Sepulcros blanqueados

Text
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Sepulcros blanqueados
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

info@Letrame.com

© Guillermo Sendra Guardiola

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Diseño de cubierta: Marco Bittner

ISBN: 978-84-18362-62-0

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

.

A todos aquellos miembros del colectivo homosexual que sufrieron persecución durante la dictadura franquista, especialmente a los que fueron encarcelados en campos de concentración como el de Fuerteventura —eufemísticamente denominado «Colonia Agrícola Penitenciaria de Tefía»— o en módulos creados a tal fin en las prisiones de Carabanchel, Valencia, Barcelona, Badajoz o Huelva.

Y a los jóvenes universitarios, disidentes y sindicalistas que sufrieron vejaciones y torturas a manos de la brigada político-social de la ciudad de Valencia.

A todos ellos, mi admiración y recuerdo.

NOTA DEL AUTOR

La trama policial y los personajes de esta novela son ficticios, pero las localizaciones y las historias que ellas encierran, las referencias jurídicas, las cifras, los datos y los acontecimientos históricos que se describen son reales.

.

«¡Ay de vosotros, maestros de la ley y fariseos, hipócritas!

Que sois como sepulcros blanqueados, que por fuera lucen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y podredumbre.

Así también vosotros, por fuera os mostráis justos a los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía y maldad».

MATEO 23: 27-28

.

Dios es una invención del hombre para no responder por sus culpas.

1

El rostro petrificado del joven policía uniformado delataba la magnitud perturbadora de la escena que se proyectaba ante sus ojos. Quedó inerte, perplejo, temeroso de cruzar el quicio de la puerta de aquella habitación de hotel y acceder a una vorágine de confusión y delirio.

Frente a él, otros agentes que ya habían superado el impacto inicial se afanaban en escudriñar cualquier rincón u objeto de la pequeña estancia en busca de pruebas o evidencias incriminatorias.

Un murmullo sordo de cuchicheos e improperios levitaba en el enrarecido ambiente: la muerte incipiente huele a hierba recién cortada.

—¡Con sumo cuidado! ¡Quiero que os esmeréis en la búsqueda! ¡Cualquier cosa que nos pueda servir: notas manuscritas, hebras, huellas, pelos…! ¡Cualquier cosa! —vociferó un hombre de pelo canoso y pronunciada barriga, cuya edad rondaba los cincuenta años y que por su actitud gesticulante parecía ser el superior jerárquico de todo el operativo policial; destacaba del resto de agentes por no ir ataviado del característico uniforme gris; es más, su atuendo era bastante informal, con un pantalón vaquero, camisa azul a cuadros y una cazadora de ante marrón.

El joven policía ni siquiera había oído las órdenes de su superior y seguía con la mirada clavada sobre aquella figura de piel pálida, sentada en el centro de la habitación.

Era el cuerpo sin vida de un hombre, prácticamente desnudo a excepción de unos clásicos calzoncillos de color blanco, con las manos atadas con bridas por detrás de la espalda y aseguradas al respaldo de la silla.

Al agente le llamó la atención el viso lechoso de su piel, que contrastaba con los uniformes grises de los policías que revoloteaban alrededor de aquel peculiar lecho mortuorio.

El cadáver tenía la cabeza echada hacia atrás, por lo que no podía verle bien el rostro; advirtió que el policía que estaba al frente del operativo no cesaba de escrutar la cabeza mientras que otro agente la fotografiaba incesantemente. Intuyó que ahí se encontraba la causa de la muerte; «quizá un disparo», pensó.

La curiosidad empujó al joven a acercarse unos cuantos pasos. Sus ojos se abrieron como platos al descubrir aquello que focalizaba la atención del policía de paisano quien, en ese instante, preguntó al médico forense.

—¿Cómo le han hecho la inscripción?

—Seguramente con una navaja o un bisturí bien afilado... y post mortem.

En la frente del fallecido habían tallado, a base de minúsculos cortes, una serie de números y unas pocas palabras. Una secuencia o código que, aparentemente, carecía de sentido.

El policía de paisano se giró y se acercó a la cama de matrimonio, situada a espaldas del cadáver. Sobre la cama estaba cuidadosamente extendida una sotana, un fajín de color morado y, a su lado, un alzacuello.

