Son de voces

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Letrame Editorial.

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© Francesc Ferrandis Ibáñez

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-18398-74-2

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.

Al personal sanitario y demás servidores públicos,

voluntarios, empresarios, trabajadores y autónomos

que, en su lucha contra el estado entrópico generado por el COVID-19,

han dado un ejemplo de sacrificio y abnegación

en pro de la supervivencia de la especie humana.

En memoria de las víctimas de la enfermedad y de la Muerte.

.

«Consideras que eres único e inmutable, pero puedo relatar la historia de tu cambiante existencia. Naciste con el fogonazo de la conciencia y puedo representarte entre el barro residual de la gran riada, a la sombra de las Torres de Quart de Valencia. Tu ser se modeló a través de otros grandes cataclismos. Antes de tu advenimiento mora el misterio: Todo sucede como si Todo naciera de la Nada y Todo volviera a la Nada. Más que el narrador de tus días sobre la Tierra, soy el escriba de la Radiación del Fondo Cósmico que esboza los signos incomprensibles de la Gran Explosión, origen de un Universo convenido. Me constituyo en eco del oráculo que anuncia la mala nueva de la inevitable venida de mi Reino».

NOS

.

(Valencia, plaza de Santa Úrsula, junto a las Torres de Quart. Un Niño de dos años y medio de edad observa el barro dejado por la riada del Turia).

Nacería sobre las 13.30 horas del día 20 de abril de 1955. Así consta en los documentos oficiales y con esa certeza se ha vivido...

El primer vagido sería lanzado cuando el zurrón se rasgó, nada más ser expulsado del claustro materno. Por entonces, aún andaría sumergido en el sueño eterno, donde se obran las fascinantes metamorfosis de la vida representadas en el vientre de Trinidad: la partenogénesis que dirige a esa célula preñada de vida hacia la generación de un ser humano. La transformación de ese ser, primero en reptil, después en ave, por último, en mamífero. Despliegue de una vida en ciernes que trae noticia del relato de la vida de los padres antes de su encuentro íntimo, así como de la historia de los padres de sus padres, de los padres de toda la Humanidad. La aparición de la vida en el planeta Tierra; del nacimiento de las estrellas y las galaxias; del remoto Big Bang que transmitió su energía a todo el proceso que acabará por construir la mente creadora del Mundo.

Inmerso en el líquido amniótico tal vez oiría el primigenio son del Universo; la resonancia de la voz de la madre y la melodía de Angelitos negros, entre otras canciones de Antonio Machín, que tanto eran de su agrado.

De todo ello, nada se recuerda... En cambio, refulge con fuerza en la memoria un día de octubre de 1957, después de que el río Turia dejara las huellas de su paso devastador sobre las calles de Valencia. En los ojos de un ser de poco más de dos años de existencia quedaron reflejadas las imágenes de la alfombra y del zócalo confeccionados por el barro en la plaza de Santa Úrsula (que debe su nombre a la existencia del convento erigido en honor de la santa) y la calle de Quart.

En ese impreciso instante del ya lejano día otoñal desperté del sueño cósmico y salí por vez primera a la palestra del mundo consciente para rememorar, entre otras muchas cosas, la pequeña escoriación en el tobillo (presencia de niños y un balón de fútbol en el patio del convento...); la suave fragancia de la entrañable axila de Dolores, la abuela paterna, mientras me arrullaba en su regazo, bajo la tenue luz de una exenta bombilla eléctrica; los descubrimientos diarios entre los vegetales de la tortuga, tan esquiva; el hábito blanquísimo que cubría el cuerpo inerte de la monja, entre flores blancas erigidas a su alrededor el día de su funeral (del que puedo dar testimonio como consecuencia de mi entrada en terreno vedado al común de los mortales, transportado a través del torno que unía la clausura con el mundo exterior y utilizado por mi atrevida abuela para causar un gran revuelo entre las monjas reclusas). También, el abandono decidido (no percibido como traumático) del chupete entre el follaje del espléndido jazminero y el aromático galán de noche, testigos arbóreos de la primera conciencia humana en el jardín del Edén de un convento de Valencia.

