Una especie de dios

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Una especie de dios
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Letrame Editorial.

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© Héctor Rial

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1386-441-9

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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Prólogo

Buenos Aires es un tejido geográfico complejo, anárquico, diverso, interconectado de las formas más inesperadas.

Llena de arterias, venas, vasos y vasitos. Sus recovecos y laberintos jamás los pude unir sino hasta la llegada de cierta tecnología. Antes de eso: Héctor; este autor cuya sinapsis neuronal me dejó siempre admirado. Héctor siempre unió los caminos más distantes, me llevó sin alardes de recorrida, inesperada siempre, por senderos de Buenos Aires, de Galicia y la memoria. Los rincones alejados, de su mano, ya nada estaban lejos y lo inusual se unía con aquello que nos deja en silencio. Admirando. Así es esta historia, de rincones y sorpresas. Así mis primeros pasos en el vínculo con este ser, devenido hoy en autor, siempre presente en persona, cantor, actor, tanguero, abogado y camionero si hace falta para llevar un plato de comida a todos sus seres amados.

Así Héctor, explotado de sueños y justicia, y escapando de oportunistas, sin saberlo y desde chicos me enseñó de qué verdad profunda se trata la voluntad. No la voluntad que los normales decimos tener, sino la de él, esa que une los caminos más distantes, como aquella Buenos Aires, donde se conecta más el espanto que la virtud y dónde Héctor y yo, en un auto pequeño, me dejó en silencio por primera vez, uniendo Flores y Palermo en 34 segundos.

Ahora pasa lo mismo, se une lo inesperado y por los caminos más sencillos: Una especie de Dios. Dos o varios seres encuentran una sana excusa para cuidarse y quererse. Los vínculos ciertos y verdaderos atraviesan fronteras y todas las ciencias para poder ser quien deben ser.

Admiro a perpetuidad la vocación del hacer de este autor, su capacidad de salvar, replantearse y resignificar. Renacer, por razones obvias, es el oficio de sus personajes, el camino sinuoso de su destino, el del autor y el hombre que está detrás de estas letras que ha renacido unas cuantas veces para simplemente seguir, seguir y seguir sorprendiéndome y admirando sus dones.

Una especie de Dios me deja otra vez calladito frente a la tenaz voluntad donde hasta Roberto Arlt abrazaría sus aciertos.

Desde hace 20 años, Galicia tiene la suerte de tenerlo y Buenos Aires la distancia de esperar.

Recorrerán una historia llena de acción donde la voluntad de seguir será, sin duda, el motor más valioso de energía, donde los vínculos serán la única cuestión llena del olor al origen que debemos abrazar y recordar.

Admiro al ser detrás de estas letras, por suerte él no lo sabe, les ruego le avisen.

He aquí el asunto: ¿qué pasaría si el destino y la buena voluntad se dieran un abrazo?

Federico Palazzo

Agradecimientos

Este libro es el fruto de una repentina e irrefrenable inspiración y, sobre todo, de la inestimable colaboración de aquellas personas que siempre están cerca. Y no digo cerca por distancia, sino por cercanía. Gracias a mi amigo, el gran director y dramaturgo argentino Federico Palazzo, quien despertó una lluvia de imágenes en mi cabeza que logramos convertir juntos en escenas. Gracias al maravilloso Paco, Francisco Castro Miramontes (Fraile y Sacerdote Franciscano), autor prolífico, quien rebosa paz por los cuatro costados, por apoyar mi humilde trabajo. Gracias a mi querido amigo el maestro Jorge Foscaldo, sin lugar a duda, el mejor pianista de la tierra y compañero de miles de horas de charlas, conciertos, sobremesas y tango (mucho tango), quien sin saberlo inspiró en mi interior el propio nudo de esta historia. Y muy especialmente agradezco a mi compañera de toda la vida, JUDITH LUCACHESKY, quien pacientemente viene soportando mis locuras constantes y mi vena artística irrefrenable hace más de 27 años. Gracias, Judith, por tu compañía, por tu comprensión, por tus correcciones sinceras y constructivas, por las interminables relecturas, por tus maravillosas ideas y, en general, por estar siempre cerca de este «loco» devenido a esta altura, casi tardíamente en escritor.

