Frida en París, 1939

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Bajo el alumbrado eléctrico de la plataforma de Saint-Lazare, al verlos de nuevo juntos, a Frida le sorprendió comprobar la palidez de sus amigos que pocos meses atrás se tostaban bajo el sol de México. Ahora su tez era de un blanco crudo, acentuado en la Güerita por el tinte casi albino del cabello que hacía aún más límpidos sus ojos café claro, y en André por más canas primerizas de las que ya le conocía. Al salir por la arcada de la terminal, lo primero que Frida vio de París fue una fila de taxis frente a una plaza donde dormitaban dos autobuses y algunos autos estacionados. En un quicio se escarpaban cuerpos de hombres y mujeres indigentes, clochards acompañados por perros. Numerosos viajeros se apresuraban hacia la avenida cargando sus valijas, para descender por un tragadero que señalaba la estación del metro. Si El Havre, comparado con Manhattan, le pareció casi de juguete, este primer atisbo de la ciudad tampoco resistía la comparación con la Grand Central Station. Dora cruzó algunas palabras finales con Jacqueline y André, se despidió de todos con besos repetidos en las mejillas, invitó a Frida a que fuera a su estudio próximamente y tomó un taxi. Es una mujer de una dulzura lastimada, pensó Frida.

Dado el volumen del equipaje, abordaron otro taxi con parrilla en el toldo, que en menos de diez minutos los dejó frente al número 42 de la rue Fontaine. Con fachada modernista, marquesina discreta y cuatro lucernas frontales, salía del edificio un rumor de música cubana. “El cabaret de monsieur Castellanos, La Cabane Cubaine –le dijo André a Frida–, La Habana en París”. Los tres marcharon por el patio interior arrastrando el equipaje hasta el edificio de apartamentos en el fondo. Tanteando sobre los adoquines, Frida temía por su pie lastimado, en tanto que nunca apareció un sirviente o un conserje que les ayudara a subir los baúles por la estrecha escalera. Tan voluminosos eran, que André debió salir de inmediato a buscar otro taxi para devolverlos a la guarda de equipajes de Saint-Lazare. Frida conservó solamente sus dos maletas, que resultaron pesadas de cargar hasta el cuarto piso, donde se hallaba el estudio de los Breton.23 Desde que ella supo que la alojarían en el recinto donde se realizaban las veladas de los cónclaves surrealistas, había aceptado de más o menos buena gana. “Es pequeño pero acogedor”, le dijo Jacqueline al abrir la puerta y encender la luz. De primera impresión, le pareció más bien una bodega. Aube, la hijita de los Breton, de apenas cuatro años, a quien acompañaba la mujer del conserje, corrió a recibirlas, muy sorprendida por la larga falda y el cabello oscuro de la dama mexicana. ¡Estaba feliz de saber que compartiría la cama con ella! Frida no ocultó su extrañeza. ¿Este era el estudio? Acostumbrada a frecuentar talleres de artistas, desconocía que studio nombra en Francia de igual forma a los departamentos de una o dos piezas donde se vive más bien economizando espacio, al punto no infrecuente de que la sala se convierta por la noche en dormitorio. La representación que Frida se había hecho de un estudio parisino se ajustaba al departamento de Ralph Stackpole en San Francisco, un estudio de escultor donde ella y Diego habían morado algunas semanas, que constaba de una estancia iluminada, con una gran mesa de dibujante y un escritorio, una chaise longue y un sofá, comedor y cocina en una pieza, una recámara, cuarto de baño con ducha y retrete. El santuario de los surrealistas, en cambio, consistía en dos cuartos que cumplían funciones de sala, despacho, biblioteca, recámara de la pareja y la niña, comedor, cocineta, y depósito de porquerías. De los muros colgaban cuadros modernos junto con otros de bazar de antigüedades. Había una consola arrimada al muro con cualquier cantidad de objetos entre artesanales e insólitos, y aunque el techo era alto, se imponía una sensación de agobio, y mira que a mí no me disgustan las chácharas. Sólo las ventanas daban respiro. Una asomaba a la noche y al patio