Fandelli

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Fandelli

Guillermo Fadanelli



1

Esta es la historia de la nada que se ha tornado algo: que se ha convertido en sufrimiento, alarido, dicha y enfermedad; calles y letreros, esquinas, peanas de piedra, miasma perpetua y cortinas de metal; y después ese algo, ya sucio y hastiado, retornará a la nada. Y, entre tanto ir y venir de la nada al algo y de regreso, esa nada se ha hecho de un nombre, por supuesto: el granuja, macilento y necio Willy Fandelli; un pedazo de ladrillo caído de una barda muy próxima a ser derrumbada; antes de tiempo apareció este tipo; ¿quiere salvarse y ser alguien a quién recordar? ¿Se obstina en morirse y dejarnos como herencia algo más de basura en la memoria? Sí, como tantos otros bultos humanos que ruedan por allí y luego se despeñan acompañados de un eco sordo e intrascendente: un ecohueco. Lo parieron en un hospital en la Calzada de Tlalpan, cerca de la avenida Ramos Millán, en la Ciudad de México, y cuando el trozo de ladrillo cayó en los brazos de una enfermera de nombre Melina Cuevas que durante las noches bailaba y abría la pista en el salón California Dancing Club y los domingos se cubría de neblina dentro de una cámara en los baños de vapor Rocío, cuando cayó, digo, el ladrillo o el bulto en esos brazos jóvenes y diestros, los de Melina, la enfermera, el portavoz del hospital confirmó a la madre que su hijo Fandelli no había llorado gran cosa, tiempo habría después para ello y para mucho más; no berreó una sola nota el pinche chamaco; tal vez un par de gotas en el rostro que no eran suyas, sin gritos ni escándalo natal; acaso el recién nacido musitó un estertor mientras sus ojos estallaban en la luz por primera vez, horrorizados.

“Ya me chingaron, soy un pedazo de un pedazo de una cosa entre cosas, y estoy sangrando y me cuelga un gusano del ombligo. He nacido.”

Sí; se refiere al gusano que lo unía a esa barda anestesiada, al muro lactante. ¿Qué es una cesárea? Tenía que aparecer en escena un cuchillo partiendo en tres la naranja, no podía ser de otra manera, un bisturí en lugar de un martillo o un bat de beisbol; ¡ay!, que lo recibieran y lo atraparan extendiendo una manopla de beisbol, sí, ello habría estado muy bien. Les presento nada menos que a Willy Fandelli, el producto de un jonrón, de un batazo encabronado que voló la pelota sobre la barda; ¡ay!, eso le habría gustado al mamón pacotillas, asumirse como un jonrón, un potente vuela bardas, pero sabemos que la pelota terminó rodando lentamente y se incrustó entre unas yerbas que nadie había rebanado en un rincón del campo de juego. ¿Un cuchillo? Sí, mas no sabemos hasta qué punto el cuchillo estaba realmente limpio. Nadie podría dar fe de ello, ni Melina Cuevas, ni la madre del Fandelli. ¿Y el tal gusano bañado en sangre? ¿Se hallaba limpio también? No, de ninguna manera, el gusano venía algo sucio, por la herencia y la mugre de algunos antepasados.

“Enfermera, bailadora, piruja al vapor, ¿podría usted cortar ese gusano en pedacitos y guardármelo en una cajita, para cuando yo crezca? Y, le ruego, se cerciore de que no se reproduzca. Yo le pagaré el favor, señorita Melina, cuando me convierta en un verdadero ladrillo y usted sea una anciana encorvada y sus huesos, astillados, formen un montón de palillos chinos, de fideos entrelazados, entonces yo la ayudaré. ¡La ayudaré, Melina! No le quepa ni la menor duda. Soy una cosa agradecida, lo que ya es mucho en estos tiempos: Cosa Agradecida.”

