El país del sin sentido

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El país del sin sentido
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© Francisco Javier Sánchez Díaz

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-18398-59-9

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A mi madre, María, heredera de la visión de una España dictatorial; una mujer firmemente convencida de que la falta de idoneidad reflejada en mis desafortunados comentarios, locos pensamientos y disparatadas ideas, no tardarán en favorecer la consecución del objetivo perseguido por tales socios de mi mente: la visita a la cárcel, en calidad de ingreso permanente.

A mis hijos, Javier y Carmen, constantes animadores de la insistencia en mi cabezonería, pues según dicen, si se aplicaran esas disparatadas ideas y locos pensamientos que me alumbran, su mundo cambiaría.

Al amor de mis amores, Marta, la estrella rutilante que me guía en el empecinamiento de conservar la misma ideología para que ese mundo de mis hijos cambie, y, a la sazón, puedan conmutarme el ingreso en la cárcel augurado por mi madre, por una condena a perpetuidad al lado de mi fiel amiga, compañera y amante, en la prisión del libre pensamiento aliado con la empatía: el penal de la alegría.

J. M. SANTÓN

PREFACIO

Hace sesenta y cinco millones de años un asteroide colisionó con el planeta Tierra, fragmentándose en varias partes al entrar en contacto con la atmósfera terrestre. Si bien se supone que la roca caída en la península de Yucatán sería la principal y de mayor envergadura, también otras esquirlas siderales tuvieron consecuencias catastróficas para el mundo de esa época geológica. Sin embargo, a pesar de que se han localizado varios cráteres de impacto, jamás se encontraron restos de los aerolitos… Mejor dicho, nunca, hasta que apareció en el mapa un pequeño país del occidente europeo, que geográficamente descansa sobre uno de los extraordinarios visitantes, y que como podremos comprobar con la lectura de este libro, es tremendamente peculiar y divertido.

El 1 de noviembre de 1755 se produjo el denominado Terremoto de Lisboa, un seísmo cuyos efectos fueron aniquiladores y devastaron, con el consecuente tsunami posterior, las costas sureñas portuguesas, el norte de Marruecos y el litoral del suroeste español. La costa de la provincia de Huelva, en España, fue arrasada por una ola de entre veinte y treinta metros de altura, que portaba una energía tal, que a su paso no dejó nada en pie; la población fue diezmada, y la flota pesquera destruida. Como consecuencia del gigantesco tsunami se creó la Punta de la Umbría; un entorno natural muy pintoresco del litoral de la península ibérica que, para asombro de los desconocedores de este dato, no pertenece al Estado español y, desde hace años, es un país totalmente independiente.

Por aquella época, el marqués de la Piterilla era un grande de España con un serio y grave problema a sus espaldas, digamos, de difícil solución: tenía un hijo totalmente zumbado que lo traía a mal traer, por no decir que lo hacía caminar un día sí y el otro también por la inquietante calle de la amargura. En 1758 murió Bárbara de Braganza, la esposa del rey Fernando VI, y, a causa de ello, el monarca quedó sumido en una profunda tristeza, alcanzando el grado de permanente melancolía; y tanto afectó al corazón del rey la ausencia de su media mitad, que solo un año más tarde también él abandonaría el mundo de los vivos, para compartir eternamente con ella el regio panteón ubicado en la capilla madrileña de Santa Bárbara. Fue tras el fallecimiento de la reina cuando el angustiado marqués lanzó una petición desesperada al melancólico monarca, para así poder liberar al pueblo llano, y a él mismo, de los insufribles experimentos del diabólico retoño.

La súplica, recogida en el Real Archivo de Villanueva del Trabuco, fue la siguiente: «Tenga a bien su católica majestad, por el bien de todos, el mío propio y el de mi familia, conceder a mi hijo Álvaro, en el concepto en que su sabiduría estime más apropiado, el nuevo terreno ganado al mar por la madre naturaleza; ese que llaman la Punta de la Umbría, tierra desértica carente de todo recurso natural, pues sabida árida y estéril, causará gastos a la corona. En dicho paraje, el fallido producto de mi ser podrá alejarse de la civilización, y quizás, con el paso del tiempo y la distancia, también olvidar sus malévolas intenciones para con el mundo que habitamos. Se lo suplico y pido, teniendo en consideración los servicios prestados por la Casa de la Piterilla a la realeza española, ante la que hoy me postro y, humildemente, solicito beneplácito para mi sensata petición».

