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Buch lesen: «Antología portorriqueña: Prosa y verso», Seite 10

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MANUEL ELZABURU

Fué éste uno de los portorriqueños que con más diligencia y fortuna trabajaron por la cultura de su país en el último tercio del siglo XIX.

Nació en 2 de enero del año 1851. Cursó la instrucción secundaria en el Colegio de los Jesuitas, en San Juan, y la carrera de derecho en la Universidad Central de Madrid. Fué discípulo de Castelar en su famosa cátedra de Historia, y gran admirador de este insigne tribuno.

Vivía Elzaburu en casa de su tio don Julio Vizcarrondo, en Madrid, y en ella formaban tertulia entonces muchos oradores, políticos y literatos de la corte, con motivo de la agitación abolicionista y política de aquella época. Con el ejemplo y la dirección de ellos, y con el ambiente literario de las aulas universitarias, se despertaron las aficiones literarias del joven portorriqueño, que empezó á escribir unos artículos cortos en prosa elegante, casi lírica, especie de breves poemas en prosa, por el estilo de los que solían publicar en aquel tiempo Baudelaire y el ruso Ivan Tourgeneff. Los publicaba en revistas y periódicos de aquel tiempo, suscritos con el seudónimo de Fabian Montes. Los primeros que se publicaron en Puerto Rico llamaron la atención por la novedad de la forma y la extraña condensación del pensamiento, casi siempre transcendental.

La vuelta de Elzaburu á su país produjo un movimiento literario favorable. Convirtió su bufete de abogado, en ciertas horas de la tarde y de la noche, en una especie de cenáculo de poetas y de escritores, al que daban el nombre de Parnasillo. De allí salió el proyecto de la fundación del Ateneo Portorriqueño, en el que fué Manuel Elzaburu el factor principal, actuando como Secretario en los primeros años, y después como Presidente. Á él se debe la galería de retratos de portorriqueños ilustres en el Ateneo. Fundó también la Institución de Estudios Superiores, anexa á dicho establecimiento, y agregada á la Universidad de la Habana, para el estudio de la Medicina, la Abogacía y las facultades de Letras y Ciencias, y fué en la Diputación Provincial uno de los campeones más decididos del Instituto Civil de segunda enseñanza.

Era un activo cooperador de toda obra de cultura y de progreso que se iniciara en el país.

Poseía con bastante propiedad el idioma francés; estudiaba con entusiasmo las obras literarias y científicas de su tiempo, y había adquirido una cultura sólida y extensa.

Tradujo en verso muy acertadamente varias composiciones poéticas de Teófilo Gautier, demostrando que no le eran desconocidos los encantos de la rima; pero no escribió nunca versos originales.

Era un orador fácil é instructivo.

El artículo El Mar, que se inserta á continuación es de los primeros que escribió, hallándose de veraneo en la costa de Guipúzcoa, y el fragmento oratorio es de uno de sus últimos discursos en el Ateneo.

Falleció repentinamente en San Juan, el día 12 de febrero de 1892, cuando acababa de realizar un viaje de estudio y de recreo por la capital de Francia.

El Ateneo dedicó una gran solemnidad literaria y una lápida de mármol en honor de este su meritísimo fundador, é hizo colocar su retrato en la galería pictórica de portorriqueños ilustres.

EL MAR

Si hay algo que se asemeje al cielo es el mar. Como él tiene furores temibles y calmas dichosas; como él es azul, y como él, al parecer, infinito.

Así es que, cuando yo lo he visto hoy, después de una ausencia de dos años, venir á romperse en espumas contra las rocas, he pensado que no hay nada más grande, más imponente ni majestuoso, que este rico manto bordado en plata, que cubre gran parte de la tierra, y que se agita altivo bajo la mirada del cielo, que muchas veces pretende rivalizar con él en hermosura, engalanándose con su divino cendal de blancas, ideales y vagorosas nubes.