Gracias a mi familia, a mis amigos, y a todos los que de una u otra manera son parte de mis logros y de mi esencia, porque sin ellos ningún intento sería posible. Y, sobre todo, GRACIAS a todo aquel lector que dedique su tiempo a sumergirse en esta historia… porque, sin ellos, ningún esfuerzo tendría sentido.

«Dicen que el destino está prefijado para cada uno y no puede cambiarse, que te persigue y te encuentra. Otros dicen que hay que perseguirlo hasta alcanzarlo. Creo que la gente está muy equivocada en la concepción del destino.

Ni está prefijado ni hay que perseguirlo: solo hay que manipularlo…».

Muchas veces me imaginé tocando hábilmente aquel hermoso piano de cola negro que descansa impasible y desde que tengo memoria en la sala señorial de la casa donde transcurrió mi infancia. Me veo siempre allí, cómodamente sentado en el sillín de pana mientras mis dedos vuelan sobre el teclado. Pero en esa imagen recurrente, en ese sueño insistente, mi cara no es la mía, la que veo no tiene rasgos, ni ojos, ni nariz, ni boca…, sé que el que toca soy yo porque lo siento, porque soy quien de percibir el tacto del marfil en las yemas de mis dedos y en el fondo de mi alma el resonar de cada acorde. También suele ser recurrente la pieza musical, verano porteño de Astor Piazzola. No se me ocurre otra situación capaz de propinarme una felicidad semejante. Y cada nota me atraviesa, y su sonido limpio llega a todos los rincones de la enorme mansión, incluso hasta el jardín. La música lo inunda todo…, me inunda.

Mi nombre es Sebastián y guardo un secreto.

Tengo 35 años y me da vértigo pensar que estoy promediando el camino hacia la inexorable línea de una nueva década, ¡quién pudiera evitarlo! Es de suponer que suficientemente atractivo, al menos a juzgar por el número de mis conquistas de estos últimos años que, no han sido pocas. Por cierto, tengo la total seguridad de que el paso del tiempo no ha conseguido más que acentuar mi éxito con las mujeres, a los hechos me remito. He viajado mucho, he vivido mucho y muy poco he conseguido en términos estrictamente personales. Mi bagaje intelectual se nutrió de la más pura y sencilla experiencia, de la prueba y el error constante y de un marcado e innato instinto de supervivencia que me mantuvo «vivito y coleando» muy a pesar de mi insistencia y temeridad de empecinarme en caminar por la cornisa. No le temo a la vida ni a su antítesis; la muerte siempre ha formado parte de mi historia, sin que, por un solo instante, las circunstancias, por muy difíciles que fueran, me hicieran perder de vista el horizonte.

Hasta hace poco tiempo, aunque visto desde aquí parece bastante más, vivía tranquilamente en Santiago de Compostela, antes de mudarme a esta hermosa mansión del delta del río Paraná, en las afueras de la ciudad de Buenos Aires, Argentina, donde ahora me encuentro. Mi vida, por aquel entonces, era muy normal y relajada. Bueno, normal, lo que se dice normal tampoco, pero podría decirse que se asemejaba bastante a esa definición. Me pasaba días enteros recorriendo las callejuelas de mi Santiago. Aquella ciudad es especialmente inspiradora, como una enorme y antigua escultura del granito que se levanta victoriosa por entre el exuberante verde que la circunda. Me sigue teniendo atrapado y la siento mía.

Solía sentarme en las mesas de cualquiera de los bares de la evocadora Plaza de la Quintana, debajo de aquellos anchos soportales, franqueados por el Monasterio de las Benedictinas y por la imponente y preciosa catedral. A esa plaza se la conoce como «Quintana de Mortos» por haber sido hasta el siglo XVI un camposanto urbano.

