Buch lesen: «Quantas o de los burócratas alegres»

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Quantas o de los burócratas alegres

Efectos de las cuantificaciones

y las mediciones en la educación superior

Germán Ulises Bula Caraballo

Sebastián Alejandro González Montero


Vicerrectoría de Investigación y Transferencia

2020

Bula Caraballo, Germán Ulises

Quantas o de los burócratas alegres : efectos de las cuantificaciones y las mediciones en la educación superior / Germán Ulises Bula Caraballo, Sebastián Alejandro González Montero. - Primera edición. - Bogotá :

Universidad de La Salle, 2020.

140 páginas ; 23 cm.


Incluye referencias bibliográficas

ISBN 978-958-5486-99-7 (impreso)

ISBN 978-958-5136-00-7 (digital)


1. Educación superior – Mediciones - Investigaciones 2. Mediciones y pruebas educativas – Investigaciones 3. Evaluación educativa - Investigaciones I. González Montero, Sebastián Alejandro II. Título


CDD: 371.26 ed.22

CEP-Universidad de La Salle. Dirección de Bibliotecas


ISBN: 978-958-5486-99-7

e-ISBN: 978-958-5136-00-7

Primera edición: Bogotá, D. C., abril del 2020

© Universidad de La Salle

Edición

Ediciones Unisalle

Cra. 5 n.º 59A-44, Edificio Administrativo, 3.er piso

PBX: (571) 348 8000, extensiones: 1224 y 1226

edicionesunisalle@lasalle.edu.co

https://ediciones.lasalle.edu.co/


Dirección editorial

Alfredo Morales Roa

Coordinación editorial

Andrea del Pilar Sierra Gómez

Corrección de estilo

Sabina Ojeda

Diseño de carátula

Milton Ruiz

Diagramación

William Yesid Naizaque Ospina

Conversión ePub

Lápiz Blanco S.A.S


Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier procedimiento, conforme a lo dispuesto por la ley.

Hecho en Colombia.

Contenido

Introducción

Primera parte

Medición

Take thou thy pound of flesh

Metrocosmética

Gorgias

Educación

Referencias

The winter of our discontent

Psicopolítica

Delirio

Desconfianza

Homo academicus

Rankings

Referencias

QS

There are more things on Heaven and Earth than are dreamt of in your philosophy

Singularidad

Episteme

Referencias

Segunda parte

Sentido práctico

Measure for measure

Practical metrology

Guía de lectura

Practical ways

Reasonable man

Referencias

Burócratas alegres

Love’s labour’s won

Juicios prácticos

Pragmatismo y creatividad

Educación

Jovialidad adulta

Wu wei

Referencias

Conclusiones

A midsummer’s night dream

Though this be madness, yet there is method in it

Educación no-trivializante

Medición

Cerebro mundial

Diversidad

El juego de los dados

Referencias

Introducción*

* Este libro nació en el contexto del proyecto de investigación Quantas. Sobre los procesos de cuantificación y medición en educación superior, convocatoria interna de la Vicerrectoría de Investigación y Transferencia de la Universidad de La Salle en el 2018. El proyecto, que estuvo a cargo de los profesores Sebastián Alejandro González Montero, investigador principal, y Germán Ulises Bula Caraballo, coinvestigador, contó con el apoyo de la Facultad de Filosofía y Humanidades.


Escribir es una forma de mantenerse cuerdo en tiempos desquiciados. Hoy navegamos en aguas turbulentas, entre la búsqueda del sentido y la marea de noticias falsas, de imágenes que no reflejan realidades, sino proyecciones de expectativas y deseos —verbi gratia, selfies, regresiones econométricas, etcétera—, de redivivos discursos autoritarios que hacen dudar del éxito del proyecto ilustrado. Tenemos expertos para cada cosa que haga falta. Nunca sobra dónde leer algo sobre automejoramiento y siempre habrá algún emprendedor quejándose de la actitud poco propositiva de quienes se toman molestias y tiempo para hacer preguntas incisivas.

