Avenoir

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Letrame Editorial.

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© Irina Zarcero

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-337-0

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

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AVENOIR

Deseo de poder hacer que la memoria

avance hacia atrás.

PRÓLOGO

La sensación de oscuridad es extraña, abismal. Si tuviera que definirla, la representaría como una nube que te rodea y te sigue a todos lados, haciendo así que no veas con claridad.

Me acababan de despedir, ya era la cuarta vez este trimestre. Sabía que ser camarera no era lo mío, y más con la actitud tan pesimista que mostraba ante la vida. Según mi exjefa, deprimía al personal. Por desgracia, ese problema formaba parte de mí, y era inevitable escapar de la oscura nube que me seguía a todas partes.

Al llegar a mi apartamento, la rabia empezó a apoderarse de mí al recordar lo sucedido. Busqué las llaves en mi gastado bolso. Parecía que se escondían de mí cada vez que me hallaba enfrente de la puerta de mi triste hogar, si se le podía llamar así.

Logré encontrarlas, agarrándolas por el llavero. Con rabia, metí la llave más grande en el cerrojo y la giré empujando la puerta para así entrar de una vez. Pero al avanzar, noté que estaba pisando algo, y al agachar la cabeza vi que eran varias cartas desperdigadas por el suelo.

Las cogí sin apenas mirarlas y dejé el bolso sobre la mesita de centro, la cual usaba para comer y a veces trabajar. No cabían más muebles en esos pocos metros cuadrados, aunque tampoco necesitaba más, ya que no solía tener visitas.

Con las cartas arrugadas en mi puño izquierdo, me estiré en el roñoso sofá verde oscuro. Mi mente se estaba colapsando, tenía demasiadas deudas y pensaba que ese trabajo iba a ser el definitivo; estaba convencida. Me había costado mucho conseguirlo; era difícil que te contratasen cuando aparentas ser mucho más mayor de lo que en realidad eres, y es aún más difícil cuando tu pesimismo no te deja seguir adelante con normalidad.

—¡Mierda! —Lancé las cartas contra la pared amarillenta, la cual tenía a pocos metros enfrente de mí.

Dejé ir un largo suspiro mientras me masajeaba las sienes, intentando así relajarme. Pero, al abrir los ojos, mi mirada se centró en el manojo de cartas que acababa de lanzar. Había algo inusual: había una carta de color rosa. Me levanté con curiosidad, ya que las cartas de deudas no solían ser de ese color. Sin hacer caso a mi dolor de espalda, me agaché para cogerla, dejando las otras en el suelo. Y no me equivocaba, no era una carta del banco ni nada por el estilo, sino una invitación.

Me volví a sentar dejando caer mi pesado cuerpo y me puse mis rayadas gafas para intentar leer mejor la letra pequeña:

Para June, de Ethan y Britney:

Nos encantaría contar contigo en el día más feliz de nuestras vidas. Nuestro enlace se celebrará el 15 de…

La rompí en pedazos entre gritos ahogados en desesperación, desesperación que salió de mi garganta como si hubiese estado años encerrada. Hundí mi cara en un cojín para no asustar a los vecinos.

No podía ser. Nada me salía bien. Nada era como había planeado, absolutamente nada. No entendía el porqué de mi fracaso en la vida. No tenía a seres queridos a los que llorarles mis penas o compartir momentos felices, ni un trabajo el cual me hiciera feliz, o simplemente una buena salud.

Al despegar la cabeza de la rasposa tela, mis ojos se dirigieron hacia una carta roja que sobresalía entre el resto. Por desgracia, logré leer «Desahu-». Era una carta de desahucio, y lo peor era que no me sorprendió. Ya ni me acordaba de mi último pago de la hipoteca, la luz o el agua. Pero no podía. ¿Cómo alimentarme con un sueldo de unos cuatrocientos dólares al mes, y encima pagarme un piso en las afueras de San Francisco?

