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Letrame Editorial.

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© Goretty

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1386-355-9

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

Agradecimientos

Este libro se empezó a escribir en el 2010, cuando nació mi primer hijo. Me apunté a clases de escritura y así comenzó, pero en lo que se convirtió después en 2020 no tiene nada que ver con lo que iba a ser el libro originalmente.

Mis libros cobran vida a medida que los voy escribiendo, así que rara vez puedo decir que sabía cómo iba a transcurrir y terminar un libro en mis manos.

He disfrutado en soledad de la creación de este libro con la ayuda de mi amiga Poliana Ponte, que corrigió páginas y páginas. Doy gracias a mi hijos por recordarme que cuando estoy con fuerzas debería escribir y escribir.

Esos apoyos han sido inspiración pura y dura.

Gracias, chicos, por apoyar a mamá para cumplir su sueño; es una de las mejores cosas que me ha pasado.

Agradecer a toda la gente que compró mi primer libro Mírate en mi espejo, ell@s me hacen seguir mi camino.

Deseo con mi corazón ardiendo que os guste.

.

Removió el caldo en la gran copa, como si estuviera en una cata de vinos. Le complacían las marcas españolas. Degustó su sabor. «Sin lugar a dudas, el Rivera de Duero era uno de los mejores vinos del mundo» razonó.

A su alrededor, parejas entrelazadas cenando cariñosamente. Su agente, a su lado, lo observó. Él siguió con la vista a un camarero que llevaba una botella de Cava. El restaurante estaba abarrotado de gente. Sintió que por primera vez en mucho tiempo su agente volvía a ser «el agente», no el amigo en que se había convertido con los años. ¿Para eso había venido de Nueva York? La edad le estaba jugando una mala pasada. La proposición era una locura.

Dio un sorbo al vino y su aroma lo embriagó. Jugueteó con su entrecot a la pimienta. Estaba bueno, aunque era demasiado pequeño para su gusto. Restaurantes minimalistas con platos grandes y migajas de comida.

—¿Estás loco? —le preguntó a su agente.

—¿Por qué?

—No puedes estar hablando en serio.

—Pues sí —contestó el agente.

—Ha sido un largo camino llegar hasta donde estoy y no deseo perderlo. Es una locura lo que me pides.

—Precisamente por eso te lo pido. Esto es para tocar la cima de los gloriosos, que no perdamos lo que tenemos. Reconozco que ha sido un camino muy arduo.

Se quedaron en silencio. Juan sopesó la propuesta y se le antojó que podría ser el comienzo de su vida y no la continuidad de Greg Simmons.

—Bien. Lo haré —contestó resignado y vencido ante la poderosa razón de Antonio.

—Buena decisión.

El restaurante a su alrededor se iba vaciando. Al ir perdiendo a los clientes, las parejas que se miraban con cariño, los camareros estaban deseando largarse a casa o de fiesta.

Era grato estar de vuelta. Diez años viviendo en Nueva York y siendo mundialmente conocido como Greg Simmons le habían hecho olvidarse de las pequeñas cosas que merecían la pena. El calor de su gente, recorrer las calles de Madrid que tantos recuerdos albergaban…

No había avisado a nadie de que iba a estar por la ciudad. Deseó no encontrarse con conocidos.

El centro de Madrid albergaba novedades. La Gran Vía se erigía majestuosamente desde la plaza de Callao hasta Plaza España, toda peatonal. Se podía andar en las carreteras que antes se llenaban de coches contaminantes. Hacía sol. Se acercó a uno de los kioscos más antiguos de esa calle y pidió una botella de agua. El kiosquero era el mismo de hacía diez años.

—¡Chaval! Hace siglos que no te acercabas por aquí.

—¿Te acuerdas de mí? —le preguntó.

—¡Claro! Todos los domingos me comprabas varios periódicos y te regalaba chicles o caramelos por ser un cliente fijo. Y de repente, te perdí. Me pregunté qué había sido de ti.

—Me fui a vivir al extranjero.