De los destellos del génesis de la memoria percibo las señales de una nebulosa de evocaciones de incierta fijación temporal. Tan incierta, que a veces dudo si el recuerdo es realmente mío o si, por el contrario, forma parte íntima del relato que las personas mayores han contado sobre mi ser.

Tal vez, la primera memoria abre el camino a las huellas fundacionales del misterio que constituye la formación de la conciencia de ser, del devenir de una persona a través del tiempo y del espacio. Imagen de una visión tras el caos, que se integra en el universo de las reminiscencias que pugnan por ser instauradas como «el primer recuerdo de una vida». Relatos que nos transmiten las voces de nuestros ancestros...

Nos está permitido exclamar «¡recuerdo!» porque en su día sobrevivimos al Reino Prístino de la No-Memoria. Años estériles en memoria y conciencia aquellos que se extienden desde el nacimiento hasta el hito de la primera reminiscencia, sin embargo, tiempo fundamental en la formación de nuestro ser. Así, la era de nuestra vida consciente es una ínfima porción de la importancia capital que suponen los primeros años de inconsciencia, y los nueve meses de gestación: síntesis y simulacro de los miles de millones de años de evolución del Cosmos, escenificada dentro del claustro materno...

NOS-IS

.

(En La Malvarrosa, sentado en el sofá. Cierro los ojos para experimentar el vacío. La oscuridad se apodera del tiempo y del espacio).

Medito sobre la Nada. Pienso que no existo...

Tal vez es un contrasentido querer percibir el vacío, la muerte, desde su antípoda: la vida presente. No obstante, presiento la invasión total de las tinieblas; la misma oscuridad que compone el frío espacio sideral.

Acto seguido, mi mente pergeña un pensamiento tan claro como una sensación física: ya no trato de llegar a sentir la oscuridad, la Nada, sino que siento que es la Nada quien ha creado mi cuerpo y ha moldeado mi cerebro mediante la energía creadora de sentimientos y pensamientos. El oscuro vacío genera la trayectoria de mi vida en cuanto parte ínfima, mas ineludible, de la evolución de la Humanidad, de la vida y del Cosmos en general.

Los humanos decimos: «Pienso, puedo sentir la Nada». Pero es realmente la Nada quien ha acabado por proyectar a los humanos sobre la superficie de un planeta, nacido como consecuencia antepenúltima de un formidable estallido cósmico que, dicen, tuvo lugar desde la Nada, hace ahora unos trece mil setecientos millones de años (si hemos de creer la teoría de algún homo de lo más sapiens).

Decía Pessoa que la muerte está encerrada en la vida o, dicho de otra forma, la vida contiene a la muerte. En este preciso momento [¡], sin embargo, presiento que todo puede suceder en sentido contrario: que es la muerte quien contiene a la vida; que el Vacío contiene al Todo; que la Nada es el Todo. ¿Es por ello por lo que la Ciencia asegura que todo nace de una vibración del vacío?

Lo irrefutable es que somos polvo (idénticos al material con el que están construidas las estrellas) y al polvo volveremos, según el mensaje bíblico. «No somos nada» y a la Nada regresaremos, de acuerdo con las hipótesis científicas. Somos como destellos de luciérnagas en celo: rompemos fugazmente la oscuridad de la noche, pero es ese mismo desfallecimiento diario de la luz el que permite la visibilidad de ese destello de luz y quien, al fin, se impone sobre la luz.

¿Volveremos al principio de los tiempos en los que la Diosa de la Noche reinaba sobre el Universo entero? Ahora, son sus hijos Somnus-Hipnos, dios del sueño, y su hermano gemelo Mors-Thánatos, quienes moran en la oscura cueva que acoge a nuestra exiliada conciencia.

Un día cualquiera sentiremos el frescor (¿salvaje?, ¿suave?) de esa cueva. Como en un sueño vacío de sueños, nuestros ojos se cerrarán para nunca más volver a abrirse. Habrá llegado la hora en la que, implacable, el oscuro Vacío volverá para absorberlo Todo.