¿Y adónde ha ido a parar esta piedra w. f., a lo largo de los años? Ha crecido y estudiado y abandonado las clases a la mitad de su curso; no existieron metas ni confines para él; cualquier clase le hacía perder su impulso y su instante. Si hubiera un marco de referencia, la piedra habría tenido sentido y alguna dirección, pero no, no hay manera de medir el curso de esta piedra y el marco de referencia se ha evaporado de su vida. ¿Saben? Sin el maldito marco, ese modesto punto no posee principio ni fin. Y así el recién nacido y el anciano no son principio ni fin de nada, son huellas extrañas, pisadas tenues o profundas en el fango. ¿Quién causa las pisadas? Fantasmas. Putas que cobran menos de lo que deben y se marchan a otra galaxia. El fracaso es lo más hermoso que nutre la tierra, es una verdadera huella humana, él piensa así, Fandelli, como cualquier palurdo romántico, un Schlegel de barrio bajo, un Hamann que escupe en castellano y a quien nadie soporta ni comprende; las décadas, tres, un poco más, ¿cuatro?, se desgajaron y él no posee todavía un trabajo fijo; casi cuarenta años y él no logra encajar en ninguna otra barda, ni volver a la barda original porque esta barda matriz también se ha desgajado y deshecho; su familia es como un cántaro roto; una regadera que chorrea apenas unas cuantas gotas de agua y vida.

“¿Te acuerdas, mamá, que me decías débil, y jactancioso, y llorón, y romántico? Tú no habías leído a los pietistas alemanes ni a los poetas ingleses, pero lograbas reconocer un bolero que orina sangre y agua salada. Un murmullo fuera de lugar que desea volver a la noche, una enfermedad que sonríe y, sobre todo, una ironía a la que no impresionaron nunca las leyes físicas y su pinche determinismo. ¿Me quiere tragar la gravedad? Adelante, bienvenida, malhechora insípida. Tus ojos verdes se apagaron, mamá, y el monumento al asco, es decir yo, continúa aquí, en la calle de San Jerónimo, número 28, en el Centro. Sí, tengo que lastimarme con las palabras, al menos, unas palabras que ya tampoco valen ni medio carajo, ¿a quién le importa hoy en día un buen insulto? ¿Quién puede aquilatar las sombras que nos bañan de mierda y caldo de pollo? Yo me llamo “monumento al asco” y no logro herirme, ni siquiera me provoco una sonrisa de dolor, acaso una lejana lástima expandida en lontananza. ¿Quién puede verme como yo me veo? Nadie, y allí se acabó la historia, el chisme, la filosofía y todo entendimiento entre brutos. Sólo los artistas pueden transmitir algo a otros antes de que los consuma el odio y el fracaso.”

¿El arte? Vamos, no alardees, no mames con esa manoseada letanía. El petimetre w. f. Pacotilla que se desliza en el tiempo como si fuera inmortal, se consiguió desde sus años escolares en la universidad a una enfermera que todo se lo perdona, porque cuando una mujer lo quiere perdonar todo, en verdad lo hace, sin miramientos ni arcadas de arrepentimiento o culpa; una hermosa guarrita, perrita, vaporosa que danzaba como integrante del Ballet Independiente, en un edificio próximo al Colegio de las Vizcaínas, en el palacio que fundaron los vascos para venerar a San Ignacio de Loyola; por allí, a una sola cuadra y atravesando el eje Lázaro Cárdenas va la medusa sexual, a ejercitarse ante la mirada y dirección de Raúl Flores Canelo y de Manuel Hiram; y ella siempre sonriente y esplendorosa, la enfermera que baila o la bailarina que cura, o la mujer que ama al hombre porque se ama a sí misma y no hay otra manera que acicalar con su cuerpo a un rufián; ¿cuál es la jodida diferencia? Bailar, curar, moverse, matar, coger, sanar, o en otro orden, en cualquier orden, sanar, matar, coger y moverse. Y además esta mujer le lleva unos cuantos pesos al tipo, al chaquetón ése, y le alumbra la cama. Afortunado tú, Fandelli, plasta vehemente; tocón cubierto por la hojarasca y las bostas; ¿qué mereces? Y no conforme con que la chulita ésa te mime y te oculte entre sus piernas, quieres ser escritor. Quieres provocar a las palabras, y no sabes que de esa jaula no se sale, te echaron del vientre de tu madre, pero de las palabras no te expulsarán nunca, ¿no te das cuenta? Una vez que entras en ellas ninguna enfermera podrá salvarte, mártir de letrina, gusanillo atascado.

“No, no, ni madres, escritor es poco, desearía patearle el culo al mundo con mi presencia indeseable y no invitada; ser un artista, y ser odiado, que sólo al verme los cretinos vuelvan a usar pañales.”

En fin, lo que tú desees, ingenuidad no te falta, ni músculos, y tienes cabello negro; no rubio como el de tu madre, sino la melena oscura de tus antepasados paternos, los de San Juan del Río, Durango. Sólo piensa y da vueltas al lugar de donde provienes. Echa un vistazo a tu infancia por los alrededores de Calzada de Tlalpan. ¿Recuerdas que acompañabas a tu madre a comprar vasos de vidrio y comestibles a El Emporio, el modesto y polvoso almacén, en la colonia Portales, a un par de cuadras de tu escuela primaria?

