reunir suficiente obra para una muestra en serio. Había trabajado como nunca en mi perra vida. ¿Por qué resistirse entonces, si era lo que quería? Contaba con el apoyo del pedante de Breton y, por su parte, Julien Levy se portaba buten bien y más cabrón que bonito, pues de él era la idea de que no firmara más como “Frieda” ni usara el apellido de su marido –por entonces su nombre de artista era un desbarajuste: Frieda Kahlo, Frida de Rivera o Frida Kahlo de Rivera–. Basta: debería mostrarse como “Frida Kahlo”, rara prenda, nombre sonoro, “tornasolado” que, ¡caramba!, avivaba la incógnita de una mexicana de ascendencia europea. Pero la mudanza no iba a ser fácil, tendría que abrirse paso a tumbos, como lo comprobó cuando tuvo en las manos el cuadernillo de su exposición neoyorquina. Levy mandó imprimir en la portada “Frida Kahlo”, y abajo entre paréntesis el nombre con que sus amigos norteamericanos la conocían: Frida Rivera. Para colmo, en el texto de presentación, que se imprimió en francés porque no hubo tiempo de traducirlo, André Breton se refería a ella como Frida Kahlo de Rivera. Unos corren tras la liebre, otros sin correr la alcanzan. Lo dicho: Frida cojeaba del carajo.

A finales de los años treinta, numerosas navieras ofrecían la travesía. Los viajes intercontinentales por aire se hallaban aún en etapa de prueba, mas ya se anunciaba que a partir de junio de 1939 habría vuelos comerciales de Nueva York a París. Entretanto, el crucero naval a El Havre, con escala en Plymouth o Southampton, duraba cinco o seis días, dependiendo de la embarcación y las condiciones del clima. Frida reservó su pasaje con la Compagnie Générale Transatlantique. Activo desde 1921 en la ruta, el Paris era un buque ya deteriorado. Aunque el servicio de a bordo prometía ser de lujo, los camarotes, las cubiertas, las alfombras, los candiles, los manteles y la loza habían vivido mejor época. El traslado de pasajeros a El Havre era intenso y se consideraba aceptablemente rápido. No para Frida, que se aburrió el primer día, de los seis previstos: “dentro no hay más que un salón pinche con viejos y viejas leyendo todo el día”. Viajó en clase turista: “me tocó un camarote interior sin ventilación ni nada”.15 Con todo, no era el caso de la gran mayoría de viajeros del Paris, apiñados en tercera clase, en estrechas cabinas con literas. Por lo menos, y para bien, el jodido camarote que le tocó en suerte no podía compararse con el de los Hermanos Marx en Una noche en la ópera. Ella adoraba esa cinta que, ¡sorpresa!, resultó también una de las favoritas de Breton. Durante un paseo por carretera en México, André, Jacqueline y Frida habían compartido carcajadas al recordar la escena en la cabina de Groucho, donde los demás Marx viajaban de polizones y adonde entraban en rosario las recamareras, los técnicos a reparar la calefacción, la manicurista que nadie había solicitado, la encargada de la limpieza y una fila de meseros con charolas, retacando todos el cuartito hasta que reventó. Ahora, recostada en una tumbona, lo recordaba. Fue una de las escasas ocasiones en que la había pasado realmente bien con André. Pues sí, en su camarote del Paris no la envolvía el bienestar. Frida había visto el mar por primera vez tardíamente, a los veintidós años, cuando recorrió en tren la costa del mar de Cortés hacia San Francisco. Su primera travesía marítima, de Veracruz a Nueva York en 1931, en compañía de Diego, había sido horrible. Lo único disfrutable fue atracar en La Habana, pero el resto del tiempo lo pasó mareada y vomitando. Viajar ahora en un trasatlántico de tres chimeneas no le hacía ilusión. Decididamente, no era una trotamundos y el océano no la cautivaba, en tanto se sentía en vísperas de nada, con el corazón partido en trozos. No era quién para exigirle a Diego que cambiara y Diego no iba a cambiar. Él se justificaba diciendo que la fidelidad era un valor burgués: “No creo en la fidelidad sino en la lealtad, y yo soy leal con mi Chicuitita”. ¿Creyó alguna vez que realmente la persuadiría con ese blablá? Desde el primer año de matrimonio, Frida supo que Diego la traicionaba. Un poco por venganza y un mucho por insatisfacción, ella había decidido hacer lo propio. A su regreso de San Francisco en 1931, en ausencia de Diego, conoció en México al fotógrafo y campeón de esgrima Nick Muray, con quien emprendió un romance que duraría años. Luego tuvo un idilio con Pierre de Lanux, un diplomático e internacionalista francés que trabajaba buena parte del año en Estados Unidos impartiendo conferencias, con quien al cabo fue alargando la relación. Con ambos Frida usaba, como con otros amantes, hombres y mujeres, el sobrenombre de Xóchitl –‘flor’–, que aludía tanto a sus tocados como a sus vestidos, pero también a su boca y su vagina. A todos sus amantes les dejaba muy claro que ella era leal a Diego y, si bien nunca le pasó por la mente convertirse en mujer de De Lanux, sí se enamoró de Nick, quien era, por momentos, el gran amor de su vida. Luego de su primer encuentro, ella le había escrito líneas que tendieron un gran arco pasional, antes de cumplir los dos años de casada:

