La Ruta de las Estrellas

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La Ruta de las Estrellas
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LA RUTA DE LAS ESTRELLAS

Ignacio Merino


ISBN: 978-84-15930-04-4

© Ignacio Merino, 2013

© Punto de Vista Editores, 2013

http://puntodevistaeditores.com/

info@puntodevistaeditores.com

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Índice

El autor

I De costa a costa Santoña - Puerto de Santa María 1486

II Marineros andaluces

III Una singladura incierta Palos Madrugada del 3 de agosto de 1492

IV Rumbo oeste 6 de septiembre de 1492

V Ultimatum

VI El regreso

VII Maestro de hacer cartas

VIII Ven conmigo

IX Un mapa revelador Puerto de Santa María, 1499

X La costa del Darién

XI Misión en Portugal

XII Capitán general

XIII Junta de pilotos

XIV Allá en el horizonte

El autor

Ignacio Merino. Nacido en Valladolid, ha viajado por el mundo y vivido en diferentes lugares. En Londres fue jefe de Prensa de la Embajada de España. También ha sido enviado especial de la agencia internacional United World en Checoslovaquia, Bulgaria, Portugal y Uruguay. Ha publicado dos decenas de libros, la mayoría sobre cuestiones históricas, tanto novelas como ensayos. Colabora en periódicos y revistas y escribe guiones históricos.

I De costa a costa Santoña - Puerto de Santa María 1486

“El hombre es la sombra de un sueño.”

Píndaro

Arreciaba el temporal en el Cantábrico. Crujían las quillas en la dársena, el viento aullaba colándose por las rendijas de las ventanas. En la oscuridad de su cuarto, Juanillo se levantó y anduvo a tientas hasta encontrar la lámpara de aceite. El momento había llegado. Con cuidado, atravesó de puntillas el zaguán de entrada poseído por un extraño sentimiento, entre temeroso y valiente, como si fuera a desafiar la tenebrosa tormenta. Cuando llegó a la puerta del dormitorio de sus padres, llamó con cuidado.

—Pasa.

El día no había despuntado pero ninguno de los dos dormía. Al ver entrar al chico con el rostro desencajado por la noche en vela, la madre dejó escapar un sordo quejido que expresaba a partes iguales resignación y pesar. La mujer se levantó con desgana mientras se echaba sobre los hombros una toquilla. El padre se enderezó contra el cabecero con la espalda erguida, mirándose las manos sobre el embozo. Aquellas manos rendidas que no podían retener al hijo que se les iba.

—Deja la lámpara en la taquilla, mientras tu madre va a calentar un tazón de leche.

—Sí, padre.

—¿Has dormido bien?

—Un poco.

—¿Lo has vuelto a pensar?

—Sí.

—¿Y no hay marcha atrás?

—No.

—Entonces acércate, hijo mío. Voy a darte mi bendición.

Juan se arrodilló a los pies de la cama. Se había prometido no llorar y lo estaba consiguiendo, aunque a duras penas. Mientras su padre recitaba en latín una oración larguísima que invocaba santos, vírgenes y patronos de la mar, él pensaba en los días de marcha que le esperaban y sentía urgencia por partir de una vez.

En la cocina abrazó a su madre. Muchas veces se había despedido de ella para salir a pescar. Hoy, sin embargo, no encontró en ella el gesto alegre de otros días. Aquella brava mujer no sonreía. La ausencia del hijo iba a ser larga, demasiado incierta. Ni siquiera podía ir al puerto a decirle adiós, esperando que volviera al cabo de unas semanas por el mismo lugar. El chico iba a cruzar la Península de norte a sur.

—Juan, sé bueno, como eres tú. No te dejes engañar, pero tampoco engañes. Que nadie pueda quejarse nunca de tu comportamiento. Nunca. ¿Me lo prometes?

El muchacho asintió con la cabeza.

—Te he cosido cinco monedas de oro en el cinturón y llevas otras veinte de plata en los forros de las botas. En la taleguilla de la cintura, que va sujeta por dentro, puedes guardar los maravedíes que te dio tu abuelo. No olvides que por tierra hay más ladrones que en la mar y que pueden atacarte cuando estés dormido. Busca buenos compañeros de viaje, jóvenes de tu edad con los que puedas hablar y defenderte si llega el caso. Pero no desdeñes a los mayores si son de fiar, te enseñarán. Hijo mío, ten mucho cuidado y no olvides...

