Fortunato

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Fortunato
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© J.R. VARGAS



Diseño de edición: Letrame Editorial.



Maquetación: Juan Muñoz



Diseño de portada: Rubén García



Supervisión de corrección: Ana Castañeda



ISBN:978-84-1386-855-4



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Dedicatoria:



A Romina y Luchita, por mantener la sangre viva.



PRÓLOGO



Finales de los años sesenta. Faltaban un año exactamente para iniciar otra década, que traería un acontecimiento que cambiarían el mundo conocido por la humanidad para siempre. Esto se reflejaría y repercutiría en todo el orbe, incluyendo a un pequeño pueblo rural de México, San Felipe. En este escenario, crecería, se desarrollaría y descubriría el mundo nuestro protagonista.



En el encanto de la noche estrellada, Fortunato se preparaba para el disfrute de una de las actividades que más le fascinaba hacer; jugar con sus amigos a las escondidillas bajo el tenue brillo de las estrellas y la luz de las luciérnagas.



Micaela, su abuela asumió el papel de «agente encubierta» del movimiento revolucionario Cristero. En la plaza de armas del pueblo instaló un pequeño puesto de venta de comida, cuyo objetivo fue espiar a los miembros de las fuerzas federales, cuya misión era cazar cristeros, mientras acudían a comer con ella sus delicias.




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Y es que, la felicidad viene de adentro,



no de afuera.



Viene de la calidad de tus pensamientos, y



no del costo de tus posesiones.



Viene de la libertad, no de la esclavitud de tus deseos.



J. R. Vargas



Advertencia:



Los personajes aquí descritos, así como los sucesos en torno a ellos, son producto de la vivencia y la imaginación del autor, para crear una historia de realidad ficción. En la mayoría de los casos, se cambiaron los nombres originales para respetar y cuidar la intimidad de los protagonistas.





FORTUNATO

MALAS NOTICIAS



«¡El azúcar ya cuesta el doble, Consuelo!», fueron las primeras palabras que recuerda de su infancia Fortunato.



La amiga íntima de su madre, Victoria, regresó alarmada del mercado tras hacer sus compras y adquirir ese dulce ingrediente. Eran épocas de populismo y violencia en el país, igualito al presente. México estaba próximo a ser sede de los Juegos Olímpicos y simultáneamente se encaminaba políticamente a la tragedia del 2 de octubre de 1968. Mientras tanto, su economía cerraba las puertas al mundo. En este ambiente de incertidumbre, Fortunato crecía en su pequeño espacio. Era inquieto y precoz. Pasaba la rutina de sus días cumpliendo con asistir a la escuela y sufrir el acoso de sus maestros. En esos tiempos sesenteros no eran mal visto los «métodos de enseñanza» poco humanos, que hoy en día reprueba la moderna pedagogía, y en cuyo caso el desarrollo e implementación estaba en pañales en aquel tiempo o al menos en su escuela, donde le era permitido al maestro el uso de todo un «arsenal» de auxiliares para el mantenimiento de la disciplina: Jalones de orejas, de cabello, gisazos a la cabeza, o peor aún, borradorazos a la misma zona corpórea.



Eran tiempos donde las escuelas estaban separadas por sexos, o como hoy se maneja, para ser políticamente correcto, por género, con rangos de edad más amplios. Así es que Fortunato, con su diminuta humanidad, no solo sufría el terror que le causaban algunos de sus maestros, sino que también, el de muchos de sus compañeros abusivos de talla y edad más grande a él. Aun así, no todo era malo para él al asistir a su escuela primaria. El largo trecho que recorría desde su casa hasta la misma, representaba toda una oportunidad de situaciones por descubrir.



Por ejemplo, por primera vez cayó en la cuenta de que el frío de enero era tal, que en lo que fueron pequeños charcos de agua el día anterior, esa mañana, se habían convertido en hielo. Así dedujo que el hielo primero fue agua y no lo que él creía; que el hielo era hielo desde su nacimiento.



El de enero era un frío cruel y se reflejaba en las uniones de los dedos de sus pequeñas y frágiles manitas. Partidas y resecas por las bajas e inclementes temperaturas de San Felipe donde el viento y el agua dejaban su huella en su piel, la crema Nivea no se lo quitaba, pero sí le dejaban los dedos, las palmas y el dorso de las manos grasientas. Tampoco era suficiente la chamarra de borrega tipo hombre Marlboro con la que su madre lo cubría. El malo y extremo clima de enero y febrero era compensado por las no pocas y buenas vivencias que ocurrían en su diario andar hacía su centro escolar.