 

Nunca te olvidaré, nunca, nunca.

Tú eres toda mi vida

Espero que no lo olvides,

Frida,

31 de mayo, 193116

Entretanto, Diego mantenía el control. Frida justificaba sus desatenciones e infidelidades tejiendo una ristra: no, no es que él nunca estuviera en casa, se ausentaba porque trabajaba mucho; no, no es que descuidara su higiene, Diego era como un niño y había que atenderlo, no, no es que derrochara el dinero, sino que lo rodeaba gente muy perra, y sí, sí era infiel porque las viejas ofrecidas querían darse importancia. En la tumbona, abrigada con una manta, me voy a echar una de esas dormiditas muy ricas en olor de santidad y con una manita en la ingle, se sentía relajada. En unos cuantos días llegaría a París, volvería a pasar horas con Jacqueline, se pondrían al día, ¿soportará la cercanía de Breton? Le gustaba tanto abandonarse al abrazo musculoso de Nick. Elegante, risueño, de complexión atlética, le había dolido separarse de él, pero no estaba mal hacer distancia, el amor es peripecias. Todo se decidiría al regreso. La probabilidad muy clara de dejar a Diego le hacía plantearse sensatamente que tenía que bastarse a sí misma como pintora, vivir de la venta de sus cuadros. Ahí está Francia, a ver qué otras puertas se me abren. Nick se iría a vivir con ella a México y Diego se pudriría de celos. ¿Es este el viaje que me prometiste, Panzón mujeriego? Unos años atrás, habían ideado ir juntos a París,17 plan siempre pospuesto, cosa que ahora Frida no perdonaba, empujada a hacer el viaje sola como pinche ostra. Y qué viajecito: la densa bruma no dejaba ver el mar. Qué vergüenza que te vean aquí jetona, deberías irte a cuajar al catre. Pero aquélla no había sido la única vez que Frida vislumbrara ir a París, pues separada temporalmente de Diego y durante una estancia en Nueva York en 1935, había fantaseado hacer el viaje con Pierre de Lanux. Amaba a Nick, pero Pierrot era más ardiente. Frida acudía a recibirlo al Oyster Bar en la Grand Central Station, de donde iban a un hotel en Washington Square. Debido en parte a su vida ambulante de charlista, pero también a su falta de compromiso, los bríos de Pierrot fueron haciéndose fugaces hasta transformarse casi en una larga relación epistolar. Y sí, en algunas escapadas nocturnas hablaron de la posibilidad de coincidir en París, en donde Pierre recalaba a cada tanto –ahí radicaban su esposa e hija–, y siguiendo crédulamente el ensueño, Frida le había sugerido encontrarse allí en junio de 1936. En absoluto complacido con tales avances, Pierre le respondió con tibieza desde Ginebra: “Qué buena noticia que vengas a París –aunque falta todavía mucho para junio–. Sí, espero estar ahí, o cerca de ahí”.18 Sus intercambios epistolares, que ya flaqueaban cuando Frida se embarcó por fin, estaban ritmados por el deseo de volver a pasar un momento juntos, pero ya con escasísima disposición para emprender verdaderos planes. Ahora, cuando por fin hubo la oportunidad de cruzar el charco, Pierre no dio paso ninguno, se quedó dando conferencias por el rumbo de Wisconsin, y allá tú, manito, no necesito guajes pa’ nadar, pero eso sí, al obsequiarle él en la víspera de su partida el Dictionnaire abrégé du sur­réalisme (Diccionario abreviado del surrealismo), le presumió que conocía personalmente a Breton y otros surrealistas. Lanux había sido en otro tiempo secretario particular de André Gide, antes de consagrarse a la carrera de internacionalista como empleado de una asociación que apoyaba los trabajos de la Sociedad de Naciones, escribiendo artículos políticos y dictando conferencias –hoy aquí, mañana allá, pasado quién sabe, surcando en tren de Illinois a Minnesota, a Kansas y a otras anexas–, y luego de vuelta a Europa. Mediante el contacto de Miguel Covarrubias, con quien Lanux llevaba amistad de años, había conocido primero a Diego Rivera en Nueva York, en ocasión de entregarle en mano una carta de Gide. Miguel y Rosa Covarrubias, buenos chómpiras de Diego y Frida, los reunieron una noche a cenar con Lanux, precisamente en el Oyster Bar. Frida se propuso meterlo a la cama, cosa que consumó en menos de un ratito. Una vez, cuando Diego estaba fuera de mi vista, los Covarrubias salieron de nuevo a cenar con Frida y Lanux, quienes se manejaban en simple plan de conocidos, aunque mantenían la secreta relación que se iba haciendo durable. Frida evitaba siempre largar en presencia de Miguel y Rosa cualquier gesto que delatara su aventura con Lanux o con Nick, pues los Covarrubias se preciaban de estar al tanto de todo y de todos, concerning Mexican dwellers. Ay, los Covarrubias. Pa’acabarla de fregar, Miguel era también quien le había presentado a Nickolas Muray en México. Sin saberlo, el Chamaco era su celestina. Peligro: Frida no se fiaba porque, además, ponte busa, adoro a Rosita, pero ay, qué chismosita.