El rey Borbón concedió al marqués la gracia solicitada, indicándole, además, que fuese el mismo aristócrata el redactor de las condiciones, y él se limitaría a firmar el documento. El avispado grande de España, en lugar de redactar un contrato de compraventa o de arrendamiento, como debería haber hecho, presentó un bien elaborado y mejor pensado manuscrito, por el cual la corona renunciaba a las tres mil ochocientas hectáreas del nuevo territorio, y le otorgaba el privilegio de nacer como un país independiente. A su vez, las palabras escritas reconocían al maquiavélico hijo del marqués, como único señor de una población, a la sazón integrada por colonizadores recién llegados a esa tierra. Muy pocos en realidad: doce familias.

Don Álvaro I el Espabilado, nombre con el que el alocado hijo del marqués se autoproclamó rey, redactó un documento antes de morir, por el cual abdicaba el trono en favor de los colonos, entregando el pergamino al abuelo del tatarabuelo de Juanito el Almeja, al que ordenó lo pusiera a buen recaudo. Cumpliendo órdenes, el hombre obediente lo ocultó en el seno de un enorme marrajo disecado, y colocó el camuflado adorno en la viga más elevada del interior de su choza. Hace poco tiempo, por una casualidad de la vida, y tras pasar más de dos siglos y medio sumido en la oscuridad, el pergamino real volvió a ver una luz que alumbraría el sin par sentido, hasta entonces desconocido, del no menos ignorado, País del Sin Sentido.

Una familia de carboneros y molineros fue la primera en establecerse en un lugar tierra adentro de la Punta de la Umbría, hoy denominado valle de las Yeguas. Fue allí, justo en ese enclave, donde cayó el gran fragmento del meteorito sideral y, por lo tanto, también es el punto geográfico donde hoy se ubica el mayor yacimiento de iridio conocido. Y, sabiendo que ese elemento es el más raro y codiciado del planeta, tal circunstancia ha hecho que el pequeñísimo país se convierta, sin ninguna duda, en la nación más rica y con la renta per cápita más elevada del orbe en la actualidad.

Con los dos hechos sorprendentes y simultáneos del descubrimiento del yacimiento mineral más extraordinario del mundo, por un lado, y de la aparición del pergamino real, que legaba a los descendientes directos de los doce patriarcas la propiedad del Estado y constituía a la antigua Punta de la Umbría como una nación independiente, por otro lado, hubo de meditarse la estrategia política a seguir, y para ello, se llevó a la práctica aplicando únicamente el sentido más común de todos los sentidos: el sentido común. —He de decir, para conocimiento de los profanos, que la ingesta continuada de la harina milagrosa extraída de la fina molienda del iridio alterado, ha proporcionado a los descendientes de los fundadores del país, unos poderes sobrenaturales asombrosos, que los convierten en seres especiales; pero, a la vez, las consecuencias del consumo desmesurado del polvo irisado les ha regalado unas secuelas indeseables, que por suerte o desgracia, también los hacen ser únicos. Lo podrán comprobar—.

El gobierno de la nueva nación ha creado una serie de leyes, normas y disposiciones, en la mayor parte de los casos contrarias a las vigentes en otros países, supuestamente los más avanzados y civilizados del planeta, y, curiosamente, las ha puesto en práctica teniendo en consideración la simple percepción de la realidad que otorga el sentido común. Solo eso. Hoy, para asombro del mundo entero, el Estado funciona como un reloj. Si ustedes quieren saber cómo se consigue ser feliz viviendo dentro de un mundo raro y alocado, especial y diferente a los demás, sean todos bienvenidos, señoras y señores, al increíble, País del Sin Sentido.