Las mañanas para Fortunato iniciaban a las seis, no obstante, de su corta edad. Ya en cuarto de primaria, muy temprano, tenía que ayudarle a su padre con las labores a su cargo, cuya responsabilidad era atender una granja porcina, entre muchas otras actividades que su progenitor desempeñaba y que merecen capítulo aparte: limpiar los chiqueros, proveer de agua y pastura a los porcinos era su tarea. Labor que no era muy agradable para él, sobre todo por los olores impregnados en su ropa muy difíciles de eliminar. Después de estas faenas, el pequeño acudiría a su casa a prepararse para tomar su desayuno que con tanto esfuerzo y amor le preparaba su madre. Trabajadora, abnegada, solidaria e inquebrantable. Ella, tenía que cumplir con la atención de sus ocho hijos, más su marido. Labor titánica de muchas de las mujeres mexicanas de la época.




SAN FELIPE:



El pequeño Fortunato creía que San Felipe, su lugar de origen, era el centro mismo del universo, ya que veía en las obscuras noches a las estrellas y a las constelaciones representadas por pequeñas luces en lo alto del cielo. También lo creía, porque su abuela materna a la que tanto amó, le contaba cuentos e historias sobre el firmamento y sus habitantes. En alguna ocasión le narró el origen del universo infinito: Le describió el papel que desempeñaba el señor Sol y su esposa la Luna, le enumeró los hijos que tuvieron juntos y los lugares que habitaban en la bóveda celeste. El pequeño, al escuchar a su abuela, permanecía inmóvil, extasiado y absorto. Ella le describió al señor Sol como alguien enorme, generoso y cálido. A la Luna, su esposa, como a la madre dadora de vida y amor. Ese gran amor dio origen a Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y Plutón. Estos a su vez, tuvieron descendencia en diferentes partes del universo, le explicó. Marte, tuvo descendencia con la Tierra, y dieron origen a los bosques, a los mares, a las montañas, a los ríos y a los animales, continuó ella, al tiempo que Fortunato volteó a verla para preguntarle: «¿Y a las personas quién las creó?». A lo que la abuela sin dudarlo afirmó: «¡Dios!». Su religiosidad no le permitiría dar otra respuesta. Después de aquel día, el pequeño ya no vio de la misma manera a San Felipe. Veía a las montañas desde la ventana del segundo piso de su casa e inmediatamente dirigía su mirada al cielo, para buscar a su padre Marte. Lo mismo le ocurría cuando sin permiso de sus progenitores se iba a bañar a las represas cercanas al pueblo, donde pensaba que ahí podría encontrar estrellas, dado el origen celeste del agua. Pensó lo mismo cuando fue al mar, donde efectivamente se convenció de que este vasto lugar lleno de ese líquido era hijo de Marte, ya que ahí si encontró estrellas, y al atrapar a una en su pequeña mano, volteó de nuevo al cielo para ver el lugar de su procedencia. Por otra parte, cuando vio el reflejo de la luna sobre el mar, pensó que esta venía a arrullarlo para que estuviera quieto, en calma y sin olas. Y cuando fue a palos altos un hermoso bosque que se encontraba a poco tiempo de camino de San Felipe, le maravillaron sus habitantes: Enormes y frondosos árboles, arroyuelos de agua fresca y cristalina, ardillas trepando árboles, venados bebiendo agua y gatos monteses deslizándose entre la maleza. El microcosmos ahí existente lo deslumbró con la diversidad de sus criaturas y lo hizo soñar con viajar a Marte, a conocer al creador de este fantástico mundo lleno de vida y armonía. Por esa razón, en su mente infantil se vio a sí mismo, habitando ese maravilloso mundo convertido en agua, aroma de bosque, flores, animales y viento que le recorría todo su ser con su frescor, como si fuera una caricia.




