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A473

Cóndores no entierran todos los días / Gustavo Álvarez Gardeazábal Medellín : Ediciones UNAULA, 2021. Edición conmemorativa 50 años

152 páginas

ISBN: 978-958-5495-61-6

I. 1. Novela colombiana

2. Literatura colombiana

3. Violencia en la literatura

4. Autores colombianos

5. Masacres - Novela

II. 1. Álvarez Gardeazábal, Gustavo

Ediciones UNAULA

Marca registrada del Fondo Editorial UNAULA

Cóndores no entierran todos los días

Gustavo Álvarez Gardeazábal

Primera edición: Editorial Destino, Barcelona, 1971

Primera edición bajo la marca Ediciones UNAULA, abril de 2018

Edición conmemorativa 50 años Ediciones UNAULA: marzo, 2021

© Universidad Autónoma Latinoamericana – UNAULA

ISBN: 978-958-5495-61-6

Hechos todos los depósitos legales

Derechos de autor reservados

Edición:

Fondo Editorial UNAULA

Diseño de carátula:

Reproducción de la edición original realizada en 1971 por Ediciones Destino, Barcelona

Diagramación e impresión

Editorial Artes y Letras S.A.S.

Universidad Autónoma Latinoamericana

Cra. 55 No. 49-51 Medellín - Colombia

Pbx: [57+4] 511 2199

www.unaula.edu.co

Diseño epub:

Hipertexto – Netizen Digital Solutions.

A Horacio Daniel Rodríguez

ODA A PASTO

Escribí Cóndores no entierran todos los días en la ciudad universitaria de Torobajo, en Pasto, una ciudad al sur de Colombia, en la frontera con Ecuador, a donde había llegado contratado como profesor de Humanidades. Era 1970. Acababa de graduarme en Literatura en la Universidad del Valle y mi frustración por no haber sido seleccionado para actuar como docente en la misma universidad donde me había graduado, y ejercido mis últimos dos años como monitor, quedó plenamente compensada con mi llegada a Pasto.

Haber salido del mundo cultural de Cali, en donde fuí protagonista de todo nivel durante los cinco años de mi carrera universitaria, significó un trauma para quienes creyeron que mi prometedor futuro literario debía estar en los cafetines de París (a donde iban entonces todos los intelectuales) y no en las remotas y frías calles paramunas de un pueblo que había vivido hasta entonces al margen de la historia nacional. Mis enemigos de la izquierda comunista, y en especial los trotskistas, debieron vibrar de alborozo cuando vieron que la derecha oligarca que manejaba entonces la Universidad del Valle me había enviado al ostracismo. El problema de vérselas conmigo estaba solucionado y como no me fui a las calles de la capital francesa a realizar el curso de adoctrinamiento que todas las promesas literarias debíamos completar para que la internacional marxista nos exaltara, sino que me perdí en las brumas y nieblas de una ciudad decimonónica, arrimada a la ladera de un volcán remoto, la posibilidad de que yo ascendiera tan vertiginosamente como lo iba haciendo quedaba trunca.

Bueno, eso creyeron quienes siempre me minimizaron o me persiguieron como nefasto cuestionante de la actitud de los poderosos. Tenerme lejos del bochornoso ámbito de la sociedad caleña resultó más que benéfico para mi posibilidad literaria. Hoy, cincuenta años después, pienso que si no me hubiese ido a vivir a Pasto no habría escrito con tanta facilidad y entusiasmo una novela como Cóndores ni hubiese terminado La tara del Papa, que comencé siendo estudiante en la Universidad del Valle. Pasto fue el sitio y el clima ideal para retroalimentarme en mis recuerdos y versiones. No teniendo dónde investigar, porque la única biblioteca que existía de verdad en esa ciudad era la del maestro Ignacio Rodríguez Guerrero, y en ella no se encontraba material para desviar, aumentar o refutar mi versión de la violencia partidista tulueña, mi capacidad de imaginación se desbordó.