Para matar la tarde, se puso a escribirle a su Niñito. Comenzó una carta larga donde le aseguraba que lo extrañaba, que deseaba volver a casa cuanto antes y que, de haber sabido lo que significaba cruzar a Europa por mar –qué olas, qué fastidio, qué meneos– nunca se hubiera embarcado. Pasara lo que pasara, su designio era estar de regreso junto a él en marzo. Súplicas amorosas, ruegos a Diego, que no la olvide y que le escriba, destellan su aflicción: ella, que quisiera restablecer su matrimonio, anda como loca de un lado al otro. Para colmo, las noticias decían que en diciembre había nevado en París. Salió con sus cigarrillos del salón fumador. El barco atravesaba un banco de niebla, y la noche invernal cayó poco después de las cuatro de la tarde. Frida se acostó a dormir temprano. Hubiera dormido profundamente, pero se sintió de nuevo meneada. Pasada la medianoche, la despertó una aterradora sacudida, seguida de agitación en el corredor y alaridos. Los hierros del Paris trepidaban al atravesar una formidable tormenta.

Fue una de las peores travesías en la historia del trasatlántico, que tardó ocho días en llegar a El Havre. Galerna y sacudimientos, sensación de irse a pique. Hubo pasajeros que resultaron con brazos y costillas rotos, una cocina del barco se incendió. Encerrada en su camarote, Frida pensó que moriría. Duró dos días. Recibir al quinto día de navegación el escueto telegrama de Diego que se reducía a dos palabras: “Muchos besos”, la descorazonó. “Imagínate –le escribió ella pocos días después, ya desde París– que los baúles grandes en mi cabina se movían de un lado a otro como si fueran basura, a media noche se me venían encima contra la cama, con mucha fuerza, que aunque los amarraron con mecates, reventaban los nudos, y yo pensaba que iba a morir apachurrada como chinche”.19 Cuando se avistó tierra, fue como un espejismo: la escala en el puerto de Plymouth, ya con una demora de cuatro días, no pudo realizarse, y el Paris derrotó con todo su pasaje por el Canal de la Mancha para arribar a El Havre sumando otras diez horas de retraso.