—Mis hijos han desgraciado mi vajilla, no se conforman con tragar sobre un plato entero —decía tu madre—. Lo resquebrajan. Son los asesinos de la vajilla, y de los sillones y del yeso en las paredes. ¡Willy, animal! ¿Quién ha garabateado en la pared en medio de la litera? ¡Has hecho unas sumas, burro, rata, y además la suma está mal, 335 más 27 no son 367!

—Y bueno, madre, ¿qué querías? Hoy tampoco mi edad es correcta; 15 más 20 no son 30 ni 40; son imaginación sanguínea, analogía, no dígitos implumes; los números nunca han sido lo mío.

¿A quien engañas Fandelli? ¿Por qué lees y deseas educarte, tú, precisamente tú? Abre bien los ojos y observa otra vez de dónde vienes: Zacahuitzco número 13, interior 5, a sólo 30 o 40 metros del almacén Sears y de sus aparadores, a los siete años vives bajo las faldas tibias de tu madre y de tu abuela, quien habita con su esposo demacrado y senil dos pisos arriba: departamento número 31. Estas mujeres, tu madre y tu abuela, sí que supieron canonizar a sus hombres: alcohólicos y cobardes, enamoradizos y blandengues, holgazanes la mayoría de su tiempo, héroes durante unos segundos, su parentela, su progenie de larvas acurrucadas en sus pechos. ¡Ellas no tienen ninguna responsabilidad! Hay que echarse una vuelta por el mundo para saber lo que se presiente. Éstas fueron las calles y números donde viviste en el Distrito Federal, en esa fosa común, w. f., a lo largo de tu vida. Y no habrá más.

 

Nevado 14, depto. 2, colonia Portales.

Carmen 7, depto. 5, colonia Nativitas.

Zacahuitzco 13, depto. 5, colonia Portales.

Niños Héroes 3, depto. 303, colonia Postal.

Avenida 9, número 36, colonia Independencia.

Hacienda de Mazatepec 14, colonia Rinconada Coapa.

Miramar 392, colonia Miravalle.

San Jerónimo 28, depto. 1, colonia Centro.

“A los siete años cualquier vajilla vale más que un solo plato, pido disculpas por romper los platos siendo un niño. Después, cuando me hice un joven, pedía a gritos la salvación. La salvación a secas, la muerte, ahorcado y finiquitado por unas piernas tibias. Sabía que tarde o temprano el pasado sería una costra, un charco de desfiguro y detritus. Y no podría soportarlo. La bailarina me salvaría de todos ustedes, mamarrachos, deportados de cualquier paraíso mental.”

Así que él, Fandelli, exige a gritos ser salvado de convertirse en un profesional, de haber sido enclaustrado en una Facultad de Ingeniería. Y Max Stirner martillando en su cabeza: Los grilletes de la realidad son causa continua de las mayores llagas en mi carne. Pero yo me sigo perteneciendo.

“¡Sí! ¡Sí! Dices bien. Todo ello estaba en mi cabeza; yo me pertenezco, soplamocos, hijos de puta, yo me pertenezco.”

¿Por qué se expresaba así W. Fandelli? No se daba cuenta de que el tiempo pasaba y él se convertía en una cosa envilecida y reiterativa. Lo escucharon bien: reiterativa. No es que tuviera deseos definidos y mucho menos planes para complacer tales deseos, pero si se le antojaba un hot dog y un trago de vino, si quería gritar “¡Hijos de puta! Yo me pertenezco!”, lo podía hacer y ello lo colmaba de alegría. No hay que retirarse tan pronto. Esperen y observen lo que sucede en verdad… el miedo que provoca estar vivo.

“Es verdad, a los 35 años yo me consideraba algo vil; y leía libros, pasaba las hojas velozmente como el tren pasa sobre los durmientes, y ensuciaba de palabras inútiles la nada de donde provenía.”