oscurísimo del edificio, la otra hacia una refulgente avenida cercana, el boulevard de Clichy. Por insistencia de Jacqueline, Frida colocó sus maletas en la recámara, dormiría en la cama matrimonial. Ella hubiera preferido irse esa misma noche a un hotel. Será mañana. ¿Dónde desvestirse?, ¿ahí, junto a la niña?, ¿en serio, vamos a dormir juntas? Había un pequeño lavabo, pero el escusado quedaba afuera. Jacqueline preparó café. Se sentaron a charlar y la pequeña Aube se sentó también, muy formalita. Era rubia, como su madre, de ojos almendrados, llevaba mal recogido el cabello con un listón. André regresó pronto de Saint-Lazare y le entregó a Frida la ficha de la consigna. Sirvió copitas de coñac para acompañar el café. Con el refuerzo a trompicones de Jacqueline como traductora, Frida les dio novedades sobre Diego, Trotski y Natalia, y detalló aspectos de su exposición en Nueva York. Breton le aseguró que estaba “enteramente” en contacto con Julien Levy, que todo marchaba bien a pesar de dificultades no muy considerables, diciéndolo con ese mirar suyo aún más enfático que sus razones. Frida conocía bien ese convencer penetrante y conocía el antídoto, pues desde niña había aprendido, con la tutela de una sirvienta, a conjurar el mal de ojo sorprendiendo a quien quisiera sorprenderla, mirándolo a los zapatos y obligándolo así a bajar la mirada. Y en efecto, André desvió la vista y preguntó si había habido buenas ventas en Nueva York. Hubo ventas, sí; buena crítica, sí; traje conmigo un cuadro en proceso, sí; pienso terminarlo aquí; y sí, Julien Levy me dijo que piensa venir a la exposición. André dio un trago sedante de coñac. Repentinamente mustio, pero mirándola firmemente de nuevo, le informó que los cuadros habían llegado sin problema, pero que faltaban algunos trámites para sacarlos de la aduana. “No hay por qué inquietarse”, medió Jacqueline. En cuanto a la galería, eso estaba todavía pendiente, porque la exposición ya no se iba a realizar con Charles Ratton, quien –como Frida sabía– se mostró interesado al principio. Frida resintió el palabreo como un golpe en el vientre. Volteó a mirar a Jacqueline, sin poder deshilar el porqué de aquellos telegramas tan urgentes que ambos le habían enviado: urge que la obra ya esté aquí, urge que vengas a principios del año. “Besoin urgent tableaux Paris premier Janvier supplie envoyer immediatement photos pour catalogue… André”.24 Hoy estaban ya a 17 de enero, y con los cuadros detenidos en la aduana. ¿En qué condiciones se encuentran, cuál es el trámite que hace falta para recogerlos?, preguntó. Breton quiso tranquilizarla: “Es cuestión de pagar los impuestos de importación, la galería no los pagó”. Claro, papanatas, porque no hay galería. “No te preocupes, la exposición se va a realizar. Tú sabes que André se dedica desde siempre a esto… hay otras galerías”, terció Jacqueline apenadísima. “Hablemos mañana del asunto, esta semana todo quedará arreglado”, dijo Breton apretando los labios. Frida odiaba su jeta de monigote. ¿Qué hago aquí?, ¿qué va a pensar Diego de todo esto? “Hay mucha gente esperando conocerte, gente que te estima y estima a Diego, te presentaremos con todo mundo”, Jacqueline repuso como apuntando flechas al cielo. Entretanto, la pequeña Aube miraba embelesada a Frida, era la única mirada leal. “Attendez!, ¡espérenme tantito!”, exclamó Frida, estrenando su francés con un cambio de ánimo, e inopinadamente se dirigió a la habitación. Volvió con varios paquetes. Uno pequeño para Aube, con una cajita de Olinalá, una muñeca y un juego de cocina de barro en miniatura. Para Jacqueline un reboso azul de seda, un enredo blanco y un huipil bordado que a todos arrobó. Y finalmente: “Es para ti –le dijo a André–, te lo manda Diego”. La tensión no había cesado mientras él iba desenvolviendo con tiento el bulto, como adivinando. Exclamó: “¡Me dejas sin habla!”. Se puso de pie, abrazó a Frida conciliatoriamente y la besó en la frente. En la mesa, sobre un lecho de papel de china, dormía y despertaba en París una soberbia máscara de piedra teotihuacana.