En aquel entonces Pasto no tenía suficientes vehículos para que con su combustión elevaran la temperatura ambiental. Los más de 2.600 metros de altura y el socavón de vientos donde fue construida la ciudad la convertían en el epicentro de fríos antárticos o de nieblas jupiterinas. Era obligatorio usar ruana o abrigo pesado, guantes y muchas veces gorra de los mejores inviernos nórdicos. Todos vestían ceremoniosamente, con trajes oscuros como en las novelas de García Márquez y se respiraba un aire de convento. Las iglesias y sus campanas seguían siendo el epicentro de la vida citadina y la existencia de las cofradías religiosas de cada una de ellas trasladaban la vigencia de finales del siglo xx a comienzos de la vida colonial española. El mestizaje era poco. Los blancos eran blancos así no tuvieran con qué ponerse los dientes postizos o hacerse los tratamientos dentales como todos los indios muecos que iban y venían por las calles, ya pavimentadas pero que ellos creían forradas en piedra como cuando los quillacingas que la habitaban tributaban al inca poderoso y lejano.

Pasto se había caracterizado históricamente ante los demás colombianos como la ciudad en donde los españoles resistieron hasta mucho más allá de la fecha oficial de independencia. Fue en Pasto donde quisieron matar a Antonio Nariño, el gran precursor de nuestra independencia. Fue en Pasto, la ciudad del mítico Agualongo, donde nunca quisieron a Bolívar y desde donde el señor Sañudo escribió la más grande diatriba que se haya escrito contra el Libertador. Fue allá mismo en donde planificaron y consiguieron matar al mariscal Sucre, el hombre llamado a suceder a Bolívar. Reacios a modernizarse, orgullosos de no haber sido patriotas, sino realistas, de girar dentro de estructuras ancestrales alejadas del vértigo bullicioso de la Colombia que se transformaba, se creían siempre perseguidos por el omnímodo poder centralista bogotano y siempre abandonados a su suerte como castigo por haber sido políticamente equivocados en momentos cruciales de la vida nacional.

Los pastusos giraban, por los días en que llegué, más alrededor de la vida y la cultura quiteñas que del resto del país. La carretera que los intercomunicaba con Popayán apenas había sido medio terminada cuando el conato de guerra con el Perú y, desafiando los grandes abismos del Guáitara, más parecía un camino de herradura que una carretera panamericana, como con orgullo la llamaban desde entonces. El aeropuerto de Chachagüi era, es y seguirá siendo, un portaviones desafiando los precipicios que lo rodean por tres de los cuatro costados. Existía, pues, una incomunicación física pero ella no era tan protuberante como la espiritual e intelectual. En ella me refugié y el ostracismo que se me quería hacer lo patrociné con mis actuaciones. Muchos años después, cuando volví a ser condenado al olvido por la misma casta para impedirme el vertiginoso avance político que llevaba y fui sometido por cuatro años a la cárcel por un delito que no era delito, volví a sentirme en el ostracismo y con fuerza igual salí de él victorioso, apabullando con mis actos a quienes me habían relegado a la fuerza.

Cóndores fue la respuesta pastusa a semejante censura. La visión del pasado tulueño la hice en ese cubículo frío y sin calefacción de la Universidad de Nariño en Torobajo. No tenía los afanes de la batalla diaria contra las clases dominantes o intransigentes de la vida caleña. No tenía que opinar distinto de los cenáculos estigmatizantes de la oligarquía vallecaucana ni someter a los designios canallescos de las hordas trotskistas.

Recorrer las calles de Pasto vestido ceremoniosamente con saco y corbata, llevando una mochila de cabuya colgada del hombro y con el pelo y las patillas largas, en deformación de la moda hippie de los sesenta que apenas llegaba a Colombia, era un atrevimiento para la cerrada y pacata sociedad pastusa. Haber alquilado una casa en el barrio de Las Cuadras, a orillas del río Pasto, para ir a vivir allá con Roke, era una provocación absurda. De todo ese periplo quedan las cartas que diariamente me cruzaba con Pilar Narvión, la periodista española que se convirtió desde su apartamento en París o su piso en Madrid en mi hada madrina. Allí deben estar las explicaciones de mi actitud y los reparos que ella, racional como la que más, me daba desde la óptica de la agonía franquista. Eran los tiempos del correo de estampillas, de los sobres engomados, de las cartas con copias al papel carbón. No guardo una sola carta de esas. Las archivé en mi memoria como atesoro el olor de las frías mañanas de Pasto, el color brillante de sus flores o la imagen tenue de las indias con pollera, acuclillándose en las calles a orinar porque todavía no aprendían a usar los inodoros.