LA MADRE



Fortunato recordaba con especial cariño la paciencia de su madre. Igualmente, recordaba con gozo el momento en que ella le enfriaba el chocolate hirviendo vertiéndolo de una taza a otra, con una precisión envidiable para cualquier barista de la cafetería de la parroquia del puerto de Veracruz, para evitar que su pequeño se quemara la boca al beberlo. Lo mismo ocurría con el atole, que como en toda ocasión, el humo se elevaba de la taza con el aroma a vainilla o nuez, entrando a su nariz, seguido por el sabor impregnado su boca y lengua. Esto hacía de las mañanas momentos memorables para él. Lo mismo ocurría cuando la fortuna le traía la invitación de parte de su abuela materna para desayunar en su casa en el barrio del Pabellón que, por cierto, a Fortunato siempre le causó curiosidad el significado de tan extraño nombre. Tampoco nunca preguntó ni disipó su duda aun cuando era paso obligado a su escuela.

 



Las gorditas de asiento eran la delicia perfecta para el disfrute de cualquier infante en las frías mañana en el punto geográfica que lo vio nacer, crecer y desarrollarse en los primeros años de su existencia. Para él, su abuela Micaela era la viva representación de la dulzura y tolerancia. Siempre motivándolo a emprender cosas nuevas desde su limitado universo. Fortunato disfrutaba mucho el atole de masa blanca que la abuela siempre le ofrecía para acompañar las deliciosas vísceras de res doraditas con tortillas de maíz recién hechas y acompañadas con salsa martajada de tomate hecha en el molcajete. Era tanta la afinidad con su abuela materna con él que, en su vida adulta, en no pocas ocasiones de desasosiego existencial, a través de sueños, recibió consejos de ella para calmar sus inquietudes y tomar mejores decisiones en momentos difíciles en su vida. De hecho, con los años se convenció de que, si bien era posible la comunicación con el más allá, él tenía la suerte de hacer ese contacto con ella en el mundo de los espíritus. Micaela, mujer cuya dulzura no chocaba con lo recio de su carácter. Y esto quedó de manifiesto durante la época de la revolución cristera, donde tuvo un papel protagónico que nunca buscó, pero sí apoyó esa causa con la que ella comulgaba por su devoción religiosa, ya que involucraba asuntos de su Fe. Un poco encorvada, de manos largas, huesudas, de sonrisa fácil, tolerante y generosa, así Fortunato recordaba a su abuela. Hábil en las artes culinarias cuyas recetas eran un manjar para todos lo que tenían el privilegio de paladearlas.




También recordaba las historias que ella le contaba de sus vivencias durante la revolución que su religión mantuvo contra el estado mexicano que los acosaba por sus creencias pero, sobre todo, por sus pertenencias en bienes raíces en esa etapa durante la cual fueron perseguidos los devotos creyentes católicos en los altos de Jalisco, y en otras regiones en esta zona geográfica de México.



Contaba la abuela que, en alguna ocasión, cuando llegaron los federales a su casa en busca de cristeros, algunos miembros de su familia comenzando por su esposo y seguido de su hijo mayor, tuvieron estos que esconderse todo el día y toda la noche en una cueva excavada en las paredes del pozo de agua potable de su casa, que estaba conectado por un pasadizo bajo el fogón de la cocina. Estos escondites, desde la época de la revolución mexicana de 1910, ya eran comunes en las casas del pueblo. Se construyeron y conservaron principalmente para proteger a las mujeres jóvenes que fueron víctimas de rapto por parte de los militares, con la finalidad de hacer de ellas sus parejas o convertirlas en soldaderas al servicio de ellos, principalmente en tareas que tenían que ver con la cocina y labores de limpieza de sus ropas según narraba ella. Era una delicia platicar con la abuela Micaela, según recordaba Fortunato. Siempre optimista y deseándole un futuro brillante a su nieto. Mujer laboriosa, incansable y entregada a sus hijos y esposo como la tradición dictaba. Casada con Gerónimo, hombre ejemplar, recto y devoto de su religión también.



Él, ataviado con bombín, tirantes y finas botas con agujetas trenzadas a lo alto de media pierna y bien vestido en general; así recordaba Fortunato a su abuelo. Dedicado al comercio, en cuya tienda pudieron haberse inspirado las nuevas cadenas comerciales: todo en un mismo lugar, ya que lo mismo podías encontrar alimentos para humano, así como para animales. Ropa, calzado, sombreros, cobertores, herramientas para el campo, medicinas básicas y un largo etcétera era la oferta que la tienda de su abuelo ofrecía a sus clientes.