Lo confieso, no puedo vivir sin el mar. Hijo yo de una isla que se mece en las turbulentas y juguetonas aguas del Atlántico, acostumbrado á su vista, á su vida y á su movimiento, cuando no le tengo ante mis ojos padezco una especie de nostalgia en el alma, y cuando le miro tras larga separación siento como llenarse un vacío de mi ser, como cumplirse una necesidad de mi espíritu.

¡Oh, mar! Tu aspecto es como el aspecto de todo lo grande que sublima, yo en los largos ratos que guardo para tí de extática contemplación, noto que se espacía mi ánimo y se ensancha á toda la extensión del maravilloso espectáculo, flotando con delicia en las ondulaciones de tus aguas.

Tú satisfaces los sentidos á la vez que alimentas el alma; para la vista eres el más sublime de los cuadros, ya reposes con la tranquilidad de un lago, ya te agites con la vehemencia de las tempestades; para el oído eres la más cadenciosa harmonía, ora gimas rabioso por el huracán hostigado, ora la brisa te lleve en tranquilas ondas á morir sordamente en la playa; tú, en fin, eres para el hombre torrente inagotable de poesía, que le arrobas con los caprichos de tus bellezas, ó misteriosa enseñanza que con la eternidad de tus movimientos le recuerdas la eternidad de su supremo autor.

¡Inefable creación! En el horizonte es una línea que marca el nivel de ese gigantesco vaso; luego toma un tinte nebuloso; más acá el azul obscuro se quiebra con el continuo movimiento; más adelante se hincha y crece hasta formar una montaña líquida, que el viento empuja, que se salpica en su cúspide de blanco, que comienza á encresparse, que se enrolla en sí misma, y que por último cae deshecha en una catarata de espumas, que viene mansa á romper sus innumerables globos cristalinos sobre las doradas arenas de la orilla.

No hay nada, al parecer, más monótono ni más pobre; no hay más que agua, se dice: sin embargo, nada le supera en riqueza y variedad: en sus profundos abismos guarda infinitos misterios bajo lechos de algas, entre laberintos de sombras; en su movible fondo inagotables tesoros perdidos entre arenas; en sus gotas saladas se revuelven milagros de organizaciones animales, que todavía sorprenden á la ciencia y cautivan al hombre; entre nacaradas conchas guarda las opacas perlas escondidas, como amorosos secretos; en las piedras que erizan el lecho donde se posa, se adhieren multitud de moluscos entre el musgo que las cubre como aterciopelado manto; sobre yerbas que no se atreven á salir del seno de las aguas, yacen caídos trozos de corales bellos de distintos colores, como fragmentos de ricos palacios derruídos; mientras que, sobre las cambiantes luces de aquella superficie que esconde tanto prodigio, se desliza y vive el marino, ese héroe curtido por el sol y desposado con la mar, que se agita contento en su diminuta isla flotante, y alegre alienta en su buque, verdadero oasis en un desierto de agua.

Permitidme que admire un momento á ese hombre. Ninguna vida tan agitada como la suya, ninguna tan llena de combates; hoy le arrulla el viento, mañana le azotará; hoy le besa la ola, mañana quizás le sacuda y le hiera; vida que tiene algo de sobrenatural y extramundana, siquiera porque el hombre parece que abrevia el mundo y se aisla como en monasterio errante, siquiera porque se aparta de la tierra, como para perseguir esa línea fantástica donde se juntan y se besan el cielo y la mar, en ese misterioso espejismo, que se aleja á cada ola que pasa ó á cada minuto que cuenta el que lo persigue, en la celeridad del tiempo.

¡Bendito seas, Océano! ¡Bendito tú que murmuraste á mi oído tu contínuo murmullo, cuando aun mis pupilas vírgenes no habían recogido el primer rayo de esta luz tropical!! ¡Bendito tú que con tus ruidos has apagado tantas veces las voces de mi inquietado espíritu, y con tus tormentas acallado las tormentas de mi alma!!!