—¡Orduña! —gritó, sin separar la mirada de aquellos atuendos religiosos.

—¡Señor! —Se acercó un agente uniformado.

—Baja a la recepción del hotel y telefonea a jefatura. Que me traigan, de inmediato, a Velarde.

2

Del vehículo oficial de la Policía Armada descendió un agente; se movía apresuradamente, denotando cierta premura; empujó la puerta del bar y accedió a un pequeño local vetusto, compuesto por una barra y escasamente cuatro mesas cuadradas, con el suelo de baldosas verdosas, mugriento y lleno de servilletas, donde destacaba un fuerte olor a fritanga que se adhería a la garganta.

El policía uniformado se acercó a un hombre trajeado, de unos cuarenta años, con barba incipiente, sentado en un taburete de la barra, que hojeaba el periódico La Vanguardia mientras apuraba una copa de vino blanco junto con un pincho de tortilla.

—¡Inspector!

El hombre le mandó callar de inmediato con un simple gesto de su mano izquierda.

—Arturo, ¿puedes subirle la voz al televisor?

El mesonero se giró y se puso de puntillas para alcanzar los botones del aparato.

Un avance informativo había interrumpido la programación habitual y apareció una conocida presentadora televisiva, con gesto sobrio y voz solemne.

—Informamos que su excelencia, el jefe de Estado, ha sufrido una crisis de insuficiencia coronaria aguda que está evolucionando favorablemente. El doctor Vicente Pozuelo, médico personal de Franco, ha sido requerido desde El Pardo para que supervise su convalecencia. Daremos cuenta de esta importante noticia en el Telediario del mediodía.

—¡Dios nos coja confesados! —exclamó el camarero—, si Franco se muere nos vamos al garete.

—Algún día tendrá que morirse, digo yo —balbuceó un cliente, de edad avanzada.

—¡Cállate, borracho! —le recriminó.

El miembro de la Policía Armada carraspeó sutilmente para llamar la atención del hombre del traje oscuro que estaba sentado frente a él, de espaldas.

—Dígame, agente —giró levemente el taburete.

—El subinspector Gálvez le requiere para un nuevo caso.

—¿Dónde ha sido?

—En una de las habitaciones del Hotel Tívoli.

—¿Y a quién se han cargado esta vez? —preguntó el inspector con cierto aire de resignación, prácticamente sin mirar al agente y mientras acababa de pinchar con un palillo el último trozo de tortilla española.

El agente se inclinó levemente y con su dedo índice golpeó dos veces sobre el periódico que estaba leyendo, señalando una concreta noticia.

El inspector de la Brigada de Investigación Criminal del Cuerpo General de Policía quedó petrificado. Dejó caer la tortilla sobre el plato.

—¡La hostia! —exclamó.

3

LA VANGUARDIA ESPAÑOLA

Valencia

Lunes, 20 de octubre de 1975

8 pesetas

SOLEMNE TOMA DE POSESIÓN DEL OBISPO COADJUTOR DE VALENCIA

«Los fieles abarrotaron la Catedral de la Asunción de Santa María, sede de la Archidiócesis de Valencia, para aclamar al nuevo obispo coadjutor de Valencia, el sacerdote Gregorio Luengo, de sesenta y un años y uno de los más destacados y prometedores miembros de la actual jerarquía eclesiástica.

La ceremonia tuvo lugar a las diez horas de la mañana de ayer y asistieron el nuncio de su santidad Pablo VI, el arzobispo Juan Pedro Morago y las primeras autoridades políticas y civiles de la ciudad de Valencia.

El nuncio papal, en su breve elocución, no escatimó elogios sobre la figura del nuevo obispo coadjutor, Gregorio Luengo, a quien describió como un venerable cristiano, ejemplo de buen pastor que se desvive por servir y entregar su vida por su rebaño, en comunión con la piedad, humildad y la fe cristiana.

Gregorio Luengo agradeció las palabras del nuncio y enalteció la virtud de dar consuelo a los desamparados, cobijo a los pobres y comprensión a los sencillos. Y se comprometió públicamente a ejercer su nuevo cargo desde la piedad y el perdón que le son exigibles a un buen cristiano».