—Bueno, es mejor que las cosas que imaginé que podrían haberte pasado. Cuando una persona es constante en la vida de otra y desaparece sin más… El cerebro se hace preguntas. Me alegra haberte visto.

—Gracias por preocuparte por mí. No tenía ni idea. Y como no me despedí la primera vez, lo hago ahora. Volveré a Nueva York, pero quiero que sepas que cada vez que vuelva vendré a por los periódicos.

—Gracias.

—Me llevaré los periódicos, mantengo el mismo hábito.

El señor cogió los tres periódicos que habitualmente se llevaba Juan y se los dio junto con unos chicles y la botella de agua.

—¿Todavía te acuerdas de mis diarios favoritos?

—Tengo buena memoria.

—Pero han pasado diez años.

—Y sigue funcionando —lo dijo guindándole un ojo mientras se señalaba

La cabeza.

Se despidió y prosiguió su andadura. Aquel señor le había dejado un buen sabor de boca. Iba sonriéndole a la vida.

.

—Lo que importa es el lenguaje que uséis para contar las cosas —oyó decir al profesor.

Llegaba tarde a clase.

—Buenas tardes. Soy Juan, nuevo —recitó medio avergonzado por llegar con la clase empezada.

—¡Hola, Juan! —saludaron algunos, incluido el profesor, que en ese momento estaba escribiendo algo en la pizarra.

Juan tomó asiento donde pudo. En seguida se dio cuenta de que usaban una mesa redonda, igual que la de Camelot. «Nadie era líder en esa manada» pensó.

—¿Podrías decirnos qué tipo de literatura lees, Juan? —la voz del profesor lo sacó de su ensoñación.

—Un poco de todo —intentó parecer poco interesante.

—¿Cómo cuál? ¿Qué autores te gustan? —insistió el profesor.

—Andy Bonaparte, Gabriela Octavos y también Greg Simmons.

—¿Greg Simmons? ¡Madre de Dios! Tus autores escriben literatura basura, sobre todo ese tal Greg Simmons. Los principios de Greg fueron buenos, pero luego se vio de qué pasta estaba hecho. Aquí se enseña arte, puede que este no sea la clase de lugar adonde debas asistir.

—Bueno… Si aprendo arte, es posible que mejore mi manera de escribir —le soltó a bocajarro al profesor.

—En eso tienes razón. Espero enseñarte algo beneficioso para que alcances sentir la escritura y el arte de escribir.

Juan asintió con la cabeza, ya que de su boca no salió sonido alguno.

El profesor siguió impartiendo la clase. Juan escuchaba y asentía; si bien con ganas de salir corriendo de esa mesa redonda.

.

La vocación de Antonio no era dedicarse al mundo literario. Le gustaba dar clases de literatura hispana y leer libros. Esa era su pasión. No más allá que cualquier mortal.

Hubo un año en que sus alumnos se explayaron en el trabajo libre que les encargó. Encontró manuscritos dignos de ser publicados por su rico lenguaje. Ese año se quedó con un ejemplar y animó a la alumna a publicarlo, aunque fuese en el periódico de la universidad, pues a su entender ese trabajo no debía quedarse en manos de unos pocos. No le sorprendió que los grandes periódicos editasen varias reseñas de su trabajo, y al final ella consiguiera una editorial.

El segundo año volvió a hacer lo mismo. Y no lo defraudaron. Como ya contaba con una exalumna escritora, su clase se llenó de futuros escritores. Esta vez salieron de su clase dos buenos textos para ser presentados a editoriales. Primero aparecieron en el periódico de la universidad, los locales y los grandes. Dos alumnos suyos más que lograban publicar con un gran sello.

Al ser el descubridor de tres de tres autores de éxito, su prometida le sugirió convertirse en agente literario. Antonio se mostró reacio porque ignoraba la labor de un editor, y con su trabajo y sus lecturas le bastaban. Ella lo consideraba demasiado poco ambicioso, únicamente daba clases tres veces por semana y el resto se las pasaba leyendo. Podría hacer más y ganar dinero. Tenían carencias, pero tampoco lujos. Ella trabajaba ocho horas o más al día vendiendo casas y había meses que su comisión era elevada, otros no tanto. Adela creía que si Antonio asumiera más clases, podrían viajar a menudo, a lo que él respondía que no era una necesidad. «¡Claro! Él no tenía esa necesidad, ¿y yo?» pensaba ella.