Y no nada más leía a Stirner, siempre anhelaba un poco más de rebeldía, anarquismo y teoría; la leche de la olla se consume, la nata se evapora, el barro se incendia y él lee: Sólo puede llamarse caos a un extravío del que puede surgir un mundo. No se sabe quién le dio a Fandelli libros de Federico Schlegel, ¿un bromista? No saben lo que han hecho con este pobre hombre, no va a curar su vileza ni su ansiedad así, sólo va a destruirse más y a exclamar burradas; los escritores, filósofos, profesionistas, académicos y demás personas que poseen un lugar se van a burlar de él, déjenlo en paz, él no requiere educarse, amansarse y seguir reglas que no se hicieron para que él lograra cumplirlas. ¿Qué, no lo ven? Se mira a sí mismo como un rebelde y se enorgullece. Y si encuentran algo valioso en esta enredadera de nombres, citas, fechas extraviadas, desfiguros, será la geografía mental de un hombre que aborreció nacer y a causa de ello pataleaba. Y su vehemencia barroca se acerca a la de cualquier cándido romántico o modernista mexicano del siglo diecinueve: Rubén M. Campos, sacudiendo la melenilla, lamentando su impecune e iluminado con sonrisas de bonhomía dionisiaca empecinado rostro de tolteca, nos ha hablado hasta el fastidio de su enferma vida sexual, de las noches rojas en que, espoleado por la satiriasis se ha debatido en el tálamo del contubernio oscilando la irritada areola de los pezones de alguna calipigia en brama. ¿Quién ha escrito tal cosa y en ese estilo de champurrado y de bisutería? No Willy Fandelli, por supuesto, él no se adapta tampoco a tal descripción y no se llama Rubén; es probable que lo haya escrito Ciro Ceballos hace ya casi cien largos e inútiles años; ¿qué es una calipigia? Ese desmedido amor y credulidad en las palabras hace un daño desmedido en la columna vertebral y en el espíritu, por lo demás. Estamos en otros tiempos y eso lo demostrarán las largas caminatas de Fandelli; y sus continuos tropiezos y resbalones.

“Sí, sí, yo comprendo bien el significado de las palabras y quiero masturbarme y toser y vomitar y zarandearme el pito frente a las nalgas de una calipigia de mármol; sin embargo, ¿qué estoy haciendo?, tienen razón, yo no podría escribir así; no recuerdo; es tiempo de hacer una sopa de nopales y utilizar estos diez pesos para comprar un poco de queso cotija que se derrite en el caldo hirviendo, pues pronto vendrá la bailarina y tendrá hambre y querrá comer. Es 1995 en la Ciudad de México y la bailarina viene ya y querrá comer: ¡Ella querrá comer! ¿Y después? A tirarnos un rato en la cama, dos ratos, tres ratos. O tal vez podamos robar un pollo de una de las rejillas que están en las pollerías amontonadas en las calles de López; y en la misma Vizcaínas; pero no, ladrones no somos, ni yo ni la bailarina. Ladrones no somos ni seremos; qué desgracia es la honradez, una pústula arbitraria. Y si alguna vez robamos para comer o tomarnos un trago fue pura bisutería, chácharas para endulzar la bestial vida de un par de jóvenes boquiabiertos ante un mundo que les lanzaba dentelladas. Jóvenes, absténganse de desear; lo tendrán todo o nada, y su intervención en ello será mínima.”

