Nikánder

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HUGO YÁÑEZ

Nikánder


Editorial Autores de Argentina

Yáñez, Hugo

Nikánder / Hugo Yáñez. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-0835-5

1. Cuentos. 2. Narrativa Argentina. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

Nikánder

Bajo el sol, el horizonte brillaba como el filo de una navaja. En la playa desierta las charcas eran ventanas que dejaban ver el cielo del otro lado del mundo. Sólo algunos peces, nadando en las aguas estancadas; algunas aves suspendidas en la brisa, y algunos despreocupados muchachos se movían en la tarde tranquila, entre la selva y el río.

Lejos de la pampa y de las quintas sus pasos se hundían ligeramente en la arena húmeda, dibujando miles de pisadas que desaparecían en el camino alfombrado de gramilla que conducía hacia el centro de aquella maraña, hacia el cuerno de la abundancia; hacia La Isla, donde los esperaba, ellos lo sabían, el mayor de los peligros: un polaco medio loco que protegía cada racimo de uvas, cada mora, cada ciruela, cada durazno que allí crecía con un arma que cargaba, según decían, con cartuchos envenenados. Pero donde encontrarían el mayor de los deleites.

Los únicos accesos a la propiedad eran tres frágiles puentes colgantes dispuestos de forma tal que cualquier intruso podía ser visto desde la casa. Mas los chicos burlarían la vigilancia saltando desde el terraplén, se esconderían entre las cañas y, cuando estuviesen seguros, arrasarían con los manjares que tan celosamente cuidaba el viejo quintero.

Bajo la sombra fresca, un zumbido de moscas, un perfume de madreselvas. Un susurro de aguas que corrían en lo profundo del canal. Los chicos hicieron silencio y escucharon.

Nada.

Sólo un salto los separaba de La Isla. ¿Quién sería el primero en darlo? A Juan lo siguió Nikánder y a éste Valentín. Cayeron sin hacer ruido y caminaron con sigilo hasta hallarse en medio de la plantación, debajo de las ramas cargadas con las frutas más grandes que habían visto en sus vidas. Tan grandes que se quedaron viéndolas con las bocas abiertas.

-¡Miren!

-¡Qué grandes!

-¡Enormes!

-No perdamos tiempo.

Saltaron como monos. Comieron como langostas. Croaron como sapos. Y al fin se echaron en el pasto como leones después de haber devorado la presa. Todo estaba en paz. Pero la paz no duraría mucho.

Lo que sucedió estaba escrito. El primer disparo dio a la dama de monte haciéndole perder algunas flores. El segundo silbó en el oído de Juan. Y el tercero los hizo huir.

Valentín saltó como un antílope y desapareció entre los arbustos. Nikánder trastabilló, cayó de rodillas en el barro, se levantó, corrió en zigzag, cruzó el canal y siguió corriendo sin pensar siquiera en sus camaradas. El monstruo estaba detrás de él segando la hierba como una guadaña. Nikánder sintió el horror y el vértigo, pero no se detuvo. Corrió y corrió, con el polaco siempre a la misma distancia, hasta perder el aliento y aún así siguió corriendo.

Las zarzamoras le hirieron las piernas. Las ramas azotaron su cara. La selva empequeñeció convirtiéndose en llanura. Senderos de pasto aplastado corrieron delante de él, giraron, hicieron espirales y murieron. El sol le quemó la espalda. Y el calor de la velocidad le abrasó los pies. La tierra subió y bajó cuando un desnivel en el terreno, un alambre, una raíz o una mano se aferró a su pie y le hizo caer. Era el fin y Nikánder, con el corazón dando brincos, lo aceptó. Pero el viento pasó por arriba suyo y siguió. Sólo viento y polvo, y nada más en toda la pradera.

El chico miró a su alrededor. Era imposible. Sólo la selva como una lejana muralla verde; la llanura, dos árboles raquíticos y retorcidos, y una vereda de tierra roja que nacía a sus pies, atravesaba un monte de eucaliptos y moría junto al alambrado que rodeaba la casa más bella que él hubiese contemplado. El polaco, si realmente alguna vez estuvo detrás de él, había desaparecido.

Sin embargo el miedo aún le palpitaba en las sienes, le apretaba la garganta y circulaba por su cuerpo como una corriente que, afortunadamente, se desvanecía. Las piernas le temblaban; se sentía caer. Su perseguidor podía estar en cualquier parte; detrás de los eucaliptos, entre los matorrales o en el margen de la selva, esperándolo con la escopeta lista para meterle un tiro y arrojarlo luego al canal.