Juan tapó la boca de su madre con dulzura para hacerle callar y volvió a besar sus mejillas hundidas. Las lágrimas humedecieron aquel rostro curtido de sol montañés y brisa marina, endurecido por las esperas, crispado a veces por tanta incertidumbre. Por la ventana, la luz grisácea anunciaba otra jornada plomiza y lluviosa. Los barcos se balanceaban en el puerto, hoy tampoco saldrían. ¡Qué demonios! El muchacho hacía bien en buscar nuevos horizontes.

A medida que los picachos de la cordillera quedaban atrás, Juan despedía en su corazón los prados queridos de Cantabria, sus laderas oblicuas donde pastan a sus anchas las vacas tudancas de color canela. Nunca miraba atrás.

Tras cinco días de marcha llegó a Pancorbo, la cancela de roca que abre la inmensidad castellana. En una cabaña de pastores descansó un día entero, recuperó fuerzas y reanudó la marcha al alba. Quedaban muchas leguas por delante hasta llegar a Sevilla, pero no le asustaba el viaje. Era el mes de mayo y se hacía bien el camino. Lo que le preocupaba era pensar si sus esfuerzos tendrían sentido, si dejar las faenas de pesca con su padre, abandonar los amigos, el hogar, irse de Santoña, merecería la pena. ¿No acabaría como esos desheredados que pululan por los puertos malviviendo, consumiéndose si tenían suerte en algún barco de mala muerte? La aprensión rondaba su corazón, le acechaba por las noches, pero no era más que celaje pasajero, neblina que se disuelve al sol de la mañana. A los dieciocho años, el mundo es un campo virgen y la vida una apetecible apuesta que reclama triunfar.

Durante semanas, Juan organizó meticulosamente las jornadas. Se levantaba al amanecer, trepaba por los riscos, vadeaba gargantas y pasos, cruzaba llanuras inhóspitas y atravesaba despacio lenguas de montaña mientras escuchaba el chirriar de los guijarros que rodaban a su paso como si quisieran acompañarle y alegrar la caminata. Apenas se detenía. De cuando en cuando hacía un alto en un ribazo, dejaba el morral al abrigo de algún saliente de las rocas y se dedicaba a recoger moras y arándanos para comerlos sentado a orilla de la corriente. Tanto le atraía el agua, que acababa por mojarse la cara sin terminar el puñado de bayas o se zambullía entero sin pensárselo dos veces. Con los calzones todavía mojados recorría los alrededores buscando nidos de alondra y perdiz para arrebatarles los huevos mientras dejaba que el sol del mediodía le calentara la piel. Durante la tarde cazaba con su ballestilla conejos o torcaces que se pusieran a tiro y cuando llegaba la noche encendía una fogata para asar esas piezas que le sabían a manjar de dioses. A veces se le unía otro caminante, un joven locuaz que le confiaba sus sueños o algún anciano mendigo que no le ocultaba sus muchas desgracias.

Evitaba las poblaciones en las que pudiera haber pícaros o ladrones, pero decidió entrar en Valladolid. Un mesonero de Dueñas le contó que la reina Isabel iba a dar la bienvenida a Don Fernando, su esposo, quien volvía victorioso con su hueste desde las tierras del sur. Ella no lo había acompañado por su embarazo y ahora quería rendirle tributo en la plaza mayor vallisoletana, el mismo lugar donde se unieron dos siglos atrás los reinos rivales de Castilla y León. Con su gesto, la joven reina deseaba recordar a los castellanos que su marido gobernaba con ella, que los aragoneses eran hermanos en la Corona ayuntada de Castilla y Aragón. En sus primeros años de gobierno, Isabel no perdía la ocasión de hacer valer el lema de su reinado (Tanto Monta) y anunciar así la antigua España recuperada de los godos. La unión peninsular había asombrado a Europa aunque levantara suspicacias entre la nobleza levantisca y el reino de Granada. Ella quería asentar la Corona ayuntada de España y se esforzaba en mostrar que deseaba la paz con las naciones, por lo que se preparaba a establecer lazos dinásticos con las poderosas casas reinantes de Europa. El pueblo adoraba a su reina, digna descendiente de Berenguela la Grande y María de Molina.

Juan cruzó el postigo de Valladolid por la puerta del Puente Viejo. Quería respirar el palpitar de la Historia y ver de cerca a Doña Isabel.

