Decepción del polvo en la tormenta

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Decepción del polvo en la tormenta
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Letrame Editorial.

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© Francisco J. Becerra

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1386-772-4

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

.

La mayor parte del tiempo

un faro no sirve

para gran cosa.

Los libros

y

los faros

son parecidos.

Pequeño truco de desaparición

Él está allí, de pie en la cocina, con su frac negro desvaído, el chaleco blanco apagado, la pajarita salpicada con un puñado de lentejuelas dispersas. La pajarita es de color rojo, del rojo de un tomate secado al sol. Sostiene la chistera en la mano derecha. Ella, de pie frente a él, le grita.

—¡Hueles a coño!

Él es mi padre, ella mi madre. Saco la galleta que sostengo de dentro del vaso de leche, tiembla un poco y se rompe. Me quedo entre los dedos sólo con una esquina.

—¡Eres un cabrón! ¿Lo sabes?

—No he estado con ella. No he estado con ninguna.

Cojo la cucharilla para pescar la galleta invisible del fondo del vaso.

—Quiero que te vayas.

—Mujer…

—No quiero verte más. Estoy cansada, cansada de las mentiras, de que te pases las noches fuera de casa, de todo. Estoy cansada, cansada. —Ella le da la espalda, cruza los brazos y mira al suelo. Cerrando los ojos, aprieta los dientes como si le hubiesen dado una patada en la espinilla.

—Podemos arreglarlo, sé que podemos.

—Esto no es como uno de tus trucos de mierda. No puedes romper algo por la mitad y luego unirlo como si nada —ella casi susurra y llora.

No consigo pescar la galleta. Muevo la cucharilla de un lado a otro hasta dar con el trozo sumergido. Lo levanto con cuidado pero se deshace poco a poco. Minúsculas manchas marrones flotando.

—Vete. —Ella se gira y pasa junto a él sin dejar de mirarse los zapatos. Cierra de golpe una puerta.

Dejo la cucharilla. Levanto el vaso. Trago la leche tibia. Dentro, un grumo de galleta se arrastra por mi lengua. Él me mira. Se acerca desde el fondo del cristal marrón del vaso. Más cerca mientras la leche hace olas en sus rodillas y desciende. Me acaricia el pelo.

—Tengo que irme unos días, hijo. Mamá está… Debo ensayar un truco nuevo y necesito tiempo para prepararlo —sonríe pero no parece contento.

—¿Qué clase de truco es? —Me paso la mano por la boca. Noto leche y galleta pegadas en mi palma.

—Uno muy difícil. Ya lo verás. Cuando esté listo, te lo enseñaré el primero de todos.

—¿No puedes prepararlo en el sótano como siempre?

Pone la chistera sobre la mesa y se agacha. Al pasar por delante de mis ojos las lentejuelas de la pajarita vacilan como las luces exhaustas de una aldea lejana en la enorme oscuridad.

—Hay veces en que el público ha visto tantas veces al mago hacer el mismo truco que ya no les impresiona, se aburren y se enfadan. En ese momento, el mago debe preparar un nuevo truco más grande e impresionante. Si no lo consigue, debe buscar un lugar —se para y mira mi vaso vacío—, una persona, que todavía no conozca sus trucos.

Yo cabeceo, no lo he entendido del todo, pienso en los tres conejos blancos de la jaula del sótano, en que no tengo que olvidarme de darles de comer o se morirán.

Me besa la frente y me abraza. Coge la chistera, se la pone con cuidado dando un golpecito hueco con la punta de los dedos sobre ella para ajustarla. Toc. Al salir de la cocina se agacha un poco para no dar en el marco de la puerta. Me quedo sentado pasándome la lengua por el paladar donde tengo pegado un trozo de galleta.

Thonka

—¿No es más oscuro? —preguntó ella mirando al perro.

—Es idéntico —respondió él.

La pareja miraba con una expresión de duda intensa el maletero abierto del monovolumen. El cachorro de Schnauzer era de color gris oscuro y brillante, tenía las orejas gachas y abundante pelo en el hocico, justo debajo de la nariz. El pelo que rodeaba la boca era gris claro, casi blanco sucio. Ladeó un poco la cabeza y les miró seriamente con los ojillos brillantes color carbón. Abrió la boca, la lengua rosa pálido le daba todavía más aspecto de juguete. Estaba tendido sobre una manta de lana de cuadros blancos y marrones. Se levantó, apoyó las patas delanteras para hacer fuerza y comenzó a mordisquear la manta.