Me levanté y me dirigí al baño, solo a unos escasos metros del diminuto salón, cocina, comedor y recibidor al mismo tiempo. Me quité las incómodas medias —perdiendo un poco el equilibrio— y el espantoso conjunto de camarera, que tenía que devolver.

Estaba en frente del espejo, completamente desnuda, observando cada parte de mi horrible cuerpo: cada arruga, cada variz, cada estría, cada una de mis canas… Odiaba todo mi ser. Aparentaba cincuenta pese a tener cuarenta. Y de repente me vino a la mente que hoy era mi cumpleaños. Hoy me odiaba aún más.

Me metí en la estrecha ducha, rezando para que aún no me hubieran cortado el agua, pero no hubo suerte. Ya no tenía agua corriente, y dudaba que me durase mucho más la luz.

Noté como se me iban las fuerzas y las piernas se me debilitaban. No pude evitar sentarme desnuda en el frío suelo de la ducha, y tampoco pude evitar romper a llorar de nuevo; era lo único que me hacía sentir bien, lo único que había estado haciendo los últimos diez años.

Fue ahí cuando por primera vez en todo ese tiempo me pregunté: ¿en qué momento mi vida se descarriló?

Levanté la cabeza de las rodillas que había estado abrazando, y observé un bote de pastillas encima del pequeño armario de baño. No sabía ni de qué eran, ni si habían caducado, pero no dudé ni un segundo en tomármelo entero.

Mi viaje acababa ahí.

CAPÍTULO 1

Escuchaba tambores retumbar por toda mi cabeza. Era una horrible sensación en la que todo me daba vueltas, hasta que empecé a notar cada extremidad de mi cuerpo; estaba tumbada sobre una superficie blanda. Después sentí dolor, mucho dolor. Hubiese gritado, pero no podía moverme, ni siquiera abrir los ojos. Sentía que mi débil cuerpo estaba siendo atravesado por millones de agujas.

Tenía que intentarlo, necesitaba saber qué pasaba y dónde estaba. Mandé todas mis fuerzas a los dedos de las manos y logré mover el índice, luego el pulgar, y finalmente toda la mano.

La sensación de dolor empezó a disminuir, y pude mover la otra mano sin tanto esfuerzo. Seguidamente los pies, las piernas, los brazos y, por último, los ojos. Pero, por desgracia, todo estaba borroso para mí, y a la vez una luz me cegaba. Necesitaba adaptar la vista antes de poder fijarme en el lugar donde me encontraba.

Poco a poco, mi visión se volvió más nítida, pero mi cerebro aún seguía pareciendo una orquesta. Con suerte recordaba mi nombre.

Logré incorporarme haciendo una gran fuerza abdominal para levantar mi torso, hasta que pude ayudarme colocando las manos como soporte.

Miré a mi alrededor y seguía sin saber dónde me hallaba. No estaba en un hospital, eso seguro, sino en una habitación. Solo veía pósteres del grupo de música Queen, que cubrían una pared de color amarillo pastel. Los muebles eran de madera blanca, limpios, sin una mota de polvo. Una gran ventana dejaba entrar la luz del brillante sol que antes me había deslumbrado. Coloqué la mano derecha encima de mi frente, como si de una visera se tratara, pero esa mano no parecía tener mi tan odiada piel llena de arrugas y piel muerta.

Estiré los brazos para observar mis cambiadas manos, cubiertas por una fina piel bronceada. Eso hizo que mi cabeza se colapsara todavía más. Además de no saber dónde estaba ni qué estaba pasando o qué hacía ahí, no sabía quién era.

Me levanté de la gran cama con mucho esfuerzo, cogiéndome al mueble más cercano que encontré. Una vez de pie, observé que en el fondo de la enorme habitación había una puerta blanca: debía de ser el baño. Me dirigí hacia allí, cogiendo cada vez más fuerza, hasta que pude andar sin ayuda. Abrí la puerta con cautela, para no llamar la atención en caso de que hubiese alguien. Pero no fue el caso, estaba vacío, así que entré sin pensármelo dos veces.