De las inalcanzables copas que se balanceaban en el cielo caía, como lluvia, el olor de la especie. La pequeña figura de Nikánder se fundía con el paisaje, olfateando, escuchando y mirando hacia todas partes. Sus sentidos, asombrosamente alertas, le dijeron que estaba solo. En esa desolación indescriptible, tan lejos de las quintas y de su hogar que sólo la casa, con el sol brillando en sus paredes blancas y en el techo de flamas rojas, parecía un lugar seguro.

Decidido a pedir ayuda a sus ocupantes se dirigió hacia ella. Un gran silencio y una cerca de alambre totalmente cubierta de enredaderas circundaban la propiedad. Al cruzarlos se encontró con un jardín donde abundaban rosales de infinita variedad de colores que se interponía entre él y la puerta principal, y con una voz que le decía:

-Ha sido una larga espera.

Nikánder se volvió, sorprendido, hacia el lugar de donde parecía provenir el susurro y vio, a escasos centímetros de su hombro izquierdo, que quien le hablaba era una hermosa mujer de unos treinta y cinco años, de cabellos tan negros como su vestido, con una tijera de podar en una mano y un pimpollo recién cortado en la otra.

-¿Qué pasó ¿Tuviste algún problema? -Preguntó como si lo hubiese estado esperando.

-No; no. Nada -respondió el confundido muchacho. -No pasó nada.

-¿Entonces? Tu madre dijo que llegarías a las nueve de la mañana y ya son casi las cinco de la tarde.

Nikánder se quedó callado, sin moverse, mirando de soslayo a su interlocutora, sin saber que contestar.

-Bueno, vamos -dijo la mujer y comenzó a caminar. Nikánder la siguió con timidez.

La vereda, prolongación de aquella que lo había conducido hasta allí, cruzaba un mar de rosas en cuya otra orilla estaba el frente de la casa. Atravesando la puerta principal penetraron en un vasto salón casi totalmente rodeado por ventanas. Una larga mesa (donde el muchacho supuso se acomodarían una decena de personas) resaltaba en el centro de la estancia. Sin embargo nada indicaba que alguien más estuviese en la casa.

El mobiliario era profuso, cómodo, severo. Sus paredes estaban adornadas con cuadros de todo tamaño y coloridos platos; y un gran reloj, imponente pieza de joyería, parecía hacer guardia junto a la escalera.

La mujer, con el pimpollo aún en la mano, pasó a su lado; subió hasta el pasillo que corría de norte a sur por el fresco del atardecer, dobló a la derecha, caminó hasta la séptima puerta, sacó del bolsillo una larga llave que introdujo en la cerradura e hizo girar, apoyó la mano en el picaporte, empujó hacia adentro y dijo:

-Este es tu cuarto. Fijate si alguno de los trajes que hay en el ropero te queda bien. Cambiate y dejá la ropa sucia en el baño. Mientras te voy a preparar algo de comer. Vas a ver que bien cocina tu tía.

La mujer sonrió a Nikánder, hizo una caricia en su cabeza y se esfumó. El sol brillaba en el bronce y la madera lustrada. La luz se transformaba en los cristales y el espejo. Y una brisa suave arrastraba hasta allí el olor de la floresta y los sonidos del campo. El muchacho estaba perplejo. Era evidente que la mujer lo confundía con un sobrino a quien no conocía o no había visto desde su nacimiento. ¡Qué complicación! Había llegado hasta allí en busca de ayuda y ahora se encontraba en una situación que si no se aclaraba pronto podía dejarlo nuevamente sin protección y a merced del polaco.

Entonces, ¿qué hacer? ¿Bajar y decir lo que hasta ahora había callado, o simplemente guardar silencio y dejar pasar las cosas? Precipitarse no conduciría a nada, después de todo el invitado aún no había llegado. Pero ¿si lo hacia? ¿Y si alguno de los ausentes moradores del caserón conocía al verdadero sobrino? No, no había alternativa. Tenía que explicar todo a la dueña de casa, ella comprendería.

Nikánder pensaba en todo esto cuando una pregunta subió desde la planta baja, buscó de puerta en puerta y llegó hasta la séptima.

-¿Estás listo, Ismael?