Los imperativos de mejoramiento personal y los amantes de listas de cosas por hacer para alcanzar la felicidad, el éxito profesional, el dinero, la fama, etcétera, inundan los medios de comunicación. El discurso público bascula entre la banalidad de lo políticamente correcto y la tediosa derecha de siempre, quizás vestida de jeans o chaqueta de cuero, pero con el mismo discurso oligárquico, violento y nudo de toda compasión.

Las cosas no andan bien. Y no andan bien porque hasta las viejas y dignas instituciones encargadas de la reflexión han caído en la vorágine. Es mejor inventar delirios y viajes en eternos tormentos del pensamiento que aceptar que el mundo se ha convertido en un escenario de títeres y titiriteros desalmados, de masas embebidas de pasión, en un reino de cruda utilidad y miope pragmatismo. Las cosas no andan bien. Y no andan bien porque hasta las dignas instituciones del pasado recaen en actitudes así. La vida en la academia representa algo de lo mismo en lo cotidiano. Allí vemos adultos con los que no vale la pena conversar e instituciones enfocadas en ganar puntuaciones en rankings mientras adelgazan nóminas en función de criterios de eficiencia y funcionalidad. Este libro busca la lucidez en tiempos de locura.

***

La universidad está en movimiento: investigamos, realizamos procesos de acreditación y de seguimiento de egresados, creamos programas. Ahora bien, se puede estar en movimiento en dos sentidos diferentes, como quien se mueve por decisión propia y como quien es arrastrado por la corriente. Y, sin duda, en los últimos años, las corrientes que nos arrastran se han hecho fuertes: las exigencias, venidas de fuera, de internacionalización, de estandarización de procesos, de ISO 9001, de producción en investigación, de publicación en Scopus, de grupos en A1, son cosas que nos mueven. Pensar el movimiento propio, sin desconocer la fuerza de las corrientes, es un ejercicio de soberanía, de reflexividad ante la autoridad abstracta de los estándares y jerarquías, para pensar el asunto de la educación.

¿Por qué hablar de paranoia? ¿Qué tienen que ver las emociones con la universidad? ¿No son estas meros epifenómenos que apenas acompañan los procesos históricos e institucionales? Tal abstracción positivista era posible antes de que finalizara el 2016, cuando ciertas pasiones tristes fueron guías para que se dieran resultados electorales desastrosos en el Reino Unido, los Estados Unidos, Filipinas, Colombia… Muchas veces, el odio, la desconfianza y la ira guían la historia.

Soberanía también quiere decir bregar para que lo que nos pase venga de la alegría, del amor, de la biofilia, de la simpatía con aquello que sorprende, que crea, que crece. Lo cierto es que las instituciones están hechas de personas. Y de personas que participan, cuerpo y alma, en un colectivo. El trabajo universitario es imposible sin el compromiso personal: no se dedican dos horas a explicarle personalmente a un alumno de primero cómo funcionan las comas si no se ha incorporado a la propia subjetividad la misión de la universidad; no se lee un artículo entero para que quede más preciso un pie de página si no se piensa que lo que uno hace tiene sentido. Y ese sentido deriva de la participación en un nosotros.

Solo se es miembro de una comunidad si en ella se tiene una voz; quienes hacen parte de un colectivo participan en su soberanía. Pero hay que cumplir con las normativas ISO 9001, hay que publicar o perecer, hay que aumentar los programas de extensión si queremos conservar la acreditación, hay que competir… Ante la deriva, la corriente, es muy poco lo que se puede decidir con soberanía. Y aquí es donde lo emocional se interseca con lo institucional. La falta de soberanía afecta el sentido de pertenencia al nosotros y esto produce una erosión de las relaciones de cooperación, que se reemplazan por vínculos de competencia, con toda la carga emocional que esto implica. Lo institucional afecta lo emocional y viceversa. De hecho, entre las funciones de las emociones positivas están la exploración libre y curiosa de nuevos horizontes y la creatividad y el humor que ocurren en situaciones de seguridad contextual.

