Buch lesen: «Gente en las sombras»

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© LOM ediciones Primera edición: marzo de 2020 Impreso en 1000 ejemplares ISBN: 978-956-00-1247-0 eISBN: 9789560012838 RPI: 2020-a-510 Edición, diseño y diagramación LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 2860 68 00 lom@lom.cl | www.lom.cl Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile

A Leticia siempre, desde el corazón.

Lo peor es que se habituarán a la muerte, como a una bestia domesticada a la que ya no se teme. Ismail Kadaré en El cerco

Primera parte
1

El episodio ocurre poco antes de la Navidad, aunque su espíritu no es muy navideño y resulta más bien abrumador, una secuencia resumible en unas pocas líneas: el jueves a temprana hora, un grupo de individuos de catadura lúgubre se da cita en la dirección acordada e inicia en tres vehículos el desplazamiento en caravana hacia el sector de la ciudad donde vive Prada. Allí ocupan posiciones repartiéndose estratégicamente en el área y esperan por el coronel hasta que este abandona su casa para dirigirse al tribunal, momento en que interceptan su BMW blanco al llegar a la esquina, allí donde hay un kiosco de revistas y un parquecito colindante con la avenida paralela, desbordante a esa hora de automóviles que tocan la bocina con apasionamiento.

Con todo, lo que esos ejecutores apresurados no preveían es la reacción automática de los dos guardaespaldas de Prada, que viajan siempre en el asiento delantero del BMW, uno de los cuales alcanza a extraer su arma de servicio para repelerlos, mientras el que va al volante grita al militar que se agache, ¡al piso, mi coronel!, metiendo marcha atrás para intentar escabullirse del lugar, aunque uno de los vehículos interceptores le bloquea ahora el paso atrás. La fuga a medias del vehículo –falto del blindaje apropiado, pese a que Prada lo solicitara en su momento al alto mando– solo consigue provocar la reacción desmesurada de los atacantes, quienes terminan vaciando el cargador en los dos tipos fornidos a cargo del ex militar y ultimándolos en forma instantánea, provocando además que una de esas balas se desvíe de su curso y adopte un derrotero imprevisto, ingresando al cráneo del coronel por la izquierda y concluyendo su desvarío al centro de su encéfalo, dejando al destinatario paralizado en el asiento trasero y reducido en cosa de segundos a la condición babeante de un lémur que aún respira, pero no volverá a moverse o hablar normalmente ni será ya capaz siquiera de anudarse por sí mismo la corbata, en el caso improbable de que vuelva a utilizar una corbata.

Los efectos de la asonada –una vez se han retirado los atacantes– son palpables, junto a algunas consecuencias menores como que los automovilistas de la avenida vecina quedan todos boquiabiertos tras los cristales y ya no tocan la bocina, los escolares que pasaban se olvidan momentáneamente de seguir rumbo al colegio, la señora que barría la vereda en las cercanías permanece con la escoba detenida en su sitio, el dueño del quiosco prepara en su mente la versión del episodio que contará a su clientela durante la semana, dos vecinos que paseaban cada uno a su perro dejan de atender momentáneamente a sus mascotas, y un jardinero madrugador, nada más oír el primero disparo, se hiere un dedo con la tijera de podar, aunque no es grave, una venda se encargará luego de subsanar la breve incidencia. Adicionalmente, alguien en la vereda solicita a gritos que llamen a una ambulancia, ¡hay que llamar a una ambulancia!, proclama, aunque en esos instantes nadie atina a obedecer o llamar siquiera al perro de vuelta, una de las mascotas que anda ya cerca del coche acribillado y olfateando los casquillos diseminados en la calle o incluso los restos de sangre.

2

¿Sería posible sortear alguna vez el recuerdo tan persistente de esa guerra unilateral que el mismo Prada había librado a su arbitrio, envuelto en su épica torcida, esa que solo dejó tras de sí cuerpos lacerados, familias fragmentadas, cadáveres arrojados al fondo del mar?

Larrondo solía reflexionar desalentado en torno al tema, hasta que una mañana, cuando estaba por concluir el otoño, sonó el teléfono en su estudio y afloró en el auricular una voz funcionarial que le hablaba, coincidentemente, de un proyecto inesperado al que buscaban sumarlo, mencionando en la propuesta esos cadáveres insepultos, la herida esa aún supurante entre vastos segmentos de la población. Decidió, pues, prestar atención a esa voz un poco solemne y los detalles que ahora enumeraba en el auricular, incluso accedió a la reunión que ella misma le proponía, idealmente dentro de esa semana. Eso fue seis meses antes de Navidad y el atentado aquel contra Prada.

