150 imágenes de la guerra de Secesión

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150 imágenes de la guerra de Secesión
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150 imágenes de la Guerra de Secesión

Fernando Martínez


ISBN: 978-84-15930-32-7

© Fernando Martínez, 2014

© Punto de Vista Editores, 2014

http://puntodevistaeditores.com

info@puntodevistaeditores.com

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Índice

Los autores

Aclaraciones

Prólogo

La primera guerra en imágenes

FOTOGRAFOS

ANTECEDENTES

GUERRA

RETAGUARDIA

FINAL

CRÉDITOS FOTOGRÁFICOS

BIBLIOGRAFÍA

El autor

Fernando Martínez (Sevilla, 1972) es periodista y escritor. Ha reunido sus artículos publicados en la prensa en Contracrónicas. Tres años en la Real Maestranza (2013). Es autor además de una biografía, Manolete por Manolete (2007), así como de un diccionario de consulta, Breve diccionario taurino (2005). Ha probado fortuna en la narrativa con la publicación de la novela La tarde más larga (2006) y Escena de Semana Santa (2014), al igual que la divulgación científica con Leones, quaggas y pieles rojas (2011), Una historia de la Guerra de Secesión (2012), Otros Tiempos. Una aproximación a la cultura del toro (2013) y, más reciente, La guerra de Secesión (2013); sin olvidar el ensayo con La Paz. Luz del Porvenir (1995). Desde 2010 coordina la revista cultural fernandomartinezhernandez.com.

“La memoria no guarda películas, guarda fotografías.”

Milan Kundera

Aclaraciones

Las imágenes reproducidas en esta obra son de dominio público. En su mayoría pertenecen a la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, así como a dominios digitales que tienen la misma consideración, como los Archivos Nacionales de los Estados Unidos. En el apéndice sobre créditos fotográficos se detalla la fuente de cada una de las imágenes citadas. Asimismo he traducido los empleos del Ejército de los Estados Unidos y del Ejército Confederado con los correspondientes del español. Igualmente se puede decir de los topónimos, el nombre de algunas batallas, así como términos específicos de los ejércitos en conflicto.

Prólogo

Hay antologías de poemas, de canciones y hasta de recetas de cocina. ¿Qué les parece una antología de fotografías antiguas? Pues esta es la razón del presente libro: recoger imágenes de la Guerra de Secesión con un evocador comentario adjunto. No son las mejores, pues la fotografía comparte con los poemas o la pintura la sugestión, esa rara habilidad para arrostrar al espectador —el ojo que mira desde el presente— a un cúmulo de vivencias tan personales como innegociables. Tampoco aparecen las imágenes seleccionadas en orden cronológico sino en secciones totalmente aleatorias y, lo menos irracional de este proyecto, intercambiables. Veamos. ¿En qué apartado incluirían una imagen de cadáveres de soldados de la Unión junto al arroyo Antietam? ¿En Retaguardia, en Final o en Guerra? Los soldados no son fotografiados en primera línea sino horas después de los combates, antes de que las cuadrillas de enterradores hagan su trabajo, pero indudablemente han caído en combate, además, si me apuran, son la encarnación de las víctimas de la guerra, es decir, del final de la contienda. Además, si somos justos con la denominación, ninguna de las fotografías seleccionadas es propiamente de guerra. En la época no se podían captar imágenes en movimiento, se necesitaba un tiempo de exposición con garantías en el que los protagonistas debían mantenerse inmóviles. Así que en paridad el cien por cien se capturó en la retaguardia, cuando los disparos y cañonazos habían cesado. Complejo, ¿verdad?

Así que déjense llevar sin más por las imágenes, mírenlas sin complejos, miren a los ojos de los protagonistas que se salvaron en una placa de cristal del violento zarpazo del paso del tiempo. Pues, como comenta Antonio Muñoz Molina, en la Guerra de Secesión “la fotografía ocupaba un lugar decisivo en las vidas cotidianas: una aliada de la memoria, una posible reliquia, un conjuro para la supervivencia”. Y, de paso, una necesidad del que esto escribe, ajustar una cuenta pendiente (literaria) con La guerra de Secesión (Sílex, 2013). Si me apremian se trata de una segunda parte encubierta, ya que la fotografía nunca es presente sino pasado, historia, o dicho con otras palabras, un documento significativo, una declaración jurada y penetrante contra el paso del tiempo.

Septiembre de 2013

La primera guerra en imágenes

Quizás porque no tuve fotos de pequeño.