Era un tema recurrente en las discusiones de pareja que cada vez eran más frecuentes, en las cuales no obtenía lo que deseaba de él.

Al final, Adela buscó en internet información sobre la figura del editor y las clases de editores que había. Se lo dio machacado a Antonio, quien eligió el más fácil, y el que recibía además menos comisiones: agente literario, mediador entre el autor y las editoriales. Adela aceptó esa decisión porque menos era más.

 

.

Llevaba ocho años con Antonio. Menos en su trabajo, ella era prácticamente su secretaria. Debía decirle las cosas para que las llevara a cabo. Al principio no le disgustaba, pero llegó un momento en el que él empezó a hacer las cosas con desgana. Y eso también afectó a su intimidad.

Tenían pendiente la boda, pero apenas avanzaban y los días iban sucediéndose uno detrás de otro. No sabía si Antonio le había pedido matrimonio porque era lo que había que hacer, o si realmente la amaba.

Fue una pedida un poco tibia, sin muchos matices. Salieron un día a comer a un restaurante y Antonio le entregó el anillo. No se arrodilló como en las películas americanas, ni lo acompañó de palabras bonitas que se supone debían aparecer en ese acto tan sublime. Solo hizo una pregunta:

—Adela, ¿te quieres casar conmigo?

Ella dudó. Y en ese instante, mientras él sujetaba el anillo, pensó que no era momento de bodas, sino más bien de solucionar su situación económica. No sabía cuánto tiempo seguiría soportando el peso de todos los gastos. Pero en vez de comentárselo, contestó:

—¡Claro! —Con una alegría desmesurada.

Era una época muy complicada para ella. La burbuja inmobiliaria había pinchado. Su sueldo era una nimiedad y tenía que trabajar el doble para que su sueldo fuera decente. Antonio seguía actuando con parsimonia en lo referente a ser agente literario. Cada vez que sacaba el tema, terminaba en discusión. Él le decía que le diera su tiempo; tiempo que nunca aparecía en el horizonte cercano.

Un día decidió acercarse por la universidad para invitarlo a comer y así, en una charla tranquila sin discusiones, detallarle la precariedad de la situación a la que estaban nadando económicamente. Era una sorpresa, sorpresa que se llevó ella: Antonio había salido a comer con unos compañeros.

Por primera vez le molestó. En ocho años nunca le había importado, pero esta vez sí. El hecho de que casi no entraba dinero en casa, teniendo él dos días más para dar clases y negarse por ser días de lectura. En esos pensamientos andaba cavilando cuando se dio de bruces con David.

Lo conocía de la universidad. De haberlo visto unas cuantas veces. Recordó que le había parecido atractivo.

—Perdone —se disculpó él—. Ha sido culpa mía, ando sin mirar donde pongo los pies.

—Yo también debería disculparme, porque hice lo propio.

—Nos conocemos, ¿verdad?

—Creo que sí. Si mi memoria no falla, te llamas David. Nos presentaron hace tiempo.

—Tu memoria no falla. Creo que te llamabas Adela. Espero no equivocarme yo.

—Has dado en el clavo. Soy Adela.

Los dos se quedaron mirándose sin saber qué decir.

—Iba a almorzar ahora; si no tienes nada que hacer, te invito.

—Iba a comer con Antonio, pero no está, he llegado tarde, así que no tengo planes.

—¡Pues hecho! Hay un comedor en frente de la universidad que solo frecuentan los alumnos. Si no tienes inconveniente en estar entre ellos, podríamos comer ahí.

—Eso o comer un bocadillo camino al trabajo. Prefiero una comida caliente y una buena conversación.

—No sé si seré buen conversador, pero al menos lo intentaré.