—Yo creo que es un tono más oscuro. Y es más grande —suspiró la mujer.

—El criador dijo que tenía un mes. Es más o menos igual que Thonka.

—No digas eso —recriminó ella dejando de mirar al perro—. No digas igual que Thonka, porque es Thonka —enfatizó.

—Tienes razón, perdona.

—Pero es más vivaracha. ¿No?

—Es un cachorro, hace lo que todos.

—¿El rabo no es más largo?

Él entrecerró los ojos, metió la cabeza dentro del maletero. El cachorro parecía desfilar de una esquina a otra levantando las patas delanteras.

—Es más largo, ¿verdad? —insistió ella.

—No lo parece.

—Se dará cuenta, es una niña muy lista.

—No se dará cuenta, todos los cachorros se parecen. —Se irguió girándose hacia ella.

—Se dará cuenta. Yo no me veo preparada para explicárselo. Es tan pequeña… —Cruzó los brazos y suspiró de nuevo profundamente.

—Tampoco hay que dramatizar. La muerte es algo natural —dijo él sin convencimiento, metiendo las manos en los bolsillos.

—Pero Thonka…, la otra Thonka, la anterior, era un cachorro; no puedes explicarle simplemente que se murió. Es una niña, no lo entenderá.

Ambos seguían los movimientos del cachorro, que se distraía olisqueando y rascando una esquina del maletero.

—En primer lugar, no se dará cuenta, y en segundo, si lo hace, diremos que está cambiada porque el veterinario le puso una vacuna. No hará falta explicarle nada más. Nada de eso de que los perros van al cielo.

—¿Esta estará completamente sana? ¿No se pondrá también enferma? —Descruzó los brazos y los puso en jarras. Miró seria al cachorro que se había tendido de nuevo sobre la manta arrugada.

—Está sana. Lo de Thonka… Lo de Thonka «uno» fue extraño, aunque normal; los cachorros a veces mueren sin más.

—Al menos no la vio muerta esta mañana.

—Sí, fue una suerte. ¿Vamos dentro?

Ella cabeceó, retiró las manos de las caderas y las unió frotándolas.

—Yo la cojo —dijo él. Agarró al cachorro con ambas manos con delicadeza y lo acurrucó en sus brazos, lo bastante fuerte para asegurarse de que no se cayese.

Atravesaron el pequeño jardín y entraron en la casa. La niña apareció corriendo en la entrada. Tenía cinco años, su pelo era largo, rizado y castaño como el de su madre. Vestía un trajecito de verano blanco con rayas horizontales azules. Iba descalza.

—¡Thonka! —Miró sonriendo al cachorro en brazos de su padre.

La mujer la miraba conteniendo la respiración. El hombre apretaba el cachorro contra su pecho.

—¿Thonka está bien, papá? —preguntó seria.

—Sí, sí, perfectamente, cariño. El veterinario le ha dado vitaminas y está como nueva. —La mujer giró la cabeza, le lanzó una mirada de reproche apretando los labios hasta hacerlos desaparecer, al tiempo que inspiraba intensamente—. Toma —dijo él. Bajó despacio al cachorro pasándoselo con mimo a su hija. Ella lo agarró tan fuerte y firme como cualquier niño del mundo agarra a un cachorro. Acercó su cara a la de este hasta que la punta de su nariz frotó la fría y negra naricilla del perro.

—¿Dónde está la abuela, cariño? —preguntó la madre cuando la niña desaparecía camino de su dormitorio.

—En el patio de atrás.

La pareja se miró aliviada al escuchar cerrarse la puerta.

La niña se agachó y dejó al cachorro sobre la alfombra en el centro del dormitorio. Los peluches y los juguetes estaban diseminados por tres esquinas del cuarto, dejando libre la que ocupaba la cama y la mesilla de noche. Se sentó de rodillas sobre la alfombra junto al cachorro, que comenzó a brincar y a dar pequeños y largos gruñidos.

—Estoy contenta de que estés bien, Thonka. ¿Se ha portado bien contigo el veterinario?

El cachorro se detuvo y pareció prestar atención, luego, corrió parándose para olisquear un oso de peluche gris al que le colgaba un ojo.