El artículo se ilustraba con una fotografía del nuevo obispo coadjutor: corpulento, pero no grueso, espalda ancha, estatura media-alta, cuello robusto, rostro cuadrado con rasgos faciales pronunciados, piel tersa y bien rasurada, sin gafas y un cuero cabelludo poblado sin signos de alopecia, con pelo oscuro corto que empezaba a encanecer por la zona de las patillas.

 

4

El inspector Velarde entró con paso acelerado y se detuvo frente al cadáver. En ese instante solo se encontraban en la habitación el médico forense y el policía con la cazadora marrón, el subinspector Gálvez.

—¡Todo un obispo! —farfulló.

—Sí, el obispo coadjutor de la Archidiócesis de Valencia. ¡Con la iglesia hemos topado! —respondió Gálvez.

—¿Coadjutor?

—A mí no me preguntes.

—Le llegó el día del juicio final.

—Alguien se tomó ciertas molestias para que así fuese.

—¿Qué sabemos?

—No mucho. En la recepción del hotel nos han confirmado que la habitación fue alquilada hace nueve días por un tal Juan García Gracia, que facilitó un DNI falso y que abonó al contado un total de doce días. Las limpiadoras no recuerdan haber visto a nadie ocupando esta habitación; es más, como de costumbre, entraban cada mañana alrededor del mediodía para limpiarla, pero la habitación estaba siempre impoluta, como si nadie la hubiese ocupado. Hasta esta mañana, en la que se han encontrado al muerto que, al parecer, falleció en la tarde/noche de ayer.

—¿Y no recuerdan a quién le entregaron la llave?

—Han pasado demasiados días.

Y el inspector se acercó aún más al cadáver.

—¿Lo de la frente…?

—Con una navaja o un bisturí —intervino, rápidamente, el médico forense.

—¿Alguien sabe lo que significa?

Ambos negaron con la cabeza.

Velarde sacó del bolsillo interior izquierdo de su chaqueta un pequeño bloc de notas y un bolígrafo; se inclinó hacia el cuerpo inerte y anotó lo que estaba escrito con sangre en la frente del obispo.


—Parece que pone «quince – trece – once y erre – uve – erre – sesenta» —puntualizó Gálvez—. Pero no tenemos ni puta idea de lo que puede significar.

Velarde quedó pensativo, intentando buscar una interpretación a aquel enigma.

—¿Causa de la muerte?

El médico y Gálvez esbozaron al unísono una sonrisa.

—Eso es lo más sorprendente —espetó el forense.

El inspector frunció el ceño ante la exclamación del médico, quien seguidamente abrió la boca del cadáver ante la mirada atónita del recién llegado.

Con unas largas pinzas comenzó a extraer, con lentitud, un rosario negro.

—Asfixia por taponamiento de las vías respiratorias.

—¡No me jodas!

Gálvez soltó una ligera carcajada ante la reacción de su superior.

—Y aún hay más. Mira lo que hay encima de la cama.

Se acercaron a la misma.

—¡Una sotana, un fajín y un alzacuello!

—Cuidadosamente extendidos.

—¿Habéis hecho fotos? —preguntó el inspector.

—Todo documentado.

—¿Y el resto de la ropa? ¿El pantalón, la camiseta, los calcetines y los zapatos?

—No hay nada. Quienquiera que haya hecho esto, tuvo mucho cuidado de llevarse la ropa y de dejarnos únicamente elementos que constituyen símbolos religiosos —señaló Gálvez.

—Mata sirviéndose de un rosario; parece un mensaje macabro.

—¿Mensaje? ¿Cuál?

—Es incuestionable el simbolismo cristiano del rosario, utilizado para el rezo, compuesto de cincuenta y nueve cuentas y coronado por un crucifijo. Es como si el asesino quisiera recalcar que el auténtico autor de la muerte es el propio Dios.

—Una ejecución ritual.

El inspector asintió con la cabeza.

—Nos enfrentamos a un sujeto que alardea de su nivel de planificación. No le importa escenificar su crimen. No nos tiene miedo; nos está retando.

Seguidamente, el inspector Velarde volvió a acercase a la cama, esforzándose en interpretar aquellos mensajes.

Clavó su mirada sobre la sotana.

Su ceño volvió a fruncirse.

—¿Y los botones?