Ismael. Su nombre era Ismael.

-¡Ismael!

-Si. No, todavía no -respondió Nikánder

-Bueno, apurate.

-Si, ya bajo.

Nikánder miró al largo pasillo antes de correr por él hacia la escalera. Su aspecto era deplorable. La ropa vieja, sucia y desarreglada, le daban toda la apariencia de un vago, de otro sórdido inmigrante de las quintas. Apariencia que podría haber cambiado con sólo mudar sus harapos por cualquiera de las camisas y pantalones que colgaban de las perchas del ropero, pero que no cambió. Por eso cuando su anfitriona lo vio bajar vestido como estaba exclamó:

 

-¡Todavía no te cambiaste!

-Señora, tengo que decirle algo.

-¡Señora! ¿Cómo señora? Tía. Tía Sofía.

-No, yo...

-Nada de palabras. Subí. Aseate; cambiate esa ropa mugrienta y después de tomar el té hablamos.

-Señora...

-¡Tía!

-Bueno, tía, tengo que hablarle.

-Después.

Nikánder bajó la vista y volvió a la alcoba. ¿Qué otra cosa podía hacer? La mujer se negaba a escucharlo. ¿Podría obligarla? No. Volver al cuarto y mudar de ropas parecía ser la única forma de que le prestara atención, así que regresó sobre sus pasos dispuesto a obedecer. Más tarde, quizás, haría otro intento.

La habitación era rectangular. Dos ventanas y el enorme espejo que estaba sobre la cómoda repitiendo la imagen de la abertura que tenía enfrente no alcanzaba a reprimir la sensación de encierro que tuvo al penetrar en ella. Dentro del ropero estaban las ropas que habrían de convertirlo en el sobrino de Sofía. Abrió sus puertas y acarició las prendas como si fueran las teclas de un delicado instrumento, pero no sacó ninguna. Un reflejo rozó su mejilla. Un susurro atrajo su curiosidad. En el norte el campo estaba cambiando sus colores.

El sol en el cielo de plata. El techo rojo del granero. La frontera de alambre. Su mirada subió y bajó. Saltó como un pájaro de un lugar a otro, de una ventana a la otra, de una rama a la otra, en un mundo silencioso e inquietante de árboles delgados y no muy altos cuya extensión no podía precisarse desde ese lugar. Sus sombras nacían en la pared trasera de la casa y cubrían todo el occidente. Árboles..., sólo árboles; el sol se ponía en un profundo océano de árboles.

Junto al granero una media docena de gallinas cacareaban y escarbaban justo allí donde las hojas secas terminaban súbitamente, dando lugar a un patio de tierra lisa donde podía verse un sulki debajo del cual descansaba un gran perro gris de aspecto inofensivo, un grueso tronco con un hacha hundida entre sus ensangrentados anillos, la bomba de agua, el bebedero para los animales y una pila de leña, todo en perfecto orden, igual que en el interior de la casa, pero ni una sola persona que lo mantuviese.

Bueno, tal vez están en camino, pensó y se dirigió al ropero; sacó un pantalón azul y una camisa blanca. Se quitó los harapos, los arrojó debajo de la cama, se vistió con las ropas nuevas y regresó al pasillo que lo conduciría otra vez a la planta baja.

Sus pies lo llevaron hasta el primer peldaño de la escalera, pero sus ojos, más veloces, siguieron por el oscuro corredor; se transformaron en mariposas y escaparon por la ventana que se hallaba al final, pero un tirón los hizo volver a la realidad de la escalera y se precipitaron por ella cuesta abajo.

Toc. Toc. Toc.

El comedor estaba desierto. De la cocina venía un ruido de cacharros, un susurro de cascada y el canto de un ruiseñor. Nikánder fue en su busca, se paró en el umbral de la puerta, resopló y dio dos pasos hacia adelante. Sofía, al oírlo, interrumpió su canto, dejó la vajilla en la pileta, se secó las manos en el delantal y se volvió diciendo:

-Sentate que ya... ¡Pero qué buen mozo estás! Si parece que te hubieran hecho la ropa a medida. Bueno, sentate. Sentate que ya te sirvo el café con leche.

Nikánder tomó asiento sin dejar de mirar a Sofía. Ella estaba realmente, sinceramente, sorprendida y lo expresó con toda una serie de ademanes por demás elocuentes. El chico se sintió halagado, y hasta se sonrojó, pero no dijo nada. Sólo se sentó y esperó sin apartar la mirada de la silueta de su tía.