—¿No te habrá puesto una inyección? A mí me pusieron una y duele mucho, no me gustó nada. No lloré, bueno, un poco, me dieron una piruleta de fresa por haber sido valiente.

El pequeño Schnauzer desapareció bajo la cama. La niña se arrastró tras él y lo sacó agarrado por el lomo. Lo sostuvo frente a su cara, sujeto bajo las patas delanteras con ambas manos. El perro le lamió la nariz.

 

—¡Qué graciosa eres, Thonka! ¿Sabes?, todavía te huele un poco el aliento. Te hace falta un poco más de ese enjuague verde para la garganta que sabe a menta y que te gusta tanto.

Soltó al cachorro en el suelo, fue hasta la puerta caminando de espaldas para asegurarse de que el perro no la seguía.

—Ahora vuelvo. No te escondas —dijo. Abrió la puerta y la cerró despacio sin dejar de mirar hacia adentro.

Oscuridad de manchas amarillas

Ambos entran en el dormitorio y comienzan a desnudarse. Lo hacen de manera mecánica, cada uno a un lado de la cama, dándose la espalda. No es una cuestión de pudor, es una mera costumbre.

—De verdad, pienso que mi hermana necesita ayuda profesional —dice ella sacándose los zapatos rojos.

—¿No crees que exageras? —dice él quitándose la americana.

—¿Exagerar? —Le mira, él continúa de espaldas atareado en colocar cuidadosamente la americana sobre el respaldo de una silla—. ¿Tú crees que es normal lo de hoy? ¿Lo de siempre? —Se sienta al borde de la cama y comienza a sacarse las medias.

—¿Por qué te parece tan raro? Hemos cenado en familia. —Aprieta cada calcetín dentro de su zapato y los coloca bajo la silla.

—Cenar en familia hubiese sido mis padres, nosotros y ella; pero eso era convencional, aburrido. —De pie, guarda los pendientes en el joyero del primer cajón de la cómoda.

Él no dice nada, se ha bajado los pantalones, los dobla con mimo, luego los coloca sobre la silla. Bajo la camisa blanca asoma un bóxer añil.

—Ya he perdido la cuenta del número de novios que ha tenido —dice ella retorciéndose hasta alcanzar la cremallera del vestido y tirando—. ¿Qué número era este? ¿El diez o el doce? —El vestido granate cae a sus pies, lo recoge y lo cuelga en el armario.

—¿Tantos? —pregunta él con la cabeza gacha desabrochando con parsimonia los botones de la camisa.

—Depende de lo que pueda llamarse novio. Sabe Dios a cuántos ni nos los ha presentado. —Coge el salto de cama de un cajón, levanta los brazos y lo deja deslizar, luego tira hacia abajo con un movimiento de cadera. Rodea la cama y pasa junto a él, que, en calzoncillos, mete lentamente una pierna en el pijama. Entra en el cuarto de baño dejando la puerta abierta mientras se desmaquilla—. Es una ONG para hombres lastimosos. No se salva ni uno. —Suena el cepillo de dientes, gárgaras, tres veces.

Él ha terminado de abotonarse el pijama, espera sentado en la cama a que ella salga.

—Anda que no tuviste suerte, por lo menos lo vuestro duró poco… Terminaron las vacaciones y encontró otro que daba más pena que tú. —Suena la cisterna. Ella sale y rodea la cama. Mira como él entra en el baño, camina un poco encorvado—. Pero ahora, ahora se ha superado. —Golpea la almohada tres veces con el puño, la coloca y se mete en la cama—. Un novio ciego. Tú me dirás qué será lo próximo. —Escucha el cepillo de dientes, levanta un poco la voz—. Como siga así, cualquier día aparecerá con uno en silla de ruedas o algo peor. Todo por ser el centro de atención: hacerse un tatuaje en chino, teñirse el pelo de azul eléctrico, tener un novio ciego. Ni pies ni cabeza. Ha sido una cena de lo más incómoda. Ya veremos cuánto dura de lazarillo.

Él cierra la puerta y se mira fijamente en el espejo. No está seguro de si ella sigue hablando. Aprieta los ojos tanto como puede, hasta ver manchas amarillas. Se imagina acariciando una melena azul eléctrico, se imagina apartarla para besar unos caracteres chinos que significan agua. Se cubre los ojos con la mano izquierda, la derecha desciende; se desliza dentro del pantalón del pijama.