—¿Botones? —exclamó, extrañado, Gálvez, quien no había advertido tal circunstancia.

— Parece que han sido arrancados.

—Sí.

—El asesino, después de cometer el crimen, se detiene para…, para arrancar los… —Velarde detuvo su razonamiento al asaltarle una duda—. ¿Cuántos botones tiene una sotana?

—Treinta y tres. Uno por cada año que vivió Jesús —respondió, con rotundidad, el médico forense.

—¡Coño! ¿Cómo sabes eso?

—Estudié en un colegio de curas —especificó con cierto aire de resignación—. Por cierto, yo ya he acabado; a la tarde le haré la autopsia.

Y con la mano llamó a dos enfermeros que estaban esperando en la puerta de la habitación, para proceder al traslado del cuerpo.

—¿Y nosotros qué hacemos? —preguntó el subinspector Gálvez.

—Seguir con el protocolo: interrogar al jefe del fallecido.

—¿El arzobispo?

5

La Policía Armada, con su característico uniforme gris y gorra de plato con cinta roja y visera de charol con barbuquejo, tenía encomendadas funciones de orden público, vigilancia ciudadana, intervenciones y cargas policiales.

Por otro lado, los policías de paisano, considerados por los ciudadanos como policía secreta, pertenecían al Cuerpo General de Policía, el cual estaba formado por dos departamentos independientes: la Brigada de Investigación Criminal era competente para la investigación de homicidios y demás delitos de sangre; mientras que la Brigada de Investigación Social, conocida popularmente como la Político-Social, tenía por finalidad la represión y detención de los opositores al Régimen de Franco, sirviéndose para ello de la tortura como recurso habitual para la obtención de confesiones e inculpaciones.

En la ciudad de Valencia, al igual que ocurrió en otras tantas ciudades españolas, los miembros de este departamento policial de represión política se ganaron con creces su merecida fama de brutalidad y sadismo.

Ambas secciones, la Brigada Criminal y la Político-Social, compartían sede: la Jefatura Superior de Policía, sita en la Gran Vía Fernando el Católico.

Allí, el inspector Velarde se cruzaba a diario con compañeros de la Político-Social, que le miraban de reojo y murmuraban a sus espaldas por considerarlo un policía «contaminado» y aperturista; se le atribuía cierta permisividad con individuos supuestamente peligrosos para el régimen, como estudiantes de la Universidad de Valencia o sindicalistas clandestinos.

El inspector consiguió ganarse la animadversión definitiva de los compañeros de la Político-Social cuando, meses atrás, elevó una queja al comisario por el aborto que sufrió una estudiante de veintidós años que fue detenida por participar en una movilización universitaria; la joven no recibió asistencia médica durante los quince días que estuvo retenida en los sótanos de la jefatura, no obstante sufrir terribles y continuos dolores y una considerable hemorragia vaginal.

Velarde manifestó expresamente en su denuncia que a la joven ni siquiera se le facilitó un catre para dormir, viéndose obligada a acostarse en un banco de piedra sin ninguna manta o prenda de abrigo; y que a pesar de sus gritos de súplica por la pérdida de sangre y el temor de abortar, los policías de la Político-Social se limitaron a mofarse de ella y a esperar a que se produjese el aborto; una vez acaecido este, fue puesta en libertad sin ni siquiera haber sido reconocida por un médico.

Aquel suceso marcó el carácter del inspector Víctor Velarde.

Su superior jerárquico, el comisario Ballesteros, no solo tiró la denuncia a la papelera, sino que, además, le incoó un expediente disciplinario por interferir en una investigación ajena.

Aquel día, los miembros de la Político-Social le hicieron la cruz; no había día que alguno de ellos le recriminase con la mirada o farfullase algún insulto con tal de provocarle.

Lejos de amilanarse, Velarde se mantuvo firme y se centró en su trabajo dentro de la Brigada Criminal; no obstante su juventud, era considerado uno de los inspectores de homicidios más cualificados, por lo que habitualmente se le atribuía la investigación de los crímenes más perturbadores o complejos de resolver.

6

Velarde y Gálvez esperaban de pie en un amplio y lujoso salón de techo alto donde resaltaban grandes y oscuros cuadros con temática religiosa. El subinspector apuraba un pitillo frente a un joven desnudo atado a un árbol con el cuerpo atravesado por múltiples saetas.