1.- Breve reseña histórica

Hace sesenta y cinco millones de años un asteroide impactó con la superficie de la Tierra, causando la extinción de la práctica totalidad de las especies biológicas entonces existentes. La catastrófica colisión, en contra de la creencia generalizada, no exterminó únicamente a los dinosaurios, sino también al noventa por ciento del reino animal y a más del sesenta por ciento de los géneros biológicos del planeta. Hasta no hace mucho tiempo los científicos pensaban que el gran meteorito, de entre ciento cincuenta y doscientos kilómetros de diámetro, colisionó con la corteza terrestre en un lugar de la península de Yucatán, en el mar Caribe, dejando una herida circular en la superficie de dimensiones colosales, conocida como Cráter de Chicxulub. Sin embargo, el postulado admite variantes.

 

A esa teoría de la extinción biológica masiva, que a la vez marca el límite geológico entre las eras secundaria y terciaria, los expertos la llaman Hipótesis de Álvarez. Se basa en la presencia de unos estratos detectados en todas las tierras entonces emergidas del planeta que, al haber sido datados por métodos de isótopos radioactivos, han determinado una edad idéntica para los mismos, y a la vez, los análisis químicos revelan que presentan una característica en común: están fuertemente enriquecidos en iridio, un metal muy raro, en una proporción cientos de veces superior a lo habitual en la superficie terrestre, pues dicho elemento procede del espacio exterior. Ese estrato, a nivel global, marca el denominado por los geólogos Límite K/T, dado que separa el Cretácico Superior del Oligoceno.

Investigaciones más recientes impulsan una variante a la hipótesis original y defienden que el asteroide, al entrar en contacto con la atmósfera, se fragmentó y, por lo tanto, no hubo solamente un cuerpo principal, sino que fueron varios los restos siderales que impactaron en diferentes lugares de la corteza terrestre. Si bien, el caído en la península de Yucatán sería el principal y, con diferencia, el de mayor envergadura, los demás fragmentos también tuvieron unas consecuencias catastróficas para la vida animal y vegetal de aquella era geológica.

Se han podido detectar otros cráteres en varios lugares del planeta, que podrían tener relación directa con este fenómeno; por ejemplo, se han encontrado indicios en la India, África, Australia, la Unión Soviética y, en Europa, se supone que uno de los trozos pudo caer cerca de la actual Italia. Sin embargo, no se han encontrado restos de los aerolitos… Bueno, no se habían hallado, hasta que apareció en el mapa un pequeño país del suroeste de la península ibérica, posiblemente el más afortunado del mundo, pues geográficamente descansa sobre uno de esos fragmentos, conformando un trocito de tierra tremendamente rica y peculiar, hoy conocida como País del Sin Sentido.

***

El 1 de noviembre de 1755 tuvo lugar el denominado Terremoto de Lisboa. Este seísmo, originado a causa de un brusco movimiento tectónico en la línea de falla Azores-Gibraltar, con epicentro situado a cuatrocientos kilómetros al suroeste de la costa portuguesa y de magnitud 9 sobre 10, afectó de manera catastrófica a una gran parte de Portugal, de España y del noroeste de África —el actual Marruecos—, devastando, con el gigantesco tsunami posterior, numerosas poblaciones costeras. Solamente en Lisboa murieron 90 000 personas, de las algo más de 260 000 que tenía entonces la capital lusitana —una de cada tres—. La costa de Huelva fue arrasada por una ola de entre veinte y treinta metros de altura, portadora de una energía tal, que sembró la desolación absoluta en los lugares directamente afectados; en Ayamonte y las zonas litorales de Lepe y Cartaya (España), y en Tavira, Olhao y Vila Real de Santo Antonio (Portugal), la población fue diezmada y la flota pesquera destruida.

Los aportes detríticos transportados por tan ingente masa de agua, una vez retirada la ola gigantesca, se depositaron en zonas poco profundas para formar una serie de zonas emergidas en lugares anteriormente situados bajo el mar, transformando así, gran parte del litoral del suroeste español y del sureste portugués. Entre otros efectos secundarios, esa fue la causa de la creación de las actuales poblaciones costeras conocidas como Isla Cristina y la Punta de la Umbría, en la provincia de Huelva. Muchos supervivientes de las zonas afectadas por el maremoto, cuyo medio de vida hasta entonces había sido solamente la mar, al ver destruidas sus embarcaciones y artes de pesca, se vieron en la ruina e intentaron buscar el sustento emigrando a las nuevas playas formadas tras el tsunami, con la intención de colonizarlas, establecerse y comenzar allí una nueva vida.