Mi hermana, poco mayor que yo, se llevó todas las atenciones (fotográficas, se entiende). Cuando ya tuve conciencia como niño de lo que documenta una imagen, de lo que sugiere y de que, evidentemente, no es la realidad sino una reconstrucción, fui consciente de que no existía, así, sin más, y no fui un hijo de la Europa postnapoleónica, ni vecino de Nicéphore Niépce; simplemente no tenía fotos de bebé, hasta que aproximadamente a los cuatro años de existencia, y tuvo que ser en un cumpleaños en el que tenía fiebre —como en casi toda mi niñez— aparecí inmortalizado en papel fotográfico. Allí, en un rincón, apretando con fuerza un cuento de El gato con botas y con la mirada triste, huidiza, pasé a engrosar la lista de los fantasmas humanos, retenidos más allá del bien y del mal, pero sin salvarme del paso inexorable del tiempo.


Quizás por ser el protagonista de una imagen atribuida, por supuesto.

Mis padres todavía no son capaces de asegurar que el moñito de adorno que se aprecia en la cabeza era de mi hermana o correspondía al pico de la almohada del carrito. Las apuestas siguen abiertas, hagan la suya. No crean, cada año se abre un debate en casa, pero las pruebas son las mismas, una fotografía sin fecha y sin indicaciones tomada en la terraza.


Quizás por ese motivo (trágico) y sin resolver he tenido siempre esa sed de imágenes que no se acaba nunca. Pero no de cualquier imagen, sino de las antiguas, y cuanto más antiguas mejor, de esas que mostraban señores con uniformes del siglo XIX, damas con vestidos largos y recargados, guerras lejanas, tropas coloniales del Imperio Británico, barcos antiguos y expediciones por África, por supuesto. Y entonces llegó mi abuela, consciente de mis carencias icónicas: me dejó en herencia la fotografía de su hermano cuando hico la mili en Caballería en Alcalá de Henares, una carte de visite en toda regla. Aparece recostado mi tío abuelo Nicomedes sobre un macetero, con botas y espuelas y, tiembla corazón, un sable. Ahora sé que perteneció al regimiento nº 10 Alcántara; pasados los años supe que pasó un servicio militar plagado de necesidades, aunque con un caballo, que eso ayuda.


Me imagino que en nada se parecería mi pobre tío abuelo a Banastre Tarleton, sino al viejo John S. Mosby. Luego llegó la de mi abuelo Francisco, que lucía uniforme de sanitario durante la mili en las Islas Canarias, que ya es destino en los años veinte con una guerra en ciernes, y sin poder practicar kitesurf, ni curas con antibióticos. Mi imaginación ya se había encaramado a la azotea, y allí sigue desde entonces, a duras penas baja, tan sólo el día en el que pago puntualmente la hipoteca. Un delgado hilo separa la realidad de la ficción, así que imagínense qué camino tomé en mi adolescencia.


Mi otro abuelo, Mariano, se libró de la mili por excedente de cupo y en el mágico año de 1936 (¡), así que se salvó por los pelos de la Guerra Civil. Perdimos a un gran héroe, seguro. De esta suerte, mi padre aportó a las tradiciones castrenses de la familia una fotografía de su paso por el Ejército de Tierra español a finales de la década de los sesenta en el Regimiento de Soria nº 9, que ya formaba en cuadros cuando en los frondosos bosques de Virginia se daba sus paseos matutinos Chingachgook. “Hijo, guarda esta foto, que a ti te gustan estas cosas…”. En ella se arrodilla mi padre junto a una bazuca y lleva un caso de acero, modelo 42, con una red de camuflaje. ¿Miembro de las Waffen SS? ¿Acaso luchó entre los cascotes de la fábrica de tractores en Stalingrado? “La mili es pasar hambre, mucha hambre…”, sentenció. Y así se esfumaron los sueños de heroísmo y gloria en mi familia, enterrados durante mi objeción de conciencia en una biblioteca pública de barrio, donde leí y leí en espera de convertirme en periodista. No tenía mucho caché el local, pero al menos le di un repaso a la literatura occidental, y gratis. Por ejemplo, Pabellones lejanos (Plaza&Janés), ya se imaginarán que me creí todo un Walter Hamilton defendiendo la residencia del gobernador en Kabul.