Precipitadamente, Breton había prometido que la exposición tendría lugar en enero. Menos que convencida por la premura, Frida se sentía lazada del cuello. Ante sus titubeos, un buen amigo había intervenido para hacerla entrar en razón, Walter Pach. Comisario, crítico e historiador del arte que en sus frecuentes viajes a México siempre visitaba a los Rivera, admiraba el trabajo de Frida y le dio ánimos: “¡Cuánto me gustaría ser testigo del éxito que te profetizo cuando muestres tu pintura en París! Tienen que apreciarte […]”.25 No era una opinión cualquiera. El ya cincuentón Pach se codeaba con los directores del Louvre y del MoMA. No podía echar en saco roto su apoyo.

Frida jamás previó que Marcel Duchamp habría de ser su oportuno aliado en París y lo fue gracias a la diligencia de Pach. En vísperas de su partida, éste había enviado cartas a los hermanos Duchamp-Villon pidiéndoles que la atendieran. “Son tan buenos amigos míos –Pach le escribió al punto a Frida– que, aún sin las cartas que les dirigí, serán amigos tuyos desde el momento en que menciones mi nombre…”.26 Aunque en su trato con Frida nunca sacó a relucir los pormenores, Walter Pach había apoyado decisivamente el exitoso arribo de Marcel Duchamp a Nueva York en 1915. Antes de partir a Estados Unidos, Marcel era un hijo de familia que, abandonando un temprano éxito de pintor, enfilaba hacia la treintena mantenido aún por su padre. Su única experiencia laboral era una estancia de becario en la Bibliothèque Sainte­-Geneviève, ocupación que le había servido para evadirse en lo posible de las camarillas de artistas, de las que abominaba. Al estallar la Guerra del 14, había sido declarado no apto para el servicio de armas, en tanto que otro hermano suyo caía en acción. Marcel era insultado en las calles por no hallarse en el frente de guerra, y en tal circunstancia recurrió a Walter Pach –quien luego de una larga permanencia en Francia mantenía los contactos adecuados, ahora de regreso en Estados Unidos–, manifestándole que deseaba ir a Nueva York para alejarse de París y poder dedicarse a lo suyo, de paso confesando el agobio que le significaría “tener que hacer vida de pintor”, es decir verse obligado a pintar para mantenerse.27 Arrimándole el hombro, Pach lo recibió e introdujo al medio neoyorquino. Lo presentó con Walter Arensberg, el millonario coleccionista que sería en adelante amigo y mecenas suyo, gracias a quien Duchamp pudo muy pronto librarse del trabajo asalariado. De lo primero que emprendió fue la invención de los ready-mades, en tanto solicitó a su hermana Suzanne que le echara una mano con un portabotellas que había dejado en París, agregándole al objeto la leyenda “copia de Marcel Duchamp” con un pincel. Como un verdadero cazatalentos, Walter Pach lo seguía de cerca. Sagaz y acreditado, bien parecido, Pach era apenas cuatro años mayor que Marcel. Graduado en el City College of New York, había arribado a París en 1907 en plan de joven pintor y reportero, lo que le facilitó el trato con el veterano Monet, así como con artistas de vanguardia, entre ellos los hermanos Jacques Villon, Raymond Duchamp-Villon y Marcel Duchamp, quienes para distinguirse entre sí barajaban variantes de su apellido familiar. Además, las relaciones que tejió Pach en casa de su paisana Gertrude Stein –quien por entonces compraba pintura con criterio óptimo, se atribuía la victoria de recibir en casa a los adversarios máximos, Matisse y Picasso, y afirmaba haber oído, en presencia de este último y de Apollinaire, al aduanero Rousseau relatar sus improbables recuerdos de México–, le abrieron las puertas para comisariar con Walt Kuhn el Armory Show de 1913, la exposición internacional que introdujo el arte moderno y de vanguardia europeo en Estados Unidos, donde Pach listó obras de los hermanos Duchamp-Villon, y en lugar muy destacado aquel Desnudo bajando una escalera de Marcel, que causó revuelo. Atento al arte mexicano desde 1922, cuando fue profesor visitante en la Universidad Nacional Autónoma de México, hizo amistad con Diego Rivera, a quien no dejó de visitar en repetidos viajes. A su vez, Diego y Frida lo frecuentaban en Nueva York. Con aquel ojo experto supo reconocer la singularidad del arte de Frida, pero conociendo el desgano que manifestaba Marcel hacia la pintura y su parquedad ante lo que no le significara un interés directo para sus actividades, Pach creyó que ella recibiría sobre todo apoyo del mayor de los hermanos, el amable Jacques Villon. Aun así, le hizo saber a Frida: “Marcel conoce a mucha gente, periodistas, etc., que podrían serte útiles para tu exposición”, agregando un detalle esencial: “Marcel habla inglés a la perfección”.28 Buena nueva. Pero no sólo fue Walter Pach. También Julien Levy, quien organizaba con Duchamp exposiciones en su galería, lo puso en antecedentes y le pidió apoyo para Frida. Por último, le correspondería a André Breton hacer las presentaciones.