VULNERABLE



Fortunato, en su infancia, en su etapa de alumno de primaria, nunca se destacó por ser brillante. Más bien fue una época llena de miedos e inseguridades, producto de varios episodios traumáticos, como hoy lo describiría la psicología, vividos en esa escuela. Para empezar, fue un niño enfermizo durante sus primeros años de vida, de constitución física diminuta y de bajo peso. Esto le valió el mote de Huesitos, apodo que lo persiguió por muchos años. Ya sea por cariño o por molestarlo, así lo llamaron sus amigos y enemigos de la infancia. Situación que él tomó con tranquilidad, pues sus amigos tenían apodos peores: la Canica, el Tlacuache, la Puerca, el Azquíl, el Chiricuto, etc. Esa vulnerabilidad aparente de Fortunato lo hizo presa fácil de los abusadores en su primaria. Recuerda con especial claridad la ocasión en la que dos de sus compañeros de clase, el Guasanas y el Chiquilín. El primero, apodado así por vender clandestinamente en los salones de clase tan extraña leguminosa. Al segundo, por ser extremadamente alto para su edad, además de torpe y lento. En cierta ocasión, le tendieron una trampa, amarrando los extremos de dos manojos de pasto crecido que había en el jardín de la escuela para que, al pasar este, uno de sus acosadores lo empujara, para que metiera un pie en tan «sofisticada» trampa y tropezara con las consecuencias imaginadas para la víctima. Y así sucedió el día que menos pensó Fortunato, y la consecuencia de este acto hizo que la víctima mudara de al menos tres de sus dientes, sin poder evitarlo, antes de lo esperado.




LA PRIMARIA



Pero no todo para Fortunato fue una terrible experiencia en su etapa de estudiante de primaria. Recordaba también con mucho agrado como rodaba cuesta abajo en las enormes acumulaciones de trigo que había afuera de su escuela. La aventura iniciaba al trepar por la barda perimetral de esta, y burlar la vigilancia de los maestros. Había que hacer uso de las habilidades arácnidas para lograr el objetivo que sería recompensado con un cumulo de diversión por un breve tiempo. Esconderse bajo la paja del trigo, rodar desde la cúspide de la «gran montaña» que a él le parecía ese cereal amontonado, empujarse con sus amigos y lanzar por los aires el grano y sus ramas, le parecía la máxima diversión. Pero esta diversión, sin excepción, era pasajera al ser descubiertos por los maestros al poco tiempo de violar las reglas. Y como era de suponerse, reprenderlos y mandarlos a la dirección de la escuela donde serían severamente castigados sujetando un pesado ladrillo en cada mano que desde la posición de hincado debía sostener por unos minutos Fortunato, mismo que a él le parecían horas. Pero lo peor sería soportar los interminables días de burla de sus compañeros que por largo tiempo los estarían acosando. Además de los regaños de sus padres y la aprobación y respaldo a la directora en el uso de sus métodos de tortura, que implementaba para corregir y encauzar por el buen camino a sus educandos.



Había para quien estos métodos correctivos no surtían efecto. Tal fue el caso de los «fisgones», llamados así los muchachos más grandes del grupo, cuya afición personal era verle los calzones a la maestra durante su periodo de distracción y vulnerabilidad al momento de revisar la tarea alumno por alumno, inclinándose hacia el pupitre de uno de ellos, quedando expuesta a los fisgones que se agachaban logrando su objetivo de verle los calzones a la maestra, gracias al uso que hacía ella de una diminuta minifalda, que estaba en boga en los maravillosos años sesenta y que continuaría por un tiempo más en la siguiente década. Minifalda combinada con zapatos de plataforma fueron el deleite y la fórmula perfecta para estos «niños» ya entrados a la adolescencia, especialmente los alumnos que hasta de 15 años en nivel de educación básica se admitían en esos años, en esa etapa en la que la maestra Cecilia les mostro sus encantos.