Justo en la noche de aquella tormenta, en México Diego preparaba una carta para Frida en la que le comunicaba pormenores de su definitivo rompimiento con León Trotski. Era una redacción preparatoria de otra más importante que pensaba enviarle a Breton puntualizando las razones. El asunto era delicadísimo, pues rompía el lazo que los tres aliados del Manifiesto y la FIARI habían anudado en México, y ponía a Frida en menudo predicamento, pues su viaje a París era en algún punto fruto de esa alianza. Para no dar pasos en honduras, Diego mejor rompió la carta y decidió enviar un telegrama a Frida pidiéndole que le informara a André de la ruptura. Ya habría oportunidad de poner las cosas en claro. Primero, que la Chicua llegue a su destino. Cuando por fin el Paris se aproximaba a la costa francesa, Frida se asomó a cubierta entre las decenas de pasajeros que atisbaron el titilar de las luces. Había podido acicalarse muy poco, sentía que su aspecto era de náufraga. Poco antes de desembarcar revisó su pasaporte. Su filiación detallaba la estatura: 1.58 m, el color: moreno, los ojos: café, el pelo: ¿café?, la ocupación: pintora, el estado civil: casada. Señas particulares: “Ninguna”. ¿Ninguna? ¡Se me hace poco el mar para echarme un buche de agua! Ahora anochecía apaciblemente bajo la llovizna. Comparado con el horizonte de rascacielos neoyorquino, qué diferente era el relieve de El Havre. Una amplia rada con numerosas estaciones se perfilaba al pasar, con fondeaderos y diques provistos de grúas. Culminaba en el bulto de la costa un recorte de edificios de apenas tres plantas con mansardas, alzados modestamente a unos cuantos metros del muelle, al pie de una colina boscosa. La ciudad se antojaba mediana, si no es que pequeña. El arribo de un trasatlántico parecía ser un gran acontecimiento frente a la disminuida vecindad de navíos de cabotaje y clippers arrimados a los embarcaderos. Y sí, visto desde tierra el Paris era portentoso. Entraba partiendo las aguas con su proa de cuchilla, su casco de acero, las tres orondas chimeneas que expulsaban humo negro. Parecía llegar de fiesta, del mástil frontero a la popa pendían sobre las cubiertas banderolas multicolores. Atracó en el muelle d’escale, donde estaba la estación marítima de la Compagnie Générale Transatlantique. Jacqueline había prometido a Frida que iría a esperarla ahí. El desembarco demoró una hora, en medio de la confusión de los pasajeros ingleses que pedían volver a Plymouth. Frida cruzó migración y recuperó sus maletas y dos grandes baúles con la ayuda de un carretillero. ¿Qué llevaba en el gran equipaje? En un baúl sus vestidos mexicanos, abrigo y prendas de lana para el invierno, en el otro ropa en buen estado que acopió en Nueva York para entregarla a los refugiados españoles en Francia. Al franquear la salida de pasajeros, reconoció de inmediato a la Güerita, la fina figura de Jacqueline, quien la esperaba sonriendo acompañada esta vez no por André, sino por otra mujer. Se abrazaron y Jacqueline hizo la presentación: “Es Dora, mi amiga de siempre”. Frida se preguntó de inmediato si habría algo más que amistad entre ellas. La acompañante era una mujer guapa, algo robusta, que hablaba un español perfecto con acento argentino. Jacqueline la había traído como intérprete, por si fuera necesario. Para Frida, hablar en español fue un alivio. Abordaron un taxi hacia la estación de ferrocarriles.

