La navaja de Ockham

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La navaja de Ockham
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Intelisano, Gastón

La navaja de Ockham / Gastón Intelisano. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.

Libro digital, EPUB


Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-1264-2


1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com


Imagen de solapa: Diana O’Higgins Fotografía

Para Sofía,

mi sobrina menor favorita.

Y para Amalia, mi abuela paterna,

que partió el mismo día que esta novela vio la luz.

“La ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia”.

Carl Sagan

“Nuestra vida está construida sobre la muerte de otros”.

Leonardo Da Vinci

“La verdad se corrompe tanto con la mentira

como con el silencio”.

Cicerón

1

En la televisión no dejan de hablar del eclipse de luna. No sé si porque no hay noticias o porque realmente el espectáculo lo merece. Es lo que menos me importa en este momento. Son casi las diez de la noche del sábado 16 de diciembre, y hace casi una hora recibí un extraño mensaje en mi celular que me puso los pelos de punta y me hizo pensar en lo peor. El mensaje de texto de un “número desconocido” rezaba:


EL JUEGO NO TERMINÓ. LA TENEMOS A ELLA.


¿A ella?

Entonces empecé a atar cabos y todas las fichas cayeron juntas, acomodándose al mismo tiempo. ¿”Ella” era Siria, mi novia? ¿La mujer a la que volví a ver hace dos años, después de estar separados por una década, cuando ella fue tras el empleo de sus sueños en un periódico de Madrid? ¿La periodista diez años mayor que yo, con la que recientemente decidimos convivir? ¿Es esto el mensaje de sus secuestradores? ¿Me están diciendo que la tienen en su poder? Mi preocupación crece a cada minuto. La he llamado repetidas veces a su celular y no consigo comunicarme con ella. Le he enviado dos mensajes a su WhatsApp, en los que la doble tilde gris me indica que han salido de mi celular y han aterrizado en el suyo, pero todavía no los ha leído. Trato de tranquilizarme: si está conduciendo por la atestada ruta 2 difícilmente pueda revisar su celular. Además, tiene la mala costumbre de activar el modo silencio a su celular, por lo cual, si no tiene el aparato en uno de sus bolsillos y lo siente vibrar, no sabrá que la estoy llamando. Toda esta racionalización de mis miedos no logra apaciguar mi ansiedad, que crece exponencialmente con el paso de los minutos.

—¿Qué hacemos?–me pregunta Nicolás Massacesi, un fiscal de la ciudad de Mar del Plata que, además de ser uno de los mejores en lo suyo, es un gran amigo.

—Todavía nada, no quiero armar un revuelo por algo que tal vez sea una broma.

—¿Cómo pudieron conseguir tu número de celular?–me cuestiona, y es lo que más temo.

—No sé, pero todavía no llames a nadie. No quiero a todas las fuerzas iniciando una búsqueda frenética. Lo que sí quiero es que Juanjo rastree el origen del mensaje de texto–le indico, refiriéndome a nuestro jefe de la División Informática Forense, Juan José Ortiz.

—Ya lo llamo–me responde Nicolás, tomando su IPhone de uno de los bolsillos de su pantalón.

Hago un último intento. Esta vez, no marco la tecla REDIAL para volver a discar el número automáticamente, sino que lo hago número por número. A continuación presiono el ícono verde que iniciará la comunicación. Se produce un segundo de silencio incómodo y luego el tono de llamada. Una, dos, tres veces… Y entonces, cuando vuelvo a empezar a caer en la desesperación, la voz de Siria se materializa y la siento tan cerca, como si me hablara parada junto a mí.

—¿Santiago?–Siria y su particular forma de atender mis llamados. Jamás dirá “hola” como el resto de los mortales. De fondo hay una sinfonía de bocinas que se turnan para hacerse notar. En su voz advierto que hace un esfuerzo para escucharme.

—¡Siria! –le respondo, aliviado y desesperado por saber dónde se encuentra. Y si se encuentra bien.

—Recién estoy saliendo. Esto es una locura. Con la cantidad de despidos que hubo estas últimas semanas, somos cada vez menos y con el doble de trabajo… –se apresura a decirme.

—Me tenías preocupado… recibí un mensaje bastante extraño y… –comienzo a decirle, pero ella me interrumpe:

—¿Qué mensaje extraño?

