El maestro de escuela

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El maestro de escuela
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González, Fernando

El maestro de escuela / Fernando González. -- Medellín : Fondo Editorial Universidad EAFIT, 2012.

100 p. ; 20 cm. -- (Biblioteca Fernando González)

ISBN 978-958-720-123-9

1. Novela colombiana 2. Muerte - Novela 3. Maestros - Novela

I. Tít. II. Serie.

Co863.6 cd 21ed.

A1338824

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

EL MAESTRO DE ESCUELA

PUBLICADO POR PRIMERA VEZ EN ABRIL DE 1941 POR EDITORIAL ABC, BOGOTÁ

COLECCIÓN BIBLIOTECA FERNANDO GONZÁLEZ

Séptima edición: mayo de 2012

Tercera reimpresión: marzo de 2015

PRIMERA EDICIÓN EN LA COLECCIÓN BIBLIOTECA FERNANDO GONZÁLEZ

© Herederos Fernando González Ochoa

© Fondo Editorial Universidad EAFIT

Carrera 48A # 10 Sur - 107, Medellín

Tel. 261 95 23

http//www.eafit.edu.co/fondo

E-mail: fonedit@eafit.edu.co

ISBN: 978-958-720-123-9

Diseño y diagramación: Alina Giraldo Y.

Editado en Medellín, Colombia

Diseño epub:

Hipertexto – Netizen Digital Solutions


PORTADA DE LA PRIMERA EDICIÓN, BOGOTÁ,

EDITORIAL ABC, ABRIL DE 1941


SIMÓN, ÁLVARO, RAMIRO, MARGARITA, FERNANDO, FERNANDITO Y LUIS ENRIQUE OSORIO. ESTA FOTOGRAFÍA DE JORGE OBANDO ACOMPAÑA EL REPORTAJE “FERNANDO GONZÁLEZ ME DIJO...” DE LUIS ENRIQUE OSORIO, PUBLICADO EN LA REVISTA CROMOS EN MARZO 7 DE 1942

Homenaje a Thornton Wilder,el creador del drama eterno Our Town

TABLA DE CONTENIDO

PRÓLOGO

EL MAESTRO DE ESCUELA

ALGUNOS DE LOS APUNTES DE MANJARRÉS

EPÍLOGO

EL IDIOTA

PRÓLOGO

Puedo decir que esta es una de las obras que heredé de Manjarrés, pues yo estaba allí cuando murió, y tuve la corazonada de esculcarle los calzones y en el bolsillo de atrás hallé libretas de las que usan los carniceros para apuntar los fiados.

Podría atreverme a decir que yo era el único que estaba allí. Me parece ver la habitación, la cama y el ataúd, y revivo el instante en que logré este libro. ¡Casi se va con él! Emilia la planchadora fue la que esculcó y yo soy el que lo extrajo.

Trata de la descomposición del yo, que es el ambiente; del fenómeno “grande hombre incomprendido”; de “la culpa”; de la psicología del matrimonio; del mecanismo de cierto género de muerte, la que padeció don Quijote; del entierro, del cementerio y de la caridad.

La obra resalta por cierta previsión: en eso de la descomposición de la personalidad del maestro de escuela Manjarrés, y en las circunstancias de su muerte y entierro, parece que hubiese asistido a mi propio fin. Me atreví a decir: “Yo era el único que estaba ahí”, porque tengo la sensación nauseabunda de que el cadáver de Manjarrés era de los dos.

Me apena insistir, pero es que los personajes se confunden: parecen uno y son dos. Es la descomposición del yo. Dante asistió al fenómeno opuesto, en el octavo círculo del infierno: el uno era serpiente de seis patas, y brincó encima del otro, que tenía figura humana; con las dos garras delanteras se le pegó al pecho; con el otro par le ciñó el abdomen y, con el último, las piernas; a un mismo tiempo le introdujo la rugosa cola por la entrepierna, aplastándosela contra la región lumbar: y poco a poco los dos condenados se fueron convirtiendo en uno solo, trasmutándose en tercera las dos naturalezas. Es el fenómeno de la composición del yo, y el tema de este libro es el opuesto.

¿Puede uno haber sido enterrado y andar por la calle? ¿Cuántas veces hemos muerto? ¿Sucede el caso de asistir a su agonía y entierro, objetivarlos y poder afirmar: “Yo era el único que estaba allí”? Tales son los problemas que nos ocupan.

El valor artístico de este librito reside en las imágenes.

El mérito sociológico está en la honrada narración de la vida del maestro de escuela, “quinta categoría”, sueldo de cuarenta pesos al mes.

Este libelo se divide en apartes. Los borradores dicen así, sin ponerles ni quitarles una coma:

1

Me tocó asistir a una tragedia y mi mujer me urge para que la escriba, afirmando que contiene sentimientos elevados y que puede ser educadora de las costumbres caritativas.

Conocí al maestro de escuela don Manjarrés, y entré en su intimidad y en la de su mujer casualmente. Este adverbio de modo quiere decir que no hice nada para conocerlos; pero es verdad que al percatarme de lo que allí se estaba preparando, intervine: adiviné las agonías, que son mi ambiente… Pero este es materia del aparte que sigue.