No era un proyecto sencillo ni mucho menos optimista, le indicó luego en persona Beregovic, el subsecretario, que resultó la encarnación afable de esa voz en el auricular, un individuo con cara de niño, gafas de marco grueso y contextura voluminosa, que se alzó con presteza del escritorio para darle la bienvenida a su despacho en el Ministerio de Información, indicándole la silla más próxima ante el escritorio.

–Se trata de hacer la crónica del Campo D, el antiguo centro de detención –complementó ahora y le tendió una carpeta con documentos–. Lo habrá oído mencionar, supongo. Era uno de esos baluartes en que el antiguo régimen solía reducir a los disconformes, pero ahora es una casa deshabitada y en ruinas, en el camino a la costa. Lo vamos a convertir en un memorial y un tributo a las víctimas.

Luego de formulado su encargo, se embarcó en una vena retórica:

–¿Será posible narrar con fidelidad ese episodio infame, Larrondo? ¿Cree usted? Quiero decir, ¿referir con la sobriedad requerida el tema de la tortura…? –Parecía tener preparadas esas y otras preguntas y las enunció con cierta cualidad teatral, con la actitud impostada de quien está desde hace poco en un cargo de importancia y empieza a adivinar los gestos adecuados a cada interlocutor en su oficina ministerial–. ¿Cómo hace alguien –prosiguió abriendo muchísimo los ojos detrás de las gafas– para ocasionar un dolor intolerable a otros? ¿Tendrá que ampararse en sus propias convicciones o se requerirá algo más? ¿Una dosis de locura, quizás, o de sadismo…?

–De sadismo, no me caben muchas dudas –dijo Larrondo.

–¿Y cómo hace luego ese alguien para seguir con su vida, aceptando grados y ascensos, reintegrándose a la vida institucional? Es un tema espinudo, amigo mío, este del dolor infligido a terceros en forma deliberada.

Larrondo prefirió abstenerse de momento y mejor hojeó el dossier que su anfitrión acababa de entregarle, echando un vistazo a las fotos, con Beregovic ahora expectante y en silencio.

Esperaba, el propio Larrondo, rostros tumefactos y cuerpos lacerados, pero quedó decepcionado: solo había imágenes en blanco y negro de las celdas ahora vacías y hasta una visión parcial de la «sala de máquinas», como decía el pie de foto que llamaban los detenidos a la sala de interrogatorios ubicada en la planta baja. Una fotografía adicional de la casona y el frontis daba cuenta –pese al deterioro tan apreciable y el estuco cayéndose a pedazos– de un esplendor pretérito. No había, con todo, rastros de las huestes espurias que habían habilitado el lugar para sus fines noctámbulos, mucho menos de quienes habían sufrido sus procedimientos, salvo alguien detenido en una ventana a la izquierda, en el piso de abajo, mirando a la cámara desde allí; un rostro anónimo desdibujado por el objetivo, quizá fuera un funcionario del Ministerio parado allí por casualidad cuando hicieron la foto.

En una de las celdas había además un nombre escrito en la pared, «H. RIQUELME», garrapateado allí con algo filoso, quizás una cuchara o una moneda, sin ninguna fecha de referencia, nada que permitiera establecer el momento en que había sido escrito y menos si el firmante había sobrevivido a su bajorrelieve, olvidado ahora en el mutismo de la celda.

–Se trata, en suma, de hacer una crónica del dolor –acotó al fin Beregovic.

A Larrondo le pareció una propuesta demasiado abarcadora.

–Puede que sea muy abarcador ese concepto –dijo–. Todo es en cierta forma una crónica del dolor, ¿no? Cuando menos en términos literarios.

–Ya, pero este no es cualquier dolor, amigo Larrondo –Beregovic tomó aire para reforzar lo que iba a decir–: ¡Este es un dolor-país!

Larrondo se enervó en forma instintiva con ese apareamiento habitual de términos, empleado ahora en las esferas institucionales durante esos años de transición. Un apareamiento en que parecía faltar siempre una preposición.

–Un dolor-país –repitió–. ¿Y quieren ustedes que escriba acerca de ello?