—Nada… no te preocupes. –Trato de restarle importancia, pero lo que ella me dice a continuación me preocupa aún más:

—A mí me llamó una mujer… ¿vos encontraste tu celular?

—¿Qué mujer?.. ¿qué te dijo? –le pregunto impaciente, porque no entiendo de qué habla.

—Me dijo que le pediste que me avisara que perdiste tu celular y que ibas a estar en un caso importante. Que por ese motivo no ibas a estar en tu casa…

—Yo no le pedí a nadie que te llamara y nunca perdí mi celular…

Se hace un silencio de algunos segundos y luego me responde:

—Qué raro…

—¿Cómo era la voz de esa mujer? ¿Joven, vieja… tenía algún acento?–Quiero que trate de hacer memoria, mientras el recuerdo esté en su mente.

—No sé… parecía la voz de una mujer joven… qué sé yo. No le presté demasiada atención. Parecía un mensaje de lo más normal. Calculé que era alguna de tus compañeras de trabajo.

Algo raro se está pergeñando a mi alrededor y no sé qué o quién está detrás. De repente me siento observado, acorralado por alguien que desde las sombras está manejando los hilos de mi vida y de los que me rodean.

—Tengo que avisarle a Battaglia.

—Santiago, ese hombre se llama Andrés... ¿Cuándo vas a poder llamarlo por su nombre?–me pregunta por enésima vez.

—Creo que nunca –le respondo. Y es verdad. Fueron muy pocas las veces en que pude llamar a Battaglia por su nombre de pila.

—Te amo…

—Yo más. Cuidate y mantené el celular cerca. Cualquier cosa me llamás–y cuelgo.

Nicolás que aguardó pacientemente a que yo terminara de hablar del otro lado de la puerta, ahora se acerca y lo veo visiblemente contento.

—Menos mal que no iniciamos un protocolo de secuestro… –me dice, aliviado.

—Sí. Por suerte está bien. Solo que recibió un llamado que me inquieta un poco.

—¿De quién? –quiere saber.

—No sé. Solo sabe que era una mujer, adulta y que le dijo que yo había perdido mi celular. Que le avisaba que yo iba a estar en un caso importante y que por ese motivo no iba a estar en mi casa…

—Qué raro… che.–En su rostro se dibuja la preocupación y se rasca la barba corta y prolija con dos dedos.

—No sé qué pensar…

—Podemos pedirle a Juanjo que además intervenga su teléfono y ver si puede rastrear esa llamada…

—Sería genial –le respondo.

—Me pidió que le guardemos carne, chorizo y morcilla…

—Se lo ganó –le respondo. Y le propongo que volvamos a la fiesta y a cuyos integrantes no quisimos hacer parte de nuestra preocupación.

Mientras caminamos, y de a poco el murmullo de voces y música comienza a llegar como una ola de calor, le digo:

—Aunque estoy más tranquilo ahora que sé que Siria se encuentra bien, que era mi principal temor cuando recibí el mensaje… hay algo que me hace ruido y no deja de inquietarme…

—Despreocupate… en cuanto sepamos el origen del mensaje, ordeno un allanamiento.

Nicolás me palmea el hombro y me empuja para que apure mi paso y salgamos al patio, donde todos ya están degustando la picada de fiambres y quesos y una copa de vino tinto y, en algunos casos, vino blanco.

Lamentablemente, no tardaríamos en volver a tener noticias de los que me enviaron el mensaje. Y esta vez, nuestros peores temores se harían realidad, cuando finalmente se revelara quién era “ELLA”.

2

El eclipse estaba por completarse a medianoche, cuando ya habíamos terminado de cenar. Andrea servía el postre (el delicioso cheesecake que habían traído mi hermana y Octavio, su marido). Ya me habían cantado el “Cumpleaños feliz”, ya había pedido mis tres deseos y ahora nos íbamos pasando los platos descartables blancos y cucharitas que había comprado para la ocasión. Ángela cortaba las porciones y Andrea le agregaba salsa de frutos rojos a quien lo pedía. Yo estaba sentado a un lado de la cabecera de la larga mesa, de donde me habían desplazado tras haber soplado las velas. Mi sobrina Elena se había dormido en mi regazo minutos antes, y ahora mi hermana me la reclamaba para acostarla en mi cama.