Estas ideas no tienen que ver con el carácter personal de los involucrados: más bien, la situación hace el carácter. Una cosa es lo que es por ser un nodo en una red, por ocupar un lugar determinado debido a los nodos con los que está conectada y los nodos con los que estos se conectan a su vez. Un error persistente en la percepción del funcionamiento de las sociedades e instituciones es atribuirles a las personas —o al carácter individual de las personas— las fallas de las estructuras de estas. De nuevo, cabe referirse a los desastrosos resultados electorales de los últimos tiempos: la gente no atribuye los fracasos de las instituciones a su estructura, sino a la debilidad de quien lleva el timón, y concluye que se necesita de un strong man, al que se le perdona todo con tal de que sea fuerte.

¿Cómo se encuentra la estructura de una institución? Hay una respuesta sencilla, pero errada, a dos clics de distancia: consultar el organigrama. Los organigramas son constructos más bien imaginarios, que no capturan los verdaderos procesos de información y decisión en una organización. Siguiendo a Latour, proponemos que hace falta un trabajo cartográfico más arduo, que consiste en seguir las redes de afectos y efectos en una organización: ¿qué hace que algo haga otra cosa? Se puede comenzar desde cualquier lugar, no hay que discriminar entre cosas y personas: una orden de un superior puede desencadenar actividades o no; una mala cara de una secretaria también; o el cambio de la ubicación espacial de una oficina; o una ligera modificación en el funcionamiento de un formato. Una de las intuiciones poderosas de la teoría del actor en red de Latour es darse cuenta de que las cosas no son solo cosas inertes: todo profesor universitario sabe que un formato, por ejemplo, de evaluación de investigación, no es solo un formato.

El organigrama es un mapa, no es el territorio. Y, sin embargo, los mapas pueden incidir sobre el territorio: los mecanismos de medición no son neutras herramientas de valoración, cargan consigo valoraciones y prescripciones. ¿Qué hacen nuestros mapas? Entre otras cosas, producen tensiones: la tensión, por ejemplo, entre las horas laborales asignadas en un plan de trabajo y el tiempo real que toman las tareas; o la tensión entre las aspiraciones grabadas en el syllabus y la realidad del salón de clase.

A menudo, se invierte la relación de medios y fines: las mediciones dejan de ser una ayuda para el trabajo académico —una forma de diagnosticar problemas y rendir cuentas— y empiezan a convertirse en el fin del trabajo universitario. Es necesario comprender cómo funciona la dinámica entre las metas y los planes trascendentes de una institución y el trabajo inmanente que allí se realiza.

No es que los sistemas de medición, los organigramas, etcétera, sean mentirosos: son modelos. Y un modelo implica, siempre, una simplificación selectiva de la realidad que está modelando. Los mapas son útiles; sin embargo, no hay que confundirlos con el territorio. El mapa es una abstracción que, por ejemplo, bajo el título de “misión y visión” se cuelga en la página web; el territorio es lo que se juega en lo inmanente de las infinitas transacciones cotidianas entre cosas y personas que constituyen la universidad. Es necesario rendir cuentas; es necesario que un sistema tenga un mapa de sí mismo y hojas de ruta respecto a donde quiere ir. Pero la atención a mapas trascendentes no puede llevar al olvido del terreno inmanente, en el que se juega la vida cotidiana, en el que nace lo nuevo.