Era completamente distinto a mi baño: tenía preciosas baldosas blancas y azules y una gran bañera, a diferencia de mi desagradable ducha sin agua. Pero en el fondo me resultaba familiar, como si ya hubiera estado allí antes.

Tras fijarme en la decoración, vi que había un espejo colgado en una pared, así que me acerqué. Al tenerlo delante, no podía creer lo que reflejaba: veía a una chica de cabello dorado y ojos de miel. Con labios finos y rosados, al igual que las mejillas. Con la piel bronceada y pechos firmes.

Lo peor de todo era que sabía quién era esa chica.

La confusión creaba en mí unas náuseas inaguantables, además de los nervios que empezaban a apoderarse de mí. Me sentía extraña, distinta, y cada vez con más energía, mucha más que las de esa misma mañana.

Fui de nuevo hacia la habitación, ahora con paso más ligero gracias a las fuerzas que había recuperado, y a la adrenalina que estaba apoderándose mi cuerpo. Observé cada detalle: libretas llenas de historias y poemas desperdigadas por el escritorio, ropa de todos los colores posibles, una cámara de fotografías…

 

Pero lo peor de todo fue cuando mi hipótesis de lo qué estaba pasando se confirmó al fijarme en el reloj digital: eran las 09:16 a. m., día 19 de agosto de 1990.

Había retrocedido al pasado, concretamente, cuando tenía dieciocho años.

Noté como la sangre dejaba de fluir por mi rostro y empalidecía —todo lo que se podía con mi color de piel bronceada—, dejándome caer encima de mi cama centrada en mi antigua habitación.

Si mi mente fuera una bomba, habría explotado. No entendía absolutamente nada. Lo último que logré recordar fue cómo me desmayé después de tomarme ese bote de pastillas. Y eso hizo que toda esa situación cobrara algo de sentido: seguramente estaba en coma. El problema era que todo parecía demasiado real, podía tocar las cosas y sentirlas, y mi mente no era tan brillante como para imaginarse todo eso con cada detalle de mi adolescencia.

Debía pensar con claridad, respirar hondo e intentar solucionar lo que estuviera sucediendo. Me pellizqué la piel de mi muslo; lo sentí. Eso confirmaba que no estaba soñando. Aun así, era surrealista. La idea de un sueño lúcido se me pasó por la mente, o simplemente quizá estaba muerta. Me empecé a bloquear al tener tantas preguntas en mi estresada cabeza hasta que, de repente, me iluminé. Solo había una persona que, si no estaba en un coma, podría ayudarme sin tratarme de loca y encerrarme en algún manicomio. Eso me relajó y me dio las fuerzas que me faltaban para actuar.

Busqué, sin pensar con claridad, ropa entre los grandes armarios; cogí un vestido ancho de color azul estampado de pequeñas florecitas blancas. Instintivamente, me dirigí a unos cajones, blancos y preciosos, que guardaban mis botas camperas. Era como si no hubieran transcurrido todos estos años, como si esa misma mañana no me hubieran despedido, sino que me hubiera despertado cantando al ritmo de la música que sonaba por la radio, siendo una adolescente feliz y sin apenas preocupaciones, capaz de comerse el mundo.

Los recuerdos empezaron a distraerme, recordando a toda la gente que me rodeaba en esa época. Se me puso la piel de gallina al recordar que aquí tenía pareja, amigos, y mis padres felices sin ningún rencor hacia mí. Fue ahí donde comprendí que, al bajar al piso de abajo, seguramente me encontraría con mi madre. Me paralicé unos segundos al hacerme a la idea de a lo que me debía enfrentar. Hacía unos quince años que no la veía, y no la echaba de menos precisamente. La última vez que hablamos tenía todo el cabello blanco recogido en un moño perfecto, gritándome mientras lloraba con rabia que no me quería volver a ver nunca más. Y así fue.