—Es la ejecución de San Sebastián.

Los policías se giraron de inmediato para advertir, a contraluz, la silueta de un sacerdote de mediana edad ataviado con sotana; este se les acercó mientras continuaba la explicación sobre la pintura.

—Era un alto cargo del ejército romano. Cuando el emperador Maximiano descubrió que profesaba la religión cristiana, le exigió que renunciara a su fe. Ante la negativa del santo, fue desnudado, atado y acribillado a flechas.

—Una muerte muy cruel —comentó Gálvez mientras apagaba su cigarrillo en un cenicero.

—No murió; he ahí el milagro de la fe —continuó el prelado, siempre con un timbre de voz grandilocuente, pausado, arrastrando las palabras—. Como ven en la pintura, su cuerpo fue totalmente asaeteado, pero curó de sus múltiples heridas. En lugar de huir de Roma, se presentó ante el emperador para recriminarle la persecución de los cristianos y, entonces, fue azotado hasta morir.

—Sorprendente historia —expresó Gálvez.

—Lo que es sorprendente es el poder y la fuerza de espíritu que confiere la fe en Cristo.

—Nosotros… —interrumpió el subinspector.

—Lo sé; son los policías que investigan la muerte del señor obispo coadjutor. Ha sido una luctuosa noticia que ha conmocionado a toda la congregación. Que Dios le tenga en su gloria. —Seguidamente se santiguó, adoptando un gesto circunspecto.

En todo momento el sacerdote se dirigió a Gálvez al considerarlo, por su edad, el de mayor graduación y, por lo tanto, quien instruía la investigación.

Velarde se adelantó un par de pasos.

—Desearíamos hablar con el arzobispo para…

—Eso no es posible —le interrumpió, de forma abrupta—. Monseñor Morago está muy afectado por tan irreparable pérdida y…, ha delegado en mi persona para facilitarles la información que precisen.

—¿Es usted, también, obispo? —preguntó Gálvez.

El sacerdote tardó en responder, provocando un incómodo silencio.

—No. Soy el canciller de la archidiócesis.

Ambos policías se miraron.

—¿Cuál es…? —intentó preguntar, tímidamente, el subinspector.

—¿Cuál es mi cometido? Podría decirse que soy el notario de la archidiócesis: firmar junto con el arzobispo cualquier documento interno y custodiar los archivos.

—Disculpe nuestro desconocimiento de la jerarquía eclesiástica —intervino, decididamente, Velarde—, pero ¿cuáles son las funciones del obispo coadjutor?

—Es nombrado por el santo padre con el fin de auxiliar y asesorar al obispo titular, si se trata de una diócesis, o al arzobispo si es una archidiócesis, como es el caso de Valencia. Tiene encomendada, asimismo, la gran responsabilidad de sustituir al arzobispo en caso de incapacidad o ausencia.

A Gálvez le enervaba la tonalidad meliflua y engolada de la voz del prelado, así como su rigidez o inexpresividad gestual.

Velarde sacó, de nuevo, su pequeño bloc de notas.

—¿Sabe si el obispo coadjutor tenía algún enemigo?

El prelado enarcó las cejas en señal de desaprobación.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó—. Don Gregorio era un ejemplo de moralidad y humanidad; profundamente cristiano; con un corazón de oro, pleno de bondad y generosidad. Todos le queríamos.

—Pero lo cierto es que ha sido asesinado...

—Disculpen, hijos míos, pero mis responsabilidades me obligan a ausentarme, no sin antes expresarles mi convencimiento de que realizarán una gran labor que les conducirá al autor o autores de este execrable crimen. Asimismo, confío en que actuarán, en todo momento, con discreción y prudencia. Este trágico suceso nos llena de dolor a quienes formamos parte de la gran familia de la Iglesia y lo último que desearíamos es que la imagen de nuestra institución quedase dañada como resultado de las evidencias que puedan surgir de esta investigación policial. El comisario Ballesteros también es partidario de que este asunto, por su peculiaridad debe ser tratado con cautela y mucha discreción.

 

Velarde cerró su pequeño bloc de notas y se lo guardó en el bolsillo de su chaqueta.

—Canciller, desearíamos que alguien nos mostrase el despacho del fallecido.