 

Luchando por avanzar entre la multitud que llenaba la plaza y sus aledaños, el chico consiguió llegar cerca del estrado regio y pudo contemplar a la reina, majestuosa y estática, sentada sobre su sitial. Tanto se acercó a la línea de soldados que contenía al gentío, que consiguió distinguir las pupilas azules de la soberana. Por un momento, tuvo la sensación de que ella lo miraba a él, un joven humilde de familia de pescadores que quería hacerse marino de verdad. Al contemplar el rostro sereno de su reina, la voluntad del muchacho se endureció y juró para sus adentros esforzarse en sus propósitos y ofrecérselos a aquella mujer. Isabel pareció presentir los pensamientos de ese joven que la miraba con los ojos fijos porque, efectivamente, le sonrió.

Tras el bullicio de Valladolid Juan volvió a la tranquilidad del campo y los villorrios pequeños. Seguiría la Ruta de la Plata en vez de cruzar las montañas de Gredos, para hacer el camino más descansado. Cerca de Béjar, una tarde lluviosa en que la nostalgia le trajo dudas sobre su empeño y la tristeza le recordó la lejanía del hogar, se refugió en una tuda de la Peña de Francia. Allí trabó amistad con Alvar, un estudiante de Salamanca que apareció en el umbral de la cueva tan desmadejado como él. También iba a Sevilla para aprender geografía y cosas del mar. Juan no cesaba de preguntarle, quería saberlo todo.

—Yo que tú —decía el salmantino— me dejaba de estudios y de pamplinas. Como ya tienes experiencia marinera, lo mejor es que te presentes en la escuela de pilotos de Cádiz. Les llaman los vizcaínos porque casi todos son del norte. Muchos, incluso, creo que cántabros. Seguro que allí podrás encontrar una nave en la que probar suerte. Así aprenderás y tendrás un sustento.

A medida que se iba acercando a su destino, al montañés le invadió la ansiedad. Por las noches, en vez de descansar, insistía en seguir caminando y ganarle tiempo al viaje. El estudiante, por el contrario, no sentía la misma prisa. Aún le quedaban años de vivir de los sueldos que le mandaba su padre, un comerciante de pieles del campo Charro. Además le daba miedo andar en la oscuridad, las sombras de los árboles amenazaban su escasa voluntad.

—¿Y si nos perdemos, Juan?

—Seguiremos el camino de las estrellas, ellas no engañan. Descuida, Alvar.

Dejaron las murallas de Cáceres un atardecer caluroso y siguieron el camino en silencio, mientras las sombras ganaban la vereda. Cuando llevaban ya más de diez leguas recorridas Alvar empezó a quejarse, pero Juan insistió en continuar y así se sucedieron las jornadas con quejas del salmantino y negativas del montañés, entre silencios de éste y enfados de aquél. Quince días después, las torres sevillanas aparecían en el horizonte.

Se alojaron en una posada de estudiantes, cerca de la catedral. Aquella misma tarde Juan recorrió la ciudad, mientras su compañero dormía a pierna suelta en la habitación. Fatigado por la caminata, entró en el claustro del Estudio General para descansar y allí le llamó la atención un joven sentado en un banco de piedra. Estaba enfrascado en el estudio de un pergamino que sujetaba como podía entre las manos, un documento grande que parecía un mapa. Juan no pudo resistir la tentación y se acercó.

—Hola.

Al chico no pareció importarle la interrupción. Se quedó mirando al recién llegado con una sonrisa franca que invitaba a la conversación.

—Buenas tardes, compañero. ¿Qué se te ofrece?

—He visto que estabas mirando ese... mapa y me gustaría saber de dónde es.

—No es un mapa sino una carta náutica, de las que usan los pilotos para navegar y guiarse por el mar. ¿Quieres echar un vistazo?

A Juan el rostro se le iluminó.

—Sí, gracias.

Apenas podía comprender el significado de los trazados sinuosos hechos en tinta negra, ni el de las líneas rectas en color sepia que unían lo que parecían contornos de costas e islas. Su silencio era tan elocuente como su interés.

—Mira, eso significa que en esa zona existen bajíos o arrecifes y que hay que evitarlos para que el barco no encalle. Las líneas rectas son rumbos, rutas marítimas que hay que seguir de un punto a otro de la costa.

—Ya.

Juan no quería pasar por ignorante y prefirió no preguntar. El otro chico, que aún sostenía el pergamino entre sus piernas cruzadas, volvió a sonreír, soltó uno de los extremos del documento y alargó su mano hacia el intruso.