Los recién creados arenales fueron anexionados a la corona española, regentada a la sazón por el monarca Fernando VI, y la incipiente localidad de Isla Cristina, ubicada entre Ayamonte y Lepe, fue colonizada en su mayor parte por familias catalanas y valencianas, que en aquellos tiempos pasaban por un periodo de extrema pobreza en sus lugares de origen. Sin embargo, la Punta de la Umbría, entonces ya un lugar paradisíaco, pero muy alejado de cualquier población de las entonces devastadas, quedó desierta y únicamente acudieron allí a instalar sus chozas doce familias de las más desesperadas, venidas de Portugal, Lepe y Ayamonte, con la esperanza de vivir a costa de lo que fuesen capaces de recoger de la mar y, sobre todo, mariscando a pie desde tierra.

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El marqués de la Piterilla era un grande de España con un grave problema sobre su conciencia, de difícil y complicada solución: tenía un único hijo, zumbado como un panal de abejas, que lo traía a mal traer, por no decir que lo hacía caminar un día sí y otro también por la calle de la amargura. El último logro del mozo había sido quemar el castillo familiar, realizando un experimento con pólvora y unas sustancias químicas extrañas suministradas por una vieja bruja china, que habrían de transformar, si todo salía bien y con una puesta en escena espectacular, la casa familiar en un anfiteatro romano, donde él habría de ser el gladiador más vitoreado por el personal. En otra ocasión, no muy lejana a la anterior, había añadido unos polvos de su invención a la comida de la familia y de toda la servidumbre del castillo para, con su ingesta, conseguir el crecimiento desmesurado de una gran melena y unos colmillos atroces en sus congéneres más cercanos y, de ese modo, convertirlos, al menos en apariencia, en crueles guerreros bárbaros que, acatando ciegamente sus órdenes, atemorizarían a los vecinos de Sevilla, ciudad esta muy próxima al castillo y odiada con toda su alma por Alvarito, el tierno angelito del señor marqués. Como consecuencia de la feliz ocurrencia, el servicio doméstico, los guardias armados y hasta él y su propio padre, quedaron completamente calvos y sin un diente. A partir de ese infausto día, el gazpacho, los caldos de puchero y las natillas fueron los únicos alimentos capaces de posibilitar la masticación correcta de las desdentadas encías, y la boina el tocado más adecuado y eficaz para evitar las quemaduras en las relucientes, recién estrenadas y ya irreversibles calvas, tanto de infantes como de adultos de ambos géneros, causadas por el todopoderoso Lorenzo, el incombustible astro rey, el dueño absoluto del verano andaluz. Las protestas de los vasallos, que se habían visto obligados a vivir en tiendas de campaña mientras no se reconstruyesen el castillo y el núcleo urbano, eran, como es lógico suponer, cada vez más violentas, las algaradas más estridentes y el descontento del pueblo, a excepción de la familia del fabricante de boinas, claro está, era general. Por todo ello, la situación se estaba convirtiendo en insostenible para el calvo y desdentado señor marqués, que empezaba a temer una rebelión dentro de sus dominios.

En 1758 murió Bárbara de Braganza, la esposa del rey Fernando VI, y, a causa de ello, el monarca quedó sumido en una profunda tristeza, alcanzando el grado de permanente melancolía; y tanto afectó al corazón del rey la ausencia de su media mitad, que solo un año más tarde también él abandonaría el mundo de los vivos, para compartir eternamente con ella el regio panteón ubicado en la capilla madrileña de Santa Bárbara. Fue tras el fallecimiento de la reina cuando el angustiado marqués de la Piterilla lanzó una petición desesperada al melancólico monarca, para así librar al pueblo llano, y también a él mismo, de los inocentes experimentos de su diabólico retoño.