—Rodeala con los almohadones –le recomiendo, como si no supiera cuidar a su propia hija.

—Con todos los que tenés le va a costar caerse de tu cama, no te preocupes –me responde. Y tiene razón. Si hay algo que no falta en mi cama o en mi casa son almohadones.

 

La traslado a sus brazos con la mayor delicadeza, para que no se despierte. Pero está bien dormida. Está cansada, han hecho un largo viaje desde Buenos Aires y es tarde para una nena de tres años como ella. La sigo con la mirada. Su cabecita en el hombro de su madre. Una pequeña mata de pelo se pega a su frente con la transpiración. Su piel suave, su nariz colorada de tanto estar apoyada contra mi pecho. Es increíble lo mucho que uno puede llegar a querer a un sobrino. En este momento, para mí es lo más cercano a ser padre. Las veo perderse en las penumbras de mi living, entonces mi mirada viaja como un insecto inquieto por mi patio. La transmisión del eclipse en televisión. Laura Urquiza, la criminóloga, que no para de hablar con Jorge Parisi, el jefe de la División RASTROS. Battaglia y Andrea que siguen sirviendo porciones de mi torta de cumpleaños y ríen, como si todo estuviese bien en el mundo… de repente, veo que Nicolás se levanta de la mesa para atender su celular. Su rostro se ensombrece tras escuchar a su interlocutor y comienza a alejarse hacia un rincón apartado del patio. Un mal presentimiento me cruza la espalda como un escalofrío.

Algo no está bien. Nicolás no para de dar indicaciones y hace numerosas llamadas en pocos minutos. No quiero acercarme hasta que termine. Pero me doy cuenta de que ha pasado algo que requiere de toda su atención. Cuando por fin corta la comunicación y guarda su celular, lo veo acercarse con la preocupación tatuada en el rostro.

—Tenemos problemas, acompañame al auto… –me pide en voz baja.

Me pongo de pie, y lo sigo a paso acelerado a través de mi casa. Cierro la puerta vidriada que da al patio, dejo atrás mi cocina pequeña y poco usada, y llegamos al living donde Nicolás comienza a buscar su abrigo entre la montaña que se ha formado en el sillón de tres cuerpos. Decir abrigo es una exageración en esta noche cálida y húmeda en la que la brisa marina no alcanza a bajar la temperatura y esta se estancó en unos inusuales veintisiete grados centígrados. Cuando lo encuentra, enfila hacia la puerta de entrada que abre sin problema. No está cerrada con llave.

—Estaba abierta… –me dice y con la mirada apunta al picaporte que accedió sin problemas.

—Debe haber quedado así cuando llegó mi hermana… –le respondo y soy consciente de por qué lo dice.

—Llevate un abrigo–me sugiere. Llevo puesta una remera lisa blanca, unos jeans azules y zapatillas deportivas oscuras. Elijo un saco no demasiado formal, sin saber dónde nos dirigimos. Cierro la puerta de entrada que queda trabada con un fuerte sonido metálico. Sigo a Nicolás hasta su auto, lo veo desactivar la alarma, y sentarse del lado del conductor. Rodeo el auto y abro la puerta del acompañante. Me siento a su lado, mientras él no para de mandar mensajes desde su celular.

—¿Me vas a decir qué pasó o voy a tener que escucharlo en las noticias?

—Desapareció una nena de 5 años de un departamento del Torres del Atlántico, hace tres horas. –Se refiere a uno de los complejos habitacionales más nuevos y lujosos de la ciudad. No lo conozco por dentro, pero por fuera es imponente.

—¿Cómo que “desapareció”?

—Los padres hicieron la denuncia hace casi dos horas. Alrededor de las 21 horas se fueron a cenar. Ellos y dos matrimonios españoles que viven en el mismo edificio y hace poco menos de un año que vinieron a quedarse en el país. Todos médicos. Cirujanos, para ser más precisos. De una comuna de Alicante. Lo que sé hasta ahora es que fueron al restaurante que está a una cuadra del edificio y dejaron a la nena que está desaparecida, durmiendo en una habitación del departamento junto a los dos hijos más pequeños, de otro de los matrimonios, de casi tres años. Dormían en distintas camas. –Todo esto me lo dice sin dejar de mirar su celular, mientras su dedo índice sigue deslizando mensajes que aterrizan en la pantalla. Alguno de los instructores judiciales ya debe estar en el lugar y le está informando cada paso que dan.