Desde aquella posición privilegiada, mi imaginación me trasladaba en vuelo rasante hacia otras épocas grises, tanto como el propio granito que cubre la plaza de pies a cabeza. Visualizaba cortejos fúnebres y viudas llorando su pérdida, mientras el profundo sonido de la Berenguela me encogía de repente el corazón. Muchas veces elegía entrar por Azabachería, rodeando la catedral por la Plaza del Obradoiro y subiendo por las empinadas escaleras que transcurren desde el medieval pasadizo, que como una especie de túnel del tiempo atraviesa las entrañas del antiguo Palacio Episcopal, atraído por el agudo sonido de las gaitas que resuenan diariamente en su interior para descubrir con asombro siempre renovado la fachada de la Hospedería de San Martín Pinario y el Seminario Mayor. Otros días decidía recorrer alternativamente el trayecto contrario, subiendo por Praterías y atravesando la totalidad de la plaza. Escalaba las enormes escaleras para acabar la travesía en cualquiera de las mesas del bar de Quintan de Vivos. Desde allí podía observar, como desde un balcón y desde otro ángulo, la misma y exacta maravilla. Cuentan las malas lenguas que debajo de esas escaleras que dividen y transcurren de punta a punta la Plaza de la Quintana, entre «vivos e mortos», se esconde un antiguo túnel secreto que conecta la catedral con el monasterio, donde canónigos y monjas urdían encuentros amorosos desde tiempos inmemoriales. Nada de ello es cierto, pero a esas malas lenguas y a mí nos gusta pensar que sí para elaborar en nuestras mentes esos sórdidos encuentros, y sentirnos un poco parte de lo prohibido.

 

La Quintana es un lugar fantástico para escribir, por aquel entonces había decidido convertirme en escritor… No sé si habría tenido lo que hay que tener para merecer ese adjetivo, pero al menos, y no con poco esfuerzo, logré terminar una novela que quizá algún día vea la luz y que discurre en buena parte en ese mismo túnel misterioso que no existe, narrando encuentros fortuitos que no fueron. Desde luego, se siente fantástico creerse el personaje que uno escribe. Ahora que lo medito, me doy cuenta de que solo me falta plantar un árbol.

Qué tranquilo vivía por aquellas épocas cercanas. Libre se siente uno cuando nada lo perturba o lo oprime. Callar es un ejercicio agotador. Saber es una bendición solo si puedes compartir cuanto sabes; pero saber por saber, saber solo para uno, resulta frustrante. Las cosas han salido bien hasta ahora, todo a pedir de boca para ser exactos, pero tanta perfección no casa conmigo, ni, dicho sea de paso, con la justicia cósmica. Lo perfecto es enemigo de lo bueno… La vida me ha enseñado a temblar cuando nada sale mal, tiempo al tiempo…

Hace ya dos años que abandoné mi Santiago y hace exactamente el mismo tiempo que dejé esa vida sin normal y sin sobresaltos. Por supuesto, no puedo quedarme sentado y dejar pasar el tiempo sin más, como hacía antes, ni tampoco concentrarme en transitar algún sencillo ritual, porque ahora mi rutina ya no es una rutina común. Ser Dios es un trabajo de veinticuatro horas al día.

Hoy es veinticuatro de diciembre de dos mil veintiuno, Nochebuena. Elegí pasar esta noche en soledad, mi última noche solo, aunque mi cabeza está llena de gente.

La Navidad es una fiesta muy importante para mí. Siempre ha sido una ocasión especial en mi familia y hoy no será la excepción a la regla, me lo debo y se lo debo a mis ancestros.

Subo al altillo de la mansión, hace más de veinte años que no entro aquí. Es un sitio enorme, abuhardillado, con ventanas que dan hacia el cielo, revestido por completo de madera, se siente húmedo, huele a encierro y mucho. Es increíble cómo se afanan las arañas en construir esas enormes telas, ¡todo está cubierto de ellas! ¿Me pregunto qué comen estos bichos aquí?, si no vuela ni una mosca y permanece siempre cerrado, quizá se coman unas a otras…, como hacemos los humanos desde el principio de los tiempos sin que siquiera las guerras, las pandemias o las pestes, contemporáneas o inmemoriales, hubieran sido capaces de cambiar semejante comportamiento.

Me ha costado bastante subir hasta la buhardilla. La escalera plegable estaba atascada y tuve que colgarme y balancearme agarrado a ella para poder desplegarla y colocarla en su sitio. Pero el motivo es noble y merece el esfuerzo. Si mal no recuerdo, el árbol de Navidad que colocábamos con el tío se guarda aquí, como el resto de los adornos para estas fechas. Hay cientos de cajas mal apiladas unas sobre otras, me escabullo entre ellas, creo que estoy tragando telarañas. Encuentro un arbolito con adornos pequeño y desgastado, lo observo…, pero no, me parece poca cosa para adornar esta enorme casa, además, no es este el que busco. Desaprobándolo, lo arrojo por encima de mis hombros. El árbol que yo quiero es aquel enorme que compramos con el tío hace muchos años. Todos envidiaban ese árbol cuando venían a casa por las fiestas y, claro, no era para menos, ¡una verdadera maravilla de la artesanía!, creo que incluso estaba firmado por su autor, cosa bastante rara para un árbol de Navidad, también hay que decirlo. «Una obra de arte», afirmaba el vendedor mientras pulsaba frenéticamente los botones de su calculadora, intentando, quizá, simular un generoso descuento. De repente, lo descubro, allí está, en el último rincón de la estancia, como intentando escapar de mí. El hueco entre la pila de cajas es muy estrecho, pero, aun así, y con una habilidad envidiable me escabullo cual culebra hasta alcanzarlo. «¡Pero quién guardó el árbol de Navidad en el fondo de la buhardilla! ¿Cómo llegó allí?».