Fortunato, como ya mencioné, no fue muy brillante en la escuela y no porque no tuviera capacidad ni suficiente inteligencia, sino porque había otras actividades que a él le interesaban. Desde pequeño se sintió un poco distinto a los otros niños. No aceptaba ni daba por hecho las órdenes, situaciones o creencia que le querían imponer. Desde niño se sentía, de adulto lo entendió, rebelde y quería siempre que las cosas fueran a su manera. Esto le causó antipatías familiares y con sus amigos en el trayecto de su vida. Pero no le importo. Era de convicciones muy claras y firmes desde su niñez. Tenía una personalidad soñadora e idealista del mundo, hasta entrados los veinte. Después, la vida le mostró que las cosas no eran como él las deseaba, pensaba o quería. Eran como eran y, si bien es cierto que logró cambiar algunas etapas de su destino, también fue cierto que otras lo moldearon a él. El peso de la cultura y la herencia en ocasiones es una carga difícil de llevar a cuestas y mucho más difícil de desprenderse de ella, pero siempre vale la pena el esfuerzo para romper paradigmas y ser un motor de transformación contra las fuerzas retorcidas de las ideologías de diestra y de siniestra. Así se convenció en su vida adulta.




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FORTUNATO DEPORTISTA



De niño, Fortunato tuvo varias aficiones, principalmente deportivas. Estaban en auge las artes marciales venidas del oriente a finales de los sesenta y popularizadas en todo el mundo en los setenta con personajes como Bruce Lee, convertido en leyenda después de su muerte temprana. Una exhibición de kárate marcó para siempre a Fortunato. Su vida nunca sería igual. Se adentraría en un mundo fascinante y sagrado. Recuerda los síntomas y sensaciones que experimentó su débil físico después de su primera clase: músculos agotados, fiebre, malestar general e insomnio fueron el precio de su incursión aquel día en aquel maravilloso mundo. El de las artes marciales.



Su físico enclenque y su personalidad, ensimismada e insegura, con el tiempo se vería notoriamente modificada para bien mediante la práctica del kárate a través de los primeros años. Después, con el aprendizaje y práctica del taekwondo se desarrollaría en todos los aspectos a lo largo de toda su vida.



El acoso sufrido a su débil y enfermiza persona por los más «fuertes», cesaría con el paso de los años gracias a las habilidades que la disciplina de este arte de combate le iban proveyendo con los años de entrenamiento. De aspecto más fuerte y personalidad más recia, el pequeño de esta historia se iba transformando, al tiempo que se preparaba en la etapa final de la educación primaria y su irremediable paso a la adolescencia y consigo el inicio de sus estudios de la etapa media superior.



En una tarde quieta, sentado en el filo de la ventana del segundo piso de su casa, Fortunato contemplaba las montañas que se erigían frente a sí. Imponentes, sólidas, azul verdosas y llenas de vida. A pesar de su corta edad, soñaba sobre sus planes futuros en su existencia adulta al pasar por este mundo. ¿Qué haría? ¿Qué logros tendría? ¿Dónde viviría? Se veía a sí mismo como actor, luchador enmascarado, bombero, etc., sin saber en ese momento que en poco tiempo descubriría su vocación.



Al caer el sol en un día festivo, de esos que abundan en su país y, más concretamente, en su pequeño mundo, en ese lugar que lo vio nacer y crecer en sus primeros años, al pasar por la plaza principal observó una multitud arremolinándose en torno a no sabía qué. Pero con su característica vocación de explorador lo investigaría de inmediato. Y eso hizo, se dirigió allá, hacia la multitud que aplaudía y se emocionaba. Se escuchaban gritos, aplausos y expresiones de asombro. Y es que se trataba de una exhibición de kárate. Algo nuevo y poco visto en el mundo, en su país y en su pequeño mundo en San Felipe, en los inicios de los años setenta.



Para Fortunato, esto era la vivencia de un sueño que había tenido por mucho tiempo, motivado por las revistas y películas de Bruce Lee que este disfrutaba en el cine Metropolitan y el Variedades en sus idas a la gran ciudad. No le importaron las largas filas que hizo para ver a la gran estrella de las artes marciales en los comienzos de los años setenta.



Aquel día, el de su primera clase, esta comenzó con suma solemnidad. La reverencia como saludo, pero sobre todo como símbolo de respeto, al lugar, al Maestro y a sus compañeros, fue la primera enseñanza y muestra de disciplina al practicar este arte marcial. Luego de la preparación muscular, de los ligamentos y las articulaciones, seguían movimientos muy básicos de defensa y ataque. La clase se desarrolló durante una hora. El mundo, a partir de ese momento en la existencia de Fortunato, se había transformado dejando una huella imborrable en su ser por y para siempre.