 

La emoción de cruzar por el puerto se encendía aún más con destellos de automóviles y trancos de ciclistas que cruzaban en todas direcciones. Las marquesinas de hoteles y restaurantes llamaban a interiores luminosos, el empedrado de la avenida estaba roturado con rieles de tranvías eléctricos que al pasar restallaban chispas en los cables. La lluvia había dejado su espejo en las baldosas, un anuncio con la palabra Chocolat daba la nota de calor, otro más rezaba Dubo-Dubon-Dubonnet con una figura que apuraba una copita de licor, el escaparate encendido de un estudio de fotografía depositó en Frida un timbre familiar. Jacqueline hablaba y hablaba, Frida quería ver y ver, por ahora Dora callaba. En pocos minutos, ahí estaba la terminal de trenes. A la par que ellas, de un autobús descendían otros pasajeros del Paris. En el vestíbulo de taquillas, toparon con una multitud. Debido al retraso de los barcos, los viajeros reclamaban cambios de boletos y conexiones. Hubo que documentar los dos baúles de Frida como carga. Un diplomático mexicano, un tal Munguía, se acercó muy peripuesto a la señora de Rivera, y les cedió a las tres mujeres su compartimento de primera en el tren a la estación Saint-Lazare, por lo que abordaron alegres de hacer cómodamente el trayecto. Ya en la cabina, sin preámbulos Jacqueline preguntó por Diego. “Como puedes ver, me dejó venir sola”, fue la respuesta lacónica de Frida. Jacqueline esquivó el tono con una revelación: “Dora quería conocerte, le he hablado mucho de ti. Ella es la compañera de Picasso”. Frida quedó sorprendida y sólo acertó a preguntarle: “Perdona, ¿me repites tu apellido?”. “Maar, Dora Maar”. La guapa argentina ofreció cigarrillos, explicó que no, no era argentina, y que hablaba español porque había vivido en Buenos Aires, y las tres fumaron. Fatigada, pero de buen humor, Frida les relató los infortunios de su travesía, cómo en plena tempestad algunos pasajeros rezaban aferrados a las paredes en los corredores del buque, o se arracimaban en las escalinatas ¡para salir!, entre el tronadero de cortocircuitos. Aterrados, dos bailarines negros contratados para un cabaret de París llevaban puestos los salvavidas de noche y de día. El relato sonaba entre terrible y chusco, pero no era exagerado. Días más tarde, Frida detallaría en una carta: “Yo tenía tanto miedo que lloraba sin consuelo, pues estaba segura de que el barco se hundía. Hasta los periódicos dieron la noticia de la travesía y dicen que el capitán no durmió en dos días, pues en cinco años no había habido un tiempo igual, y, sobre todo, que el barco es una mierda pues es viejo y jodido […]”.20 En su fuero interno, Frida había temido que tan mala ventura fuera presagio de lo que le ocurriría en París, pues para colmo todos a bordo hablaban de la inminente guerra con Alemania. Pero bueno, ya estaba en Francia. El tren se detuvo en Ruan: “La ciudad de Duchamp, aquí nació”, indicó Jacqueline. Dora ofreció otra ronda de cigarrillos. La lluvia hacía menudos arroyos sobre la ventana del compartimento. “Quel dommage, ce temps pourri!”, exclamó Jacqueline. “Que el clima está podrido”, tradujo Dora, cumpliendo como intérprete, y le hizo gracia el gesto resignado pero socarrón con que reaccionó Frida, de cuya chispa festiva Jacqueline ya le había advertido. Por lo demás, Dora había comentado con Picasso la próxima llegada de la mujer de Diego Rivera, por lo que él le detalló desahogadamente pasajes de su antigua amistad y pleitos con el rollizo y conflictivo “caníbal mexicano”. Aunque ya no mantenían comunicación directa, Picasso estaba al tanto de los frescos con que Diego repletaba muros de edificios públicos de México y Estados Unidos, y no hacía mucho que había resentido la mala leche de un crítico francés que, con tonillo delator, señalara que su gran tablero, el Guernica, realizado no hacía mucho en homenaje a la República española, estaba en deuda con la pintura mural mexicana. Como fuera, al enterarse de que madame Rivera venía a París, se mostró cordial y muy dispuesto a conocerla, así que con un enfático frote de manos dispuso: “Dorita, habrá que invitarla a almorzar”. A Frida, la idea de conocer a Picasso le daba algo de