–Es la idea, que haga usted la crónica del Campo D. Un libro de unas cien, ciento veinte páginas, que llevará imágenes. Será una memoria fotográfica, que distribuiremos luego por los canales oficiales.

–¿Y por qué yo?

–Bueno, tiene usted experiencia en estas cosas, ¿no?, libros institucionales, memorias de empresas… Y es además historiador.

–Licenciado en historia –precisó Larrondo, en lo que era más una forma de cautela que de humildad.

–Pero, es además escritor, ¿no? Tiene... ¿cómo diría yo?… una relación íntima con las palabras. Queremos que ponga usted su talento al servicio de este proyecto, Álvaro. Al servicio de la parte escrita.

–¿Y la parte gráfica?

–Esa estará a cargo de la arquitecta asociada a nuestra repartición, Svetlana Braun, que va a remodelar además el lugar –en este punto bajó de manera refleja la voz–: Es un caso delicado.

–¿Por qué?

–Su madre fue detenida en los días posteriores al golpe –pareció reflexionar unos segundos y añadió cambiando de enfoque–: Pero, quién sabe, puede que sea mejor así, con el debido respeto a su madre y a la propia Svetlana. Eso sugiere el espíritu de reconciliación que anima todo el proyecto, esto de que participe la hija de una de las víctimas es la prueba de que es posible superar el pasado, ¡curar esta herida-país! Hay que crear conciencia de lo ocurrido, enseñar a las generaciones futuras lo que fue, ¡y a lo que puede llegar!, un gobierno de facto, pero se les debe inculcar a la vez la tolerancia, tiene que ser con delicadeza… Es tiempo de posponer las pasiones, amigo Larrondo, ahora toca gestionar el país en esta transición ejemplar para el mundo entero. Por eso hemos pensado en usted. Usted entiende, con seguridad, nuestras intenciones.

Larrondo permaneció mudo.

–Hay que hacer esa crónica del dolor y referir los hechos fundamentales –prosiguió Beregovic–, pero no por eso herir algunas susceptibilidades, menos ahora que varios de los uniformados responsables de esos hechos están en los tribunales. ¡No hay que hacer leña del árbol caído, decimos nosotros, ahora toca ser magnánimos! Pero es, más que nada, un tema político.

Larrondo asintió dubitativo, creyendo adivinar al fin a qué apuntaba su pregunta inicial, esa de si sería posible contarlo todo con sobriedad. Comenzó a intuir, a su vez, la razón por la que lo habrían escogido a él: un nombre ligado a la izquierda, comprometido en su época universitaria en la oposición a la dictadura, pero que ya no planteaba mayores amenazas al orden vigente, ni volvería a plantearlas. Hasta era posible que nunca las hubiera planteado de verdad.

–Hay además enclaves autoritarios supervivientes hasta hoy, amigo Larrondo, en todos los frentes –abundó Beregovic–. Gente que maneja mucho poder y que no va a ceder fácilmente en sus pretensiones involucionistas. Y no hablo solo de quienes torturaron gente o del antiguo encargado del Campo D.

–¿Y ese quién era? –preguntó Larrondo.

–El coronel Efraín Prada, quizá lo recuerde.

–Desde luego. Lo han convocado hace poco a los tribunales, ¿no?

–Exactamente.

Afuera llovía ahora con resolución.

–¡Cómo llueve! –redundó Beregovic.

Al aluvión en curso se sumó, en un lugar visible a través de los cristales, un nubarrón que acabó aposentándose sobre el sector céntrico. Larrondo imaginó a los comerciantes recogiendo su mercadería perecible en las calles o los músicos ambulantes cargando malhumorados el amplificador para llevarlo hasta el quiosco más cercano, ese universo abnegado que sobrevivía a la intemperie y ahora corría a guarecerse, con la excepción probable de algún predicador más obcecado que otros, que insistiría en su prédica cuando sobrevenía el aguacero, quizá porque le permitía evocar con mayor realismo el Diluvio bíblico.

–Bueno, ¿qué me dice? –lo emplazó al fin Beregovic–. ¿Le interesa?

Larrondo meditó unos instantes, aunque no lo precisaba. Le parecía, todo el planteamiento, más un deber ineludible que un encargo, y los honorarios –que Beregovic le detalló ahora– no estaban nada mal, sería como tener un sueldo fijo hasta fin de año, que era el plazo fijado para la entrega del texto, en torno a la Navidad, faltaban aún seis meses para eso.