 



Por lo pronto, estaba siendo torturado por la acumulación del ácido láctico que invadía a sus músculos y articulaciones. Miraba a su uniforme de lona color perla con respeto y devoción al igual que a su cinta blanca que, a través de los años de esfuerzo, de constancia, de disciplina y carácter se iría tornado obscura con la gama de colores existente entre la cinta blanca y la cinta negra que la obtendría en la disciplina del taekwondo.




MINI INSTRUCTOR



Fortunato no tuvo que esperar a su vida adulta para convertirse en lo que deseaba, pues al terminar el corto periodo de entrenamiento de algunos meses con su primer maestro y al perder esa guía, decidió por iniciativa propia continuar lo que tanto le comenzó a apasionar: la enseñanza de las artes marciales. Así es que, apoyándose en un libro sobre el tema; «Kárate Coreano», como se le conoció antes al taekwondo, se reunió con sus amigos de la primaria y les comentó sus intenciones de seguir con el entrenamiento de kárate que había iniciado con su primer Maestro, que al perder esa tutela decidió Fortunato impartir clases con el mencionado libro.



Les explicó a sus amigos que los entrenamientos se llevarían a cabo en un pequeño espacio que le facilitó su abuela paterna. Les mencionó también que lo había acondicionado con equipo propio de las escuelas de Japón hechos por él mismo, por supuesto de manera rústica.



Llegó el día del inicio y debut de Fortunato como «maestro». Esto incluía ir casa por casa, muy temprano, a despertar a sus primeros alumnos para ir corriendo por una ruta a la orilla del pueblo como parte del inicio del entrenamiento y acondicionamiento físico de los interesados en este asunto. Ya ahí, en el Dojo, comenzaría la primera clase, que consistiría en saltar un obstáculo, que no era otra cosa que la tapa de un aljibe, para después trotar y golpear el makiwara con el puño, un trozo de tabla enterrada en el piso cuyo extremo superior estaba recubierto con cuerda o en otros casos una pequeña almohadilla. Claro, sin conocimiento técnico alguno, pero sí con mucho entusiasmo e ilusión, inició su proyecto. Otra rutina de la clase consistía en darle patadas sin ton ni son a un improvisado costal lleno de arena, el cual, comparado con una piedra, estaba blando y suave, ya que la arena se había comprimido por la humedad. El dolor era casi insoportable pero el pequeño maestro ante sus alumnos lo ocultaba para motivarlos a repetir la acción.



LA ESPERA



Se acercaba septiembre y, con ello, las ansias de Fortunato se incrementaban por la espera de la fecha en que la universidad publicaría las listas de los aceptados en esa casa de estudios. La noche previa, la emoción no lo dejó dormir y por lo tanto, se levantó muy temprano. La quietud del amanecer trajo consigo los recuerdos de algunos de los sonidos de su infancia, cuando a la llegada del alba se dejaban escuchar los ladridos de los perros, el cacarear de los gallos y el tañer de las campanas del templo del pueblo. Así mismo, le llegaban los recuerdos de una fresca mañana lluviosa donde a lo lejos se divisaba el andar de los campesinos rumbo a sus parcelas con sus instrumentos de trabajo y sus morrales con sus viandas para soportar el laborioso día. También los recuerdos de los primeros días de lluvia anunciando el verano y, consigo, las imágenes mentales que le causaba un especial placer al recorrer los cerros cercanos, para cosechar el generoso fruto de la tierra con el brote de los primeros hongos desprendidos amorosamente de la madre tierra que tanto disfrutaba cuando su madre se los preparaba, friéndolos en una deliciosa mezcla con cebolla, jitomate y chile para, de esta manera, elaborar las más deliciosas quesadillas del mundo, según el sentir y degustar de Fortunato. Igualmente, llegaban los recuerdos de no pocos amaneceres cuando la torcacita dejaba escuchar su trinar posada sobre el techo de láminas de las trojes de la casa de su abuela colindante a la suya. Fueron los mejores amaneceres de su infancia durante el periodo de su educación primaria.



Fortunato recordaba también los aromas de su niñez: el olor a guayabate, preparado por su tía abuela Martina, exmonja expulsada del convento por rebelde y bocona, según se supo en el pueblo de San Felipe; el delicioso aroma que desprendían las empanadas de crema, al ser o

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