No tenía más opción que enfrentarme a ello, tenía que bajar y, con algo de suerte, quizá mi madre no estaría en casa. En caso de que me la encontrara, debía relajarme y pensar para mis adentros que ella no había vivido esas horribles discusiones las cuales nos separaron permanentemente, algo demasiado desagradable para una persona que quería a sus padres y sabía que les hacía daño.

Me armé de valor, inspiré profundamente e intenté tomarme la situación lo mejor que pude, dejando la mente en blanco para evitar escuchar mi vocecita interior con pensamientos negativos. Lo inevitable fue que mi corazón se acelerara por los nervios ante la posibilidad de volverla a ver, parecía que me iba a dar un infarto, y ni siquiera sabía si todo aquello era real.

Salí de la habitación y me topé con las escaleras que me llevarían al piso de abajo. Ordené a mis pies que recorrieran el camino hacia la puerta. Por suerte, no me quedé paralizada y logré avanzar, ayudándome de la barandilla de madera.

Apenas hice ruido, creía que lo había logrado hasta que se me erizó la piel al escuchar desde la cocina esa voz a la cual había echado tanto de menos, y a la vez odiado hasta el punto de no querer oírla más.

—Buenos días.

Era la voz de mi madre, no había duda. Pero no era tan áspera como la recordaba, sino más jovial, con más vida y sobre todo, más cariño.

Olía a tortitas recién hechas y a café. Un olor que me hizo sentir como en casa, recordando así la agradable sensación de tener un hogar. Pero esa sensación de comodidad se desvaneció al recordar que debía responder. Y sin pensar, así hice:

—Hola —logré decir con voz temblorosa.

—¿Quieres desayunar? —preguntó casi al instante.

Aún no la había visto, ya que nos separaba una pared llena de fotografías de San Francisco hechas por mi padre. Se me estremeció el corazón al verlas, inundando así mi cerebro de recuerdos. Mi padre fue quien me inspiró para aprender el arte de la fotografía, un hobby el cual adoraba y se vio interrumpido por mi odiosa carrera. Me empecé a fijar en los pequeños detalles que caracterizaban el estilo de mi padre, analizándolas, hasta que me acordé de que había dejado en el aire la pregunta de mi madre. Tenía que responder. Mi mente quería negar su ofrecimiento para evitar un encuentro incómodo y extraño. Sin embargo, mi corazón respondió por mí, afirmándola. Seguidamente cerré los puños, clavándome las uñas en la palma de la mano a causa de la rabia.

Pero ya había respondido, y sin pensarlo más, crucé la puerta que nos separaba. Ahí estaba, terminando de preparar el desayuno con un delantal hasta las rodillas, que llevaba puesto encima de un precioso mono color rosa pastel. El pelo no lo tenía canoso como lo recordaba, sino más bien dorado, como el mío.

La sensación al verla así de nuevo era extraña. Sentía amor, a la vez incomodidad y, por otro lado, unas ganas inmensas de abrazarla al haberla añorado tanto.

Se giró dando la espalda a la cocina, dirigiéndose hacia mí con un plato lleno de tortitas recién hechas. Me miró con una sonrisa de oreja a oreja, orgullosa de sus tortitas perfectamente cocinadas, sin el odio que la consumía al verme hace unos años, solo el amor de una madre perfeccionista, demasiado perfeccionista.

—Me alegro de que ya te hayas despertado, las acabo de hacer —me informó con una sonrisa en la cara.

Me senté en una de las sillas de madera en el centro de la enorme cocina. No pensaba, dejaba que mi cuerpo actuara por mí, ya que mi mente estaba inundada de recuerdos y emociones que me consumían por segundos. Mi cerebro no procesaba bien lo que estaba pasando: por una parte, me sentía extraña, confusa al intentar procesar toda la información para cuadrar el puzle en el que sentía que estaba inmersa. Por otro lado, sentía que estaba en casa, donde debía estar.