Sofía sirvió café en un tazón blanco. Luego agregó leche. Puso un puñado de galletas en un plato y colocó ambas cosas frente al muchacho invitándolo a que comiera y bebiera a placer. Después le dio la espalda y continuó lavando los cacharros que había dejado debajo del chorro de agua, dentro de la pileta.

Nikánder tomó una galleta del plato y la hundió en el tazón. En ese momento Sofía comenzó a cantar. Él se quedó oyendo con la boca abierta. Era la voz más dulce que había oído. Tanto que por un momento olvidó todo. Atónito sintió su arrullo, cerró los ojos y tuvo un sueño breve. Pudo verlo; olerlo; palparlo... Pero en un silencio despertó y vio a la temblorosa galleta agitarse frente a sus ojos, vacilar y caer como un meteorito dentro del tazón.

Fue un milagro que no se manchara la camisa.

Sin percatarse de lo que ocurría en la mesa Sofía seguía cantando y fregando. Nikánder la miró, atemorizado, y maldijo el momento en que se le ocurrió la idea de hundir la galleta en el café con leche. Siempre había creído que hacerlo era una estupidez y ahora... ¡Qué idiota se sentía! Por suerte Sofía no lo había visto.

Un repasador colgaba del respaldo de la silla. El chico estiró un brazo, y con la rapidez de un huracán hizo desaparecer aquella galaxia que él mismo había creado. Luego se bebió de un trago el contenido del tazón y anunció al concluir:

-Terminé.

-¿Querés otro poco? -preguntó Sofía sin darse vuelta.

-No, gracias.

-Bueno, perdoná que no te preste atención pero debo terminar esto y después tengo que limpiar los hongos que están en esa canasta.

-¿Hongos? ¿Son para comer?

-No, estos son... medicinales.

-¡Ah! -exclamó Nikánder sin saber muy bien que había querido decir con “medicinales”.

Las paredes de la cocina eran grises y de ella colgaban una infinita cantidad de cacharros. Sartenes. Ollas. Cucharones y un sinfín de artefactos de dudosa utilidad cubiertos por una delgada capa de grasa que se extendía por toda la pared formando extrañas figuras. Una única ventana daba luz a la habitación, y en ella palpitaba la más extraña e insistente de las figuras: el bosque.

-Tía Sofía.

-¿Sí?

-¿Puedo salir al jardín? -Nikánder había dejado de pensar en los hongos atraído por el verde resplandor del exterior.

-Andá, pero no te acerques al alambrado.

-No; ni pensarlo. Sólo quiero dar una vuelta por la parte de atrás.

-Está bien. Andá.

Entonces, sin más protocolo, Nikánder salió al jardín.

Comenzaba a oscurecer. El sol se había ocultado pero sus fuegos perduraban en el cielo como un recuerdo. Un cielo púrpura y mil sombras mecidas por el viento, descendiendo sobre el patio.

Mientras, la vida continuaba su curso.

Las primeras luciérnagas titilaban en la opacidad. Las gallinas dormían. El perro seguía debajo del sulki. Otros dos, capaces de meterle miedo a cualquiera, vagaban por ahí. Las aspas del molino chirriaban...

La floresta tenía un aire melancólico con su techo verde oscuro y su mullido suelo amarillo; un suelo muy distinto al que había recorrido su madre, de quinta en quinta, golpeando en cada puerta; preguntando a cada hombre y a cada mujer que se cruzaba con ella. Mirando en el fondo de cada zanja y de cada arroyo. Un suelo polvoriento que la había conducido hasta el umbral de la desesperación.

Era una cálida noche de grillos y Ana buscaba inútilmente a su hijo, ignorando que él estaba allí, caminando sobre las hojas, sumido en un sueño de paz, sin tiempo ni preocupaciones...

-¡Ismael! ¡A cenar!

¿A cenar?

Pero si apenas habían pasado unos minutos.

Dos horas. ¡Pasaron tan rápido!... Y ahora Sofía lo llamaba a cenar. Todo el mundo debía estar en la casa.

-¡Ismael!

Pensar en enfrentarlos lo hizo vacilar. Mas si había engañado a Sofía podría hacerlo con los demás. Pero al entrar... ¡Oh sorpresa! Sólo dos platos en la mesa del comedor.