NOS-OTROS

.

(El Tíbet. Un Niño es sorprendido en el más profundo de los sueños con los brazos abiertos en cruz, abandonado absolutamente a la suerte de un mundo cuyos sucesos acontecen en otro universo).

Sogyal Rinpotché. – «Aprender a vivir es aprender a ceder».1

Regresamos mentalmente al trasiego cotidiano de la vida lúcida y comprobamos que la sentencia budista se compadece poco con la manera de actuar y relacionarse del hombre occidental y occidentalizado. Salvo los aislados comportamientos altruistas, motivados fundamentalmente por catástrofes naturales y sociales, el hombre muestra un claro afán por dominar a la Naturaleza y a los demás seres humanos. La codicia y la avaricia son las maestras en la escuela de la vida de la Humanidad.

 

Siguiendo los principios básicos que contempla la teoría de la evolución, los humanos luchan por obtener la primacía sobre el resto de sus congéneres, por intentar inmortalizarse a través de la descendencia y por obtener las mayores riquezas y bienes posibles. Y en una cosa tendremos que estar de acuerdo: el sistema capitalista es el que mejor responde a esa máxima evolutiva que sentencia la supremacía y la supervivencia de los seres mejor dotados física y psicológicamente, siempre que ello redunde en una mayor adaptación a las condiciones del entorno.

Así, en nuestra realidad societaria «aprender a vivir» es, más bien, «aprender a imponerse», a avasallar a los demás; todo, menos «aprender a ceder», lema que se nos muestra como una reacción razonada contra la fuerza omnipresente, todopoderosa, que genera el fenómeno de la evolución de la vida. Ante eso, la conciencia humana intenta contrarrestar la corriente de la vida con máximas vitales, con diques de contención ideológicos que tratan de evitar el advenimiento del caos absoluto en la relaciones humanas y la total destrucción del medio natural, pues cada vez se hace más evidente (al menos para gran parte del género humano) que nuestro mundo está más y más contagiado por la hegemonía del pensamiento egoísta, el desprecio por las mínimas (y, hasta hace poco, asumidas) normas de respeto al prójimo, por la obsesión hacia el cuidado del propio cuerpo.

Hasta ahora, el corpus normativo vigente de regulación ética deriva en una regla societaria fundamental: el afán consumista, en cuanto energía irresistible generada desde las entrañas de los singulares agujeros negros construidos por nuestros yos, tan energéticos y, a la vez, tan engullidos por la fuerza de la gravedad del sistema de libre mercado.

Después de desencadenarse la fuerte crisis socioeconómica de 2008, cabría preguntarse si aún pueden resultar útiles las actitudes y los pensamientos críticos ante el sistema que nos ha sido dado; si todavía es posible alguna revolución que pueda cambiar el signo de los acontecimientos. O, por el contrario: ¿es verdad que ya nada se puede hacer para salir del horizonte de sucesos creado por el torbellino imparable de la realidad? ¿Tan solo nos queda adaptarnos a las circunstancias para intentar sobrevivir o medrar dentro del Sistema? Un sistema que resultó noqueado tras los desmanes cometidos por la codicia ilimitada de la casta financiera.

Si el nivel de malestar social hubiera estado suficientemente generalizado, de manera que hubiese prendido en grupos sociales que contaran con suficiente poder político, ideológico o cultural, la alternativa podría haberse encaminado, no tanto en el montaje de efímeros espectáculos callejeros donde se manifestaba una ambigua indignación, sino en la elaboración de alternativas razonadas en pos de la conquista de un nuevo estadio evolutivo del ser humano, esta vez dirigido conscientemente y mediante la utilización de los medios científicos y culturales que pudieran estar disponibles para la Humanidad a medio plazo.

En esa tesitura, el nuevo valor ético generado por la complejidad social no debería consistir en el interés por lograr una superproducción de bienes materiales y en el correlativo afán consumista, en la inclinación por conseguir ser el más rico y el más fuerte, sino en el inicio de una nueva carrera social donde se tratara de dilucidar quién va a sobresalir en sabiduría, en respeto hacia los demás y hacia el entorno natural, en avidez por alcanzar la tranquilidad, la paz y el sosiego espiritual.