¿Cómo nace lo nuevo? Las líneas de fuga son aquellos movimientos que producen nuevas conexiones, alterando así la red, produciendo nuevos ensamblajes. Si reconocemos que la nuestra es una sociedad necesitada de cambios profundos, tenemos que ver con cariño el brote de pasto que sale por entre los quiebres del asfalto —y que frustra nuestros planes de una acera limpia, uniforme—, tenemos que cultivar la biofilia, el amor por lo nuevo y lo naciente. No obstante, lo nuevo y naciente es, justamente, lo que no está en los formatos, lo que no aparece en los organigramas, lo que no se deja categorizar en sistemas de medición basados en la homogeneidad. El brote de pasto crece en los intersticios, en los espacios en blanco que se dejan para lo creativo.

La Universidad de La Salle, en particular, no puede desconocer el entorno en que vive ni las exigencias económicas y gubernamentales que este le impone; pero, si ha de ser soberana, tiene que pensar en formas propias de abrigar lo vivo y lo nuevo que sean consistentes con su propio ethos y misión. Este libro se ofrece como un primer paso en esta dirección.

Primera parte

Medición

¿Qué es la metrocosmética? En el 2017, el cereal Quaker de manzana y canela comenzó a aparecer con un anuncio: “35 % menos azúcar”. Quien examinaba la información nutricional en el lomo de la caja descubría que se redujo el azúcar manteniendo exactamente el mismo sabor, utilizando exactamente la misma receta: la empresa decidió disminuir el tamaño de las porciones sugeridas un 35 % (Doctorow, 2017).

“Metrocosmética” es el nombre de un síntoma ubicuo de alguna grave enfermedad que afecta nuestros tiempos. Los académicos publican textos con un ritmo febril, atendiendo mucho más a la cantidad que a la cualidad, mucho más a los rankings que a la promoción del conocimiento. Las escuelas incurren en el teaching to the test, en entrenar a los alumnos para salir bien en las pruebas estandarizadas, a expensas de la calidad de su educación. Los gobiernos en todo el mundo hacen esfuerzos por incrementar el producto interno bruto (PIB) de sus países —supuestamente es una medida de bienestar—, a menudo en detrimento de la prosperidad de sus ciudadanos.

En Colombia, el Gobierno y los medios han equiparado un aumento en el número de hectáreas de sembrados de coca fumigadas con herbicida con el éxito en la guerra contra las drogas, pero estas son cada vez más abundantes en las calles (Caracol Radio, 2016). Por otra parte, en los Estados Unidos, los jueces y policías castigan crímenes menores con excesiva severidad para que la opinión pública vea que “obtienen resultados” (American Civil Liberties Union, 2015).

En resumen, las instituciones buscan sacar buenos resultados según los indicadores numéricos, a costa de un buen desempeño en las funciones sociales que dichos indicadores se supone que miden (Bula, 2012). En todos los casos reseñados, la acción institucional es metrocosmética: una reacción cosmética a la introducción de un indicador cuantitativo. En lo que sigue, exploraremos la curiosa relación de nuestro tiempo con lo cuantitativo, daremos la definición, sintomatología, etiología y patología de la metrocosmética y la discutiremos a la luz de algunos pasajes interesantes del Gorgias de Platón, para finalizar con una discusión sobre la metrocosmética en el caso concreto de la educación.

Take thou thy pound of flesh

Para el pensador esotérico y tradicionalista Guénon (2001), nuestros tiempos, profundamente atípicos, constituyen el final de un largo ciclo cósmico, que comienza con una Edad de Oro —conectada a la trascendencia, ordenada, jerárquica, cualitativa— y se va desordenando por sucesivas rebeliones: la espiritualidad lunar contra la solar, la casta guerrera contra la sacerdotal y contra esta los comerciantes y esclavos. Le siguen la Edad de Plata, la Edad de Bronce y, finalmente, la nuestra, la Edad de Hierro, Kali Yuga, la más burda, la que más se ha alejado del principio sagrado; en la que, por primar el desorden, se difuminan las distinciones cualitativas y tiende a quedar la mera materia nuda, la mera cantidad. El nuestro es el reino de la cantidad.