-Hoy comemos en el comedor -dijo Sofía mientras servía sopa con un cucharón.

-¿Solamente dos platos?

-¿Y cuantos querés?

-No, decía nomás.

-¿Te gusta la sopa?

-Sí, mucho. Mamá dice que usted cocina muy bien.

-Gracias.

Sofía sonrió. Nikánder no sabía si por agradecimiento o porque notó que le mentía, pero lo cierto es que sonrió.

-A propósito, ¿cómo está tu mamá?

-Bien, bien.

-¿Y tu papá sigue con la panadería?

-Sí, él ama esa panadería -contestó con una asombrosa seguridad.

-¿Y vos no querés aprender el oficio?

-Yo lo ayudo pero... a mi no me gusta.

-¿Y qué te gusta entonces?

-Me gustaría ser marino y recorrer el mundo.

-¿Quién hubiera dicho?

Quién hubiera dicho que Ismael deseaba ser marino. Sin embargo Nikánder no mentía. Desde niño acariciaba el sueño de ser capitán de su propia nave y recorrer el mundo en ella. Su padre compartía ese secreto así que se preocupó muy poco cuando Ana le dijo que aún no regresaba.

-El muchacho ya es grande y sabe lo que hace -dijo. -Pero si no vuelve para la medianoche iré al pueblo y hablaré con el comisario.

Ana sirvió la cena (Nina, Tamara y Basilio comieron en silencio) sin dejar de pensar, ni por un momento, en Nikánder.

Mientras tanto él, seguro de que mañana saldría de allí, daría un largo rodeo y, muy temprano, estaría en su hogar, comía satisfecho el último plato.

La noche y el sueño avanzaron.

Sofía notó el primer bostezo y dijo levantándose a medias:

-Bueno, yo me voy a acostar. Te aconsejo que hagas lo mismo. Hoy tuviste un día agitado.

¡Y sí que lo había tenido! Por otra parte debía salir de la cama antes que el sol, así que aceptó el consejo, se despidió de su tía supuesta y se retiró.

Durmió como nunca lo había hecho en su vida.

No muy lejos Margarita, sentada en el tronco caído de un sauce, esperaba. Demetrio, todopoderoso, se acercó. Los ojos se le iluminaron al verlo llegar. Se paró frente a él rozándole el pecho con los senos palpitantes, le rodeó el cuello con los brazos y lo besó.

Era una noche azul de dos lunas. Una flotaba como un camalote en las aguas quietas del río, la otra en el cielo calmo. Era una noche propicia para el amor. Por eso, seguros de que nadie los observaba, se tiraron en el pasto y lo hicieron.

Pero unos ojos traidores vieron la escena y corrieron prestos a denunciar la infidelidad.

Dos horas más tarde Basilio y Demetrio entraron juntos al Trébol Rojo. Margarita estaba detrás del mostrador y su esposo sirviendo bebidas en las mesas.

Al verlos Pascual se enderezó, clavó la mirada en su rival, dejó la ginebra sobre la mesa y, con un cuchillo que el diablo le había puesto en la mano, se abalanzó sobre los recién llegados.

Demetrio buscó sin suerte el facón que cargaba en la cintura, y al no encontrarlo dio dos pasos para atrás. En un segundo ocurrió todo. Basilio quedó entre Pascual y Demetrio sirviéndole a éste de escudo contra la certera puñalada. Un dolor frío le atravesó el estómago y cayó de rodillas. Sin saberlo, Pascual había asesinado la última esperanza de Nikánder.

El tiempo cambió. Las nubes ocultaron la luna. Remolinos de tormenta anunciaban que mañana no sería un buen día.

Y así llegó la madrugada.

Nikánder se despertó tarde aquella mañana.

Cuando vio al sol, tan alto, saltó del lecho, corrió hasta la ventana y lo maldijo, se sentía mal, torpe. Le dolía la cabeza y los miembros. Y había perdido la oportunidad de irse sin dar explicaciones. Pero era inútil lamentarse, tenía que aceptar las cosas como venían y hacer nuevos planes. No podía darse el lujo de dejarse vencer por las dificultades.

El muchacho se vistió y bajó ruidosamente las escaleras, entró en la cocina y saludó a Sofía.

-Buen día.

-Hola. ¿Cómo dormiste?

-Bien.