Mientras me servía las tortitas, aproveché para fijarme en cada detalle que me rodeaba. Todo estaba igual: la gran ventana que dejaba ver la alegre calle cerca del Pier 39, los azulejos de color verde pastel y blanco, la enorme mesa de centro de madera, y los armarios de cocina llenos de mis cereales favoritos. Incluso mi madre canturreaba alegremente. Si esto era un coma, era alucinante, todo parecía demasiado real.

Me sentía culpable por haber menospreciado este ambiente en mi adolescencia. Mis recuerdos se centraban solamente en la bruja de mi madre decidiendo mi vida por mí, viendo así mis sueños destruidos. El odio no me dejaba recordar esos pequeños momentos donde no había preocupación alguna sobre deudas imposibles de pagar, o la soledad abrumadora que uno puede llegar a sentir. Aquí lo tenía todo y no era consciente de ello. Me deprimí al pensar en los errores que cometí para llegar a ese punto de desesperación y soledad. Me pregunté cómo alguien tan feliz como era yo acabó de esa forma.

Cogí los cubiertos y corté mis tres tortitas amontonadas y mojadas con delicioso jarabe de arce, decidida a probarlas. Una sensación de sabores y sentimientos me invadieron la mente. Hacía demasiados años que no sentía algo así; un sabor familiar, el cual mi cerebro relacionaba con felicidad. Era curioso cómo un simple sabor podía transportarme de esa manera, haciendo así que una puerta de mi mente se abriera por completo, dejando paso a todos los recuerdos guardados que tenía de esta época, incluyendo a la gente que me rodeaba, como mis amigos Jessica y Pitt, papá, Ethan… Todos ellos estaban aquí, sin odiarme, es más, queriéndome. De repente me entraron unas ganas inmensas de verlos, de abrazarlos y volver a conocerlos de nuevo, pero la realidad de la situación, junto con mis inseguridades, me sacaron de ese pozo de fantasías. Odiaba ser así, cuestionando todo lo bueno que tenía hasta que se convertía en algo malo, lleno de incertidumbres.

—¿Te gustan? —preguntó, interrumpiendo así la película que se estaba formando en mi estresada cabeza.

—Sí, muchas gracias —contesté con demasiada educación, ya que nunca le solía hablar así a mi madre—. Tengo mucha prisa, mamá. —Pronunciar esa última palabra fue más fácil de lo que hubiera pensado, ya que durante los últimos años que hablé con ella la llamaba por su nombre de pila: Maya.

Me sentí orgullosa de mí misma al excusarme tan rápido. Era perfecta para poder salir de ahí sin causar sospechas ni llamar la atención. Me sentía con más fuerzas, capaz de ir dominando la situación. Por el momento solo debía disimular, hacer ver que no pasaba nada.

—De acuerdo, pero quiero que dejes el plato limpio —me ordenó, levantándose de la mesa y recogiendo algunos utensilios de cocina que había dejado por ahí.

Asentí con la cabeza y empecé a engullir, procurando no atragantarme. Todo era demasiado surrealista, y tenía miedo de estar perdiendo la cabeza. Pero, a la vez, la sensación de adrenalina e intriga me animaba a continuar para averiguar qué estaba pasando. Además, no podía negar la ilusión que sentía al volver aquí, donde realmente era feliz. Era el último verano antes de empezar la carrera.

Mientras comía, no pude evitar fijar mi mirada en la mujer que me había criado, invadiéndome así un sentimiento de tristeza y culpa. Me pregunté cómo pudimos llegar al punto de odiarnos con tanta fuerza. Una madre y una hija suelen tener un vínculo especial, una conexión que se crea nada más nacer y que destruirla causa un dolor insoportable, a la vez de una furia y orgullo que nublan la mente. Y aunque en esta época no éramos uña y carne por nuestras diferencias, al menos podíamos estar solas en una habitación sin acabar a gritos.