La súplica, recogida en el Real Archivo de Villanueva del Trabuco, fue la siguiente: «Tenga a bien su católica majestad, por el bien de todos, el mío propio y el de mi familia, conceder a mi hijo Álvaro, en el concepto en que su sabiduría estime más apropiado, el nuevo terreno ganado al mar por la madre naturaleza; ese que llaman la Punta de la Umbría, tierra desértica carente de todo recurso natural, pues sabida árida y estéril, causará gastos a la corona. En dicho paraje, el fallido producto de mi ser podrá alejarse de la civilización, y quizás, con el paso del tiempo y la distancia, también olvidar sus malévolas intenciones para con el mundo que habitamos. Se lo suplico y pido, teniendo en consideración los servicios prestados por la Casa de la Piterilla a la realeza española, ante la que hoy me postro y, humildemente, solicito beneplácito para mi sensata petición».

El rey Borbón concedió al marqués la gracia solicitada, indicándole, además, que fuese el mismo aristócrata el redactor de las condiciones, y él se limitaría a firmar el documento. El avispado grande de España, en lugar de redactar un contrato de compraventa o de arrendamiento, como debería haber hecho, presentó un bien elaborado y mejor pensado manuscrito, por el cual la corona renunciaba a las tres mil ochocientas hectáreas del nuevo territorio y le otorgaba el privilegio de nacer como un país independiente. A su vez, las palabras escritas reconocían al maquiavélico hijo del marqués como único señor de una población, entonces integrada solamente por doce familias de colonos recién llegados a esa tierra.

El alocado rey del nuevo país, don Álvaro I el Espabilado, como él mismo se autodenominó, acudió completamente solo, sin acompañamiento alguno, a la ceremonia de su propia coronación, pues la vieja bruja china que quería jurarle lealtad no pudo hacerlo porque el señor marqués tuvo a bien el colgarla de un garfio, con el que ordenó le atravesaran el ombligo, del alcornoque más alto del marquesado. Para tranquilidad de los calvos y calvas ataviados con boinas, desdentados y desdentadas moradores del castillo familiar o de las tiendas de campaña habilitadas por el vasallaje, y afortunadamente para ellos, la vieja bruja no consiguió resistir el tormento y terminó muriéndose. El nuevo monarca, ya en solitario, sin la compañía de su idolatrada y maléfica adivina, se instaló en una edificación de piedra mandada construir por su padre cerca de la orilla de la mar, que a la vez debería cumplir la función propia de una torre almenara. Sin embargo, tal labor de vigilancia jamás se llevó a la práctica, porque nunca nadie subió a la atalaya para hacerlo; entre otras cosas, porque don Álvaro no permitía el acceso y obligaba a los miembros de las doce familias a otear el horizonte tendidos en el suelo, escondidos tras una duna —estaba claro: el único rey del País del Sin Sentido no quería vigilar, ni a nada, ni a nadie—.

Poco antes de morir, tras someterse el mismo rey a un experimento producto de su genial inteligencia sin par, enfocado a dar con la solución de hasta qué punto podría aguantar un hombre comiendo bacaladillas secas sin parar y sin beber nada de agua, redactó un documento oficial, el único que escribió y rubricó en su vida mojando la pluma de una gaviota en la tinta de un choco, por el cual abdicaba el trono en favor de sus fieles vasallos, hasta el momento en que él volviera de ultratumba. El documento oficial se lo entregó en mano al abuelo del tatarabuelo de Juanito el Almeja, súbdito al que ordenó lo pusiese a buen recaudo. Cumpliendo las reales órdenes, el buen hombre lo guardó en el interior de un gran marrajo disecado, y colocó el camuflado adorno en la pared más elevada del interior de su choza.

Hace poco tiempo, por una casualidad de la vida, y tras pasar más de dos siglos y medio sumido en la oscuridad, el pergamino real volvió a ver una luz que alumbraría el sin par sentido, hasta entonces desconocido, del no menos ignorado, País del Sin Sentido.