–Por qué no –concluyó con deliberada ambigüedad.

–¡Fenomenal, lo hacemos entonces! –dijo Beregovic y enseguida le aclaró un punto indispensable–: Lo que sí, tendrá que disculparme, pero no he leído nada suyo.

–No hay drama –se apresuró a tranquilizarlo Larrondo–. Tampoco he publicado tanto.

–Es que en esta labor queda poco tiempo para leer, usted me entiende.

Larrondo movió la cabeza en señal de que lo comprendía, no faltaba más: alguien tenía que gestionar los destinos del país. Después le preguntó si estaría bien que fuera al día siguiente a conocer el centro de detención.

–A la hora que guste –dijo Beregovic–. Svetlana ya estará ahí. Ella llegó hace unos días, podrán familiarizarse juntos con el lugar.

En este punto pareció dar por concluida la reunión y se levantó del escritorio para acompañarlo a la puerta, donde le estrechó la mano con vigor.

–Seguimos en contacto, entonces. En el dossier está todo lo que necesita saber por ahora y mi secretaria lo llamará mañana por lo del contrato.

De pronto se había vuelto abrupto y cerró la puerta de golpe a espaldas de Larrondo, que solo atinó ahora a buscar la ruta de vuelta a los ascensores.

3

Trasladado el coronel al hospital más cercano, sobreviene el parte médico de su estado. La bala ha ingresado por el flanco izquierdo del cráneo y desgarrado el lóbulo temporal, comprometiendo abundante masa encefálica en su trayectoria. Los médicos han hecho un prolongado intento de remover el proyectil, pero el paciente ha entrado previsiblemente en crisis y ha sido preciso descartar el empeño. La bala se queda donde está y habrá de permanecer allí posiblemente de por vida, la poca o mucha que le quede al paciente en estas circunstancias.

El daño neuronal provocado ha sido desde luego masivo, pero el afectado –militar de profesión y un hombre ya mayor, de 75 años y contextura recia, en buen estado físico general– ha logrado sobrevivir. Ahora se trata de mantenerlo con vida, aunque sea adosado a la maquinaria del hospital y en estado vegetativo.

Como era previsible, el hecho no provoca la congoja unánime de la ciudadanía, ni en los círculos de gobierno, donde nadie está por hacer de Prada un mártir y las declaraciones se suceden en tono de forzado pesar («Ninguna forma de violencia es justificable…», «Siempre es lamentable que ocurran estas cosas…»), con varios personeros públicos condenando el atentado pero aclarando a la par que era algo previsible, fruto de la misma violencia que Prada sembró en el país durante los últimos decenios, cuando estuvo a cargo de combatir –«con métodos muy poco ortodoxos», dice alguien crispado– a la oposición a la dictadura.

Quienes solían arrojarle, en días previos, desechos y cáscaras de naranja a la salida del tribunal hacen un intento de averiguar dónde serán las exequias para reiterar allí la maniobra, ahora contra el féretro, pero al final no hay exequias ni féretro y el ceremonial se pospone indefinidamente, visto que la condición de Prada es estable y la emergencia en sí ha pasado.

La muerte cerebral es, con todo, irrevocable: ya no volverá a respirar por su cuenta o recobrar la consciencia, y su esposa hace, al cabo de dos días del atentado, el noble anuncio de que no va a desconectarlo, ella se mantendrá a su lado para cuidarlo el tiempo que sea preciso, con la ayuda del Señor.

Luego de eso ya no hay más comunicados, salvo una declaración altisonante del ejército denunciando el estado de inseguridad existente hoy en el país por obra y gracia de la misma gente que aún sueña con reconducirlo al caos. La declaración institucional no es un modelo de originalidad, pero nadie espera originalidad en esos momentos, mucho menos por parte del ejército.

4

Yendo en el metro hacia la estación más próxima al Campo D, le sobrevino el recuerdo, por lo demás previsible, de la visita que había hecho el 95 –hacía diez años de eso– al campo de Sachsenhausen, situado a unos kilómetros de Berlín, un legado similar del Tercer Reich, abocado a perfeccionar esas prácticas aniquiladoras.