Sin darme cuenta, mi plato ya estaba vacío y mi estómago lleno. Pero casi vomité las tortitas al escuchar la voz de alguien que bajaba las escaleras y nos daba los buenos días desde la distancia, hasta llegar a la cocina.

—¡Buenos días, mis princesas!

Papá.

Mi corazón no podía ir más rápido, y mi respiración se paralizó sin darme cuenta hasta que noté que me estaba mareando y volví a hacer funcionar mis pulmones.

Hacía aún más años que mamá que no lo veía. Él era el pegamento de nuestra pequeña familia, mi modelo a seguir. Era un hombre amable y tranquilo, el cual me mostró el increíble mundo de la fotografía, y era capaz de calmar las discusiones entre Maya y yo. Lo había echado muchísimo de menos, nunca pensé que lo volvería a ver.

Le dio un beso en la mejilla a mi madre, que seguía recogiendo la cocina, y luego vino a mí. Nuestras miradas conectaron de tal forma que, inevitablemente, me levanté y lo abracé con todas mis fuerzas. No pensé, fue un acto instintivo. Le arrugué su camisa blanca, pero no pareció importarle, ya que me correspondió la muestra de afecto.

Estaba mucho más joven. Aunque él ya tenía alguna cana —no como mamá—, seguía con su frondoso y corto pelo negro, y sus ojos tiernos y azules. Sus labios eran parecidos a los míos, pero en cambio me sacaba casi una cabeza de altura; su constitución era alta y delgada. Seguía manteniendo ese olor que me recordaba a toda mi infancia, algo parecido con el sabor de las tortitas de mamá. Nunca había sentido esa sensación de euforia y tristeza a la vez; de una emoción indescriptible.

—Caray… Parece que hace un siglo que no me ves —dijo riendo.

Me separé bruscamente de él y lo volví a mirar, arrepintiéndome al haber salido del papel que estaba interpretando. Gracias a la adrenalina que seguía recorriendo mis venas, logré pensar rápido una buena excusa para evitar cualquier sospecha. Aunque ¿quién sospecharía que he viajado en el tiempo?

—He tenido una horrible pesadilla en la que tú tenías un accidente y… Bueno, no quiero hablar de ello.

Me miró y sonrió aún más. Supuse que había sonado convincente. Volví a sentirme orgullosa por mi rapidez mental ya que pensaba que con los años se me había atrofiado. O quizá era parte de todo esto y volvía a tener todas mis cualidades. Las preguntas sin respuesta eran infinitas.

 

—¿Dónde decías que ibas con tanta prisa? —preguntó mamá sin dirigirme la mirada, ya que seguía recogiendo. Su extremo perfeccionismo no la dejaba tranquila.

—A ver a la abuela —logré decir. Y, en realidad, no mentía.

CAPÍTULO 2

Ya ni me acordaba de la agradable sensación de cruzar el Golden Gate en bicicleta. Era uno de esos pequeños placeres que hacían los días un poco mejores, como ver el islote de la famosa cárcel Alcatraz, los barcos pasar, el viento acariciando mi rostro mientras veía a los turistas ilusionados por andar en uno de los puentes más famosos del mundo. Lo adoraba. Pero tenía una dirección clara y no me podía distraer: necesitaba ver a mi abuela. Sabía que con ella encontraría alguna respuesta, por mínima que fuese.

Ella era única y, en parte, era una de las personas que echaba más de menos de esta época. Era una mujer bastante particular, de esas que no sabes de dónde han salido, y capaz de conquistarte el corazón con su carismática forma de pensar. Ella era quien me ayudaría a saber si estaba sumergida en un coma.