 

¿Entiendes entonces en parte mi fascinación por la fotografía de la Guerra de Secesión? Espero que sí, improbable lector. Mezclen imaginación más fotografías antiguas, igual a aventura. Allí, al otro lado del Atlántico estaba el Viejo Sur, la Confederación, el bando perdedor, que es el que se lleva la gloria y la nostalgia de un mundo que se transformó para desaparecer con la guerra (The Civil War: an illustrated history of the war between the states. Pimlico, Random House). Y además es una guerra, sí, la guerra como inspiración, como materia prima inagotable para escritores, periodistas e historiadores, patria de los héroes, de las víctimas y del horror, ¿verdad Kurtz? Y de los aventureros en zapatillas, que no han salido de su habitación ni han disparado un solo tiro en su vida (ni lo tirarán), como el que esto escribe.

Si somos justos con la Historia, la Guerra de Secesión no es la primera que se fotografió. Hubo cuatro anteriores que se nos olvidan normalmente: la guerra entre México y los Estados Unidos entre 1845 y 1848, la guerra de Crimea desde 1854 hasta 1856, la rebelión de los Cipayos de 1857 en la India y la Segunda Guerra del Opio entre 1856 y 1860. Pero en la fértil Norteamérica (bélicamente hablando) de los años 1861 a 1865 se llevaron al extremo las posibilidades de un arte que apenas contaba con dos décadas de existencia.

Rebobinemos. En apenas tres años de guerra los Estados Unidos ocuparon, gracias al tratado de Guadalupe-Hidalgo (2 de febrero de 1848), Texas y el área conocida como Alta California y se abrieron a su libre control en un futuro muy próximo los territorios de Colorado, Arizona, Nuevo México, Nevada, Utah y partes de Wyoming, Kansas y Oklahoma (The Mexican-American War. Heinemann-Raintree). Y allí hubo fotografías. La mayoría son daguerrotipos y normalmente son posados de oficiales y soldados en un estudio, pero en pocas ocasiones en el campo de batalla. Los protagonistas aparecen de pie y con fondos recreados, en lugar de naturales. Son mucho más atractivas las excepciones, como la que muestra al general John E. Wool entrando con sus tropas en Saltillo a principios de 1847, sencillamente espectacular.


En 1855 Roger Fenton (1819-1869) marchó a la Guerra de Crimea por encargo del editor Thomas Agnew para fotografiar a las tropas, con un ayudante de fotografía, Marcus Sparling, un sirviente y un amplio equipaje. Esta expedición fue su mayor éxito. Financiada por el gobierno británico a cambio de que no mostrara los horrores que provocan los conflictos bélicos, se pretendía así que los familiares de los soldados y la ciudadanía en general no se desmoralizaran. Fue un trabajo muy duro, pues debido al calor, parte del material fotográfico se inflamaba, y obligaba a los soldados a permanecer en poses durante un tiempo inmóviles a pesar de las altas temperaturas. A pesar del clima adverso, de fracturarse varias costillas y sufrir el cólera, consiguió hacer 350 negativos de gran formato. Una exhibición de más de trescientas fotografías se celebró en Londres, pero las ventas no fueron tan altas como esperaba, posiblemente porque la guerra había acabado. De esta forma inmortalizó El valle de la muerte y de las sombras, sí, la famosa explanada donde cabalgaron los jinetes de la Caballería Ligera en Balaklava y que inspiró al poeta Tennyson, que ya es poesía, con Lord Cardigan al mando y esa nube de balas de cañón rusas sobra las cabezas.


Si Fenton es el protagonista de la guerra de Crimea, el levantamiento cipayo de 1857 tiene como fotógrafo a Felice Beato (1833 o 1834-1907), que ya sí muestra cadáveres de soldados —observen cómo se las gastaron los británicos en el Secundra Bagh y el Fuerte Taku— como James Robertson un poco antes en la caída de Sebastopol, claros antecedentes de la Guerra de Secesión. En la Segunda Guerra del Opio, Beato fechó las imágenes y las relacionó, es lo que se denomina narrativa de la batalla, que no se había hecho hasta entonces. Las fotografías resultantes fueron una poderosa representación del triunfo militar del poder imperialista británico, y así se consideraron por los compradores de las imágenes, en su mayoría soldados británicos destinados en la región, administradores coloniales, comerciantes y turistas. En el Reino Unido, las fotografías se utilizaron para justificar la guerra y brindaron conocimiento al público sobre la cultura que existía en Oriente.