Larrondo llevaba una semana en la vieja capital prusiana, como parte de una delegación de intelectuales convocados al Berlín unificado, y un día al atardecer sus anfitriones germanos pasaron por el hotel a preguntar a los invitados al simposio si alguno quería conocer algo en particular o tenía alguna inquietud de orden turístico, la que fuera, quizás incluso de otra índole. El personal a cargo de la delegación podía ayudarlos a cumplir esa inquietud pendiente.

Tras la pausa y el silencio un poco indolente que sobrevino, Larrondo alzó su mano y dijo que sí, había algo que le interesaba, aunque no era muy turístico y más bien de otra índole. Le preguntaron de qué índole y él dijo «un campo de concentración», sintiéndose un poco azorado, quizá por lo que exclamó inopinadamente una de sus colegas invitadas al encuentro:

–¡Qué lúgubre, Álvaro!

Los anfitriones, por su parte, se miraron con expresión inmutable, hablaron brevemente en alemán y le preguntaron si tenía disponibilidad en su agenda para el día siguiente en la mañana. Una de las chicas a cargo de los autores podía llevarlo a Sachsenhausen, el campo ubicado a unos kilómetros hacia el norte, en lo que había sido la antigua RDA. Larrondo se limitó a asentir complacido y preguntar a qué hora pasaría a buscarlo la chica.

Con ella, una jovencita rubia y de piel muy blanca que parecía embargada de cierta languidez endémica, una tristeza apreciable en sus ojos brillosos y la sonrisa normalmente ausente en sus facciones, abordó al día siguiente uno de los trenes de cercanías a Oranienburg, la localidad vecina a Sachsenhausen. Tampoco a ella le provocaba, en apariencia, ninguna incomodidad su interés por el campo, educada como habría sido en la posguerra, habituada a convivir con la realidad insoslayable del Tercer Reich. Una chica cuyo nombre no conseguía ahora recordar (¿Ulrike? ¿Renata?), tan solo que había nacido en la mitad oriental del país, se lo dijo ella misma de entrada, dándole a entender la secreta razón de su tristeza, lamentándose, nada más hubo partido el tren, por la desaparición imprevista de su país de infancia, ese que ahora atravesaban y era para entonces solo un recuerdo idealizado en su mente. El país en que ya no estaban sus progenitores, quienes se habían mudado hacía poco a Berlín Occidental, luego de ser durante años «gente del sistema» en el Este, como ella lo resumió. «Muy complacientes con las autoridades, ¡aunque no con la Stasi!», aclaró al instante. Eran, según dedujo Larrondo, gente que había depositado su confianza en el socialismo de Honecker y ahora vivía sumida en cierta perplejidad, como le sucedía claramente a ella, no sabiendo ya si enarbolar con altivez su infancia en esa otra Alemania que había proclamado la igualdad como su ideal de vida o sentirse incómoda de su propia devoción residual a lo que los halcones de Occidente voceaban ahora como un sistema político execrable. A ella el giro histórico le había arrebatado, al parecer, algo más irreparable que el socialismo, llevándose consigo su infancia y sus juegos, los dibujos en que aún tendía a incluir ella misma el símbolo de la RDA en la bandera y a sus amigos de la primaria, las excursiones en que se habrían hecho todos deliciosamente adultos, al calor de un Estado que amparaba entre otras cosas cierta naturalidad en la esfera íntima. Hecha esa confesión, permaneció muda un rato, hasta que, ya próximos a Oranienburg, retomó el papel de chaperona y le habló con cierto detalle de Sachsenhausen y su historia, indicándole que había sido uno de los primeros campos, empleado al inicio en procedimientos de eutanasia con enfermos mentales y otra gente que el Reich consideraba prescindible.

Al llegar hablaron poco y recorrieron en silencio las instalaciones, tras cruzar bajo el lema repujado en letras de metal a la entrada, «Arbeit macht Frei», que los prisioneros descubrían antes de ser arreados a los barracones, con las oficinas de las SS a un costado, también en la entrada. A Larrondo le sorprendió la pulcritud del lugar: parecía cada cosa en su sitio y todo bien cuidado, aun allí la eficiencia germana, al cabo de los años, luego de clausurado el campo y transformado en un museo.

Había otros visitantes dando vueltas a la par de ellos por las instalaciones, un grupo de japoneses, una familia que parecía de origen nórdico, dos individuos de barba y turbante, moviéndose todos con sigilo por el lugar, coincidiendo a veces en los barracones y asintiendo con solemnidad al encontrarse, saludándose en silencio cada vez que ocurría.