Según Guénon (2001), el ascenso de la ciencia moderna —matemática en esencia— es consistente con la progresiva indiferenciación de los seres en el mundo moderno. En efecto, contar solo es posible si los elementos que se cuentan se tratan como homogéneos: a riesgo de sumar peras con manzanas, todo lo que se cuente debe pertenecer a la misma clase, bien porque ontológicamente lo es o porque se le trata así mediante la abstracción o la observación incompleta, que deja a un lado las diferencias individuales.

Procusto, hijo de Poseidón, residía en las afueras de Eleusis —ciudad de la antigua Grecia— y ofrecía su casa a los viajeros solitarios. Cuando el viajero dormía sobre su cama de hierro, Procusto lo asesinaba de una entre varias maneras: si su víctima era más pequeña que la cama, tomaba un martillo y la descoyuntaba hasta que la ocupara en su totalidad; si era alta, serraba las partes que sobresalían —pies, cabeza, brazos—. Para Guénon (2001), de forma análoga, la abstracción cuantitativista hace violencia epistemológica a sus objetos, homologa lo que no se puede homologar. La queja del misterioso tradicionalista ha encontrado eco en lugares improbables: Nussbaum (2012) ha promovido el enfoque de capacidades para combatir el efecto reductivo que tiene en la política la atención excesiva al PIB, que no solo deja de dar cuenta de los factores reales que afectan las posibilidades de vida y las capacidades de las personas, sino que distrae la atención sobre estos; el enfoque del PIB:

[…] agrega diversas partes componentes de la vida humana, sugiriendo con ello que un único número bastará para decirnos todo lo que necesitamos saber sobre la calidad de las vidas de las personas, cuando, en realidad, este no nos proporciona buena información. Hace pasar por una especie de embudo unificador aspectos de la vida humana que, no solo son diferenciados, sino que están escasamente correlacionados entre sí: salud, longevidad, educación, seguridad física, derechos y accesibilidad políticos, calidad medioambiental, oportunidades de empleo, ocio y otros más. (pp. 70-71)

Para el tradicionalismo (Evola, 1987), la Revolución francesa representó un punto de quiebre, la señal de que el mundo entraba en la fase final de la Edad de Hierro, en la pura disolución. Justo en ese momento, Burke (1999), en Reflections on the Revolution in France, se quejó de la “metafísica” del gobierno republicano, que asume de forma acrítica que todos los seres humanos son iguales:

los legisladores que diseñaron las repúblicas antiguas sabían que su emprendimiento era demasiado arduo para lograrse con la mera metafísica de un bachiller y la matemática de un recaudador. Su asunto eran los hombres, y tenían que estudiar la naturaleza humana. Su asunto eran los ciudadanos, y estaban obligados a estudiar los efectos de aquellos hábitos que se comunican a través de la vida civil. Eran sensibles a los efectos que esta segunda naturaleza, los hábitos, tiene sobre la primera, produciendo una nueva combinación; de aquí surgieron muchas diversidades entre los hombres, de acuerdo con su nacimiento, su educación, sus profesiones, el largo de sus vidas, su vivir en el campo o la ciudad […], todo lo cual los diversificó como si fueran especies animales diferentes. Por ello, los legisladores se vieron compelidos a tratar a los ciudadanos como perteneciendo a clases diferentes, y ponerlos en diferentes situaciones en el Estado, acordes a lo que sus hábitos diferentes les capacitaban para ocupar, y darles privilegios diferentes […] de modo que hubiera protección contra la diversidad de interés que debe existir y competir en una sociedad compleja; pues al legislador antiguo le habría dado vergüenza que, mientras que el pastor sabía cómo clasificar y darles uso a sus ovejas, caballos y bueyes, y tuviera suficiente sentido común como para no abstraer e igualarlos a todos como ‘animales’ sin darle a cada uno su comida, cuidado y empleo adecuados, él, el estadista, organizador y pastor de hombres, se diera aires de abstracto metafísico y resolviera a no saber nada de su rebaño excepto como ‘hombres en general’. (pp. 185-186, traducción propia)1