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Para las personas que aún no lo sepan o no recuerden lo acontecido hace unos años en el País del Sin Sentido, y sin entrar en mayores detalles de tipo técnico, diremos que el iridio es un metal de transición del grupo del platino, duro, frágil y de un color entre blanco y plateado. Llamado así por la tonalidad de colores que adquieren sus sales —del término latino iris—, es el elemento más denso encontrado en el planeta, tras el osmio, y uno de los más raros; hasta el punto de que solo se extraen tres toneladas al año de este elemento mineral en todo el mundo. Es un material superconductor no atacado por los ácidos, ni siquiera por el agua regia, y su densidad es elevadísima (22,56 gr/cm3). Como dato histórico, fue descubierto por los conquistadores españoles en el siglo XVII, en la región colombiana hoy conocida como Departamento de Chocó.

 

Para hacernos una idea de su rareza, el iridio en la corteza terrestre es tan escaso, que el oro es cuarenta veces más abundante. Su uso se centra principalmente, al ser este elemento un material resistente a la corrosión a muy altas temperaturas —más de 2000 ºC—, en la fabricación de bujías de alta gama y de crisoles, para lograr la recristalización de semiconductores. También se utiliza como componente de algunas piezas de larga duración en los motores de los aviones, y en las tuberías de alta profundidad aleado con titanio, para evitar la corrosión. Como curiosidad, existe una pluma estilográfica solo reservada a bolsillos muy abultados, donde, coronando la punta de un plumín de oro, se monta una bolita de iridio. Su precio en bruto es de unos 450 $ USA la onza troy, unos 15 000 € el kilo, y, conociendo su gran densidad, podemos imaginar que un kilo de iridio se podría encerrar perfectamente en el puño de una mano.

Según estiman los geólogos, la edad de la Tierra es de 4900 millones de años. En sus principios, cuando nuestro planeta todavía era muy joven y estaba prácticamente fundido, los sideritos —meteoritos compuestos en su mayor parte por hierro y níquel y, en pequeñas proporciones, por otros elementos raros entre los que se incluye el iridio— caídos sobre la superficie terrestre se hundían en un mar de magma, dada su gran densidad, llegando en su viaje hasta el centro de la Tierra; de hecho, sabemos que el núcleo está compuesto por dichos elementos, y es la razón por la que también se le conoce con el término NiFe —Ni, de níquel, y Fe, de hierro—. Y eso también explica por qué los grandes meteoritos no aparecen sobre la superficie del planeta. No es, por tanto, descabellado decir que un territorio donde se encuentre, relativamente cerca de la superficie, un gran meteorito de las características aludidas, podría convertirse en uno de los Estados más ricos del orbe. Claro está, si el recurso es gestionado adecuadamente y no se deja caer en manos de los tiburones de la minería mundial… ¡Que esa es otra!

***

Durante la época en que don Álvaro I el Espabilado gozó de la vida como rey del nuevo territorio, los primeros moradores fueron consolidando un reino con el número de súbditos más escaso del planeta. Y, aunque el alocado monarca no dudó en diezmar al vasallaje sometiéndolo a crueles experimentos de forma continuada, las familias se fueron haciendo cada vez más grandes con el pasar del tiempo, creando una nación muy especial, que podría considerarse, digamos, de un moderado bienestar. —El lunático regente llegó a introducir a varios vasallos, con el consecuente resultado de muerte instantánea, la espina dorsal de un pejesapo por la oreja derecha, pensando que por el pabellón auditivo izquierdo saldría un infante de tres años, ya criado; según cuentan los más viejos del lugar, fundamentando sus afirmaciones en testimonios ancestrales, el simpático monarca, a pesar de su gran humanidad y bondadosas intenciones, como era de esperar, nunca consiguió su objetivo de generar vida fecundando un cerebro humano con el caldo supurado por la espina madre de un rape. N. del A.—.

Los Rociana eran miembros de una saga de carboneros y molineros, pues siempre les había dado miedo la mar. Fueron los primeros en llegar a la nueva tierra y la única familia no asentada en la orilla de la ría, por ese mismo motivo. Se establecieron en un lugar próximo a la marisma, hoy denominado valle de las Yeguas, donde fabricaron un molino que, para su accionamiento hidráulico, se servía de los flujos y reflujos de las mareas. Y también construyeron varios hornos destinados a hacer carbón, utilizando para tal fin, los troncos de los pinos viejos existentes en la única zona que, con anterioridad al tsunami, estaba emergida dentro de los límites del reino.