 

En verdad, a Frida no le interesaba conocer a los surrealistas, y el nombre de Marcel Duchamp le decía muy poco. Haber llegado a París para enterarse de que la exposición era una idea en el aire, la llenó de rabia y la desmoralizó. Por lo demás, no estaba a gusto consigo misma. Se sabía dividida, de muchas maneras. ¿Qué diablos estaba haciendo en París, con el alma empeñada del otro lado del océano? Una mujer aprisionada y libre, mitad europea, mitad oaxaqueña, efusiva y deprimida, bisexual pero atada, con una pata mala y otra buena, la derecha flacuchenta y la izquierda bien torneada. Amaba a dos hombres y al mismo tiempo amaba a cuatro, pero sólo amaba a uno que ya no la amaba. Diego la tenía partida en dos. Y ahora se dividía de nuevo, tenía que buscar un hotel donde pudiera hallarse a solas para recobrarse. Escribir cartas fue su consuelo, luego de las insufribles estrecheces que halló en casa de los Breton y del aplazamiento de la exposición. Escribía largas cartas, llenas de disgusto y mala leche, pero no todo en ellas iba a ser lamentaciones. Tenía prosa, soltura y gracia, mantenía en su escritura el timbre peculiar de una charla, condimentando sus exageraciones y escarnios con chispa y salidas ingeniosas. Los surrealistas que iría conociendo en la vida de café y las reuniones de los Breton, que fueron objeto de su mordacidad en cartas a Diego y Nick, no aparecen en general mencionados por su nombre, sino liados en una pandilla. Los llama “perros”, “corrompidos”, falsamente artistas, falsamente revolucionarios, fantasiosos incapaces de llevar a la práctica sus teorías.

Aunque la casi totalidad de los amigos que había dejado en Nueva York y México la habían alentado para emprender su aventura “europea”, quien en todo momento la desaprobó, disgustado por el alejamiento, fue Nick, quien se declaraba abandonado. Él, un exiliado húngaro que había hallado en Estados Unidos el bienestar laboral y económico, dudaba de Europa como si se tratara de un espejismo y sentía que, luego de tantos sacrificios para mantener su relación a distancia –ella, en México–, esta nueva separación obedecía a tonterías como “la fama, la suerte, una exposición, el Atlántico, hacer dinero […]”.29 Era demandante. En respuesta a un telegrama quejoso de Frida durante los primeros días de su estancia, le escribe: “Me he dado cuenta de cuánto extraño tu rostro pícaro, tus comentarios tan graciosos, cuánto extraño las noches, tu cuerpo plástico, tus senos –mis fuentes de placer–, tu sexo que me abrió los cielos, que me envolvió en un paraíso propio y me hizo olvidar todo lo que estuviera más allá del alcance de mis brazos”.30 Nick termina esas líneas pidiéndole a Frida que saque a Europa de su cuerpo, y que regrese cuanto antes a su lado. Y en verdad, en ese trance Frida estaba considerando seriamente tomar el barco de regreso a Nueva York, ya no para arrojarse a los brazos de Nick, sino en escala para seguir rumbo a México. Al acusar a los surrealistas de “falsamente artistas” su veredicto sumario era grandemente prejuicioso, pues Frida ni entendía bien el francés ni estaba al tanto de las circunstancias políticas del momento, que eran el objeto imperativo de las acciones del grupo. Recaía, como escandalizada, en la censura de su modo de vida. Luego de tantas discusiones inútiles en el café, “a la mañana siguiente no tienen nada que comer en su casa porque ninguno de ellos trabaja”.31 Y en efecto, en general los surrealistas vivían cortos de dinero porque no eran asalariados. Sí, algunos bebían de más y otros caían en lapsos improductivos, pero aun así los poetas escribían y publicaban, los pintores pintaban y exhibían, el propio Breton escribía con profusión y, además de hacerse cargo de la edición de libros, revistas y antologías, se ocupaba de la elaboración de documentos y proclamas, presentaciones públicas, además de la consabida organización de exposiciones –aunque en este oficio, Frida no veía claro por qué podía estimársele–. La impresión de una holgazanería generalizada taladraba a esa Frida que, agobiada por sus achaques de salud desde niña, solía caer en periodos de inactividad que la hundían en ansiedad y baja autoestima. Aún recurría a Diego para corregir un esbozo en sus cuadros, cosa que le hacía sentir torpe e inexperta. Además de los analgésicos y los calmantes, en una vida que tenía mucho de convalecencia, solía encender un cigarrillo y servirse un tequila en el patio de su casa para estarme sosiega, cosa que mi Niño jamás haría. Si a veces se sentía poquita cosa, en la cercanía de los surrealistas prefería pensarse a