—¿Hace tres horas desapareció? –le pregunto, mientras en mi cabeza comienza a formarse una teoría que me parece demasiado oscura y tenebrosa.

—Por lo menos. La madre volvió al departamento a buscarse un abrigo porque tenía frío durante la cena, y ahí cayó en la cuenta de que la nena no estaba en la cama. La buscó por los otros ambientes, los pasillos y corrió al restaurante a avisarles a su marido y a los demás. –Por primera vez, desde que subimos al auto, deja de prestarle atención a la pantalla de su celular y me mira, preocupado.

—¿Estás pensando lo mismo que yo? –le digo, y estoy casi seguro de que sí.

—El mensaje que recibiste –me responde.

—Sí, me llegó casi al mismo tiempo, o muy cerca, del momento en que la nena desaparece. “EL JUEGO NO TERMINÓ, LA TENEMOS A ELLA”. ¿Los secuestradores se comunicaron conmigo para dar aviso de su crimen? ¿Cómo consiguieron mi número? Y la pregunta que más me inquieta: ¿Por qué a mí?

—Juan José todavía no me respondió… –Nicolás revisa su casilla de mensajes, pero se desilusiona al no encontrar aún la respuesta del técnico informático.

—Ya estoy llamando a todos en el equipo de Escena del Crimen. Paola y Patricio están de guardia, pero quiero a por lo menos dos más para que revisen todas las instalaciones.

—Decile a Jorge Parisi que lo quiero dirigiendo la búsqueda de Rastros, y avisale a Battaglia, así se viene con nosotros. No quiero a ningún otro investigador más que a él. Y espero con todas mis fuerzas que no estemos frente a un homicidio…

Siguiendo sus directivas, bajo del auto y vuelvo a entrar a mi casa. Cuando estoy por entrar, escucho que Nicolás me habla desde su auto.

—Tengo que irme ya mismo. Antes de que se enteren los medios. Cuando tengas todo organizado los espero allá. Que estén lo antes posible.

—Dale –le respondo, mientras la adrenalina recorre mi cuerpo como un sorbo de café negro y fuerte, despertando mis sentidos sopesados por el alcohol y la cena. Antes de poner el auto en marcha, y mientras abrocha su cinturón de seguridad, Nicolás me dirige una de sus sonrisas cómplices que ya conozco muy bien y me dice:

—Me había olvidado: Feliz cumpleaños.

Y ahí vamos otra vez. Ya ha pasado la primavera exuberante, donde todo renace al igual que la cantidad de suicidios. Han quedado atrás los meses de frío glacial donde abundan las muertes por monóxido de carbono, de ambientes mal ventilados e instalaciones de dudosa seguridad. Los vientos helados dan paso a la calidez, y estos devuelven la cosecha invernal de prostitutas, drogadictos y vagabundos. Pronto llegarán enero y febrero, los meses de la navaja. Calor y homicidios. Transitamos el mes de las fiestas: jo, jo, jo… Papá Noel y, por supuesto, los suicidios. Toneladas de ellos.

Orificios de bala, heridas de cuchillo, cuerpos apaleados, una macabra procesión vomitada desde los barrios pobres de la ciudad. Seguidos por marzo, comienzo del otoño, estación de plantas marchitas, remordimiento y pérdidas inexplicables. Chiquitos golpeados con hematomas subdurales y hemorragias petequiales. Luego abril, benigno, plácido: los pavimentos calcinados de la ciudad se refrescan mientras la muerte descansa un poco, agotada por tanta carnicería. Como tantas otras empresas prósperas, la nuestra tiene altibajos. Hay una época de vacas gordas y otra de vacas flacas. De retracción y de auge. Buenos tiempos, que como sabemos muy bien, auguran la aproximación de otros malos. Al fin y al cabo, estamos sujetos a las mismas presiones e incertidumbres que cualquier otra empresa, pero nuestra especialidad es única. Somos forenses. Forenses de la ciudad de Mar del Plata.