-Se nota. Dormías tan lindo que no quise despertarte. ¿Querés tomar algo? Pero si ya va a ser hora de almorzar; mejor aguantá un poco.

Nikánder se encogió de hombros y salió al jardín, al canto de los pájaros, al color de las rosas; al cielo overo.

En el sudeste una criatura crecía peligrosamente.

Caminó y miró. Pensó y midió.

El polaco no era tan persistente como para seguir en el monte, ni él tan tonto como para creerlo. Si se iba ahora seguramente tendría éxito. Si esperaba podría llegar el sobrino de Sofía y sabe Dios que sucedería.

Ese parecía ser el mejor momento, pero los perros no opinaron lo mismo.

Aparecieron repentinamente. Se interpusieron entre Nikander y el portón, le mostraron los dientes y ladraron y babearon. Y estuvieron a punto de saltarle encima, pero la oportuna aparición de la dueña de casa los hizo desistir.

-¡Te dije que no te acercaras al alambrado! ¿Querés que los perros te maten? ¿Adónde ibas?

 

Y sin esperar respuesta lo agarró de la manga y lo arrastró hacia la casa. El muchacho estaba tan asustado que no podía pronunciar palabra. Sofía, en cambio, hablaba sin parar.

-Bueno -dijo en un tono severo que hasta ahora no había utilizado -que sea la última vez. Creo que para aquel lado tenés bastante campo como para andar queriendo cruzar el alambrado. Esos perros no joden.

Y dicho esto soltó la manga de Nikánder y se metió en la cocina. El muchacho temblaba, mudo y al borde del llanto. Tenía tanto miedo y tanta vergüenza que permaneció ahí parado durante casi una hora. Después caminó hasta la parte posterior de la casa, se sentó en un banco y vio transcurrir el día.

Los perros habían desaparecido.

Tiempo.

El tiempo lo ayudó a tomar una decisión, debía decirle la verdad a Sofía. Convencido de ello entró en la casa y enfrentó a la tía de Ismael.

-Sofía...

-Qué.

-¿Puedo hablar con usted? -preguntó tímidamente.

-Hablá.

Era el momento de la verdad. Podía hablar, debía hablar, pero tenía miedo.

-Bueno, yo... este...

-Dejate de vueltas y hablá.

-Yo... no soy su sobrino.

La mujer se puso rígida, tenía fuego en los ojos. Con ese fuego lo quemó durante unos segundos y luego le cruzó la cara de una cachetada.

Nikánder creyó, primero, que se moría, luego, que explotaba. Deseó devolverle la bofetada, mas no lo hizo. Optó por salir de la habitación y se juró que si lo golpeaba de nuevo la mataría.

Una vez afuera se dirigió hacia el bosque y se internó en él.

El bosque, protector e íntimo, lo sedujo. Sus pies se mojaron en el ocre otoñal, su cuerpo se refrescó en el verde nuevo; su ira se desvaneció.

¡Qué distinto era aquel camino al que había recorrido su madre ayer! Tan distinto como el que había llevado a su padre al hospital. En realidad no existía otro igual, Nikánder tenía el extraño privilegio de recorrerlo después de siglos de veda, y ni siquiera lo sabía. Pero también ignoraba lo sucedido a su padre la noche anterior, esa broma del destino que lo colocó entre la vida y la muerte; ignoraba lo que acontecería al polaco la noche próxima, y lo que le pasaría a él esta misma noche. Lo único que sabía era que se sentía bien en el bosque y que, tal vez, si lo atravesaba, podría llegar hasta el río.

Con la caminata varió el aspecto de aquel feliz asilo. Las flores cambiaron; los colores cambiaron, los perfumes cambiaron... De los árboles que había más allá colgaban frutos dorados que Nikánder no pudo resistir la tentación de probar. Nada que él conociera podía compararse con ese lugar que aún le guardaba muchas sorpresas.

A su alrededor las aves cantaban con sonoridad un delicioso gorjeo. La naturaleza era opulenta, el suelo fecundo, la hierba noble. Y un claro, allá adelante, con un lago en el centro que brillaba como diamante, prometía ser un buen lugar para descansar.

Una roca junto a un mirto sirvió de asiento a Nikánder. Desde allí podía ver su rostro en la superficie del lago, su fondo poblado de piedras que parecían perlas y zafiros (y quizás lo eran) y un arroyo azul que corría hacia el oriente, camino obligado a la selva, a las quintas y al río ancho.