—Seguro que sí, pocos profesores no lo son.

—Querrás decir que pocos profesores no paran de hablar de sí mismos.

—Eso lo has dicho tú.

—Te vas a casar con uno, ¿es un ágil conversador o ególatra?

—No hablamos de Antonio, sino de ti. De si serás capaz de hacer pasar un rato agradable. Pero no me importa que seas mal conversador, siempre será mejor que comer el bocadillo en el coche.

—Y una comida calentita en un restaurante abarrotado de universitarios ruidosos.

—Sí, lo acepto.

Los dos se echaron a reír.

Adela pasó una comida entre risas y en grata compañía. En ese momento se olvidó de sus problemas. Hasta se olvidó de Antonio.

Con el paso del tiempo se sintió agradecido por haber convertido su hobby en un trabajo. Ello le había ayudado a superar la ruptura con su prometida. A cuatro meses de la boda, le dejó por un compañero de la universidad.

No lo vio venir. Como siempre se dice: él fue el último en enterarse. Si ya de por sí su carácter era introvertido, más se recogió en sí mismo.

Aunque no dejaba que vieran lo que sufría, por dentro se quedó destrozado. Él era de los que elegían y era para toda la vida. Y ella parecía la indicada. Lo complementaba, o eso creía.

Lo peor era tener que verla en algunos eventos de la universidad, en algún encuentro de la docencia. A solas habían coincidido una vez en plena calle y fue incómodo para ambos. Antonio hizo de tripas corazón, charló unos minutos con ella y se alejó apesadumbrado.

.

La vida con David no era lo que había deseado. Con él, ella sería la eterna novia. Rehusaba casarse. Y eso ella no lo planteó cuando dejó a Antonio. Le hubiese gustado pedirle perdón por haber sido tan cobarde y cruel, pero el miedo le impedía reconocer su parte de culpa.

Adela anduvo lo más recta que le fue posible mientras se le caían las lágrimas. Prohibido mirar atrás. Se preguntaba cómo había realizado una elección peor que la anterior. Reconoció que Antonio no era la persona que la complementaba, pero tampoco lo era David.

David era más egoísta que Antonio, más infantil; prácticamente ejercía de madre con él. Siempre rodeado de alumnas guapas, y ella siempre desconfiando y sintiéndose rastrera.

«Debo acabar con esta relación que me está matando. Una relación que me aporta más inseguridad que cordura no es una relación sana» pensó Adela.

David, una de esas personas que necesitaban estar enamoradas para sentir que la vida era hermosa. Adoraba a las mujeres y tenía fama de acostarse con algunas alumnas. Él nunca comentó ni confirmó las habladurías. Habitualmente iba con aires de misterio.

Después de la comida con Adela, tuvo clara la conexión. Era madura, no intentaba impresionarlo como las alumnas. Poseía una psique diferente, algo que le atraía, pero también que era la prometida de un compañero que le caía mal.

Hubo conexión por parte de ella también, porque él solía darse cuenta de esas cosas. Atesoraba experiencia suficiente para que su ego saliera a pasear reconociendo quiénes caían a sus pies. Y ella no era diferente. Pero tal vez debía utilizar otra técnica.

Se despidió de ella no esperando volver a verla pronto porque eso suponía llegar a una relación a la que de momento no estaba preparado. Con sus alumnas, amigas fuera de la universidad, se bastaba. No era plan de añadir una más, y no una cualquiera, sino la prometida de un compañero, por muy mal que le cayera. Además, por lo que sabía, ese tipo de mujeres causaba problemas y lo que menos le apetecía era sufrir interferencias emocionales.

Pero la mente hace lo que le da la gana. Y si el corazón la sigue, podemos encontrarnos en una encrucijada. Sin darse cuenta, pensaba en ella día sí, día también. Ya no le divertían las compañías de sus amigas actuales y soñaba con estar en presencia de Adela. ¿Qué era lo que le gustaba de ella? Era mayor que la media de las chicas con las que salía. Como diría cualquier psicólogo, su subconsciente habría captado algún rasgo que conservaba de su madre en la infancia. La psique era un gran misterio para algunos. Y otros en cambio alardeaban de entenderla.