En este utópico (¿irrealizable?) orden de cosas, «aprender a vivir» no descansaría tanto en el «aprender a imponerse» occidental, como en una variedad de su contrario oriental, «aprender a ceder». Por ello, será preciso «aprender a morir», como premisa filosófica que permita dar el primer paso del nuevo éxodo (¿solo mental?, ¿tal vez, sideral?) del ser humano en pos de la improbable inmortalidad de la especie, sustentada, a su vez, en la infalible mortalidad del individuo. Pues, con la muerte, el yo cede absolutamente toda su energía, desaparece, y el individuo cede el paso a una nueva generación de individuos. En el transcurso del tiempo se construye una cadena evolutiva en la que intuimos la existencia de un último eslabón. Mas, la fuerte energía que aviva la conciencia lucha desesperadamente por vislumbrar la infinitud de los eslabones, la inmortalidad de lo humano.

Y, por irreal que se nos antoje, es el único clavo ardiente al que agarrarnos si queremos encontrar algún sentido a nuestro vacilante deambular por la vida.

I. CASCABELILLO

«... De Edén salía un río que regaba el jardín, y desde allí se repartía en cuatro brazos. Uno se llama Pisón: es el que rodea todo el país de Javilá, donde hay oro... El segundo río se llama Guijón: es el que rodea el país de Cus. El tercer río se llama Tigris: es el que corre al oriente de Asiria. Y el cuarto río es el Éufrates...» Génesis, 2, 10-14.

Una vez abandonada la primera infancia, desarrollada entre fragancias del convento de Santa Úrsula, quedó en aquella patética Arca de Noé la escuálida fauna formada por los gatos, las babosas y una tortuga, sola (si por ventura sobrevivió al exterminador diluvio de salfumán con el que se consumó la venganza de la muy católica abuela Dolores a la inquisidora expulsión de la casa-jardín).

Se había comentado en familia que el desencadenante del desahucio conventual pudo radicar en las presuntas veleidades que el clan de Dolores manteníamos con gente de marchamo comunista, como la Señora Rita, que sublimaba sus deseos de construir una sociedad mejor afanándose en dar de comer a sus queridos gatos callejeros; comportamiento atávico que aún podemos observar entre algunas mujeres. Al tiempo, su nieto Paquito salía a escena todos los años interpretando algún papel en los tradicionales miracles que narraban la vida y milagros de San Vicente Ferrer, contrapunto ideológico y forma de adaptación a una sociedad marcada por la dictadura. También fue mi primer amigo y contrincante con la espada de madera en ristre.

Camino hacia el mar, hacia el este del Edén infantil, entre sendas que bordeaban las acequias y se internaban en la feraz huerta de Valencia, la familia se instaló en la Isla Perdida, un grupo de viviendas, como tantos otros, que se construyeron para dar cobijo a familias damnificadas por la riada de 1957, compuesto por cinco bloques de siete pisos de altura que exhalaban reminiscencias de los bloques alzados con adobe, allende los míticos desiertos yemeníes.

El sobrenombre de Isla Perdida fue obra del ingenio lingüístico de los taxistas valencianos, dadas las penosas condiciones de accesibilidad motorizada que reunía el barrio: cada dos por tres las acequias regaban por igual campos de cultivo y caminos, por lo que los automóviles debían sortear toda serie de obstáculos sobre calzadas angostas, bacheadas y estrechas. Y así continuó el aislamiento hasta que el asfalto y el cemento invadieron la tierra fértil para abrir un hipotético pasillo de gloria a la ciudad fluvial de Valencia, en marcha triunfal hacia el mar Mediterráneo.