Con la punta de los dedos y con un estiramiento importante logro tirar de él suavemente hacia mí. Gracias a mi pericia lo voy consiguiendo. Poco a poco logro acercarlo y festejo interiormente tan enorme habilidad. El único problema es que el árbol no cabe por el hueco. «¡Me cago en…!», impaciente e incómodo desde mi expuesta posición tiro de él y, por supuesto, como no podía ser de otra manera, se despeñan todas las cajas sobre mi cabeza. No había caído en la cuenta de que fueran tantas, ni tan pesadas.

Bajo de la buhardilla lleno de mierda y escupiendo ostensiblemente los residuos retenidos en mi boca de Dios sabe qué cosa, encaro hábilmente los primeros peldaños. Tengo las manos ocupadas y apenas puedo coordinar el trayecto cargando el enorme árbol y la caja con adornos. La escalera es bastante empinada y parece mucho más vertical yendo hacia abajo. Es curioso, siempre parece más empinado el camino descendente… Varias veces, y muy cuidadosamente, calculo la distancia entre escalones y me aseguro de calzar el pie en zona segura. Pero ningún cuidado parece suficiente y pierdo definitivamente el equilibrio. Agudizando la dificultad y decretando mi destino el cierre de la tapa de acceso se suelta de su enganche y rebota contra mi cabeza. «¡Hosssstia!».

Y allí voy, en franco vuelo desde el primer peldaño hasta el suelo. Aterrizamos, por orden de caída, el hermoso y delicado árbol, la caja de adornos y yo, como cereza del postre.

Sin remedio, no me queda otra opción que tirar a la basura lo que queda de aquel impresionante y noble árbol, actividad que llevo a cabo con bastante congoja. Decido volver a la buhardilla a por aquel árbol pequeño, desgastado y con adornos cutres… Es lo que hay…, algo es algo y peor es nada.

No puedo evitar recordar cuando con el tío compramos aquel árbol en la antigua tienda Harrods de Córdoba y Florida. Yo era pequeño, pero no tonto…, sabía que ese árbol le había costado una fortuna. Lo montábamos los dos puntualmente cada ocho de diciembre escuchando villancicos y con un gorro de Papá Noel en la cabeza. Aquella ocasión era todo un acontecimiento. ¡Parece mentira que me lo haya cargado!

Resignado, rebusco en el taller, cojo el martillo y selecciono unos clavos. Ahora, sosteniendo la corona con los dientes me afano por clavar un clavo en la puerta de entrada para colgarla, logrando más marcas que sostén. ¡No se puede tener tan mala puntería con el matillo!, una verdadera y dolorosa odisea. Pero finalmente, gemidos aparte, el objetivo está cumplido, ¡la corona de Navidad luce hermosa en mi puerta!

Esta ocasión merece un buen vino, así que bajo hasta la bodega. Inspecciono con mucha curiosidad los estantes… — ¡maravillosos vinos!— Selecciono cuatro botellas, qué menos, de un Rioja gran reserva cosecha 2001. Los habíamos comprado con el tío en una fastuosa bodega, mientras recorríamos el Camino de Santiago por el camino francés. Fuimos dos peregrinos algo exóticos, cargando en nuestra mochila aquellas botellas y, para peor, sin pensar en disfrutarlas. Pero quién podría pasar de largo por aquellos cargados viñedos sin llevarse un recuerdo. El tío guardaba estas botellas como un tesoro. «Para una ocasión especial», siempre decía. Tanto así que se las trajo consigo a la casa del delta cuando se marchó de Santiago. Tenía la esperanza de encontrarlas descansando todavía en la bodega y no me equivocaba. Lamento no haberlas compartido con él, seguramente ese era su destino natural y esa ocasión especial podría haber sido cualquier día normal que nos encontrase juntos. Pero esta ocasión lo merece y parecen suficientes los kilómetros recorridos y los años que llevan aguardando a que, por fin, alguien se las beba.