—Me llamo Vicente Yáñez Pinzón. Soy de Palos.

—Yo, Juan de la Cosa y vengo de Santoña. Me alegro de conocerte.

Ser de dos puertos tan destacados de la Península les pareció el mejor de los augurios. Una hora después los dos muchachos habían sellado una amistad que habría de durar toda la vida. En su atropellada conversación hallaron una pasión común por las cosas del mar y las expediciones a tierras lejanas. Juan ni siquiera volvió a la fonda donde lo esperaba ansioso Alvar. Cenó con Vicente en una taberna de Triana en la que no había estudiantes sino marineros bulliciosos que bebían mientras jugaban a las cartas y parecían considerar al paleño uno de los suyos.

—No pierdas el tiempo con estudios, Juan –otra vez, la misma recomendación–. Ven al Puerto de Santa María conmigo, allá podrás enrolarte con alguno de mis hermanos y aprenderás de verdad. Dentro de tres semanas partimos hacia las costas de Berbería y la isla de Gran Canaria. Yo voy también y estoy seguro de que a Martín, mi hermano mayor, no le importará que nos acompañes. Pero te advierto que no nos andamos con tonterías. En el mar no hay ley. Asaltamos barcos y cogemos lo que podemos en las ciudades de la costa. A veces cambiamos mercaderías, pero otras nos quedamos con ellas porque llevamos buenas armas y nos gusta pelear. Bueno, a mí no mucho, pero es así.

Juan dudó unos instantes. No era la piratería su objetivo ni las armas su predilección. Pero la perspectiva de navegar por el océano abierto pudo más que otras consideraciones.

Ya no se separó de Vicente.

Con dieciocho años, tenía su sueño al alcance de la mano: un barco, el cielo estrellado, el mar por delante, papel y carboncillo para dibujar cartas y la fiel camaradería de su nuevo amigo. Era todo lo que necesitaba.

Se instaló en Puerto de Santa María y allí conoció a otros jóvenes que, como él, querían navegar y explorar nuevas tierras. Cuando reunía suficiente dinero, cruzaba la bahía hasta Cádiz con el fin de asistir a las lecciones que se impartían en la Casa de Pilotos para todo aquel interesado que pudiera pagarlas.

Durante los años siguientes, cinco, salió a la mar en doce ocasiones. Recorría la costa africana y fondeaba a menudo en las Canarias. Adquiría mercaderías a buen precio que luego vendía al doble o triple en la Península. Así pudo ahorrar y ganó experiencia marinera. Nunca mató a nadie.

En esos años consiguió reunir una pequeña fortuna, gracias a los fructíferos intercambios de mercancía exótica por doblones de oro. Aunque todavía joven, se hizo un nombre entre los hombres del mar. Era un corsario conocido por sus buenas maneras, un navegante estudioso y disciplinado que trataba bien a la marinería y no era cruel con los nativos africanos. Y probablemente así hubiera seguido muchos años más de no haberse cruzado en su vida un genovés que le habló de un viaje increíble, una singladura que muchos temían. Cruzar el Océano, la tentación suprema.

Juan empezó a soñar de nuevo. A él no le daba miedo aquella aventura.

II Marineros andaluces

“Quien domina el mar, domina todas las cosas.”

Temístocles

En la costa atlántica de Andalucía, la navegación de altura era una tradición de siglos. Cuando los cartagineses llegaron a Gades, la opulenta ciudad levantada al abrigo de una ensenada que permitía a los barcos atracar sin dificultades, las tribus del litoral tartésico ya zarpaban con sus embarcaciones rumbo al África para intercambiar sus labores metalúrgicas como habían hecho los fenicios. Magníficas espadas de hierro, cascos de bronce, cazuelas de cobre y deslumbrantes ajuares de oro y plata, era la mercancía que les abría todas las puertas. Los nativos de piel reluciente y dientes blanquísimos tocaban asombrados las manufacturas, hacían sonar el metal y se divertían probándose los collares y brazaletes dorados sobre el negro contraste de sus cuerpos, admirados por la filigrana de esas joyas que les parecía de mayor valor que los toscos adornos de oro macizo del reino de Mali. Ávidos nómadas del desierto clavaban su mirada sobre las espadas mientras sus esposas se peleaban por las vajillas de cobre. Todos compraban. Y se guardaban mucho de robar la mercancía a aquellos celtíberos que los vigilaban de cerca, armados con sus venablos cortos de hierro templado.