3

Media hora más tarde había reunido a mi equipo completo y llegábamos con el Móvil de la Unidad Escena del Crimen a la puerta trasera del edificio de departamentos. Detrás, nos seguía Battaglia en su auto, junto a Jorge Parisi y dos técnicos en búsqueda de huellas y rastros.

Cuando bajamos de nuestros autos, pude ver a unos metros el de Nicolás, que estaba estacionado casi en la esquina. Corría una suave brisa que venía desde el mar, que a esta hora era una inmensidad oscura y difusa a unos cientos de metros. La luna era apenas una sonrisa, torcida y muy fina. Miré esa inmensa construcción constituida por tres torres de departamentos, con sus balcones redondeados e idénticos. Había muy pocas ventanas iluminadas a esa hora y desde afuera casi todas las del primer piso eran cubiertas por un cerco vivo de ligustrina que se desplegaba desde la puerta de entrada y daba toda la vuelta a la esquina. Un camino central comunicaba a las tres torres y cada una llevaba el nombre de un cantante de tango. El restaurante donde los padres cenaban a la hora en que la nena fue secuestrada se llama Piérida, y las pastas de ese lugar son excelentes. Se encuentra apenas a una cuadra del complejo y lo sé porque he cenado allí más de una vez con Siria. La luz anaranjada de unos faros altos bañaba toda la calle y una de las caras del complejo, dándoles una tonalidad crema a las blanquecinas paredes. Entramos por un portón techado de color negro, al igual que las altas rejas que impedían el paso a cualquier persona que no viviera allí. En el centro, entre la puerta peatonal a la derecha, y el ingreso para autos a la izquierda, que descendía a un garaje subterráneo, estaba la pequeña garita del guardia y a través de sus vidrios polarizados pude ver el brillo de varios monitores de cámaras de seguridad. En realidad, se trataba de un gran monitor dividido en varios recuadros que correspondían a las distintas cámaras desperdigadas por todo el perímetro. Ante nuestros ojos se veían imponentes dos de las torres. La tercera se escondía tras la primera de la derecha. Había varias motos estacionadas a nuestra derecha sobre la vereda y un hombre apilaba cajas y muebles que estaba bajando de una camioneta vieja y desvencijada. Recordé la frase que mi abuelo pronunciaba cuando pasábamos frente a una casa a la que se estaban mudando: “Mudanza… suerte y esperanza”. Mi abuelo materno era un hombre supersticioso que se santiguaba si veía un gato negro, no pasaba la sal de mano en mano y creía haber visto cara a cara a un ovni. No heredé de él ese costado mágico poco práctico, aunque sí la avidez por la lectura y el placer por los viajes.

Nos acercamos a la ventanilla del guardia de seguridad que está a casi dos metros de alto del piso. El hombre nos devuelve el saludo y presiona un interruptor que abre el portón en forma automática.

—Adelante, los están esperando –nos dice, después de que Battaglia le muestra su placa.

El portón se abre y entramos al complejo que parece una pequeña ciudad. El camino de baldosas oscuras es ancho y a ambos lados hay árboles y mucho césped. Hay unas cuantas farolas altas que destellan iluminando nuestros pasos y dejan pocos focos de oscuridad. Las torres forman un triángulo, ubicadas cada una en un punto. En el espacio entre ellas, hay una plaza con juegos para chicos y en el fondo, tras la tercera, hay una piscina, no muy grande, pero lo suficientemente espaciosa para divertirse los fines de semana y ser el más popular entre tu grupo de amigos. Recordé mi infancia, y lo mucho que me ayudó a socializar, el hecho de ser el único que tenía piscina en su casa. Fue fácil ganar amigos. No sé cómo lo hubiese logrado de otra forma. Llegar a un colegio nuevo y ser tímido e introvertido no son las mejores armas para lograrlo. Pero después del primer verano, yo era una estrella entre mis compañeros de aula, aunque sabía que ese estrellato estaba basado en su interés por pasar los fines de semana haciendo bombas y zambullidas en mi piscina.