Desconocía el modo de encontrarse con ella sin resultarle un acosador. Conocía en qué cadena inmobiliaria trabajaba, pero no la sucursal. Y como quien no quiere la cosa, ahí estaba, navegando en la página de esa inmobiliaria, sucursal a sucursal hasta hallar la de Adela. Su foto aparecía en la web. Ahora tendría que hacerse el encontradizo.

Y lo hizo.

Y ella se lo tragó. Y él sacó todas sus armas para ganar la pequeña batalla de amor por ella. Si en un principio asumía que iba fácil, erró en los cálculos.

Picó con pala concienzudamente; y mucho. Fueron numerosas comidas, montones de cafés, bastantes citas canceladas…, pero él siguió a piñón fijo. Cuanto más ella se le resistía, más se obstinaba en continuar intentando conquistarla. Aunque no sabía qué haría después de conseguirla, la verdad. «¿Sería como las demás? —se preguntó—. Una vez comido unas cuantas veces, pasar de ella. Seguro que ella también buscaba lo mismo», pensó. Para colmo, se casaba en breve y dudaba mucho de que cambiase sus planes por él. Pero David deseaba probar su elixir. Una aventura antes de la boda.

El cortejo duró dos meses, y al fin lo consiguió. En ese tiempo no le quedó más opción que dejar a las otras a fin de disponer de tiempo exclusivo para ella. Ser un donjuán requería tiempo y esfuerzo. Encandilado más de lo normal. Ella cumplía ciertos requisitos que no había planeado. Entró en su vida pisando fuerte y el sexo con ella casi rozaba la perfección, lo que resultó su perdición.

La bomba se le cayó encima cuando dejó a Antonio. No lo vio venir, flotaba en la nebulosa de sus sentimientos hacia ella. Y se visualizó como una marioneta en sus manos en un teatro donde la historia se contaba muy deprisa. En tres meses con ella, había roto su compromiso y estaba viviendo con él. Y él apenas había participado en ninguna decisión sobre ello. Al cuarto mes empezó a sentir la imperiosa necesidad de volver a su vida de antes.

.

Sus días eran relativamente iguales. No había un amor, un cobijo, unos brazos a donde acudir, así que su afición se convirtió en su amante.

En una fiesta de intelectuales, celebrada en el Círculo de Bellas Artes, le presentaron a un señor al que apodaban «el Millonario». No retuvo su nombre ni escuchó la cantidad de lindezas que decía. El alcohol corría a raudales. Más que una fiesta intelectual, era como si cierta elite de la literatura mezclada con gente rica había organizado un encuentro.

Él se prendó de su acompañante. Una mujer hermosa, que parecía llevar bien el comportamiento de tal millonario. Al final de la noche, al despedirse de ella, tras alabar su inteligencia y belleza, le tendió una tarjeta por si alguna vez lo necesitaba.

Ella se quedó perpleja.

—No sé en qué podría hacerme falta. De todos modos, mi marido tiene los teléfonos de la mayoría de la fiesta. No obstante, se lo agradezco.

Se sintió un bobo. No se había fijado en el anillo de casada que llevaba. Ahora entendía por qué nadie se acercaba lo suficiente. El marido desaparecía, pero ella únicamente hablaba con el grupo con el que habían asistido.

Se fue con una amarga sensación de ser un necio total. Estaba seguro de que entre los dos había surgido algo. Gran parte de la noche habló animadamente con él. Hubo incluso hubo insinuaciones y él se convenció de tener carta blanca para darle su tarjeta. Si hubiese sabido que estaba casada, ni se le habría pasado acercarse más de lo debido. Y la respuesta de ella fue como una jarra de agua fría.

Ahora dudaba si esa conexión que él sintió fue real o eran imaginaciones suyas.

A la semana, recibió una llamada de ella. Fue una llamada cordial y sin consistencia. Cuando colgó, se desconcertó. No entendía a qué había venido esa llamada.