Recibía entonces en mi apartado de correos la revista española “La estafeta literaria”, en donde, cuando era estudiante, había publicado mi primer cuento, “El gringo del cascajero”. Allí había salido la convocatoria a participar en el Premio de Novela Manacor cuyo jurado presidía el premio nobel Miguel Ángel Asturias. Me pareció que debía participar, y como ya me había ganado algún premio de cuento en España a pesar de ser un estudiante en Colombia, envié Cóndores pero puse en la plica que deberían contactar a Pilar Narvión en su piso de la calle de Virgen de Nuria, del barrio de la Concepción en Madrid, y no a mí, en Pasto. Me pareció que si ganaba; ella debería ser la administradora de mi triunfo, finalmente era mi confidente postal diaria. Lo que no pensé era que a finales de julio, cuando el premio se falló, ella no iba a estar en su piso, sino en su casa de Estepona o en alguna otra parte del mundo gozando de sus vacaciones estivales. Allá no volvió sino al promediar septiembre y mi glorioso triunfo sólo vine a saberlo por esos días.

Después, todo se hizo a pedir de boca. La edición la harían los organizadores del concurso en forma limitada. Por la misma época ya había terminado Dabeiba, la novela que el seis de enero siguiente ganaría el segundo puesto en el Premio Nadal que organizaba don Joseph Vergés en su editorial Destino de Barcelona; por fortuna, Pilar tenía una fuerte amistad con él y sólo bastó con que me dieran el premio para que ella lo llamara y le ofreciera Cóndores, que aceptó de inmediato.

Todo esto pasó mientras viví en Pasto. Mis años allá resultaron ser con el tiempo los años más inolvidables y felices de mi vida. Ese destierro al que me vi sometido, ese mundo aparte del vértigo colombiano, me permitió esculpir para siempre en mi memoria los días y las horas que pasé en aquella ciudad. Volví muchas veces mientras mi averiado corazón me lo permitió. Más aún, cuando sufría esas melancolías terribles, aquellas depresiones de espanto que me acercaban con furia al suicidio, siempre tenía la opción de Pasto. Tomaba un avión y me iba a recorrer sus calles, a respirar sus aires, a mirar el Galeras siempre a punto de hacer erupción, a oír correr el río, a arrullarme con el sonsonete cantarino del habla de sus gentes. Volvía a vivir, me sentía recuperado y seguía dando la guerra.

No pude volver a esa ciudad. La última vez que lo hice fui a almorzar con María Helena, la hija del maestro Ignacio Rodríguez Guerrero, el hombre más inteligente e importante que ha tenido Pasto y quien me brindó durante mi estancia allá las luces de su inmensa biblioteca. Ya el maestro había muerto y sus libros, vendidos por kilos, fueron a dar a muchas orillas del saber o de la ignorancia. No sabía que era mi última asomada a sus paisajes, no me habían diagnosticado el mal todavía pero ya me sentía desfallecer. Ahora, cuando sólo anhelo poder volver a recorrer sus espacios, cuando sólo guardo añoranzas por la tierra bendita que me amparó mientras escribía Cóndores y se celebran los cincuenta años de la primera edición de esta obra, no he pensado en otra cosa que cantarle desde lejos a Pasto. Oyendo en la memoria sus campanas, sintiendo soplar el viento frío y húmedo de los eneros de carnaval o cortando con mi cabeza el ventarrón helado y seco de agosto, cabeceo sin cesar para decir una vez más que si no me hubiese ido a vivir a Pasto no habría conseguido, metido en aquél cubículo de la ciudad universitaria de Torobajo, escribir Cóndores no entierran todos los días.