sí misma trabajando, no malgastando el tiempo en chácharas con aires de grandeza. ¿Pero en verdad sería capaz de trabajar –se preguntaba–, aunque fuera un poco, durante su estancia en París? Viviendo con los Breton, le pareció imposible. La falta de orden en el departamento de la rue Fontaine afiló sus agudos dardos: “La casa se cae de mugre y las camas de chinches, nada más corren por las paredes como la chingada –escribió a Diego–, los pobres Breton no tienen ni qué tragar, pues andan jodidísimos de dinero […]. Jacqueline es la misma huevona que en México, y no sabe hacer nada en la casa. Le dio a la criada, para que guisara, yeso en lugar de harina, y sabía la comida a cagada. André descubrió que era yeso y se puso furioso, y ya casi la mataba con los ojos”.32 La persona a quien Frida confundía con una criada era la mujer del conserje, a quien Jacqueline había apalabrado para que les hiciera algo de comer.

Encorajinada, al segundo día Frida explicó a la Güerita que no podría quedarse mucho tiempo en el apartamento. Su ropa buena había quedado en los baúles del guarda equipaje –sólo tenía otra muda en las maletas–, lo mejor sería irse a un hotel. El pretexto sonaba a pretexto. Los Breton insistieron un poco en que se quedara, pero era claro que la decisión de Frida era un alivio para todos. Jacqueline convino en hallarle un buen hotel céntrico, Frida pidió que estuviera cerca del Louvre, y no hubo mayor conflicto. Entretanto, ya era tiempo para las dos amigas de intimar a solas. “Te quiero llevar a conocer un poco el barrio y comemos por ahí”, la invitó Jacqueline. Soplaba un vientecillo helado. Con ropa de lana, abrigo y pañoleta, salieron a pasear hacia la Butte Montmartre. Frida marchaba mirando al piso, como decepcionada, pues si al arribar había percibido cierta grisura, ahora, bajo la luz plomiza filtrada por nubes, se le presentaba una ciudad de edificios negros, con basura en las calles, excremento de perros y persistente olor a orines de la gente que se aliviaba en las aceras por la noche. Olía a vino al cruzar por expendios que lucían grandes barricas, y una calidez hogareña se desprendía de zaguanes que olían a sopa. Desembocaron en la place Blanche y de ahí derivaron por el bulevar, donde el tráfico de automóviles era una maraña. Las chirriantes bocinas de los taxis no remediaban el avance a vuelta de rueda. En un tris se reveló a ojos de Frida una ciudad vitalísima y bien proporcionada, homogénea por la altura de los edificios y el orden de las fachadas. Jacqueline dijo dos palabras sobre la modernización urbana que echó por tierra gran parte del trazado medieval de la ciudad, indicándole algunos callejones donde pervivía un París secreto, recóndito, a veces a un paso de las avenidas, y que valía la pena explorar trasponiendo libremente zaguanes y portones. “Se puede entrar a donde quieras, todo el mundo lo hace”. Al pasar por una farmacia, Frida aprovechó para comprar polvos de arroz Coty, carísimos en México. Comieron cualquier cosa en una terraza de café. Cansada de andar, Frida contempló largo rato el entorno. El ritmo arbolado del bulevar, con su sendero de arena, se volvía característicamente parisino por los postes y barandillas de la entrada al metro, así como por el ancho cilindro verde en la esquina donde se adherían carteles publicitarios, y no se diga por el urinario público cerca del crucero, de ingenioso diseño, exclusivo para hombres, con tufo a amoniaco. En pleno día, qué cantidad de prostitutas y vagos, bares y cabarets, cambistas y ofertantes de mercado negro, figones, vinaterías, perfumerías dudosas y tiendas de ropa barata… Pigalle avisaba de una vida nocturna que debía ser frenética. “Querida, es una zona de tolerancia –le avisó la Güerita–, pero no te confundas, todo París es zona de tolerancia”. Siempre con la promesa de hacer visitas próximas en horarios convenientes, le había ido mostrando por fuera algunos lugares: el Moulin Rouge que lucía sus dos grandes entradas, una para el salón de baile y otra para el “music-hall”, también el café Le Cyrano donde antaño se reunían los surrealistas “cuando eran muchísimos, a veces cuarenta sentados a las mesas. Ahora son muchos menos y bastante menos interesantes”. Y que me lo digas, pensó Frida. “En esa callecita, trata de chicas africanas en el sótano del dancing. En cuanto a drogas, las que quieras”. Conforme se internaban en el paseo, desfilaban en torno suyo padrotes con pañoleta entre oficinistas de abrigo y sombrero de fieltro frente a inequívocas prostitutas. Todo ese mundo estaba a una zancada del departamento de los Breton.