Nos ubicamos ahora y de manera efímera en la mitad de los años noventa. Tres, cuatro noches a la semana desde San Jerónimo 28 departamento 1 parte Fandelli a recorrer los antros baratos, y allí ríe porque no se da cuenta de que la leche se consume y la olla se quedará pronto vacía. ¿Qué hace él en esa clase de tugurios, El Víbora, La Corneta, ambos situados en los rumbos chamagosos y pestilentes del barrio La Merced? Y después La Chaqueta, La Nueva Internacional, El Pájaro: pocilgas a la altura de la gonorrea incurable de la ciudad en que Fandelli se resiste a procrear. ¿Por qué no deseas tener hijos, so burro? “¡Ni un ciudadano más que alimente las entrañas de esta jodida ciudad!” Va a husmear a los espectáculos de sexo en vivo que regentea, dicen, un tal Antonio Valencia: Hay personas muy jodidas que sólo tienen veinte pesos para divertirse en la noche: esos veinte pesos son míos. ¡Vaya filosofía la del distinguido y opulento narco mercedita, señor cincuentón Valencia! Todo Wall Street y el mundo financiero cabe en sus modestos razonamientos. Hay que exprimirlos como si fueran tomates, ¿a quienes?, a los tomates, a los changos pobretones que asisten a sus antros en el Centro Histórico. No hay diferencia entre la filosofía de este financiero de la merced y un ejecutivo de Wall Street. En las noches, instalado en alguno de los antros propiedad del señor Valencia, él recupera lo que los changos miserables ganaron durante el día y extraviaron a media madrugada. En las mesas rasguñadas y salpicadas de grasa, allí está sentado Fandelli, señoreando, arrogándose el papel de aventurero y mirón nocturno, de vigía clandestino. Las cervezas tibias se toman allí dentro a cambio de seis pesos, nadie carga hielos en la bolsa: tibias las cervezas. ¿Qué querían por seis pesos, pinches putos? A veces, las nudistas del clan Valencia —después de coger y brincar sobre los tocones sanguíneos, las vergas medio enhiestas de tres o cuatro espontáneos en el ruedo del escenario, los clientes sentados en sillas a la vista de todos y ya el condón colocado por las manos perfectas y hábiles, y una vez eyaculados, hasta entonces, claro, después del acto— las nudistas, digo, dejaban el escenario y daban paso a la travesti que imitaba y le rendía un modesto homenaje, decía, a Rocío Durcal y a la Pantoja; ¿todo eso qué significa? ¿Qué encuentra uno allí? ¿Qué podrido tesoro? Desolación y bravatas, cabarets de letrina, perras y perros y su lengua excitada como un cíngulo fuera de su boca. Te has equivocado de vida, w. f. ¿Por qué le abrieron la panza a tu madre con un cuchillo? Vamos, sí que naciste chingado. Ya nada podrá quitarte ese olor a taberna y a sudor de muerto. ¿Recuerdas que en La Chaqueta, en Lázaro Cárdenas, a unos metros de la calle Perú, se plantaban tres patanes variopintos en la entrada y te cacheaban; No vaya a traer una punta, o un cohete, mijo, aquí no se sabe, es seguridad, para cuidar la piel de las chamacas; no se ponga mamón o no entra, aquí está su cerveza y diviértase. Y si se pone bien verga hasta coge y nadie le pide propina. Y ellos mismos, los malandrines, sicarios a las órdenes de Valencia, matones cara de pucha azteca, que te cacheaban en la entrada de La Chaqueta o de La Navaja te bolseaban y te robaban; no hacía falta cuidarse ya una vez dentro del antro, lo poco que tenías te lo chingaban en la entrada. Y no la arme de tos, culero; porque nosotros sí andamos armados y tenemos permiso, diviértase, ya le dijimos, no sea pendejo, le recomiendo a la Tere, la hermana de éste…

Malditos toltecas pervertidos, residuo de una sangre que no deja de brotar y empapar las calles. Ustedes sí que son el cuchillo que le abre el vientre a la madre. Yo sólo me asomé a la vida, a La Navaja, a La Corneta, y ya me jodieron; y todavía ni cumplo cuarenta años.”

¿Y luego qué cosa sucede con Fandelli, el apellido de lija? Es 1995. Se cultiva, según él; y pasea de la mano de la bailarina, su tesoro inesperado. ¿Por qué es tan angosta y recatada la calle de Isabel la Católica? ¿Y la de Bolívar tan vulgar, azotada por el ruido de las bocinas y los artilugios electrónicos, sucia como si chorreara vinagre por las coladeras? ¿Y ese albañal tristón en que se ha convertido un fragmento de la calle Mesones? No debe importar la anchura, basta el hecho de que haya banquetas para caminar y tipos así, parecidos a w. f., que se pasean como si dominaran los rumbos y los sextantes. Todo parece decir que hombres como él se imaginan héroes de una gran aventura inclusive, héroes recluidos en una mazmorra: es su temperamento, su cola de puerco, su idealismo mecapalero.

“Comíamos alguna sopa caliente y un guisado grasoso en la cantina La India, en Bolívar, porque Los Portales, expuesta en la misma avenida, ya no existía y sus bajorrelieves de la historia tarasca desaparecieron, igual que sus mojarras bañadas en aceite; malditos pescados mirándote a los ojos con sus ojos de tela hueca; eso era la botana, un plato con seis u ocho mojarras.”

Y la bailarina, tu hallazgo, que quiere entretenerse también, no se controla y dice y te exige:

—Estamos en el Centro, Fandelli; llévame a ver edificios antiguos, la historia, me gusta que me cuentes historias.

—Hay unas casas gemelas, en Moneda, cerca de Palacio Nacional, las Casas del Mayorazgo de Guerrero —responde el sabihondo pobretón Fandelli— son muy viejas, las casas, una en el oriente y la otra en el poniente, frente a frente, y su solar es del siglo xvi, el arquitecto que las remodeló casi dos siglos después de levantadas se apellidaba Guerrero y Torres; a mí me dan tristeza, las gemelitas, pero vamos. Allí vivió Posada, el dibujante de las calacas y que tanta alegría le causa a los que tienen sangre de mártires.