El Porce, 2021

Tuluá jamás ha podido darse cuenta de cuándo comenzó todo, y aunque ha tenido durante años la extraña sensación de que su martirio va a terminar por fin mañana en la mañana, cuando el reloj de San Bartolomé dé las diez y Agobardo Potes haga quejar por última vez las campanas, hoy ha vuelto a adoptar la misma posición que lo hizo un lugar maldito en donde la vida apenas se palpó en la asistencia a misa de once los domingos y la muerte se midió por las hileras de cruces en el cementerio. Quizá tampoco vaya a tener conciencia exacta de lo que va a vivir, porque lleva tantos días y tantas noches acercándose cada vez más al final que mañana, cuando se produzca oficialmente la muerte de su angustia, volverá a sentir por sus calles, por sus entrañas, el mismo terror que sintió la noche del veintidós de octubre de mil novecientos cuarenta y nueve, al oír los cinco balazos que acabaron con la vida de don Rosendo Zapata y le notificaron que los muertos que habían estado encontrando todas las mañanas en las calles, sin papeles de identificación, y sin más seña de tortura que un tiro en la nuca, eran también de Tuluá, y no de las montañas y veredas, como inútilmente habían querido mostrarlo. Fue el primer muerto oficial, como el de mañana será el último, y aun cuando muchos han querido mostrarlo como el del comienzo de este transitar incierto de Tuluá, sus gentes saben muy bien que no es así, porque la noción de muerte que ha llenado sus casas empezó antes de que el nueve de abril la chusma liberal colgara de las cuerdas del campanario a Martín Mejía, quemara el teatro Ángel, saqueara la ferretería de don Lucio y repartiera en el parque Boyacá las cincuenta y seis cajas de aguardiente que había en el estanco. Martín Mejía fue el único muerto de ese día y el único muerto conservador de muchos meses. Aunque jamás se metió en política y la única vez que supieron de su conservatismo fue el día que llegó Ospina Pérez y él prestó su carro negro para entrarlo desde Los Chancos hasta el parque, Tuluá no pudo olvidar en ese día que él era quien desde hace doce años venía vendiéndoles con recargo cereales, abarrotes y paños. Por eso quizá lo colgaron del campanario y le vaciaron íntegramente su cadena de almacenes. Pero si ese nueve de abril Tuluá sintió terror y vio arder las casas y esquinas que más le significaban en su historia de ciudad antigua, no lo tomó en serio, y una semana después construyó, por colecta, un mausoleo especial para Martín Mejía y contrató arquitectos para que las esquinas tradicionales volvieran a ser lo que habían sido por siglos. De ese viernes nueve de abril, Tuluá no quiso grabarse ningún acto de depravación ni las caras de quienes encabezaban la turba, pero sí elogió y convirtió en una leyenda la descabellada acción de León María Lozano cuando se opuso, con tres hombres armados con carabinas sin munición, un taco de dinamita que llevaba en la mano y una noción de poder que nunca más la volvió a perder, a que la turba incendiara el colegio de los salesianos e hiciera con los curas lo mismo que en las otras ciudades y poblados hicieron ese día: que los colgaran de sus partes nobles, les echaran candela a sus sotanas o los hiciesen salir desnudos por las calles. León María Lozano, vendedor de quesos en la galería, lo impidió. Nadie, ni siquiera él, llegó a saber nunca cómo fue capaz de atajar la turba, y si Tuluá y él se preciaron por mucho tiempo de esa acción, fue más bien por el resultado obtenido en comparación con las otras partes donde alcanzó a hacer efectos la rebelión frustrada, y no por lo que en sí ella significó como acción valerosa y dramática.

La turba había llegado hasta la esquina de misiá Mercedes Sarmiento. Allí había hecho la última parada antes de decidirse a atacar el colegio. Cuando llegó a ese punto, ya no era la escuálida fila india de desarrapados que había quemado muy a la una y media de la tarde, apenas sí media hora después de que la radio gritó que habían matado a Gaitán, el depósito de telas de don Aníbal Lozano y el almacén de don Antonio Candamil. Cuando misiá Mercedes Sarmiento, amparada acaso en su prestigio de liberal, se asomó por la ventana de su balcón y vio casi toda la cuadra llena de liberales conocidos, desarrapados, anónimos, teas encendidas, machetes sin afilar, y olió el fuerte anís del aguardiente, supo que la rebelión había tomado forma y que aunque se interpusiera ante la masa energúmena haciendo valer sus contribuciones al directorio liberal municipal, a la campaña de Gaitán y a la de Turbay, ella no podía atajar el fin del colegio donde, no solamente se habían educado sus tres hijos mayores, sino donde en los osarios de la capilla guardaban los restos de su marido. Cerró el balcón, y como no había teléfono que funcionara porque Chepita cerró la central apenas le olió a candela de butaca de teatro, prendió el ramo bendito, el cirio de San Blas y las espermas de Tierra Santa, regó el agua de Lourdes disimuladamente sobre la calle y entonó un trisagio en todo el centro del patio de su casa.