Ya en la cocina, abro una de las botellas ceremoniosamente y vierto el valioso contenido, que se acumula ruidosamente en el decantador. Lo agito suavemente mientras el líquido púrpura me hipnotiza, lo huelo, inspiro profundo y me resulta el mejor de los perfumes. Lleno una copa como dictan los cánones, vuelvo a olerla y finalmente doy un sorbo leve. «¡Qué maravilla… por favor!».

«Habrá que preparar la cena», concluyo. Hecho incontestable en una noche como esta. Coloco mi portátil sobre la mesada y observo un tutorial de Youtube para prepararme un Goulash de ternera, no sé dónde carajo escuché que era un manjar y me resulta muy divertido poder experimentar. Me apasiona la cocina, aunque no tengo mucha idea de qué va la cosa. Pico ajo y cebolla, descubriendo que esta actividad se me da bastante bien y la disfruto, a pesar de las lágrimas. Suena el teléfono en el mismo momento en que estoy más concentrado, tengo las manos mojadas y llenas de aromas, apenas si logro ver el entorno con los ojos inflamados en ácido, pero sirviéndome del tacto agarro el aparato con bastante dificultad mientras lo coloco entre mi hombro y mi oreja y sigo afanosamente en la tarea. Del otro lado se oyó tímida la dulce voz de la mujer que amo:

—¡Hola, mi amor!

—Hola linda, ¿cómo estás? —pregunté moqueando entre abundantes lágrimas de cebolla.

—Por aquí, extrañándote… –me respondió dulce y evidentemente dolida por la distancia.

No pude evitar añadir con un suspiro profundo, adornado por aquellas insistentes lágrimas.

—¡Yo también te extraño!

—Podría estar con vos en un abrir y cerrar de ojos, mi vida… Todavía estamos a tiempo, solo hace falta que me lo pidas.

—Lo siento, pero lo de abrir y cerrar los ojos, ahora mismo, me resulta bastante difícil, cariño… No sabes cuántas ganas tengo de ir a buscarte, pero necesito estar solo y amueblar mi cabeza. Han pasado muchas cosas en estos últimos tiempos y….

Sin dejarme terminar la frase me respondió.

—Está todo hablado, no hay nada que explicar… ¡Te amo!

—La verdad es que soy bastante… –Buscando la palabra correcta y pareciéndome encontrarla—: Gilipollas por preferir estar sin vos.

—¡Gilipollas! ¡Pero qué español y correcto sos, mi amor! ¡Muy fino!

En ese mismo instante y picando cebolla alcancé uno de mis dedos con el cuchillo. Un pequeño corte, pero no por ello menos doloroso.

—¡¡¡Ayyy!!! ¡La reconcha de mi madre!

—Así sí, mi amor, así está mejor, ¡ese es el pibe de barrio al que amo!

—¡Acabo de cortarme picando cebolla!

Burlonamente soltó:

—¿Y mucho?

—¡NO!, no es nada, ¡pero duele!

—¡Lo tenés merecido por no dejar que tu mujer te haga la cena de Nochebuena!

—¡Pero qué mala sos! No fue nada, a penas un rasguño.

—El resto de las Navidades de nuestra vida serán ¡juntos! Prefiero dejarte tranquilo antes de que te cortes otra cosa con ese cuchillo. Ya se sabe que los hombres no pueden atender dos cosas a la vez.

—¡Muy graciosa! ¡Feliz Navidad!

—Feliz Navidad, amor!

Al tiempo, mientras termino tranquilamente la primera botella de vino sentado en el jardín, me acuerdo de que la carne lleva bastante tiempo en el horno. Salgo corriendo hasta la concina, saco la asadera y descubro que todo está chamuscado… «¡Me cago en la leche!». El conocimiento de un chef hubiera sido una buena elección… Será mi próximo objetivo, lo prometo.