Al frente de casa había otra, más vieja y siempre cerrada; nunca se veían visitas.

Un domingo oímos gritos. Supimos que uno de los hijos del maestro se había herido al caer de un naranjo. Fuimos a ver. Así me inicié en el conocimiento de Manjarrés, doña Josefa, un perro y dos gatos.

¡Lo que es la afinidad! ¿Quién creyera que esa tarde estaba propincuo a gran acopio de agonías?

2

El amor que dirige mi actividad es a las agonías y entierros. Eso me embriaga. Cuando voy detrás del muerto, o cuando estoy atisbando desde un rincón del cuarto del agonizante, me siento en “otra parte”, no peso y comprendo. Ejercí el monagato, no por la paga sino por el olor. Ya verán. Apenas me llega la ráfaga compuesta, adivino la cadaverina, la separo del perfume de flores y del que viene en frascos, y guiño los ojos para hacerles ver que no me engañan, que penetro a la esencia del cadáver y de los enterradores; la cara que ponen y todas sus actitudes también son compuestas. Me jacto de ser el que sabe del sentimiento simple que llamaré “enterrador”.

Lo primero en mi felicidad de esos instantes es la liviandad; sensación de flotar, de estar “allá” y de que nadie puede engañarme. Se trata del olfato. Los cegatones y duros de oído comprendemos por medio del olfato. Ir detrás de un ataúd ocupado, oliendo y analizando: he ahí la felicidad. El cura de…, al que serví de monacillo, tenía gracia para enterrar: la voz llena y la potencia de la figuración contrastaban con el cadáver y los deudos; eran burla a la mentira de ellos.

Si pesaran un cadáver y compararan su peso con el del cliente cuando agonizaba, comprenderían que vida es movimiento vibratorio que solivia. El infierno es la total pesantez y la infinita duración. “Me siento ligero”; “me produce sensación de ligereza”; “el tiempo vuela”: frases que se escuchan en la felicidad. “¡Qué largas las horas!”, exclama el pecador o enfermo.

No digan que se trata de los gases de la putrefacción, pues no bastan para la diferencia de peso entre el vivo y el muerto. Además, hay el hecho de que la diferencia está en relación directa con la genialidad, es decir, que la mayoría se pudren completamente: sus cadáveres son la misma cantidad que cuando respiraban. En el Cielo, morada de los genios, no hay gravedad ni duración, y en el infierno…, etc.

3

Manjarrés era más bien alto; las piernas muy largas y flacas. Pero se le veía que había nacido para gordo: era un enflaquecido, flacura de maestro de escuela; no era esa su condición natural, sino que la padecía. Usaba bigotes colgantes y, en el bolsillo interior izquierdo del saco, un cepillo para dientes, con las cerdas de para arriba, condecoración de todo maestro de escuela. Mientras discurría, abría y cerraba su vieja navaja de bolsillo, muy comida y limpia por sobijos y amoladuras; también sacaba de los bolsillos pedazos de tiza; estos y tiznajos son la única abundancia en casa del maestro.

Cuando uno iba a encontrarse con él, se detenía brusca y nerviosamente; metía las manos en los bolsillos y las sacaba; muchos movimientos incontrolados; se avergonzaba; por eso, donde los jesuitas le dieron el apodo de Verónica. Caminado, voz, acción, iras y tranquilidades, todo era falto de naturalidad en Manjarrés. Tenía conciencia de pecado. Este modo furtivo se encuentra en la especie humana; los otros animales…; sólo un perro danés, propiedad de una beata, ha tenido algo, muy remoto, del aire de los tímidos. ¿De dónde más, sino de que la personalidad humana es compuesta, puede provenir la conciencia de pecado? ¿Cómo explicar al tímido?

4

¿Era “un grande hombre”? Sólo puedo afirmar que en él podía estudiarse el sentimiento de “grande hombre incomprendido”. Aquí, por primera vez, se pone, alinda y analiza este sentimiento.

 

Muchos somos los que nos sentimos “grandes incomprendidos”: todos los artistas y los que ejercen la filosofía; todos los pobres; los que padecemos y en cuanto padecemos. ¿Será defensa que suministra la naturaleza, para que los pobres no se aniquilen? ¿Seremos dioses miserables?

Es axiomático que el autor y el lector nos sentimos “grandes hombres incomprendidos”. Andamos diciendo que los funcionarios públicos no sirven y que triunfan los intrigantes. Si no lo sintiéramos, sentiríamos que somos nulidades. No sé si me entienden: el que tuviera conciencia de que “la culpa” es suya, de que no es rico o funcionario de categoría elevada, por incapaz, se anonadaría. Esta noción es la llave de los secretos vitales. ¡Mucho ojo, pues, a lo que sigue!