Todo estaba bien conservado, como cuando el lugar se hallaba en funciones. En la antigua enfermería estaba aún el instrumental quirúrgico empleado en los experimentos con los prisioneros, las palanganas y matraces de otra época; en los barracones, las mantas de arpillera con que dos y hasta tres prisioneros se cubrían malamente por las noches en cada litera. Esos detalles domésticos mezquinos eran, con seguridad, la quintaesencia del infierno hitleriano: cada elemento era una reproducción a escala del universo habitual, evocado ex profeso en esos detalles, buscando parecerse a la vida normal y el mundo exterior, aunque su finalidad fuese la opuesta. El horno –que fue incorporado al campo al cabo de los años– calentaba el lugar, pero con los cuerpos descarnados de los que morían por debilidad o eran ejecutados cada día, algunos de ellos incinerados aún con vida entre los despojos, esa hilera incesante de la que nada volvía a sustraerlos; los médicos del campo atenderían incluso con amabilidad en la enfermería, solo para experimentar con sus pacientes forzosos y ver cuánto aguantaban el dolor del bisturí antes de desmayarse, qué efectos precisos tenía la trepanación del lóbulo temporal, si habría reflejos luego de seccionados ciertos nervios; la guardia del campo mantenía el orden y las jerarquías entre los prisioneros, solo para determinar en cada jornada quiénes continuarían con vida y los que no. Era todo ello un gran simulacro del orden habitual, abocado a suprimir al azar a los residentes, como una versión terrenal del purgatorio donde los varios candidatos permanecían expectantes, emboscados en su propio terror, a la espera de ser atendidos, contabilizados, registrados y luego derivados a los barracones o al horno.

Al fondo de la explanada estaban, precisamente, el horno y la chimenea tubular que expedía antaño las cenizas del campo sobre los jardines vecinos. Al concluir la visita, Larrondo vio de hecho a la gente que aún vivía en la vecindad tomando el té en el rellano de sus casas, entregada a un momento de solaz al atardecer. Hombres y mujeres de edad avanzada, que quizás habían vivido allí mismo durante la guerra y habrían apartado con ademán de hastío, cuando aún eran jóvenes y proclives a ideales irracionales, las cenizas que llovían a diario desde el campo sobre el Apfelstrudel.

Al pie de la chimenea estaba la caseta de los Sonderkommandos, la facción obligada a organizar a los vivos en una hilera conducente a su eliminación, para apilarlos después –cuando ya no estaban de pie– ante el horno, alimentando con regularidad la chimenea.

–En días fríos –le explicó ahora la joven Ulrika o Renata– los encargados del horno se refugiaban aquí adentro para entrar en calor, con los cadáveres apilados detrás.

Tras echar una ojeada al interior, Larrondo dio un vistazo al prado que reverdecía en torno al campo, más allá de las alambradas, y al bosquecito próximo.

Entonces la vio a contraluz, por primera vez, hacía diez años de eso, con el sol del mediodía ya sobre sus cabezas: a una figura humana plantada a una veintena de metros de donde se hallaban, semioculta en el bosque, de proporciones hercúleas, grandes brazos y grandes manos. Una silueta enorme que no parecía de este mundo –o quizá lo fuera, el complemento necesario a ese universo dentro de la alambrada–, sin un rostro claro ni menos un propósito, detenida simplemente allí y entre los árboles, atenta al campo y sus instalaciones.

La recordó ahora en el metro y lo que había imaginado al verla –entonces era solo un juego–, que quizá fuera una encarnación espontánea de Wotan, el demonio medular, infatigable y temible de esos parajes, que solía dormir largos años en las entrañas de la tierra y luego espabilarse con pasmosa regularidad, cíclicamente hambriento, para hartarse de las guerras que suscitaba por vocación, convocando a los vivos y los muertos a integrar sus huestes y arrasar las aldeas a su paso, abrasar a los hombre en su furia y degollar a las mujeres y los niños, atormentando puntillosamente a sus adversarios, que eran todo aquél al que encontraba a su paso.

–Debía ser el sector más tibio dentro del campo –añadió su joven guía, extrañamente adherida al horno crematorio y su utilidad pretérita–. Les serviría de refugio.

Él se volvió a examinar un segundo el horno y enseguida miró de nuevo al bosque, solo para comprobar que la encarnación de Wotan se había esfumado.

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