Subieron a Montmartre en coche de alquiler por la rue Lepic, cuyos puestos callejeros ya se levantaban, compartiendo el ascenso con un rebaño de cabras. Al final de la calle, el auto no subía más, así que siguieron en un carromato tirado por dos mulas. Esquivando la basílica desembocaron en la place du Tertre y desde la escarpa admiraron el nuboso panorama de París. A unos pasos, dos clochards compartían una botella y un inequívoco artista del pincel, espigado, de largos cabellos negros y sombrero alto quiso mostrarles su carpeta. Descendieron por el funicular y de regreso al departamento se asomaron al Café Blanche: “Mira, en esa mesa vi por primera vez a André. Me gustó, pero todavía no tenía manera de acercármele”, contó Jacqueline. “¿Y cómo le hiciste…?”, preguntó Frida. “Pues me le puse enfrente”, respondió. La Güerita había recurrido a un ardid de su cómplice Dora Maar, quien poco antes le había tendido la trampa más sencilla a Picasso al sentarse sola a una mesa justamente frente a él, en el café Les Deux Magots. Mirando a la dama solitaria, Picasso quedó prendado. ¿Por qué no intentarlo, si funciona tan bien? Sabiendo que Breton estaba soltero, Dora ayudó a Jacqueline a encandilarlo en Le Cyrano, adonde acudía con puntualidad todas las tardes. En el momento en que entró al café, vio por primera vez a una joven radiante que escribía notas en un cuaderno. Chica sapiente. Breton mordió el anzuelo. Frida se desternillaba de risa. ¡Bien por Dora, bien por Jacqueline! Aunque ahora ambas vivían abrumadas por sus hombres. Parecían cumplir un destino paralelo: se conocían desde hacía más de diez años, cuando fueron alumnas de fotografía en la Unión Central de Artes Decorativas, y se hicieron asiduas de las reuniones en el estudio de André Lhote, donde departían con artistas de la vieja guardia de Montparnasse. Ellas eran chicas de la generación de posguerra. Qué lejos quedaba el tiempo en que se desaconsejaba a una joven decente salir a la calle sola, citarse con un amigo en un parque o café, acudir al teatro con un pretendiente sin la compañía de un chaperón, o incluso entrar a un almacén comercial a comprarse ropa si no iba con su madre o una dama de compañía. Qué extrañas les sonarían las quejas de aquella talentosa pintora, Marie Bashkirtseff, quien hacia 1880 anotaba su gozo de pasear por las calles de París, aunque no podía recorrerlas a sus anchas, ni siquiera sentarse en una banca de las Tullerías o entrar a ver pintura al Louvre sin alguien de confianza que la acompañara. Cómo había cambiado el lugar de la mujer durante las dos primeras décadas del xx, cuando artistas de diversas latitudes convivieron bajo el modelo de las utopías socialistas del siglo anterior. Reunidos en comunas, compartiendo talleres y el pan y la sal, auxiliándose entre sí, experimentando una inusitada libertad amorosa con sus modelos y amantes, mantenían en el horizonte la Comuna de París, el primer gobierno comunista europeo establecido cuarenta años atrás. Ése fue el Montparnasse que Diego Rivera conoció cuando cohabitaba con Angelina Beloff. Jacqueline prometió a Frida que próximamente harían juntas un paseo por aquel barrio.