Aún puedo reconstruir en la mente el plano general de aquellos bloques de viviendas cercanos al camino de Algirós, el cual nos permitía dirigirnos hacia las vías del tren a Barcelona y, más allá, el mercado del Cabañal, enclavado en el barrio que desemboca en la playa de las Arenas. En dirección contraria, hacia el oeste, el camino de Algirós se extendía hacia Cardenal Benlloch. Más allá se encontraba «Valencia», o «El Centro», como también solíamos nombrar el núcleo principal de la capital.

No obstante, sería incapaz de dibujar en el papel la ubicación exacta de los campos, las sendas, las acequias, los caminos, las barracas huertanas, pero en ráfagas de recuerdos recorro determinado tramo de alguna de aquellas sendas, atravieso alguna de aquellas apestosas acequias de regadío, holgazaneo entre las barracas y juego entre las panojas de maíz.

A un lado de algún campo de labranza (tan marginal que bien podía hacer las veces de sendero) se encontraba un árbol que producía una fruta menuda que nos encantaba a los chavales. El fruto, según recuerdo, lo denominábamos «cascavellico», palabra-isla con sufijo aragonés en el frondoso mar de la lengua valenciana, propia de los huertanos. Tal como me lo ofrece la memoria, el cascavellico tenía un sabor aciruelado, bien ácido, y era de color amarillo. Investigando la posible existencia del nombre de la fruta encuentro en el Diccionari Normatiu València de l’Acadèmia Valenciana de la Llengua su definición como «pruna menuda i redona, de color purpuri fosc i de sabor dolç, que es menja una vegada secada». Por su parte, el Diccionario de la Real Academia de la Lengua contempla el término «cascabelillo» en cuanto «fruto pequeño y morado».

¿A qué se debe esta aparente contradicción terminológica y semántica? Puede ser que el paso del tiempo contaminara la percepción de las cosas y las palabras y, efectivamente, nombráramos el fruto según la acepción académica, de manera que este era de color morado. También entra en el terreno de las posibilidades que la fruta fuera amarilla, de verde, y morada, de madura. ¿Quién sabe...?

Está claro que, en el transcurso del tiempo, el trastabilleo léxico deja su impronta neuronal en los individuos de la especie, pero es el poder político-social quien se atribuye la exclusividad normativa sobre la reglamentación sociolingüística (de ahí el proceso académico de limpia-fija-y-da-esplendor). Para ello, basta con añadir a los hechos de la realidad reflejados en nuestras memorias una buena dosis de olvido y re-creación personal y grupal de la realidad y de su representación lingüística. Después, la energía coercitiva del poder, alimentada por el caudal de conocimientos propio de la autoridad estatal, otorgará la legitimidad al nuevo estatus sociolingüístico.

De procesos similares resultó sentenciado a muerte el latín, por ejemplo; y, aun antes, la inmensa mayoría de las lenguas que le precedieron. Ahora mismo, observamos como malviven las variadas lenguas que han de convivir con las lenguas de los imperios contemporáneos, que reducen cada vez más los intersticios comunicacionales entre los cuales aquellas pugnan por buscar el espacio necesario para sobrevivir.

II. EL BIG BANG DEL LENGUAJE

Tenemos constancia cierta de la existencia del lenguaje cuando queda plasmado en la escritura. En ese primer estadio parece deducirse que su más ancestral presencia posee connotaciones de tipo religioso, incluso antes de su utilización para tareas mercantiles de control de bienes y otros menesteres prácticos de la actividad humana.2

Pero ¿cuál fue la historia del lenguaje antes de sus vestigios escritos? Aquí se perfila un paralelismo con la teoría astrofísica del Big Bang como origen del Universo conocido, pues al igual que sucede al tratar sobre la naturaleza de este, estaremos autorizados a pergeñar sucesivas elucubraciones sobre la primera presencia del lenguaje entre la Humanidad, así como sobre la esencia del mismo, siempre que nos basemos en postulados científicos. No obstante, constataremos que cualquier hipótesis siempre nos remitirá a un estadio anterior, cada vez más incierto y misterioso. (De ello podemos deducir que el tiempo pasado también sufre el mal de la incertidumbre que aqueja al tiempo por venir).