Fue entonces cuando se escuchó el primer disparo en Fuerte Sumter, en la madrugada del 12 al 13 de abril de 1861. La técnica fotográfica en 1861 apenas había cambiado desde que se inventó unos veinte años atrás. ¿Cómo se hacía una fotografía en la década de 1850? Olvídense de las cámaras fotográficas, de los móviles y de los filtros instantáneos que eliminan los ojos rojos o unos cuantos michelines. La fotografía requería paciencia, artesanía y una pizca de originalidad. En 1851 murió Louise Daguerre. Simbolizó el final de una época, porque en ese mismo año se inventó una nueva técnica que liberó de los procesos patentados de Fox Talbot y Daguerre: la técnica del colodión húmedo o ambrotipo, de Frederick Scott Archer. Consistía en un soporte de cristal al que, momentos antes de hacer la foto, se le recubría con una sustancia espesa y húmeda a base de algodón en polvo, alcohol y éter junto con sales de bromuro de plata y yodo. Una vez expuesta a la luz con el cristal aún húmedo, se dejaba secar por dos días. Se revelaba con protosulfito de hierro y se fijaba con hiposulfito de sodio. El colodión, pese a su complejidad de manipulación, fue muy apreciado por su finura del grano y la fidelidad de la reproducción. Un poco después, Richard Meaddox sustituyó el colodión húmedo por la gelatina de bromuro, originando una placa seca o colodión seco. Desde entonces es la emulsión que se usa. El reto de la fotografía ahora estará en la evolución de los soportes: vidrio, materiales flexibles, película en rollo, etc., pero en la Guerra de Secesión tan sólo se contaba con el colodión húmedo.

Así que los fotógrafos tanto profesionales como amateurs (estos últimos realizaron auténticas joyas durante el conflicto, ¡se calcula que fueron unos cinco mil!) se presentaron en los campos de batalla con un carromato lleno de cachivaches, desconocidos para la mayoría de los soldados. Un fotógrafo necesitaba un ayudante, que era el encargado de realizar la ardua tarea de mezclar los compuestos químicos. Se elegía a continuación la localización. La placa de vidrio se embadurnaba con la mezcla en un cuarto oscuro (el carromato), a continuación se protegía con una funda deslizable hasta que se introducía en la ranura de la cámara, se abría el objetivo, se exponía la placa a la luz durante unos diez o veinte segundos en los que había que permanecer inmóviles y se volvía a proteger la placa hasta que se secaba. Como habrán comprobado, el proceso era escasamente profesional, pues no se controlaban los tiempos de exposición (obturación) ni el tiempo en el que la placa debería estar impregnada de la emulsión.


Pero los problemas no acababan aquí, pues no era fácil controlar la nitidez de la imagen: los solados se movían y, si se tomaba en grupo, mucho peor. Aparte había que sumar las condiciones meteorológicas, como el viento, la excesiva exposición al sol, las irregularidades del terreno y la distancia en kilómetros del estudio fotográfico, a veces a más de mil kilómetros de los campos de batalla. Aun así, los fotógrafos se las ingeniaron para retratar de forma viva el sangriento conflicto, a veces bajo el fuego de los mosquetes y cañones, y por caminos impracticables cuando se transportaban sustancias delicadas. Si hubieran decidido plasmar las batallas, tendríamos hoy placas con nubes de pólvora y figuras duplicadas de soldados corriendo, como auténticos borrones. De ahí que la vida de los ilustradores estuviera mucho más en juego que la de los fotógrafos, pues se acercaban a la línea del frente con más desenvoltura. Apenas un carboncillo y unas hojas de papel enrolladas era toda la impedimenta que necesitaba un buen dibujante.

Pero las placas de cristal o de metal (ferrotipos) no eran comercializables, entre otras cosas, por su elevado precio. Así que se popularizó la carta de visita (carte de visite), que se ideó en Francia a mediados de la década de 1850. Consistía en una reproducción ilimitada de la placa original sobre papel. Para un soldado suponía una buena inversión, un recuerdo para su esposa, madre o prometida (establezcan su orden particular) y, sobre todo, para una celebridad: políticos, actores, oficiales del Ejército, escritores, cantantes de ópera, periodistas…como comprobarán, en nada se distanciaban de las postales, posters y, de paso, de las redes sociales en la actualidad, pero con olor a papel y en blanco y negro. Otras veces, no aparecen recogidos ejemplos en este libro, se engastaban los ferrotipos, como un marco actual, pero de metal dorado y se vendían a un precio más asequible al ser de menor tamaño.