Siglos más tarde, los puertos colonizados por el águila romana como Malaca en el Mar Interior, o la misma Onuba que se abría al Océano más allá de las Columnas de Hércules, habían quedado olvidados, abandonados en el polvo de la Historia. Cuando las tribus germánicas que llegaron del norte invadieron la Península y se instalaron en el interior, los godos dejaron las armas por los útiles de labranza y convivieron con los íberos romanizados. Sólo hacían la guerra entre ellos, los suevos contra los vándalos, los alanos contra los suevos, y los visigodos contra todos ellos.

Pero no navegaban.

Los primeros musulmanes apenas tampoco. Sólo los benimerines, hacía poco más de un siglo, habían llegado a ser una potencia marítima para dominar el Estrecho y aprovisionar mejor el reino de Granada. Mientras tanto, los reyes de Castilla, Aragón, Portugal y Navarra trataban de cumplir la promesa de reconquistar la Spania goda que hicieron los monarcas de Asturias, León, Aragón, Castilla y el Condado de Barcelona, arrebatando pedazos a las taifas musulmanas. Alfonso X el Sabio tomó Cádiz y los puertos andaluces del Condado de Niebla hasta Huelva. Su biznieto Alfonso Onceno ganó Tarifa y Algeciras, aunque sus esfuerzos se estrellaron contra los muros de Gibraltar, cuando la peste negra le arrancó la vida. Durante su reinado Castilla encontró su vocación marinera, reunió una armada a la manera de Aragón y se hizo con el control de los pasos marítimos desde el cabo de Gata hasta la desembocadura del Guadiana.

La corona castellana señoreaba por todo el litoral andaluz, mientras Portugal conquistaba El Algarve. El antiguo Condado Portucalensis, convertido en reino independiente, había iniciado ya su aventura marítima por África y el Lejano Oriente, lo que provocó una inevitable rivalidad entre las naos portuguesas y las castellanas. No hubo conflictos, pero eran tantas las rutas y tan alejadas las singladuras de sus barcos, que el Papado tuvo que intervenir para que las coronas hermanas de Castilla y Portugal se repartieran conforme a derecho el dominio de los mares. Para el reino lusitano fue el Oriente y para Castilla y León, que ya tenía Canarias, las aguas, islas y tierras que pudieran descubrir hacia Poniente.

Cuando Juan de la Cosa llega a Andalucía, ya habían florecido las artes de navegación oceánica y a lo largo de su fachada atlántica, la que va desde Ayamonte hasta Tarifa, habían surgido dos núcleos compactos de mareantes. En torno a las villas de Puerto de Santa María y Sanlúcar de Barrameda se arremolinan aventureros y negociantes, hombres de mar y pescadores que buscan negocio más allá de la almadraba, donde el atún es sólo ganancia de temporada. A sus puertos acuden cientos de marineros para enrolarse en expediciones que van a las Canarias y la costa de Guinea, muchas de ellas piratas.

Cádiz, y las villas satélites de Jerez de la Frontera, San Fernando, Puerto Real, Chiclana, Conil, Barbate o Zahara de los Atunes, forman la avanzadilla castellana que aporta hombres del norte, dineros de la Corona y patrocinio de los grandes. La costa de las marismas que separa Sanlúcar de Palos y Moguer se convierte en tierra de nadie dominada por salteadores, camino de ida y vuelta donde los abordajes y latrocinios se suceden a diario en un mar protegido por las aguas pacíficas del golfo de Cádiz.

Hacia 1450, el afán por explorar nuevas tierras se apodera del sur peninsular. Cada uno va por su lado y llega donde puede. No siguen una exploración minuciosa y planificada como la Corona portuguesa. Son los marineros de la Andalucía atlántica, aventureros y comerciantes.

En ese ambiente de apuesta por lo desconocido, llegan banqueros de Florencia dispuestos a financiar las empresas y conceder préstamos a los armadores. Los acompañan marinos genoveses en busca de nuevas rutas y mercaderes venecianos ansiosos de hacer negocio con los muchos tesoros que estos corsarios castellanos, catalanes, cántabros y andaluces traen de sus expediciones a las bocas del Océano, las cosas nunca vistas que consiguen, por las buenas o por las malas, en los puertos sarracenos y los poblados del África Negra.

 

Christoforo Colombo es uno de ellos.