Imaginamos a los primeros humanos que, aun sin pretenderlo, pusieron la primera piedra del monumental edificio lingüístico, en su afán por imitar los diferentes cantos y demás sonidos guturales de los otros animales que representaban el sustento de la especie. Imitación como medio de comunicación entre los cazadores y reclamo para atraer a la pieza y abatirla. Imitación en cuanto rito ejecutado con la intención de obtener los poderes físicos atribuibles a las potenciales víctimas de la cacería. Así, el hombre creería sentirse más fuerte, más veloz, más ágil, más astuto, si, al igual que con lo pretendido mediante la representación pictórica y escultórica de sus presas, podía emular sus voces y apropiarse de sus características físicas.

Un razonamiento lógico sobre el proceso evolutivo del lenguaje nos conduciría de la imitación del canto, del gruñido, de la voz del animal, a la palabra onomatopéyica emitida en un tono menor3 y que permitiría intercambiar información con los congéneres sobre la existencia de determinadas presas de caza, su posición en el espacio, accidentes naturales del terreno, etc., ayudándose, en un principio, del lenguaje corporal (ahí podría residir el origen de la danza como rito facilitador de las arriesgadas tareas inherentes a la caza y de solicitud de la posesión de los poderes sobrenaturales atribuidos a los animales). Luego, la onomatopeya que se refería a animales, plantas y al resto de objetos del entorno, pudo ser transferida como apelativo, nombre, identidad de una persona sobresaliente por sus hazañas que, por herencia, pasaría a designar a la tribu a la sombra del animal totémico de la misma.

 

No otra cosa se deriva de la presencia constante de los otros seres vivos en la vida de los humanos primitivos y de la suma importancia que los mismos daban a los animales, pues ellos representaban, tanto el sustento, como el poder y la identidad (la identificación de una persona y una tribu con las características concretas de determinada especie animal). Se puede entender, por ello, por qué en la mitología ancestral los primeros humanos (primera Humanidad de los bosquimanos, aborígenes australianos, indios americanos...) tenían asignados nombres de animales. A su vez, en los relatos de creación que intentaban explicar el principio de los tiempos, los animales eran descritos por los hombres como investidos de apariencia humana. De ahí surge la posterior conversión de los animales-hombre en la definitiva especie animal, la cual, con el discurrir del tiempo, deviene tótem de determinada tribu, como antes se ha dicho.

Tal vez por ello, la costumbre inveterada y rural, hoy casi en desuso, de poner motes a las personas y a las familias, se habría mantenido a través del tiempo al calor de los rescoldos de aquellas hogueras encendidas en honor al tótem tribal.

III. LA TRANSMISIÓN DE LA INFORMACIÓN

Es objeto de estudio la determinación de los canales sociales por los que circula la información en los grupos humanos. También, las diferencias que pueden producirse entre el mensaje que parte del primer emisor y el contenido que recoge el último receptor, a través de los mecanismos sociolingüísticos que modifican con el tiempo la información que los individuos reciben y elaboran. Y hay que entender que este proceso se produce no solo entre individuos coetáneos, sino también entre humanos ubicados en distintos momentos de la Historia.

Por ello, tal vez sería adecuado hablar de una esencia del mensaje que permite, a pesar de las múltiples variaciones de datos, la decantación de una información compartida sobre la que se forja un consenso general, y definida como el patrimonio de determinada cultura que se reconoce como propia y diferenciada a través del tiempo.

De esta manera, es posible que hayan nacido los mitos y leyendas fundadores de las sociedades humanas, para dar paso después —en pos de la objetividad— al relato histórico. Mas, es preciso que todo comience a partir de la inquietud interior de un ser humano concreto que, o bien trata de transmitir algún hecho acontecido, con datos más o menos demostrables empíricamente, o bien elabora la fabulación poderosa y con gran capacidad de convencimiento. Si el relato histórico o mítico prende en un grupo humano bien estructurado, puede iniciarse el proceso de su consolidación y recreación, incluso, es también posible que surja un nuevo proceso de expansión del relato, ya sea pacífico o impuesto por la fuerza de las armas. Así decimos que se transmite la cultura humana.