—Mañana podrán venir.

—Nos gustaría verlo…

—¡Mañana! —sentenció el prelado.

—Bien —acató Velarde.

El canciller dio media vuelta con la intención de abandonar el salón, pero se detuvo al oír de nuevo la voz del inspector.

—Una última petición: la peculiaridad de esta investigación requiere conocimientos especiales; necesitamos a alguien que nos asesore sobre terminología y simbología eclesiástica.

—Conozco a la persona adecuada. —Y sin mediar palabra, abandonó el salón.

Resopló Velarde, con gesto azorado.

—¡Que Dios nos coja confesados! —bromeó Gálvez.

7

Ambos policías se introdujeron en un Citroën GS propiedad de Velarde. De inmediato comenzó a oírse la radio: la voz ampulosa de un locutor lanzando un mensaje tranquilizador sobre el estado de salud del Caudillo.

—¡No te lo crees ni tú! —espetó Gálvez, cuestionando la información—. Todos saben que Franco está agonizando; no entiendo el empeño del Gobierno en ocultar algo que es irremediable.

—El Régimen se resquebraja y nadie sabe qué pasará tras su muerte. Todos están nerviosos: gran parte de los ciudadanos temerosos de una nueva guerra o, cuando menos, de disturbios; los opositores al Régimen esperan su oportunidad, pero saben que el ejército sigue fiel a Franco y a Juan Carlos; y al Gobierno parece ser que la enfermedad del Caudillo les ha cogido por sorpresa, sin capacidad de reacción.

—¿Tú que piensas? ¿Qué sucederá?

—Creo que ya va siendo hora de pasar página: Franco morirá en su cama y, con él, la dictadura. Eso es lo que pensamos la gran mayoría, creo. Lo más probable es que Juan Carlos sea nombrado nuevo jefe del Estado y que los partidos socialista y comunista sean legalizados.

—¿Tú crees? ¿El pueblo español está preparado para ello?

—La sociedad española está con ansias de cambio, de modernización, de democracia.

—Lo que jode al españolito medio es que se le prohíba aquello que es normal más allá de los Pirineos.

—Cierto, que se tenga que viajar a Perpiñán para ver Emmanuelle o El Último Tango en París.

—O a San Juan de Luz para jugar al casino, o a comprar un condón casi de forma clandestina; o ir a Inglaterra a abortar quien pueda permitirse ese lujo.

—Sí, creo que la sociedad española vive en una perenne contradicción: es apolítica, pero manifiestamente franquista; desea nuevos aires de libertad, pero teme perder sus privilegios de clase media, como la segunda vivienda en la costa o los veraneos en Benidorm; apostólica-romana de misa semanal, pero con ansias de destape y de que se acabe la censura moralista.

—Te entiendo: una España que teme al cambio, pero que sueña con él.

—Muy bien definido —exhortó Velarde.

—Al españolito de a pie le importa bien poco la legalización de los partidos políticos; está más preocupado por verle las tetas a Victoria Vera o la separación de Carmen Sevilla y Augusto Algueró. En este país hay cosas que nunca cambian. —Ambos rieron.

El Citroën cruzó el antiguo cauce del Turia por el puente de San José, camino de jefatura.

—¡Solo faltaba el gilipollas del Hassan ese! —exclamó el subinspector, refiriéndose a una nueva noticia de la radio.

«El rey Hassan II, aprovechándose de la enfermedad del Caudillo, amenaza con anexionarse los territorios españoles del Sáhara Occidental.

El ministro del Ejército, el teniente general don Francisco Coloma Gallegos, ha confirmado a Radio Nacional de España que todas las guarniciones militares de la zona están en alerta y preparadas para intervenir, especialmente la División Acorazada Brunete, que desde septiembre del año pasado está destinada al norte del Sáhara, junto a la frontera marroquí».

Tras la noticia, Gálvez giró el botón de la radio para apagarla.

Aprovechó su compañero para preguntarle.

—Oye, ¿tú sabes mucho acerca de la religión católica?

—¿Yo? Para nada. Voy a misa casi todas las semanas, pero me limito a reproducir siempre los mismos gestos y las mismas frases, pero casi nunca escucho lo que dice el cura. Y en cuanto a la oración, mi Reme reza por los dos.