La tendencia hacia la cantidad que diagnostica Guénon (2001) no es exclusivamente epistemológica; más bien, para que los mecanismos cuantitativistas que gobiernan el mundo moderno puedan funcionar, el mundo en sí mismo se debe homogeneizar, incluyendo a los seres humanos; por ejemplo, la globalización de la industria requiere la estandarización de los productos y procedimientos (Timmermans y Epstein, 2010). En el reino de la cantidad se busca el mayor número de objetos posible, tan similares entre sí como se pueda (Guénon, 2001), lo que, a su vez, requiere de trabajadores similares entre sí y, en últimas, máquinas, que son los mejores trabajadores en este reino.

Asimismo, la acción burocrática busca la homogeneización (Guénon, 2001; Weber, 1946). Los estándares, en principio voluntarios, se hacen obligatorios por presiones del mercado o regulaciones tecnocráticas y ejercen poder sobre nuestras vidas; no son neutrales: la selección de una dieta estándar —verbi gratia, para almuerzos escolares—, de un tamaño estándar de asiento de avión, de un aguacate estándar para el comercio internacional, privilegia a unos grupos por sobre otros (Timmermans y Epstein, 2010).

Para Porter (1995), la naturaleza cuantitativa de la ciencia moderna, así como la confianza que los modernos ponemos en los números, tiene que ver con una cierta ética de la objetividad: en efecto, pensamos que la objetividad consiste en la supresión de todo lo subjetivo o personal; el científico debe omitir en su investigación todo lo que sea único, interesado o individual y adoptar una ética de la renuncia. El número es la lingua franca de la ciencia moderna y tiende a rechazar los conocimientos que no se obtienen a través de métodos cuantitativos y replicables (Porter, 1999); como contracara, propende a considerar serios e importantes los datos cuantitativos:

tendemos a sucumbir a lo que podríamos llamar la ‘falacia de la medición’, o, lo que es lo mismo, al convencimiento de que, como una determinada cosa (pongamos por caso el PIB) es fácil de medir, esta ha de ser la más pertinente o la más central. (Nussbaum, 2012, p. 82)

En la academia se vive el reino de la cantidad. Neave (2012) describe los cambios recientes en la administración de la educación superior como el ascenso del “estado evaluativo”: profesores y universidades se ven abocados cada vez más a someterse a todo tipo de evaluaciones cuantitativas, sistemas de rankings y procesos de acreditación de los que depende su viabilidad; estos procesos tienden a homogeneizar a los profesores, alumnos e instituciones.

En términos de Lazzarato (2012), podemos decir que el Estado, a manera de acreedor frente a las universidades, se arroga poderes evaluativos sobre estas y restringe su poder de acción. Así, la cuantificación es un instrumento de poder disfrazado de objetividad, que permite jerarquizar a instituciones e individuos y presionar su normalización (Foucault, 2002): las universidades adoptan políticas para satisfacer los rankings; quien mide decide hacia dónde se encaminan los esfuerzos.

Más que la prisión, la escuela resulta aquí paradigmática: es un aparato de examen ininterrumpido, un ritual perpetuo del poder. La mirada es coactiva de suyo, sin importar que haya consecuencias explícitamente atadas al examen; la evaluación “puramente diagnóstica” también pone nerviosos a estudiantes, profesores o directivos (Foucault, 2002, p. 200).

En esta Edad de Hierro, en la que —como con las células cancerígenas— la cualidad deviene mera cantidad, en la que se acaban las castas y no quedan sacerdotes ni guerreros, solo comerciantes, en la que el huevo cósmico se convierte en un cubo inmóvil puramente material y en la que todo se prepara para la última conflagración y el comienzo de un nuevo ciclo cósmico, aparece la enfermedad de la metrocosmética.