La semana siguiente recibió otra y así sucesivamente, una o dos llamadas caían semana tras semana. No se atrevió a invitarla a salir. Estaba casada.

Dos meses de llamadas entre ambos, había nacido algo parecido a una amistad por teléfono. Ella fue quien sugirió que se vieran. La cita fue en un café. Antonio se quedó en la puerta esperándola. No sabía si la iba a reconocer.

Ella se fijó en un hombre entre el tumulto de gente que pasaba delante de la cafetería. Tampoco recordaba mucho su aspecto y deseó que la persona en la que se estaba fijando fuese él. Con buena planta. Sexy e intelectual, una combinación que le agradaba, pero en ese momento ni se planteó que pudiera pasar algo entre ellos. Había quedado con él por despecho.

Mientras ella se acercaba, él levantó la mano y ella sonrió. Era el sexy intelectual. Se abrazaron como si fueran dos amigos de hace tiempo.

A ella le gustó cómo abrazaba, fuerte y con todo el cuerpo. No como sus amigos, que dejaban el abrazo casi en el aire. Su olor la impregnó y la cautivó.

Antonio sintió el abrazo de ella y confirmó la conexión que había entre ellos dos. La miró a los ojos y le sonrió.

 

—¿Entramos?

—Sí. Un inciso. ¿Sabes cómo me llamo? ¿Al menos lo recuerdas? Yo tengo su tarjeta, profesor Jiménez.

—¡Claro! Esmeralda era el tuyo. No podría olvidar un nombre como ese, que significa «bella», como la piedra preciosa del mismo nombre.

—No recuerdo habértelo dicho por teléfono ninguna de las veces que te llamé. Solo decía: «Soy yo»

—La primera vez me costó saber quién era «soy yo», pero en seguida caí en la cuenta.

Ella sonrió. Y entraron en el local. Al observarla ahora, le parecía aún más guapa. Iba con el pelo mojado y olía a recién duchada.

Si la primera vez le encontró cautivadora, ahora podría conseguir sin esfuerzo que él perdiera los sentidos. Hablaron de todo. Su repertorio era colosal, no como las que conocía últimamente. Era inteligente, hermosa, divertida y… Casada. Se preguntó qué era lo que estaba haciendo allí, con ella.

Cuando tocaba despedirse, le pareció que apenas las agujas del reloj se habían movido. Una hora y media llevaban charlando. Ella se tenía que ir y deseaba justo lo contrario.

El camarero trajo la cuenta que él gustosamente pagó y salieron a la calle. Ahí la volvió a abrazar. Esta vez sin ganas de soltarla. Fue ella la que se despegó del abrazo, le sonrió y se fue.

Antonio, plantado en el mismo lugar, la vio alejarse.

Al llegar a casa, le escribió un mensaje.

—Ha sido una velada encantadora.

—Tú has sido encantador.

—No sabía que pudiera ser una persona encantadora a los ojos de una mujer como tú.

—¿A los ojos de una mujer como yo? ¿Qué significa?

—Que eres única, inteligente, divertida con unas ideas alocadas y fácil de hacer reír. Ese tipo de personas no abundan. Y he tenido la gran suerte de dar con una de ellas. Así que estoy más que encantado.

—¡Qué piropo!

—Me gustaría volver a verte —escribió dejándose guiar por su corazón.

—Y yo también.

—¿Te parece pronto pasado mañana?

—No. Me parece bien.

Antonio estuvo en las nubes durante toda la tarde. Rebosaba ganas de seguir en contacto con ella, pero sabía que no debía. Recordaba su sonrisa, sus gestos, su mirada. ¿Y si se había enamorado de ella? Si bien, sabia él, un segundo bastaba para enamorarse y toda una vida para olvidar. Su personalidad arrolladora, comunicativa y que entendiera de arte acompañada de una energía desbordante lo atraía más hacia ella.

.

El sonido estridente del teléfono le estaba taladrando la cabeza. Antonio, sin mirar la pantalla del teléfono, supo que era Juan. No le apetecía hablar con él.

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