León María Lozano no hizo lo mismo. Apenas vio desde la puerta la turba arrasadora de todo lo que valía en su pueblo aproximándose al colegio, adivinó la intención. Llamó a su cuñado, al que no le hablaba desde cuando se supo en Tuluá que él era padre de dos hijas con doña María Luisa de la Espada mientras que no tenía ninguna con su hermana Agripina, le tocó la puerta a su vecino el cabo Rojas y le gritó por el solar a don Diomedes Sanclemente. Sacó de su armario la escopeta de fisto que le habían dejado empeñada los Torrente de Barragán por la caja de pastillas de cuajo, le gritó a su cuñado que sacara las dos carabinas de cacería y se valió de don Diomedes para que trajera uno de los tacos de dinamita que le habían sobrado de su última guaquería. Con ellos tres y sus anticuadas armas, y él llevando en la mano el taco de dinamita y un pucho encendido en la boca, se midió a la turba en la esquina de la casa de doña Midita de Acosta, en donde empezaba la construcción del colegio. Doña Midita recuerda tan bien esos momentos porque, cada que le da el ataque, oye otra vez el quejido misterioso que le anunció la muerte de su marido en uno de los tantos días de muerte vividos por Tuluá, y empieza a recitar, detalle por detalle, las palabras que se cruzaron entre el sacristán de San Bartolomé y el zapatero de la cárcel, por un lado, y León María y don Diomedes por el otro. León María y su cuñado estaban en el andén del Colegio, don Diomedes en el centro de la calle, y el cabo Rojas en el andén de doña Midita.

Hasta aquí llegaron, tronó León María por encima del pucho humeante. Compañero, le contestó el zapatero cuando lo vio en arrastraderas, con la correa sin abrochar y la cabeza mostrando que le hacía falta el sombrero. Godo marica, le gritó, borracho, el sacristán que, después de haber servido durante casi un cuarto de siglo al padre Ocampo, apareció liberal. Nada más se dijeron, aunque doña Midita recite cada día más cosas en sus caminos de extravío. El padre González, que estaba asomado por una de las ventanas, también asegura que nadie dijo nada más; el zapatero se perdió en las filas interiores de la turba, pero el sacristán alzó la botella, gritó incoherencias incitando al asalto y terminó tirando la botella a los pies de León María. Don Diomedes cargó la escopeta de fisto y el cabo Rojas hizo sonar el clic de la carabina. León María los vio venirse, entonces –con una tranquilidad que Tuluá hoy seguramente está recordando– se sacó el pucho de la boca y encendió la mecha del taco. Ahí les va, chusma atea. Y salió corriendo para su casa con sus tres compañeros. A misiá Midita, por taparse los oídos, se le olvidaron sus porcelanas de Baviera y al padre González los anteojos. La chusma frenó en seco, los que pudieron devolverse lo hicieron, los que no, salieron despavoridos por las calles laterales. Cuando el taco estalló, ya León María estaba muy lejos y los últimos de la turba habían vuelto a la esquina de misiá Mercedes. Se le rompieron las porcelanas de Baviera a doña Midita, los anteojos al padre González y se abrió tal boquete en todo el medio de la calle que, por allí, meses después, muchos creyeron que era por donde brotaban los cadáveres que aparecían tirados en las calles de Tuluá todas las madrugadas, puesto que no hubo poder humano capaz de hacerles ver a los trabajadores del municipio que ese hueco existía, aunque por allí pasaba todos los días Pedro Bejarano, el chofer del alcalde. Fue algo así como una condecoración no otorgada a León María Lozano y que sirvió para alentar la leyenda y entonces empezar a decir que un solo hombre, armado con un tabaco y sentado encima de una caja de dinamita, había ido tirando uno a uno los tacos, devolviendo una chusma de casi cinco cuadras que ya había sembrado el pánico y la destrucción. Doña Midita fue la encargada de empezar a divulgar su versión, y a aumentar, a cada visita, el diálogo que terminó recitando solamente en sus días de desvarío. León María, sin embargo, no fue consciente, en los primeros días, de lo que había hecho, y aun cuando siguió madrugando para ir a vender en su puesto de la galería, poco a poco se fue dando cuenta de que no solamente le compraban más quesos, en algo así como el premio por su labor católica, sino que los muchachitos de las escuelas pasaban por su puesto del costado sur del patio de los plátanos, como quien va a mirar las vistas de tipos de la película del teatro.