Cada cierto tiempo, el primer patriarca del clan viajaba con un gran carro tirado por dos mulos gigantescos que, debido a la increíble fortaleza desplegada por sendos cruces entre garañón y yegua, eran la admiración de los vecinos de Gibraleón —un pueblo cercano, donde se dirigía el molinero para comprar los granos de maíz y trigo, que después habría de moler en su artilugio hidráulico—. La potencia demostrada por los magníficos animales radicaba en su crianza: un pienso muy especial, elaborado a base de habas, lentejas y maíz, pero reforzado con un ingrediente secreto, mezclado con el grano en una proporción solamente conocida por el jefe de los Rociana.

Recién llegada la familia al valle de las Yeguas, el viejo carbonero y molinero observó cómo excavando ligeramente en el terreno, en ocasiones asomaban ciertas capas de un material entre blanco y plateado, con aspecto de ser la misma roca madre subyacente, pero visiblemente alterada; sobre todo en el primer centímetro de la superficie. También observó que, cuando tales capas afloraban, las cabras y los mulos no dejaban de lamer el polvo de tonalidad blanquecina. Al cabo de varios días, cayó en la cuenta de la variación en la potencia experimentada por sus mulos, y de que las cabras adoptaban una robustez que les hacía marcar todos los músculos del cuerpo y las dotaba de una agilidad nunca vista en esos animales; a la vez, también empezaron a producir una leche extraordinariamente energética que, al ser ingerida, transmitía una fuerza impresionante a los seres humanos.

Un buen día, al molinero se le ocurrió añadir al grano una pequeña porción del polvo plateado y moler todo el conjunto. El resultado, a simple vista, no parecía ser muy diferente al de una harina normal; sin embargo, al mezclar en un vaso colmado de leche de cabra dos cucharadas soperas del producto obtenido, y tras ser enérgicamente agitado con una cucharilla, se producían unas burbujas que parecían emitir chispas iridiscentes al estallar. Como hubiese hecho el difunto rey don Álvaro I el Espabilado, el molinero probó su propia receta y no tardó más de dos días en notar en su cuerpo un cambio tan radical que se hacía evidente cuando saltaba por el monte de la misma forma en que lo hacían sus animales, y también cuando levantaba el gran carro del suelo con los mulos enganchados, sin precisar ayuda alguna, agarrándolo por una de sus lanzas con una sola mano.

A la sazón, el molinero sabía que el polvo de ese material plateado y blanquecino era la única razón de tan portentoso cambio, y se decidió a molerlo con los granos de varios cereales para, posteriormente, mezclar la harina obtenida con diferentes alimentos, y así poder observar los efectos derivados de su ingesta sobre el propio cuerpo. Se dio cuenta, asustado, de que en función del plato al que le adicionaba la harina notaba una sensación distinta y, hombre prevenido, optó por tomarla solamente mezclada con la leche de sus cabras. No obstante, hizo partícipes del gran descubrimiento a los habitantes del país que vivían al borde de la ría —todos excepto los de su sangre y él mismo— y, a partir de ese momento, cada familia comenzó a experimentar con el innovador complemento alimenticio, mezclándolo con las viandas constitutivas de la dieta nutricional de cada casa.

El resultado de la ingesta de la recién bautizada harina milagrosa fue muy dispar entre las familias, y, si bien, a cada persona proporcionó alguna habilidad extraordinaria y sobrenatural, también al conjunto de moradores produjo una serie de indeseables secuelas, físicas o psíquicas, en función del alimento consumido junto a la harina. Y ellos asumieron las inevitables taras derivadas de su consumo, porque eran ampliamente compensadas por los increíbles poderes adquiridos por sus cuerpos, en algunos casos, o por sus mentes, en otras situaciones. Ya sabedores de la magia del condimento, todos juraron guardar el secreto y hasta el día de hoy, gracias a que ningún colono ni ninguno de sus descendientes ha faltado jamás a tal juramento, continúa siendo así.