Sin otra opción posible, avanzada la noche, me preparo un bocadillo de chorizo bien cargado. Cojo las tres botellas de vino que quedan y con el pequeño árbol de Navidad debajo del brazo me dirijo al salón, algo cabizbajo, pero decidido. Es que… de Goulash de ternera a un bocadillo de chorizo hay un buen trecho. Hubiera cocinado mariscos, que sería lo suyo, y se me da de maravilla. ¿Pero dónde encontraría una buena centolla en Buenos Aires?

Preparo también una sencilla mesa de Navidad, tan sencilla que parece más bien de picnic. Enseguida coloco el pequeño árbol en una repisa donde pueda verlo. «¡Tiene luces! —y busco dónde enchufarlo–. ¡las luces funcionan! ¡Qué bonita es la Navidad!». De repente, me siento como un niño, feliz y entusiasmado. Hasta que un inesperado chisporroteo hace saltar las luces de la casa y me quedo a oscuras, a la vez que el diminuto arbolito se enciende en llamas. Cual bombero, no tengo más remedio que sacrificar una copa de vino y termino la extinción del incendio con apurados pisotones. Portando los restos humeantes, salgo hacia la cocina tropezando con todo lo que me encuentro, comprobando en el accidentado trayecto la extrema dureza de los marcos de las puertas y de las afiladas esquinas de los muebles. Levanto por fin la llave general de luz y ofuscado, tiro lo que queda de aquel pequeño árbol a la basura. «¡Esta Navidad será sin árbol! ¡Ya estoy hasta las pelotas de los adornos!».

 

Una vez solucionados los múltiples inconvenientes y ya sentado en el salón, rememoro mi situación actual en toda su extensión. No puedo evitar pensar que, entre todas mis virtudes (que son más bien pocas), no está la de cocinero, ni la decorador navideño, por cierto, ni mucho menos la de mantener un secreto. No, señor, ese nunca fue mi fuerte. Y es ahora, en esta etapa de mi vida cuando ya curtido y seguro de mí mismo, cuando las cosas se presentan de tal manera que me resulta casi imposible mantener incólume el silencio sobre tantos detalles de los que soy un mero portador involuntario. Entiendo que son las circunstancias las que aconsejan reprimir la verborragia que me caracteriza. No es mi cabeza, sino las circunstancias. Muchas veces siento el deseo irrefrenable de dar a conocer lo que sé, pero no estoy seguro de que sea una buena decisión. No, no estoy seguro. Me está costando cada vez más dominar el impulso de volver a ser verdaderamente libre.

Miro a mi alrededor y, en medio de la soledad de esta enorme mansión donde ahora me encuentro, siento que se pierde la noción del tiempo. Tener tanto poder no sé si es correcto, pero me encanta. En algunas ocasiones me es imposible reprimir la presión y grito desaforadamente por toda la casa, pero solo escucho el eco de mis gritos. E inmediatamente después me paro a pensar: «¿Quién será el que grita, de entre todos mis yo? ¿Quién será el que grita dentro de mí ¿Quedará algo intacto de aquel Sebastián que algún día fui?».

Enfrascado en mis pensamientos, subo y bajo las escaleras de manera frenética, abro las ventanas del salón de par en par y respiro profundamente. «¡Qué bien se siente el aire fresco! —El momento oportuno para encender un cigarrillo–. Joder –concluyo—, ¡así no hay quien respire aire puro!».

Decido dejar las ventanas abiertas para que el viento inunde la casa, necesito que entre el aire, pero no puedo parar de fumar. Camino en círculos sobre mí mismo, pausado, pensativo. Me acerco a la puerta principal, la abro e inmediatamente la cierro y apago el cigarrillo en un cenicero rebosante de colillas que está sobre el mueble del recibidor. Y juro por enésima vez que un día de estos voy a vaciarlo.

Mi vida está llena de despedidas, tempranas e inesperadas. Despedidas sin adiós, a la distancia. Desorientado y sorprendido por mis propios pensamientos soy presa de un baño de realidad repentina. Comprendo que yo no tengo un plan, que la existencia terrenal como tal es efímera y que cada segundo es una permanente cuenta atrás 3, 2, 1… Según el prisma con que se mire la vida, todo se reduce a cuanto me queda o cuanto me falta.

Desconocemos el momento exacto de nuestra muerte, pero sabemos que inevitablemente nos llegará la hora. La cuenta atrás es permanente 3, 2, 1. Cada instante cuenta como probable y puede que sea el definitivo. No puedo permitirme correr el riesgo de pasar de largo por la vida sin más. El riesgo de enterrar conmigo a todos los que habitan en mi interior y malograr el traslado de la alternativa. Siento que no hay tiempo que perder, la incertidumbre no admite postergaciones. ¿Esperar hasta cuándo?