Eso cambió totalmente su modo de actuar. Desde cuando don Marcial Gardeazábal lo contrató como mensajero de su librería, hasta cuando Gertrudis Potes le consiguió su puesto de quesos en la galería, él no había dejado de ser el mismo hijo de misiá Obdulia, la esposa de don Benito Lozano, el contador de los ferrocarriles. No pasó del cuarto de primaria porque los ferrocarriles no sólo no pagaban bien el trabajo de su padre, sino que le apuntaron una infección en el ojo por un sucio del tren que le cayó un día, y que, finalmente, le pasó al otro hasta dejarlo ciego, obligándolo a retirarse de la contaduría y a vivir de lo que la mujer alcanzaba a coser en la Singer vieja que compró a plazos donde don Godofredo Gómez. Por eso fue que se colocó en la librería de don Marcial como mensajero.

Todavía los liberales colocaban conservadores y los conservadores trabajaban con liberales. Primero, empezó haciendo mandados, después, cobrando las cuentas de la tipografía que don Marcial tuvo que poner porque en Tuluá nunca, ni siquiera en los días de violencia, en que todos tenían que encerrarse en sus casas a las seis de la tarde, se han vendido libros en demasía. Años más tarde, León María, que ya iba llegando a los quince, terminó de dependiente principal de la librería, y aunque no sabía leer mucho, le correspondía abrirla los domingos mientras don Marcial iba con su mujer y sus nueve hijos a la misa de once en San Bartolomé. Fue por esos días que le correspondió ser testigo de la llegada de Yolanda Arbeláez, la hija de los de La Esmeralda.

No haría diez minutos que Agobardo Potes había repicado, por última vez, desde San Bartolomé, para la misa de once, cuando León María alcanzó a oír, en el silencio profundo que los pueblos escogen como decoración todos los domingos, el trote acelerado de una bestia. Primero, se imaginó que era un borracho y hasta alcanzó a pensar, cuando se dio cuenta de la soledad del pueblo, que podría ser uno de los jinetes del Apocalipsis que desde hacía días dizque andaba perdido por las montañas de Barragán, pero cuando salió a la puerta a ver por qué calle venía y miró para la entrada de la Rivera y vio una tea encendida sobre una bestia que galopaba hacia el parque, se santiguó dos veces, miró el cielo –esperando ver el síntoma de que hablaba la Escritura– y entró a protegerse entre los libros. Sólo cuando, como una exhalación, pasó la llama sobre la mula y en vez de la guadaña del jinete del Apocalipsis se oyó un quejido de muerte, él salió otra vez a la puerta Y vio lo que podía ser una niña entre las formas de las llamas que ya la consumían totalmente mientras la mula trataba de botarla, parada en el andén del atrio de San Bartolomé. Cogió uno de los cartones viejos en que llegaba el papel del Canadá y, abandonando su puesto, se abalanzó a tratar de apagarle la muerte a la que resultó ser la hija de los Arbeláez de la Esmeralda, los únicos conservadores que quedaban en la montaña de la Rivera.

Cuando cayó sobre ella, ya el padre Ocampo había interrumpido la misa y con la botija del agua bendita trataba de hacer lo mismo que León María pretendía con los cartones viejos. Al fin, ninguno de los dos pudo hacer algo porque don Carlos Materón, más previsivo, había roto el hidrante que le pusieron en la esquina, y todos los de la misa que habían salido, atraídos por el quejido lastimero, aventaron el agua con las manos al achicharrado cuerpo de Yolanda Arbeláez.

El padre Ocampo le dio las últimas bendiciones y, en una de las bancas de la iglesia, envuelta en las sábanas de la casa cural, acabó de gemir la última víctima de la matanza de La Esmeralda, donde murieron no solamente sus padres y sus tres hermanos mayores, sino cinco de los peones, cuarenta y nueve gallinas, dos vacas y un perro. León María se quedó mirándola morir y cuando vio que ella ya no gemía y que de su carne y de su pelo sólo quedaba una masa informe, y que de la mula apenas si se veían pedazos de carne viva, volvió a la librería, se sentó en la silla de don Marcial y esperó el momento en que el ataque de asma le empezara. Así era siempre que tenía una dificultad. Comenzaba a silbar con sus pulmones, a caminar enloquecido por la casa, a abrir, desproporcionadamente, la boca y a esperar el momento en que ese desafío de la vida terminara.