 

Al tercer día por la tarde, cruzaron la ciudad hasta el boulevard Saint-Germain y entraron al salón de Les Deux Magots, donde André presidía una mesa de no más de seis. ¡Oh, los surrealistas!, todos a la expectativa del arribo de madame Rivera, quien por el momento no conservó en la memoria un solo nombre de los tertulianos, aunque de inmediato sintió simpatía por un sujeto de aspecto de duende que, sonriente, despedía efluvios de coñac y parecía ser el único que balbuceaba el inglés. Sólo por esa agradable presencia, se sintió admitida en el cenáculo. Era Yves Tanguy. Los demás le preguntaban cosas, hablaban de política, y ella hacía como que respondía. Su escasa comprensión de la lengua sólo sirvió para que reparara con aversión en las maneras afectadísimas con que algunos de ellos se expresaban, el modito aquel de blandir el cigarrillo antes de encenderlo, aquella boca aflautada al pronunciar la o y la u con petulancia, o ese dejar sobre la mesa la copa a medio consumir en el momento de despedirse; cosas que, en su percepción, contrastaban con el olor subido de su ropa neja. El tabaco, por lo menos, fumigaba un hedorcillo como de orines que venía de otra mesa, procedente del terno de un señor bien vestido, pero nunca bañado. Y lo que le vino a la mente la alejó del lugar: ¿así es que aquí fue donde Diego se hizo fugitivo del jabón? Frida hubiera deseado conocer a Paul Éluard, el único surrealista a quien había leído con interés en español, pero no: hacía meses que se había enemistado con André. ¿Qué hacía ahora sentada a la mesa de esos infames que le preguntaban por noticias de Trotski? Pronto entendió que eran miembros de la FIARI, ¡uf!, el órgano artístico de la Cuarta Internacional. André le había medio informado de las actividades de la agrupación y la había invitado a asistir a sus juntas y colaborar con ellos… Ya no sé si gritar o mejor no abrir la boca. Así cayó Frida en la cuenta de que los tertulianos la encarrilaban, mirándola fijamente, a unirse en apoyo de la oleada de refugiados españoles que estaban cruzando a través de los Pirineos. Breton le había dado unas páginas mimeografiadas sobre el “comité nacional” de la FIARI, constituido por una docena de antiestalinistas, entre quienes se contaban Yves Allégret, Jean Giono, Maurice Heine, Pierre Mabille, André Masson y Víctor Serge. Luego se enteraría, por Jacqueline, de que el reforzamiento trotskista en torno a Breton fue repudiado por otros surrealistas que, comandados por Georges Hugnet, se escindieron del grupo, entre ellos Paul Éluard, Max Ernst, Hans Arp y Man Ray. La tertulia a la que asistió Frida, como acto de presentación, estuvo para llorar. “¿Qué carambas vine a hacer aquí?”, se preguntaba con ganas de irse por pies no sólo del café, sino del engorroso amparo de Breton.

Los tres días que Frida aguantó en el departamento de la rue Fontaine,33 compartió la cama con Aube, mientras que los anfitriones debieron arrimarse a dormir en una estrecha chaise longue en el estudio-comedor. Forzando su voluntad, Frida tuvo que hacerse cargo de las micciones nocturnas de la niña. Lo que me faltaba. Ya no sé ni con cuál mano persignarme. “¿Y qué hago, saco la bacinica a pasear al corredor o la dejo aquí para oler toda la noche los meados?”, se preguntó anticipando que para salir al retrete tendría que cruzar por la habitación de junto despertando a los “señores”. Las condiciones eran insoportables. Pero Aube era monísima, estaba acostumbrada a desvelarse e intentaba platicar con Frida mientras se atrevía a acariciarle los largos cabellos que la tenían fascinada. Al apagar la luz, Frida recordó la noche en que ella también, siendo muy chiquilla, quiso orinar y pidió a Margarita, su media hermana, que la sentara en la bacinica. Ésta, de mala gana, le largó la historia de que en verdad no era hija de sus padres sino una recogida. Ahora, al escuchar las buenas noches de Aube, que le repetía “Frida, tu es si belle!”, sintió una adhesión profunda hacia ella, que le evocó a la amiguita imaginaria que tuvo de niña, con quien se asomaba a la calle y, exhalando vaho sobre la vidriera, retrazaba la letra o del rótulo de la lechería que se hallaba del otro lado, para salir juntas a pasear a través de ese círculo mágico. Frida, la niña coja, poliomielítica, que ahora arrastraba la pata por París, redondeó de nuevo aquella vocal mágica, pronunciando las buenas noches: “Oooobe, tu es belle aussi!”, y se quedaron dormidas.