Ya estamos viejos para esto

Como era su costumbre, el agente B. cenaba, acompañado de una bellísima mujer, en un lujoso restaurante del centro. A los postres, un camarero le entregó una nota donde se le indicaba que acudiese una hora después a un aeródromo privado; allí, un avión le llevaría a una entrevista con el hombre que firmaba, el mismísimo Doctor N.

B., como buen agente secreto, receló en todo momento. Ni en el aeropuerto, ni en el avión, detectó señal alguna de que se tratase de una trampa. Se sentó y despegaron. Él era el único pasajero. La tripulación era la mínima, dos pilotos y una azafata. Tras un par de horas de vuelo aterrizaron en una isla. El veterano agente fue guiado ante su archienemigo, quien, vestido con su perpetuo traje blanco, acariciaba a un gato sin pelo de piel grisácea. Estaba sentado en una sala con vistas a un jardín, a menor nivel, con una piscina central iluminada con la forma de una calavera. El ruido de las olas permanecía al fondo. N. le indicó con un movimiento suave de su mano derecha que se sentase, después, continuó acariciando al gato.

—Me alegra verle, agente B. ¿Puedo ofrecerle una copa?

—En otro momento —respondió B. escrutando la habitación con mirada profesional mientras se sentaba.

—Permítame decirle que le veo muy bien, mejor que en fotografía, y desde luego, mejor que la última vez. —Su voz era relajada y profunda.

—La última vez, me dejó usted sobre una mesa de quirófano para que me extrajesen el corazón sin anestesia —dijo B. sentándose.

—Bueno, bueno, de eso hace dos años ya, y usted escapó. Fue muy hábil; como siempre. Además, hizo un destrozo considerable en mis instalaciones. Me costó una pequeña fortuna la reparación. Como comprenderá, el seguro no cubre esos incidentes.

—Lo lamento. De haberlo sabido no hubiese volado el laboratorio donde fabricaba aquel… virus mortal.

—Dejémoslo —se mostró conciliador el Doctor N.

—Sí, claro. También recuerdo aquella vez, en El Cairo, con la banda de asesinos saca ojos, o en Rusia, con aquel caníbal de las nieves.

—Vamos, vamos, de eso hace años. No sea rencoroso, al fin y al cabo eran sólo negocios.

—Naturalmente. Dígaselo a mi terapeuta. Desde el incidente de Nepal no consigo dormir como Dios manda. Me asaltan las caras de las gemelas descuartizadoras y me despierto entre sudores fríos.

—Ah, las maravillosas gemelas. Se enamoraron del mismo hombre. El pobre individuo terminó en dos mitades. Después de eso la relación entre ellas se malogró. Una trabaja ahora como cirujano en un importante hospital, la otra montó un restaurante donde sirve las mejores chuletas del viejo continente. Antes de que se marche le daré la dirección.

—Habrá sido difícil reemplazarlas. ¿Ya tienen sustitutas? —dijo B. mirando a los lados de reojo.

—No se preocupe. Precisamente le hice llamar porque todo eso ya pasó. Quería que fuese usted el primero en saberlo. Después de tantos años de… relación profesional, casi le considero un amigo.

—Me siento halagado —dijo B. con su mejor sonrisa falsa.

—Sepa, amigo mío, que he decidido jubilarme.

—¿Jubilarse?

—Sí, dejo el negocio de la dominación del mundo. Son ya muchos años. Me hago mayor para tanto estrés. No tiene idea del esfuerzo que supone dirigir un imperio del mal. Una organización criminal internacional es algo muy complicado. Es como cualquier otra multinacional; pero sin junta de accionistas. Faltaría más. Todo el día de reunión en reunión, planeando esto y aquello. Y los empleados, permanentemente dando problemas, hasta una huelga hicieron. Querían trabajar menos horas y los domingos libres, sin servicios mínimos. ¡Fíjese! Al final lo arreglamos con los sindicatos, pero… Luego están los científicos de I+D. Menudos genios. Me presentaron un proyectil con forma de rosquilla para lanzarlo sobre la Torre Eiffel. Yo creo que han visto demasiada televisión. No entraré en más detalles, no quisiera aburrirle. De modo que, como ve, tengo motivos para dejar el negocio. A estas alturas ya estoy más que cansado.