—Sí, pero eso no me importa —respondía la bailarina— ¿cuántos apellidos llueven todos los días? Yo quiero escuchar historias, no apellidos, quiero oír sobre cosas que suceden, no apellidos y nombres. Cuando me hablas así y me sepultas de fechas y nombres me imagino que soy una secretaria a quien le dictas.

Ella deseaba una historia y la tenía justo frente a ella; una historia deformada y plagada de vericuetos que no daban a ningún lado. ¿Son acaso ciegas las bailarinas? Sí, sólo miran su cuerpo y el movimiento que pasa a su lado y las acaricia. Y la piedra histórica de W. Fandelli insistía:

—Pero antes nos pasamos un rato a El nivel, la cantina, y tomamos tequila.

¿Ya te vas a emborrachar, Fandelli? Cualquier pretexto es bueno cuando quieres llenarte de vino y comenzar a filosofar como el don señor que nunca serás.

“No, a veces me olvido de beber. El tezontle de los edificios coloniales, odio esa piedra y su color, viene de la sangre, como la moronga. ¿Quieres una historia, bailarina, ahora que te veo como un enredo de piel y sonrisas? Mi tío, Eduardo Fandelli, el hermano de mi madre (yo tomé su apellido) tuvo una mujer de la que se enamoró hasta el colmo de la rabia y el toloache, y ella no conocía la mesura, lo dejaba a él en el departamento cuidando a sus cuatro hijos mientras fornicaba con un vecino, y sólo una pared los distanciaba, a ella y al amante, del marido y las crías; él, mi tío, escuchaba los balidos sexuales, subía el volumen de la televisión y los gemidos atravesaban las paredes; entonces bebía vodka Oso Negro, mi tío, para no escuchar; ¿lo has probado? Claro, en las discotecas cuando tenías quince años, pero los alaridos de placer e injuria crecían, y los niños lloraban por ver a su padre postrado así; y unas horas después la madre volvía como si nada, y ponía orden, eso sí: Ya basta de llorar —les ordenaba la madre—, pendejos escuincles. Y tú, pinche remedo de hombre, levántate del suelo; y el tío echado en el sofá, gimoteando ahora él, su turno para berrear; maldita sea; no hay biberones suficientes para todos los hombres en el mundo; el tío Eduardo medía un metro noventa y dos centímetros, ay, mi tío; podría haber matado con sus manos, podría haber metido las manos hasta el otro departamento a través de la piedra, tan fuerte era, y tomar a los amantes, uno en cada mano, y torcerles el cuello. Pero se suicidó, un día se mató; y los cuatro niños se regaron por todos los puntos cardinales. ¿Dónde han quedado esos niños? Ya unos viejos todos, deben ser. O muertos, quizás. ¿Qué te parece mi historia? Sucedió a principios de los años setenta, quizás antes.”

 

—Esa historia es maldita y desagradable —me reclamaba, ella— me hace llorar; ¿tú crees que no soy sensible? ¿Cómo puede haber gente así? Y de tu propia familia.”

¿De dónde extraes esa clase de relatos, Fandelli? ¿Las manos del tío Eduardo atravesando la pared para exprimirles la tráquea a unos desgraciados? ¿Te acordabas de la historia que su madre les contaba en Acapulco cuando viajaron en avión por primera vez? La historia sobre su tío lanzándose del acantilado, La Quebrada; el hombre fuerte reducido a una ramita de cilantro. Un buen hombre tiene que sufrir, sólo los malvados e hijos de la chingada son dichosos y no sufren. Y no sufren porque ellos han empedrado el camino a las catacumbas. Cosas que había escuchado en boca de su madre, el tal Fandelli. Y no conforme con estar rodeado de vida moribunda andaba haciéndose el importante, escribía cuentos y los recitaba en voz alta. Qué pretensión. Ya desde diciembre de 1989 editaba una revista, Moho, humus, hongos enraizados, y colaboraba en fanzines plagados de purulencia y ofensa, de insulto y risa proveniente del más allá: La Chaira; Hemorroides; El Olor del Silencio; La Pecera de los Ahogados; Pelos de Cola; Fakir; A Sangre Fría; así se titulaban algunos de estos fanzines y tabloides. ¿Por qué escribía en estas publicaciones de arrabal urbano? Le gustaba ladrar e ir a la contra; ¿de qué?

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