Y Frida se fue al Hôtel Regina sin haber recuperado sus cuadros ni tener sede para mostrarlos. Según le explicó lisa y llanamente Breton, el asunto se había complicado porque, luego de estar en tratos con la Galerie Ratton, fíjate que siempre no. En su prestigioso local de la rue de Marignan, y con el auxilio de Marcel Duchamp en el montaje, en 1936 Breton había presentado con Ratton la Exposición surrealista del objeto, en que la poética surrealista abría esclusas a insólitas correspondencias entre piezas modernas y especímenes de “arte primitivo”. Frida entendió a medias que algunas de las chucherías que se acumulaban en el estudio de la rue Fontaine eran eso: objetos surrealistas. ¿Y las cucharas, los trozos de madera y piedras de rara forma, y las conchas marinas y raíces… igual que las terracotas y las sonajas y la cerámica policromada… son arte primitivo? ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Pero lo que no se atrevía a preguntar aún era por qué no quiso Charles Ratton hacer la muestra. Le habían impresionado las figuras polinesias grandotas que vio en casa de los Breton y André comentó que en aquella Exposición surrealista del objeto se había concentrado especialmente en esas piezas, mientras que Ratton se hizo cargo de su propia especialidad, el arte africano. En otro momento, Jacqueline abundó: la muestra tuvo beneficios pues André capitalizó el maridaje del surrealismo con lo étnico, al punto que poco más tarde se aventuró a inaugurar su propia galería con ese giro, la Gradiva, en el corazón del barrio de Saint-Germain. El negocio, sin embargo, no prosperó. Breton era un indulgente acumulador –sufría el hechizo del antojo– a la par que un pésimo administrador. Su lustre como comisario de exposiciones no cuadró con el comercio establecido, pues tan pronto obtenía dinero de una venta se lo gastaba. Quebró poco antes del viaje a México. Ahora, en la rue Fontaine, Frida había visto algunos de los “idolitos” que André había conseguido de la mano de Diego Rivera. En verdad, desde el principio de los treinta, Breton había estado atento al mercadeo de antigüedades mexicanas en Francia, donde las piezas mayas eran muy apreciadas pero escasas, mientras que comenzaban a ser bienvenidas tanto las menos costosas piedras talladas de Mezcala, como las terracotas de Jalisco y Nayarit. ¿Qué justificaba el interés por esas “piedras filosofales”? A Diego, el tema del tráfico ilícito de piezas al extranjero le enchilaba pues conocía los bajos fondos del saqueo arqueológico, si bien él mismo caía en serias incongruencias como diletante. Y qué decir de André Breton, quien a la cabeza de los surrealistas había denunciado públicamente la Exposición colonial de 1931 en el bosque de Vincennes, consagrada por el Gobierno del conservador Gaston Doumergue al aún existente imperio francés en África, Medio Oriente, el Caribe, el Pacífico e Indochina, exorbitante feria donde se exhibió, con enorme afluencia de público –casi dos millones de visitantes–, a “auténticos nativos” de diversas procedencias, en escenarios que contrahacían sus habitáculos y templos, como en cuadros vivos o jaulas de zoológico. El coleccionismo, que obsesionaba por igual a Breton y a Rivera, testimoniaba en cada caso contradicciones en las que vivían inmersos. Breton, un anticolonialista militante en su pauta política, mercadeaba con objetos procedentes de Oceanía. Diego Rivera, defensor del campesinado mexicano, gran ilustrador del pasado indígena y pertinaz denunciante de la Conquista y la evangelización española, compraba al por mayor y un tanto caóticamente piezas prehispánicas cuyo origen a menudo desconocía. Por lo demás, ninguno de los dos tenía mayor entrenamiento que el buen ojo para distinguir entre lo auténtico y lo falso, y muy seguido el ojo les fallaba. Si Diego había sido indulgente con Breton al alentar sus recolecciones en México, éste se había comportado a veces como un cleptómano, y al cabo entre ambos consiguieron la exportación ilegal, entre otras piezas, de esas caritas sonrientes que ornaban el estudio de la rue Fontaine.

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