La terquedad en el convencimiento de que existía una ruta hacia las Indias por el oeste le vino a este italiano errante por la multitud de datos que acumuló tras deambular por los puertos, monasterios, juderías, universidades y plazas mercantiles de media Europa, donde escuchaba a geógrafos, marinos y comerciantes hablar de sus expediciones, sazonadas siempre con sabrosas vivencias.

Mucho le impresionaron los relatos de esas personas. Pero más allá de las fantasías de noruegos e irlandeses, lo que le atrajo de verdad fueron las historias que narraban los portugueses de El Algarve y los andaluces del Condado de Niebla. Aquellos viajes, en los que a menudo sus naos encastilladas abandonaban la costa africana y se internaban por el Océano, provocaban su espíritu pionero. Eso era exactamente lo que él se proponía hacer.

El Inca Garcilaso aseguraba años después que Colón, por entonces, había escuchado contar a un marinero de Huelva, llamado Alonso Sánchez, que en sus viajes hacia poniente había encontrado unas islas pobladas por nativos pacíficos que comerciaban con oro. Algo parecido le dijo otro polaco al servicio de Christian I de Dinamarca, de nombre Scolpo, que llegó hasta las costas de Labrador y se encontró con tribus nómadas que mercadeaban con pieles de foca y osos blancos.

Pero Alonso Sánchez no sólo había confiado su experiencia a Colón. También lo hizo a Juan de la Cosa. Al cántabro le dio además información detallada sobre localizaciones estratégicas en la superficie del mar que favorecían los vientos oceánicos, y le reveló la existencia de un archipiélago de islas grandes y chicas que llamaba la Antilla, indicándole el mejor camino para llegar a ellas. El piloto onubense había dejado señales de su presencia en atolones e islotes con mojones pintados de almagre, para que otros navegantes europeos pudieran localizarlas.

Colón creyó estas historias en su empeño por demostrar que la Tierra era redonda y que se podía por tanto navegar sin llegar nunca al final como hasta entonces se creía. Pero era tal su obsesión por descubrir la ruta occidental hacia los fabulosos reinos de Asia, que se negaba a considerar siquiera la posibilidad de que aquellas islas fueran indicio de una masa continental desconocida o archipiélagos aún por explorar.

A Juan de la Cosa, las historias de Alonso Sánchez le hicieron pensar. Los nativos que había encontrado no tenían por qué ser súbditos del Gran Khan, tal vez ni siquiera hubieran oído hablar de él. Quizás las mediciones de Toscanelli eran erróneas. Podía existir una gran extensión de tierra antes del imperio mongol ¿por qué no? Quizá se tratara del inmenso territorio en medio del mar, allá por donde el sol se esconde, del que había hablado Solón y otros sabios griegos.

La Atlántida legendaria.

Esa palabra, que Juan oyó por primera vez de labios de Vicente Yáñez Pinzón, le venía a la cabeza una y otra vez. El continente perdido. Vicente le había contado que el mismo Platón describía una isla grande, al oeste del Océano Exterior, aunque al parecer se había hundido durante el Diluvio. Pero si había una isla, podía existir también una masa continental, incluso tan grande como África, que tuviera mar al otro lado.

El genovés, hombre de talento, pero autodidacta y de menos estudios que el de Santoña, interpretó a su manera la geografía de Toscanelli y elaboró un mapa bastante tosco de las costas asiáticas. Los sabios de la corte de Juan II de Portugal refutaron sus teorías y en 1482 una comisión de geógrafos y navegantes optó por desaconsejar su proyecto ante el monarca.

Colón desesperaba, pero ante la inapelable sentencia en su contra, calló. El viaje que proponía no sólo se contradecía con los cálculos de las distancias, sino que lo enfrentaba peligrosamente a la tradición geodésica de la época, tanto frente a los tratadistas cristianos como a la técnica musulmana.

Iría a los puertos andaluces para aliviar su decepción. Allí sí creían que se pudiera viajar a Occidente hasta tocar tierra.

Otra cosa era que se pudiera volver.

Decidió buscar patrocinio en la poderosa Corte de los Reyes Católicos sin pensar demasiado que los tiempos no eran muy propicios. La larga y costosa campaña contra el reino de Granada había empeñado no sólo el oro castellano, sino la potencia naval del reino de Aragón. Desde Lisboa, el incomprendido navegante se dirigió a El Algarve. El camino fue penoso, sólo la fe ciega en su idea le dio ánimos para continuar.