5

Poco a poco fuimos intimando, hasta visitar su casa, para la investigación. Se me permitirá seguir el aparente desorden con que fui adquiriendo el conocimiento de este hombre detestable, pero digno de compasión. Se me fue entregando fragmentariamente. La certeza plena no la obtuve hasta su muerte. Cuando le hayamos enterrado podré contestar a todos los porqués. Suplico que demoren el juicio acerca de este informe psicológico. Principiaré con ciertos apuntamientos confidenciales:

6

Manjarrés se cree “un filósofo” y un “postergado”. En el fondo goza con sus vestidos rotos. ¿Por qué no se afeita diariamente, si para ello no se necesitan riquezas? ¿Y el hedorcillo a sudor? ¡A mí no me engaña! Esos detalles miserables son la bandera desplegada de su orgullo; la publicidad de su sentimiento de “grande hombre incomprendido”.

Cuando fui a preguntar hoy por el niño herido, Manjarrés estaba encerrado en su cuarto; al despedirme de la señora Josefa, él salió, me acompañó hasta la calle y me dijo apresuradamente:

“La cónyuge opina a uno y le cela; la cónyuge ‘salva’ al marido, ja, ja…”.

7

Hombre tímido en extremo, tipo del solitario por impotencia. Primero fue recadero de abogado y también abogadeó en su primera juventud; un su tío le tuvo en el bufete y allí aprendió. Estudió donde los jesuitas; con ellos se graduó en introspección, en creerse “condenado”, “perseguido”.

Su primera experiencia amorosa fue con una joven mulata, fortísima y virgen; ella fue la incitadora y él fracasó en el trance, debido a que los Reverendos educan a los jóvenes de modo que cuando aman, piensan en el remordimiento y el infierno, quedando asociado el hecho del amor con tantos dolores y miserias que resulta una inhibición. Esto fue lo que tuvo Manjarrés con la mulata y se tornó más solitario.

Una coja le salvó. La coja Elena; coja de la cadera derecha; alegre y vital. Esta buena mujer le volvió un poco a la realidad. Ya dizque murió hace años, y quizá sea el único ser femenino de quien hable tiernamente el maestro de escuela: “Las mujeres cojas de la cadera –díjome– son tesoros ocultos”.

8

Como era cariserio de nacimiento, seriedad nativa que se confunde con la santidad o con la investigación, y como todos sus movimientos eran de asustado (bruscos, con vergüenza), las mujeres no le amaban. Lo más remoto para ellas era que Manjarrés pudiera amarlas y perseguirlas; así, huían asustadas cuando les pedía algo o las miraba ansioso. Una dizque se expresó así: “Cuando Manjarrés está amoroso, se le ve el pecado mortal”. Frase muy acertada, pues no iba a la mujer sino durante el gran ataque, y la hembra considera al amor como el negocio de su vida, y por eso exige que se le trate el asunto largamente. Para ellas el juego es más importante que el fin; en las circunstancias antecedentes está su imperio; exigen que las enamoren, las regalen, adulen, engañen y tumben.

9

Muy niño quedó huérfano y fue criado por el tío que ya dije que le tuvo de paje aprendiz de triquiñuelas. En esa casa fue en donde encontró a la coja, de la servidumbre del tío.

Estando de curial dio principio a eso tan en boga entre los tímidos, que llaman “educación de la voluntad”, arte que se halla en libros cuyas pastas ostentan caras con ojos muy abiertos, y fijos como candelas. A este arte maldito le somos deudores de Mussolini, Franco y Hitler.

Una vez (tenía veinte años) se obligó a ir a besar a la dactilógrafa del vecino, cuando ella pasó a lavar un tintero en la fuente; no se conocían y lo hizo; ella dejó caer el cacharro, que se volvió añicos. Estos ejercicios no eran por sensualidad, sino para “autodominarse”.

Estuvo una noche íntegra en un pie. Aprendió de memoria doscientos artículos del Código de Minas y dos alegatos de un abogado. Durante un mes se obligó a ejecutar lo que más le repugnara: copiar a mano, sin un error, informes de gerentes de sociedades anónimas; escribir veinte mil veces frases contrarias a sus sentimientos, como estas: “S… no robó”; “X… es honrado”, etc. Durante diez horas estuvo con los brazos estirados horizontalmente. Estos ejercicios conducen a lo que llaman hoy “acción intrépida”.

Coronó estas prácticas con un sistema de desdoblamiento que le perdió para las artes del tintero y le arrojó a las de la tiza y la hambre.

10

Parió su doble; le puso el nombre de Jacinto. El proceso fue, poco más o menos:

Nadie puede verse a sí mismo infraganti. Hasta el descubrimiento del cine nadie se conoció en acto, pues en el espejo no se observa el movimiento ocular, que es lo expresivo. El cinematógrafo casi nos permite cogernos corporalmente. Ahora se trata de mi invento para autocapturarnos psíquicamente en flagrante: objetivarnos. Con la introspección logramos hacerlo, pero como entes sucedidos; los actos ya sucedieron cuando tenemos conciencia de ellos. Se logra apenas producir el remordimiento. Se trata ahora de un invento que permita al hombre estudiarse como actual.

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