La senda peatonal discurre en ambos sentidos, pero tomamos la bifurcación izquierda, porque el matrimonio cuya hija despareció vive en la Torre 2. Subimos varios escalones y accedemos a una pequeña galería acristalada. Un oficial de la policía de la ciudad nos abre la puerta de vidrios entintados para que podamos ingresar en el área de ascensores. Pero como solo subiremos un piso, tomamos las escaleras. Unos quince escalones de mármol desembocan en el pasillo que comunica los departamentos del primer piso.

—Semejante edificio y mudarse al primer piso… Yo quisiera el piso más alto –comenta Battaglia en voz baja, cuando llegamos a la puerta de entrada a la escena del crimen.

—No si vivís con una nena pequeña cuyo interés por el balcón puede ser fatal… –le respondo.

—En eso tenés razón…

La puerta del departamento está entreabierta y golpeo con mis nudillos dos veces para anunciar nuestra presencia. Mientras espero que abran, alcanzo a ver por la delgada rendija la luz de los flashes de una cámara fotográfica. La puerta se abre unos segundos después y la humanidad de Nicolás Massacesi se materializa ante nosotros. Lleva puestos guantes de látex blancos en sus manos, un barbijo que cubre su nariz y su boca y una cofia que envuelve su cabello corto.

 

—Pasen –nos dice y su voz se oye pastosa a través del barbijo.

Entramos a un departamento amplio de por sí en dimensiones, pero que al estar bien distribuidos sus espacios, da la sensación de una mayor amplitud. De paredes blancas y no tan abarrotado de decoración, cuenta con una calidez y buen gusto propios de una pareja joven. Cerramos a nuestras espaldas la puerta blanca que nos dio paso, e ingresamos en una gran cocina de aspecto moderno, con su heladera con freezer de gran altura, su mesada de granito gris oscuro y sus elementos de cocina de acero inoxidable. Los anafes eléctricos y la bacha de la pileta están impolutos, y en las puertas de la heladera veo muchos imanes de pizzerías y rotiserías, restaurantes chinos y deliverys, lo que me indica que no son muy adeptos a la cocina.

—¿Me pasás un par de guantes? –le pido a Nicolás, que me acerca una caja cerrada de guantes talle S., los demás usan M o L y le agradezco el detalle que tuvo de traer una caja para mí.

—Vos y tus manitos de nene… –me responde.

No puedo evitar sonreír ante su comentario.

Mientras abro la caja y me coloco los guantes mis ojos se pierden en ese departamento. Jorge Parisi y el equipo de Huellas y Rastros se encuentran en el dormitorio de la nena desaparecida. Alcanzo a verlos a la distancia a través de la puerta que está entreabierta.

—¿Ya hicieron una inspección ocular acá? –le pregunto a Nicolás, indicándole el área de la cocina y el comedor.

—Sí. Aunque todavía no buscaron huellas.

—Deberíamos vestirnos afuera y volver a entrar –le indico a Battaglia.

—Dale.

Volvemos a salir al pasillo y le pido a uno de los técnicos de mi equipo si puede conseguirnos dos mamelucos descartables y cuatro cofias, para cubrir nuestro calzado.

—Ya te los traigo –me responde Macarena, una licenciada en Criminalística recién recibida y con un entusiasmo admirable. Fue una de nuestras últimas “adquisiciones” antes de que el recorte de presupuesto nos impidiera la toma de nuevos profesionales.

Le agradezco y la veo irse a la carrera. Vuelvo a mirar las instalaciones que nos rodean y pienso en voz alta:

—La persona que se la llevó conoce este lugar. –Pienso en la garita con el guardia en la entrada, las distintas cámaras de seguridad esparcidas por el complejo…

—¿Pensás que podría ser un vecino?

—No deberíamos descartar esa posibilidad –le respondo convencido, y en ese momento vuelve Macarena con dos paquetes cerrados que contienen nuestros trajes descartables y una pequeña bolsa con las cofias.

—¿Querés acompañarnos? –le pregunto, y al principio no se da cuenta de que es a ella a quien le hablo.

—¿Yo? –pregunta Macarena, con una mezcla de incredulidad y exaltación.

—Dos ojos más no nos vendrían mal… –acota Battaglia, y le guiña un ojo.

—Sí, por supuesto…

—Buscate ropa descartable para vestirte –le indico, y vuelve a desaparecer de nuestro campo visual. Minutos después, somos tres fantasmas blancos entrando a ese departamento.