Tras cruzar la frontera, Colón se dirigió al monasterio de La Rábida, el antiguo convento franciscano construido en el delta que forman el Tinto y el Odiel frente a la ciudad de Huelva. Allí, entre los frailes, el marinero encontró un ambiente comprensivo para su ánimo alicaído y halló nuevas fuerzas que apuntalaron su proyecto. Aunque no eran saberes geográficos lo que podían aportar, los franciscanos mostraban una entusiasta comunión con la idea. La intensidad apocalíptica de la orden se traducía en ardor por evangelizar los paganos de aquellas tierras lejanas.

En la serenidad de La Rábida, Colón se reafirmó en sus intuiciones y pudo olvidar el rechazo que su descabellado plan causó en el ambiente náutico portugués. Con todas las horas del día por delante, pasaba revista a los estudios hebraicos de su juventud, especulaba con audaces deducciones y añadía a sus teorías las visiones del profeta Esdrás, para quien el globo terrestre se componía de seis partes de agua y una de tierra. Disponía además de excelentes contactos. Y tenía habilidad para manejarlos.

El duque de Medina-Sidonia, gran magnate gaditano, no prestó demasiada atención al proyecto colombino pues estaba más interesado en el comercio de oro y marfil con los puertos africanos. Pero el duque de Medinaceli, del poderoso clan de los Mendoza, vio en la expedición una posibilidad de extender sus dominios más allá de las tierras del Infantado.

El ambicioso interés del duque castellano desagradó, sin embargo, a la reina de Castilla. Empeñada con su marido en mantener a raya a la nobleza, no iba a permitir que un particular, por muy grande que fuera, costeara una empresa que ella consideraba patrimonio de la Corona, aunque el tajante convencimiento tampoco significara que la metódica reina, ocupada como estaba en acabar con el último reducto musulmán en la Península, otorgara de inmediato dineros para la expedición.

Los años 90 y 91 son duros para el genovés. Todo son negativas. Las puertas se cierran y nadie le hace demasiado caso. Sólo el fraile Juan Pérez de La Rábida, que le trata durante las Navidades del 91, escucha sus palabras, lo toma en serio y le comprende. Antiguo confesor de la Reina, fray Juan envía una carta a Doña Isabel rogándole que atienda al marino y le dé cuantas facilidades estén de su mano, pues Dios así lo quiere.

La Soberana se encuentra en el campamento de Santa Fe, una ciudad improvisada a los pies de Granada que los Reyes Católicos han levantado para dirigir desde allí el asalto final a la joya del reino nazarí. Ya han conquistado Málaga, Ronda y todas las poblaciones de la serranía que aún estaban en manos musulmanas.

Tras leer la carta de su confesor, la Reina ordena que el genovés acuda al campamento, dando así satisfacción a los nobles que apoyan su aventura. Isabel comprueba que los marineros de Palos están también a favor y decide enviar dinero a La Rábida para sufragar los gastos de viaje del genovés. De esta manera, el futuro descubridor de América estará presente en el momento histórico de la rendición de Granada. Cuando el enviado de Boabdil entrega las llaves de la hermosa ciudad al embajador del rey Fernando, concluye la Reconquista y los cristianos están exultantes por el final de la larga empresa, pero el éxito militar no consigue alejar del todo el favor regio al genovés.

Con Portugal las relaciones están tensas. El heredero Alfonso, cuya boda con la primogénita de los Reyes Católicos había despejado el horizonte dinástico, acaba de morir. Pocos meses después fallecía el hijo de la pareja, Miguel, efímero titular de un reino hispano-portugués que nunca llegó a consolidarse. La unión peninsular se esfumaba definitivamente, la rivalidad reapareció y la baza más consistente de la política matrimonial de los Reyes Católicos fracasaba estrepitosamente.

Colón, entretanto, se ha vuelto cada vez más exigente. Consciente del interés de la soberana, incrementa sus peticiones de mando sobre las nuevas tierras. Como la Reina no accede, es despedido y el airado marino toma el camino del norte decidido a ofrecer sus servicios a la corona francesa. Pero la nobleza y los banqueros italianos, que ven en la aventura una buena ocasión para cobrar sus préstamos, redoblan la insistencia ante Sus Majestades. Finalmente el mismísimo Cardenal Mendoza, a quien la gente llama zumbona el “Tercer Rey de España”, convence a Doña Isabel.