Nuestra naturaleza nos lleva a sentirnos indestructibles, capaces de todo, autosuficientes. Y de alguna manera es cierto. Sin embargo, la verdad es que somos frágiles y finitos; basta un tropezón, un golpe, una grave enfermedad para que, conscientes del final, miremos al cielo buscando una asistencia que, probablemente, algunos de nosotros rehusamos invocar en lo cotidiano. Mucho más allá de nuestras creencias o de nuestra negativa a creer, estoy por completo convencido de que el hombre más fuerte clama a Dios en el ocaso de su vida, le extiende la mano, espera escuchar su voz.

La historia de la humanidad está plagada de advertencias. ¿Qué ejemplo más claro y cercano que nuestro reciente pasado pandémico y apocalíptico podría valernos como la prueba más elocuente y urgente? Pero parece que somos incapaces de aprender de nuestros propios errores. El paso del tiempo tiene la increíble y peligrosa consecuencia de apaciguar la alerta y devolvernos la confianza desmedida, aun conociendo que el final es ineludible y nos espera, aunque no sepamos dónde.

Esa llamada de atención debería advertirnos todos los días de nuestra vida. Al menos la pandemia debió recordarnos la fragilidad de la que adolecemos, nos solo individual, sino colectiva. Dejando entrever nuestra incapacidad absoluta para enfrentarnos a un insignificante organismo, al que no podíamos sobornar, golpear, someter o apuntar. Todas nuestras armas, incluso las nucleares, eran inservibles ante minúsculo enemigo. Todos nuestros adelantos, toda nuestra técnica, nuestra ciencia y nuestros inventos estaban destinados a someternos unos a otros, nunca a protegernos, ni mucho menos de nosotros mismos. Y aquel despreciable virus se multiplicó y se expandió, luego cedió y pareció aplacarse. Más tarde, seguimos alegremente con nuestra vida de siempre, volviéndonos a creer invencibles. Hasta que, a la vuelta de cualquier esquina, nos encontremos con el siguiente error de cálculo. Una suerte de círculo vicioso del que somos exponenciales creadores y del que al parecer no podemos escapar.

Por suerte para mí, el asilamiento resultó posible e incluso permanente viviendo en una isla. Y el virus pasó de mi carne y de mi guarida sin descubrirme. Miles de personas no tuvieron esa suerte y se llevaron consigo todo lo que fueron y conocieron, sin siquiera haber visto a la cara a su agresor. ¿Y si me hubiera tocado a mí? Entonces este secreto que guardo, el sacrificio de toda una vida y, sobre todo, la enorme e importante tarea que tengo encomendada hubiera caído en saco roto.

La muerte es igual de definitiva, con independencia de las circunstancias, y debemos asumir que nos acecha en los lugares más insospechados e inesperados asaltándonos sin previo aviso. El tiempo es su aliado, no el nuestro. ¡No quiero que la muerte me sorprenda sin cumplir con la voluntad de mi tío, ni la mía propia! No quiero ser uno de aquellos dueños de conocimientos irrepetibles que acaban fatalmente enterrados para siempre. Mi misión es justamente la contraria, es la de custodio.

Comprendiendo que no hay tiempo que perder, voy al sótano decidido a cumplir con la tarea de trasmitir el secreto a quien me suceda. Sabía que en algún sitio mí tío Julián guardaba una grabadora y rebuscando por entre la maraña de papeles y aparatos del laboratorio, por fin la encuentro. La compruebo, la enciendo. Tiene batería. Necesito documentar todo lo sucedido y descubro, a la vez, que me resulta inexorable y urgente contar mi historia. Exteriorizarla y plasmarla físicamente más allá del refugio temporal de mi mente. Alguien tendrá que continuar con este legado de silencio, quizá la parte del destino que no puedo controlar me permita trasladárselo a mi hijo algún día. O quizá toque en suerte que este legado termine en manos de un perfecto desconocido. Pero, de una u otra manera, no puedo permitirme…, no podemos permitirnos correr el riesgo de interrumpir la sucesión. Me toca a mí asegurarme de ser lo más descriptivo posible para que quien me suceda conozca cada detalle, el qué, el porqué y el para qué.