—Pues tendremos que ponernos las pilas y volver a estudiar Religión. Yo recuerdo aún bastantes cosas; cuando estudié la carrera de Derecho una de las asignaturas era Derecho Canónico.

—Pues lo dejo en tus manos. Sabes que confío en ti —afirmó Gálvez con aire socarrón.

—Es curioso, pero de aquella época de estudiante recuerdo haber leído un episodio histórico relativo a la religión católica que me impresionó de tal manera que aún hoy lo recuerdo en lo esencial.

—A ver, cuéntame.

—Se le conoce como la matanza de Béziers.

—¿Tiene que ver con la Santa Inquisición?

—No, pero sí con los cruzados.

—Soy todo oídos.

—Te lo cuento grosso modo. A principios del siglo XIII, las tropas del papa Inocencio III asediaron la ciudad de Béziers, al sur de Francia, donde se ocultaban varios centenares de seguidores de la religión cátara. Los ciudadanos, tanto de una religión como de otra, se refugiaron en las iglesias temerosos de la ira y violencia de los cruzados. Cuando estos llegaron a las puertas de los templos, no se atrevieron a entrar en los mismos, pues eran incapaces de distinguir a los católicos de los herejes, por lo que consultaron al representante del papa, que fue tajante en su sentencia: «Entrad y matadlos a todos. Ya se encargará Dios de separar a los buenos de los malos».

—¡Qué cabrón!

—Quien dictó la orden de matar a todos, que era un abad católico, le envió una carta al papa Inocencio III alardeando del éxito de la batalla: «Nuestras tropas, sin perdonar rango, sexo ni edad, han pasado por las armas a veinte mil personas. Tras una enorme matanza de herejes, toda la ciudad ha sido saqueada y quemada. La venganza de Dios ha sido admirable».

8

Se abrió la puerta del ascensor y de su interior salió Víctor Velarde portando dos bolsas de plástico con productos del supermercado.

Dejó las bolsas en el suelo para buscar las llaves en el bolsillo y, seguidamente, acceder a su vivienda.

Encendió la luz del recibidor.

Se dirigió a la cocina y depositó las bolsas sobre la encimera. Las vació y almacenó los productos comprados, unos en los armarios y otros directamente en el frigorífico.

Seguidamente se dirigió al salón-comedor; allí, encendió el televisor, se quitó la chaqueta, dejándola cuidadosamente sobre el respaldo de una silla; y se quitó la camisa blanca, quedándose en camiseta interior de tirantes.

Una sintonía pegadiza recabó su atención; giró la mirada hacia la televisión; era el nuevo capítulo de una serie americana que mostraba las vicisitudes de una humilde familia en un pequeño pueblo del oeste americano: La Casa de la Pradera. Se habían emitido pocos capítulos, pero la familia Ingalls ya había conquistado el corazón de millones de españoles.

Velarde no tenía el cuerpo para historias sensibleras.

Marchó al cuarto de baño, donde se refrescó la cara abundantemente; quedó apoyado sobre el lavabo, mirándose, fijamente, en el espejo.

Se sentía cansado.

De repente, el sonido estridente del timbre le sobresaltó.

Miró el reloj de pulsera: eran las 20:18 horas.

Se sorprendió, pues no acostumbraba a recibir visitas.

Cogió la toalla y se secó el rostro.

Se dirigió a la puerta de entrada. La abrió.

La luz del descansillo estaba encendida.

Pero no había nadie.

El policía miró a un lado y a otro. Se acercó a la escalera. Oyó en la distancia unos pasos que se alejaban.

9

Se preparó en la cocina un bocadillo de tortilla a la francesa. Abrió una pequeña lata de aceitunas; cogió un tercio de cerveza; y con una bandeja lo llevó todo al salón, dejándola en una mesa baja situada frente al sofá.

Se acercó al televisor y pulsó el canal UHF, la cadena residual de Televisión Española que ofrecía programas culturales o con audiencia minoritaria.

Era la reposición de una obra de teatro emitida en el programa Estudio 1. Era en blanco y negro; de vez en cuando se emitía algún programa en color, pero aún en fase de prueba y de forma reducida.

De inmediato adivinó de qué obra se trataba: Doce hombres sin piedad, de Reginald Rose.