Caminar paralelo a la bulliciosa corriente del arroyo parecía ser una buena idea y el muchacho la puso en práctica ni bien sus pies se lo permitieron.

La cambiante floresta en partes cubría el arroyo, pero por lo general sólo lo acompañaba. Entonces Nikánder buscaba otro camino para luego volver al recto curso de agua parándose, de tanto en tanto, a escuchar si alguien lo seguía. Hasta el momento no había visto ningún animal, aunque sin duda el bosque cobijaba muchas criaturas. Sin embargo temía por los perros. Ya habían frustrado sus planes una vez y no quería que eso volviera a repetirse.

Así caminó durante un tiempo incalculable hacia oriente, siempre hacia el oriente, siguiendo los saltos y las vueltas del riacho, bajo la protección de alerces altísimos como dioses, hasta que sus aguas dejaron de servirle de guía cuando se precipitaron en una profunda garganta y desaparecieron en la sedienta tierra.

Desde allí una densa niebla cubría el bosque, para colmo anochecía, y el fugitivo tuvo miedo de perderse en ella. Ya no había susurro de agua ni gorjeo de aves. Ni sol, ni luna. Sin embargo, creyó, pronto encontraría el río y estaría a salvo.

Cuando los alerces se convirtieron en árboles delgados y no tan altos. Cuando el suelo se cubrió de hojas secas y amarillentas donde los pies se hundían. Cuando detrás de la bruma pudo divisar la pared trasera de la casa de Sofía, Nikánder no dio crédito a sus ojos y exclamó:

-¡Me estoy volviendo loco!

¿Y qué otra cosa podía pensar? Marcho todo el día hacia el oriente. Llegó a un lago. Siguió a un riacho. Caminó en la niebla siempre con el mismo rumbo... Y ahora estaba otra vez detrás de la casa de Sofía. ¿No era esa una locura?

Desmoralizado y sin voluntad volvió a la que se había convertido en su prisión. Su celadora tejía en el comedor totalmente iluminado. Al oírlo entrar levantó la vista, dejó el tejido sobre la mesa y corrió hacia Ismael. Éste alzó los brazos para evitar el golpe, pero se equivocó. Sofía lo abrazó, lo besó y le dijo entre susurros:

-Hijo, ¿dónde estuviste? Creí que te habías ido. Perdoname. Por favor, perdoname.

Nikánder no contestó. Agotado y sin esperanza, no quería luchar. Tampoco quería hablar. Ya la había perdonado en el bosque, pero no se lo dijo. No obstante ella lo vio en sus ojos.

Durante la cena no hablaron mucho más. Después del té el sueño cayó como una avalancha y el muchacho, completando un nuevo ciclo, se fue a dormir.

Luces plateadas, el cielo rasgado, el viento y el incesante repiqueteo de la lluvia lo despertaron a las tres de la mañana, a pesar del sueño. Afuera llovía una lluvia de un millón de años. El viento rugía con terrible majestad. El río, desde el sudeste, llegó a las quintas como un dictador. Poderoso y veloz, atacó por la noche y no dijo cuando se iba a ir; los quinteros fueron sorprendidos. Y cosas terribles sucedieron.

Sudestada.

Los relámpagos encanecían la noche, iluminaban el dormitorio convirtiendo la silueta de Nikánder en un espectro. El fantasma sin sábana voló hasta el vidrio mojado de la ventana y miró fascinado la tormenta. Y escuchó al viento que ululaba y silbaba como un condenado.

A esas horas su padre, a salvo, descansaba en una habitación de hospital. Los campos eran arrasados; las casas perdidas; los animales arrastrados a una muerte segura.

Su madre y sus hermanas, desde el techo de la casa, empapadas por la lluvia, veían como los gatos, las gallinas, perros y vacas, nadaban hasta el cansancio para luego desaparecer bajo el agua. Nina y Tamara reían, inconscientes de la magnitud de la catástrofe. Era cómico ver cómo los animales nadaban y luego se hundían. El agua corría por la cara de Ana. Gracias a ello las chicas no se dieron cuenta que lloraba.

Nikánder, en cambio, no lo hacía. Era demasiado hombre para lagrimear, además no tenías motivos, o al menos eso creía. El sueño, las telas de arañas en la cabeza y un gusto amargo en la boca le restaban claridad a sus razonamientos, no obstante se dijo:

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