—Jubilarse. —B. tenía la mano sobre la barbilla y miraba al suelo.

—Sí, agente B., pretendo disfrutar de la vida: viajar.

—¿Viajar? ¿Cómo viajar? Pero si hemos recorrido el mundo varias veces enfrentándonos en cada continente.

—Pero hombre, eso era un visto y no visto. Mientras está uno creando un arma espacial para dominar la Tierra no tiene tiempo de visitar… Sebastopol, ni Venecia, ni Estambul, pongamos por caso. Acababa del jet lag hasta las narices. ¿Usted tenía tiempo de hacer visitas guiadas o algo así?

—Poco, la verdad. Salía bastante mal parado con tanto golpe, carreras y tiroteos. De esas ciudades veía los callejones más oscuros, los garitos más sórdidos y algún monumento al pasar junto a ellos durante alguna persecución. La mitad de las veces acababa en el hospital y la otra mitad en casa recuperándome entre misión y misión.

—Ve, eso es por lo que le he llamado. Sabía que usted lo entendería. Ahora que no tiene que preocuparse por mí tendrá más tiempo libre.

—¡Tiempo libre! ¿Para qué?

—Pues, no sé. Aficiones, familia, algo habrá en lo que pueda ocupar su tiempo.

El agente B. se quedó en silencio unos segundos.

—No me puede hacer esto —dijo al fin.

—¿Que no puedo hacerle qué?

—Dejarme tirado. —Se sentó al borde del sillón.

—No le entiendo, señor B., creí que se alegraría de no tener que preocuparse más por mí.

—Si usted lo deja, ¿qué haré yo ahora?

—Vamos, no me diga eso, debe haber más genios del mal que le tengan entretenido.

—No es lo mismo —dijo con fastidio—. Hay organizaciones, sí, pero ya no es como antes. Hoy en día, lo único que quieren es destruir el mundo. Nada de conquistarlo. No hay planes de dominación, ni ingenios asombrosos para controlar las mentes.

—Aquel sí que fue un buen plan, sí señor.

—Sólo quieren armas devastadoras. Todo es muy vulgar. Visten sin uniformidad, sin gusto. Que no se le suba a la cabeza esto que voy a decirle. —Hizo una pausa—. No tienen su estilo.

—Oh, gracias. Es todo un cumplido, después de tantos años, resulta halagador oírle decir eso —sonrió incrédulo y divertido.

—¿Entonces lo pensará? ¿Seguirá en el negocio?

—Eso es imposible, mi estimado contrincante. Estoy demasiado viejo y cansado para seguir en el juego.

—¿Y qué pasa conmigo? —B. se levantó y comenzó a dar vueltas por la habitación—. ¿Qué cree que pasará conmigo ahora que usted ya no estará?

—Le asignarán otra misión, supongo.

—No lo crea. Yo también me estoy haciendo viejo. Continúo activo como agente de campo porque soy un experto en perseguirle a usted. No estoy al día en las nuevas técnicas; ni sé cómo va eso de la Internet. Fíjese, el verano pasado me mandaron a un seminario con jovencitos de veinte años. No puede imaginarse cómo me miraban, como a una reliquia, me llamaban abuelo. —Se paró y miró al techo—. Sin usted del otro lado tengo la certeza de que me apartarán tras un escritorio. Terminaré en el archivo o me mandarán a casa.

—No puedo creerlo. Es usted un agente muy capaz, ha sido un auténtico dolor de cabeza para mi organización durante estos años.

—Porque le tenía cogida la medida y se me daba bien. Hombre, que son muchos años de verle hacer planes malvados, se le ve venir. No creo que yo sepa, ni pueda, hacer otra cosa. —Miró a la cara del Doctor N.

—No suponía que…

—Así es. Los nuevos agentes se mofan a mis espaldas. Ahora salen muy preparados. Son universitarios, con una o dos carreras y con idiomas. Unos deportistas: ni beben, ni fuman. Yo me hago un lío con la agenda del teléfono celular y sufro un ataque de tos si aprieto el paso para alcanzar un taxi. Por lo menos usted ha envejecido con estilo. Se le ve bien. —Se dejó caer en el sofá.

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