susto, pero sabía que tendría que toparse con él. Aunque era señalado por doquier como el más grande pintor vivo, a ella le decepcionó la exposición reciente del malagueño en Nueva York, que le pareció repetitiva, mientras que Diego lo mantenía en alta estima, aunque llevara bien clavada la punzada de su deslealtad, pues no se cuidaba de manifestarle en privado a Frida, en cuanto le picaba la inquina: “es un traidor”. Frida conocía esa recitación. En el París de hacía veinte o veinticinco años, era temido el proceder del español que visitaba los estudios de sus colegas para, con ojo de cleptómano, sustraer ideas que de inmediato injertaba en su trabajo. Sabiéndolo, Diego no quiso invitarlo a conocer un cuadro recién terminado que, a su parecer, daba un paso más allá del cubismo. Pronto la obra fue solicitada por el galerista Léonce Rosenberg, quien sin más expediente la mostró a Picasso, el artista principal de su cuadra. Al punto, éste pintó Hombre acodado en una mesa, obra de generosas dimensiones que derivaba directamente de aquel cuadro de Rivera que a la postre llevó el título de Paisaje zapatista. Al conocer el préstamo forzoso, en un rapto de rabia Diego amenazó con tundir al malagueño a bastonazos.21 Con su habitual imperiosidad y orientando el asunto hacia la insignificancia, en uno de esos actos de prestidigitador con que transfiguraba en un santiamén lo pintado, Picasso modificó su cuadro, dejando sin embargo visibles huellas del hurto, y así arrancó el alejamiento que duraría entre ambos, a pesar de algunas cartas cruzadas, toda la vida. Mas no eran del todo enemigos. En la convivencia casera, Frida atestiguaba cómo, más de veinte años después del incidente, Diego se conmovía cada vez que alguien, ya en México, ya en Estados Unidos, le refería que Pablo Picasso lo había mencionado en alguna conversación. No hacía mucho, Genaro Estrada le había hecho llegar un ejemplar de su libro Genio y figura de Picasso,22 en donde narraba el fortuito encuentro con él en una galería de París: puesto a parlotear en el despacho con un fulano, sólo cuando éste le repitió su nombre, “Picasso… Pablo Picasso”, cayó Estrada en cuenta de con quién trataba. En la plática recogida en su libro, menciona que el pintor se refirió elogiosamente a Diego Rivera y a José Clemente Orozco. Tal como lo hacía siempre que se veía mencionado por escrito, Diego subrayó esas líneas, herido, pero con orgullo. Ese pesar era un secreto de su Panzón, e inopinadamente, aquella primera noche en que cruzaba Frida en tren hacia París, ahí estaba Dora Maar, con su apellido inverosímil –Frida no entendió si era “Mar” o “Amar”, cosa que le pareció, por lo demás, estupenda, aunque al poco Dora aclaró: “Bueno, originalmente es Markovitch”–. Las tres mujeres en el compartimento eran pareja de personajes con fama de monstruos, pero las tres eran artistas por mérito propio. Jacqueline y Frida, pintoras; Dora, fotógrafa y pintora. A Frida le picó la curiosidad, ¿cómo será la convivencia con Picasso en el día a día? Pero dejó las intimidades para otra ocasión. Tratando de dormitar un poco, le volvió un pensamiento que no se le apartaba desde que aceptó la invitación de viajar a Francia. Cuando entretenían aquella ilusión de ir juntos a París, era porque Diego deseaba regresar triunfante, con la comisión de realizar algún fresco en un lugar digno, en un edificio digno. Ese dolorcillo de Diego con Francia, ¿se paliará un poquito con este viaje? Y mientras tanto ellas, la Güerita y Dora, ¿qué tan a sus anchas pueden estar en el mundo que encabezan André y Picasso? Percibió en Dora a una mujer contenida y discreta, el tipo de persona que no responde con sonrisas cuando alguien le sonríe. Arribaron a París a las once y media de la noche. Al descender del vagón, Frida sintió el golpe de un viento helado y el intenso olor a petróleo quemado de la locomotora. Al sumarse al gentío que marchaba a la vera del tren, le sobrevino un vuelco de ánimo: “Ya estás en París, Chicua. Ora sí vas a ver lo que es bailar un son en tierra ajena”, creyó oír la voz de Diego. En la cabecera del andén, como plantándole cara al convoy, enfundado en un negro abrigo largo, André Breton las esperaba.