Un fenómeno que podría ilustrarnos en este capítulo lo encontramos en la rápida difusión social de los chistes y rumores. Sería interesante seguir el rastro de la transmisión oral, a la inversa, de un chiste o de un rumor que, partiendo del individuo que lo difunde en su presente, se dirige hacia aquel otro que se lo contó, hasta bucear en el pasado para identificar al autor material del mismo, al creador en definitiva de una porción del acervo cultural del pueblo, aquel que nos han legado nuestros antepasados, anónimos tras el discurrir del tiempo, y que viaja hasta nosotros en forma de proverbios, refranes, canciones, bailes y, cómo no, todo acompañado de criterios éticos, religiosos y filosóficos que moldean nuestras mentes a través de los siglos.

Aun a pesar de que algunas teorías sociológicas estipulan que cualquier individuo está situado a una distancia comunicativa de tan solo seis grados de separación, cada uno de ellos compuesto por un sujeto conocido de la especie, no parece que la transmisión de información escape a la atracción de la fuerza de la entropía:4 la idea sencilla emitida en un primer momento va creciendo, enriqueciéndose o complicándose (cualquiera de estos verbos podría ser ajustado al asunto) con el transcurso del tiempo, lo cual provoca una mayor complejidad en el funcionamiento de la mente humana, en tanto órgano digestivo y de secreción de ideas y conceptos. De ello se infiere la posterior aceleración del proceso de des-ordenación, primero, y posterior re-ordenación de la información.

Por consiguiente, se constata la identidad especular de la Teoría de la Información respecto de la Segunda Ley de la Termodinámica («la energía ni se crea ni se destruye, tan solo se transforma») y la vigencia de esta en las cuestiones humanas, tan enaltecidas, como no podría ser de otro modo, por la misma especie que las gestiona y encumbra (mejor: las exilia) al vértice superior de la pirámide de los fenómenos (sobre)naturales. Bajo este prisma estaremos en mejores condiciones para analizar los procesos lingüísticos de abstracción conceptual y complejidad léxica.

En primer lugar, no será fácil saber con certeza cuándo, dónde y cómo surgió el lenguaje humano, pero podemos afirmar que hemos asistido a un proceso paulatino (y tal vez inconsciente) de abstracción conceptual, de alienación del lenguaje respecto de la realidad, el cual podría hundir sus firmes raíces teóricas en la elaboración del sistema filosófico de los griegos clásicos, hasta alcanzar su máximo exponente político-filosófico en tiempos de la Ilustración, allí donde brotaron ideas y formas de gobierno que actuaban como verdugos a fin de cortar cabezas regias y demás enemigos del pueblo, a fin de implantar un nuevo orden político-social en nombre de los principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad.

Todo ello ha contribuido a expandir dichos principios por el orbe y decantar la forma socioeconómica más ajustada al proceso de complejización de los menesteres humanos. Nos referimos al sistema capitalista de producción y distribución de bienes y servicios en la sociedad, en el que el dinero, en tanto fuerza abstracta, con energía autónoma y omnipotente, maneja los hilos del sistema y moldea las mentes y los comportamientos de las personas, convertidas a su vez en meros objetos de intercambio, a través de la venta de su fuerza física e intelectual, convertida en trabajo, capital, dinero y poder de compra de bienes y servicios.

Por lo que respecta al fenómeno de complejidad léxica, habría que detenerse en los procesos de suplantación de unas lenguas por otras a través del tiempo, al objeto de observar que la lengua más moderna forma la mayoría de sus palabras mediante la modificación de una palabra, o la unión y combinación de dos o más palabras pertenecientes al sistema de la lengua arcaica. Así, las lenguas romances respecto del latín, y este del griego, y este... Y ya que nos movemos en el ámbito de una lengua romance como el castellano, deberíamos de fijarnos en la importancia que en la formación de palabras tiene la utilización de sufijos y prefijos basados en palabras de origen latino o griego. Parece que la mortecina luz de la lengua ancestral continúe iluminando las palabras de la lengua viva.