La mañana del domingo de la muerte de Yolanda Arbeláez le duró más de lo previsto, porque cuando don Marcial volvió y lo encontró con los brazos en cruz, caminando por entre pasadizos de libros, él todavía silbaba sin querer, espantando hasta las polillas de sus más recónditos escondrijos entre las pastas de los libros de la colección Bruguera. Fue después de ese ataque que él empezó a usar el fuelle de cuero para cada ocasión que lo necesitaba. Se lo regaló don Marcial, conmovido del espectáculo que su empleado le representaba con los brazos abiertos, buscando un aire que no parecía llegarle desde muchas generaciones anteriores. Sin embargo, no lo cargó nunca entre sus cosas, sino que lo mantuvo encima de la repisa de su casa, primero, donde misiá Obdulia, donde vivió hasta que conoció a María Luisa de La Espada, y después, en la que tenía en la entrada de su casa, enseguida de los salesianos. Como el ataque no le daba sin antes anunciarse con una depresión en lo profundo del pecho, un vacío de vida y un deseo de muerte, no tuvo necesidad ni de cargarlo ni de tenerlo en su puesto de quesos de las galerías, adonde llegó por los días en que misiá Obdulia se quedó viuda y él tuvo, no sólo que ayudar a enterrar a su ciego, sino tomarse la responsabilidad que, aun desde su silla de impedido para la visión, siempre llevó el contador de los ferrocarriles.

No alcanzó a trabajar siete años con don Marcial y, mucho menos, a leerse cuatro libros en todo ese tiempo, porque a don Benito también le llegó la hora. Una mañana llegó a su casa antes de las doce (hora exacta en que siempre iba llegando con el periódico bajo el brazo, a sentarse en la silla, al lado de su padre, para leerle en voz alta lo que el viejo ya no podía), sintiendo el vacío de muerte que le anunciaba el próximo ataque de asma. Fue la primera y única vez que lo confundió. Cuando llegó dispuesto a pararse en medio del patio a echarse viento con el fuelle, se encontró con que el vacío de muerte que había sentido era el mismo que su padre vivía. Misiá Obdulia no había llegado todavía, de coser en casa de una de sus clientas, y aun cuando ya la habían mandado llamar, su marido ciego boqueaba, solo, en la silla donde, ajeno quizás al transcurrir de la vida, había pasado sus últimos seis años de redención terrena. León María lo pasó como pudo hasta la cama, mandó llamar al padre González y, él mismo, empezó a recitar en el oído de su padre las oraciones de la buena muerte. Su voz gangosa, que retumbó en Tuluá por muchísimos años desde el puesto fijo del Happy Bar, que tomó como cuartel general de sus andanzas, se oyó ese medio día en toda la casa de don Benito Lozano: Cuando mis ojos oscurecidos y aterrados por la cercanía de la muerte dirijan a vos sus miradas lánguidas y moribundas, Jesús misericordioso, tened piedad de mí… Misiá Obdulia rezaba los mil jesuses y Josefina Jaramillo quemaba ramos benditos en el patio. A las dos de la tarde, sin emitir un quejido en su agonía y apenas tratando de abrir inútilmente sus ojos cerrados desde mucho atrás, Benito Lozano, excontador de los ferrocarriles, hablando en murmullo, dejó de sufrir. León María, que estuvo toda la agonía junto a su cabecera, después de que terminó el rezo de la buena muerte y entonó la oración final por aquél que, de entre nosotros, haya de morir primero, rompió en lamentos incoherentes. No podía olvidar los gestos rítmicos de su padre tratando de abrir los ojos en el último momento. Cuando lo vio boquear lentamente, agotando el aire que quedaba, trató de ponerle también el fuelle que a él le renovaba la vida, pero se dio cuenta de que lo de su padre era mucho peor. Salió de la pieza y, al día siguiente del entierro, recordando todavía el gesto rítmico del agonizante –como habría de recordarlo toda la vida en determinados momentos–, entró a la casa de la señorita Gertrudis Potes. Don Marcial lo había mandado allá porque le había querido ser muy franco. Estaba imposibilitado de pagarle más de lo que venía pagando desde que ni los libros se vendían ni las editoriales dejaban de cobrar cumplidamente cada seis meses.

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