Sin darme cuenta, llegué en poco más de media hora a ese pequeño pueblecito pescador, justo al lado del gran puente rojo: Sausalito. Tenía un encanto único: sus casas flotantes, el color de las tiendas, los restaurantes… Era uno de mis lugares favoritos, ya que aquí vivía una de mis personas favoritas.

Recordé bien el camino hacia su casita de color rosa, justo al lado de un bosque y a unos metros del puerto. Al llegar, apoyé mi bicicleta azul y la até con la cadena que siempre llevaba, para así poder amarrarla donde quisiera sin miedo a que me la quitaran —aunque el índice de robos en Sausalito apenas existía—. Siempre era muy cuidadosa con esos detalles. Al menos antes, es decir, ahora, lo era.

Subí los tres escalones del porche hasta quedar a unos centímetros de la puerta. Estaba nerviosa, mucho más que antes con papá, ya que ahora no me pillaba por sorpresa, y no podía evitar comerme aún más la cabeza.

«¿Cómo se lo contaría? ¿Pensaría que estoy loca?». Las dudas se apoderaron de mí en el último momento, a punto de lanzarme para picar a la puerta. Pero, en el fondo, sabía que no me juzgaría: ella era única.

Inspiré hondo y sin pensármelo más, alcé mi puño derecho y di tres golpes suaves en la puerta. A los pocos segundos vi a una señora mayor enfrente de mí, con el cabello blanco y suelto, justo por los hombros, con florecitas esparcidas por este. Era un poco más bajita que yo, y rellenita, pero con una gran sonrisa en su cara.

—Hola, cielo, pasa —Me ofreció.

No sabía cómo actuar, pero deseaba con todas mis fuerzas abrazarla. Era la única abuela que había conocido, convirtiéndose en la persona que mejor me entendía. Pese a que todo el mundo la tratara de loca, ya que le encantaban esos temas de la «brujería del alma» o algo por el estilo. Yo no creía en todas esas cosas, aunque ahora quizá me podían ayudar.

Avancé a paso rápido por el recibidor hasta llegar a un ancho salón con sofás llenos de bordados con flores. La casita estaba decorada con todos los colores posibles. No tenía puertas para separar las habitaciones, sino cortinas largas de color morado, que llegaban hasta el suelo. Mi abuela solía decir que las puertas bloqueaban las energías, y que tampoco tenía nada que esconder. Era un alma libre, sin prejuicios ni odio. La adoraba, aunque a veces su carácter podía sorprender, pero eso la hacía aún más especial.

Me senté en uno de los sofás, intranquila. Ella me siguió y me ofreció un plato con galletas caseras. Tentada a comerlas, mi estómago las rechazaba a causa de los nervios que me consumían poco a poco. Aparte, las tortitas me habían sentado de fábula y no tenía más hambre.

—¿Estás bien, querida? —preguntó mientras masticaba una de sus galletas.

Supuse que había notado mi expresión de incomodidad. Además, según ella, notaba las malas energías, las preocupaciones o los miedos. Y no puedo negarlo, siempre sabía qué me pasaba por mucho que lo intentase disimular: si estaba triste, enfadada, preocupada… Debí suponer que esta vez sería aún más fácil verlo, tenía el pulso fuera de sí, y un sudor frío recorría todo mi cuerpo.

—Eh, sí. Perdón. Estoy cansada, he pedaleado muy rápido. —Me excusé, pensando sin mucha claridad.

Y aunque sabía que aplazar el tema era inútil, aún necesitaba las fuerzas necesarias para poder explicar la delicada situación. Igualmente, no pareció convencerla del todo, ella sabía ver la verdad a través de los ojos: el espejo del alma, como solía decir. Pero nunca insistía, dejaba que las palabras fluyeran sin ninguna presión, ya que, si era un tema de real importancia, ellas saldrían por sí mismas a la luz.