Se calcula que hay más de cincuenta mil fotografías relacionadas con la guerra de 1861 a 1865: batallas, ciudades en ruinas, campamentos, caídos en combates, infraestructuras, hospitales, ejecuciones, prisiones… además de aquellas que se tomaron en la retaguardia, en los estudios de las grandes ciudades de la Costa Este, que seguían los gustos y necesidades de la población civil. Las fotografías obtenidas en los campos de batalla eran irreproducibles en los diarios y revistas de las ciudades industrializadas del Norte por una mera cuestión técnica que se solucionaría en la década de 1880; así que fueron muchos ilustradores los que se basaron en las placas de cristal para obtener bocetos que convertir más tarde en grabados. De esa forma un tanto rudimentaria los lectores de Nueva York o Chicago siguieron las evoluciones del conflicto a través de dibujos. Las fotografías se mostraron al público en exposiciones, recuerden la reñida disputa entre la pintura y la fotografía —como instrumento artístico— desde su invención.

Es aquí donde radica uno de los mayores atractivos de las imágenes de la Guerra de Secesión. El público vio los horrores de la guerra, pero no en la prensa, sino colgados de una pared en una galería de arte, como Los muertos de Antietam (1862), en la ciudad de Nueva York, de Mathew Brady. Mucho se habla de la falta de censura, de que los fotógrafos plantaron sus trípodes en cualquier lugar sin ningún tipo de indicación desde las altas esferas, y no es del todo cierto. El gran público contempló las instantáneas en la mayoría de los casos cuando la guerra ya había concluido, por muy escabrosa que fuese, su contemplación no fue mayoritaria. La censura no existió, como tampoco existe en regímenes totalitarios contra los libros de poesía, simplemente porque los leen muy pocos ciudadanos. Era un arte nuevo y una guerra nueva en la joven república de los Estados Unidos. Echen un vistazo a la II Guerra Mundial, no encontrarán imágenes parecidas en crueldad y dramatismo. No habría censura, pero sí manipulación. Los casos más conocidos son los del Timothy O’Sullivan (véanse las imágenes número 50 y 51), que no le importó mover cadáveres para que ocupasen mejor el encuadre o servirse de un mismo soldado muerto, cambiarle el uniforme y mostrarlo como caído del bando contrario, hermano contra hermano; o soldados muertos sin ningún síntoma de tumefacción, por lo que cabe pensar que escogió a modelos vivos. ¿Se puede considerar que estamos ante los inicios de la propaganda política? Evidentemente fotoperiodismo y propaganda política irían de la mano desde los primeros momentos.

 

Pero la guerra tuvo sus iconos o, mejor dicho, el icono por excelencia: el presidente Abraham Lincoln. Durante su niñez la coz de un caballo alcanzó al futuro presidente en la cara, desfigurándolo para siempre. Sus facciones eran asimétricas, el lado izquierdo del rostro era más pequeño que el derecho. Hasta el propio Walt Whitman dejó por escrito en su diario: “Al observar detenidamente varias de sus fotografías para comprobarlo, no pude menos que detectar cierto matiz africano”. Los asesores de Lincoln consiguieron que se dejara la barba para la campaña presidencial de 1860 y procuraron sacar siempre uno de sus perfiles. Utilizó su imagen a conciencia, pues hoy se conservan unas ciento veinte placas, y fue el primer político que se sirvió de su imagen personal para pegar carteles por las calles más pobladas del país. Su rival, John C. Breckinridge, consideraba más importantes las ideas que las imágenes (¡). Una vez ganadas las elecciones, el rostro de Lincoln fue muy reproducido. Cuarteles, hospitales, edificios oficiales contaron son su rostro, que también fue manipulado mucho antes de la era del pixel y de los escáneres. Presidencia e imagen, un binomio que sigue unido en el siglo XXI.


Los fotógrafos que captaron la Guerra de Secesión, como Andrew J. Russell, Mathew Brady, Alexander Gardner, George Barnard, Timothy O`Sullivan, James F. Gibson, John Reekie, George S. Cook o Robert M. Smith, por citar los más destacados, entablaron una guerra particular con el tiempo, pues entendieron que eran testigos de un acontecimiento único e irrepetible, la lucha entre estadounidenses en una guerra larga y sangrienta. Ciertamente consiguieron que lo que vieron sus ojos pasara a la posteridad. Hoy miramos las fotografías con admiración pues contienen un grado de verdad y cercanía que consiguen lo que sus autores se propusieron: documentar la realidad.

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