—Bueno… Quiero mostrarte una cosa, quédate aquí. —Se acabó de comer la galleta y se levantó con energía del sofá al ver que no quería hablar del tema, haciendo así que su larga falda volase y la siguiese.

Me quedé quieta, pero no porque me lo pidiera, sino porque casi me faltaba el aire, estaba demasiado nerviosa pensando en cómo contárselo, aun sabiendo que lo entendería, ya que tenía a mi favor que a ella le encantaban estos temas. Sin embargo, no dejaba de ser algo paranormal. ¿Cómo podía explicar algo que no entendía? Esperaba que, con la paciencia y comprensión de mi abuela, pudiera salir de esta. Era una mujer increíble, y me dolía pensar que todo el mundo tuviera la imagen de ella como la «chiflada». Era de las personas más inteligentes y empáticas que nunca había conocido. La gente no la trataba mal, es más, se llevaba bien con todo el mundo, pero sabía lo que se rumoreaba por el barrio, y no veía justo que la juzgaran sin conocerla de verdad.

La vi volver de su pequeña biblioteca llena de libros viejos con uno en la mano y una sonrisa de oreja a oreja. Se la veía emocionada, y eso me encantaba; el ver a una persona feliz por algo que le apasiona y quiere compartirlo contigo.

—¡Mira! —Me lo mostró con alegría y se sentó de nuevo, cogiendo otra galleta—. Este libro te encantará. Es de autor anónimo y trata sobre un hada del bosque. Puede parecer infantil al principio, pero sus reflexiones filosóficas son sorprendentes y…

—Si te cuento algo… —La interrumpí, armándome de valor y respirando hondo. Era ahora o nunca. Gracias al sentimiento de comodidad que mi abuela me había transmitido, sentía que debía soltarlo ya—. Debes prometerme que no me tratarás de loca. Serás la única persona que lo sabrá y…

Su expresión cambió drásticamente de emocionada a seria. Entendió que quería hablar del tema que antes ya había visto que me preocupaba y puso los cinco sentidos centrados en mí. Dejó la mitad de su galleta mordisqueada en el platito con las demás, y fijó sus ojos azules en los míos.

Me transmitió total confianza. Su interés hacía que no me sintiera sola, que podía contar con ella. Igualmente, no encontraba las palabras adecuadas para hacerlo. Estaba hecha un lío.

—Cuéntame, June. Sabes que puedes confiar en mí —dijo con voz tranquila.

Asentí con la cabeza y empecé a contarle mi hipótesis, respirando hondo para poder soltar con más fluidez todo el desastre que tenía revoloteando en mi mente. Pensé que solamente debía contarle lo sucedido, y a partir de ahí sacar las conclusiones. Me calmé a mí misma y dejé que las palabras fluyeran.

—No sé cómo empezar porque es un tema… ¿Delicado? No entiendo lo que está pasando y ahora mismo necesito que tengas la mente abierta para poder… Entenderme, supongo, pero… —Me perforaba la mirada sin hacer el mínimo ruido, así que decidí ir directa al grano sin andarme con rodeos, sería más fácil y sabía que ella lo prefería—. Hace unas horas estaba en el futuro, bueno, mi presente, tengo cuarenta años, bueno, tenía, y… Y ahora me encuentro dos décadas en el tiempo más atrás de mi presente. Es decir… Bueno, perdón, no me sé explicar muy bien porque no sé lo que está pasando. Tenía una vida absolutamente horrible: estaba sola, sin trabajo, a punto de quedarme sin casa y sin nadie que me quisiera, así que me tomé un bote de pastillas porque bueno… No podía más… En conclusión, me he despertado ahora, aquí. Esta mañana era una mujer deprimida y sola, y ahora soy una chica llena de energía. Entonces, buscando la lógica del asunto, lo primero que me ha venido a la mente es que estoy en un coma, es la explicación más normal a todo esto. Pero todo parece tan real que… Creo que la lógica se queda corta en este asunto.