Yo quisiera pintarte tal cual eres, para que te viesen con los ojos del alma los que leyeran estos repetidos alfabetos trabados en tan varias combinaciones, pero no puedo; te he descrito diez veces ó más, y he roto mi trabajo, ó he arrojado mi pluma, porque me encontraba impotente; porque las palabras me parecían hielo; porque decía y no pintaba; porque eras todo aquello escrito, pero eras mucho más; aquello aumentado mil veces; un no sé qué magnífico, que sólo pudo hacerlo Dios, y sólo comprenderlo quien lo mirara con los ojos del cuerpo y pudiera embeberse ante el divino espectáculo de su colosal grandeza.

Inmensas extensiones azules que os salpicáis de fugitivas estrellas blancas formadas por puntas de olas, apenas rotas en espumas por el viento; tintas violáceas, que flotáis en las superficies de las aguas, bajo cuyas transparencias vegetan multiplicadas plantas marinas; sombras de lejanas tierras, veladas por las vaporosas gasas de la bruma; guirnaldas plateadas, que circundáis á la altiva roca elevada en la soledad del Océano, que amoroso la estrecha, rodea, abraza y acaricia; puntos blancos que, divisados á lo lejos, reveláis otras tantas velas que se redondean como el seno de las vírgenes con el aire que viene de los cielos; profundidades cavernosas, donde entre verdes cristales se miran serpear peces de infinitos colores; claras ondas, que os complacéis en ver cómo el sol se goza quebrando en vosotras sus rayos; aves que pasáis mojando las puntas de vuestras alas en el movible espejo en que os miráis volar; olas, que arrebatadas por el viento os esparcís en la atmósfera como irisadas lluvias, en cada una de cuyas gotas va retratado el Universo; espumas blancas, que bordáis las orillas con caprichosos dibujos renovados de momento en momento; amantes brisas, que al tocar el reluciente líquido le imprimís sombrías manchas circulares, rastros de vuestros besos; pequeños ondulados movimientos del agua, donde centella la luz como en las facetas de un diamante; presentáos todos; olas, brisas, sombras, rayos del sol, aves y espumas; presentáos en conjunto clarísimo y harmónico á la mente, para que después digamos si este cuadro, cubierto por el dosel de un cielo de zafiro, y acompañado por la eterna nota sonora que se eleva incesante á las nubes, como la plegaria eterna de la mar, no es la obra fantástica más grande de los creadores éxtasis de Dios.

San Sebastián, España, (1873).

TROZO ORATORIO

(Fragmento de un discurso pronunciado en el Ateneo Portorriqueño, sobre "Relaciones de la Literatura con la Historia de los pueblos.")

Hace ya más de un siglo que los métodos históricos se han ido enriqueciendo poco á poco, con la idea de que una obra literaria "no era un simple juego de imaginación, el capricho aislado de una cabeza caliente, sino una copia de las costumbres que la rodearon, y como el cuadro representativo de un estado del espíritu humano," á tal extremo, que, para grandes pensadores modernos, un documento literario importante podría servir, bien interpretado, para estudiar en él la psicología de un alma, como en Jocelyn; generalmente la de un siglo, como en la Divina Comedia; y á veces la de una raza, como en la Iliada ó en los poemas indios, el Ramayana y el Mahabharata, llegando á concluír de todo ello, que principalmente por el estudio de las literaturas es que se podrá hacer la historia moral de los pueblos, y marchar hacia el conocimiento de las leyes psicológicas de donde emanan los acontecimientos, como expone victoriosamente Hipólito Taine, en su Historia de la literatura Inglesa.

Tales ideas aplicadas á los procedimientos históricos, han sido parte á que se obtuviesen los grandes resultados que se palpan en escritores como Thierry y Michelet, como Sainte Beuve y el mismo Hipólito Taine, los cuales ocupándose (como señalada y expresamente lo hace este último en su notable estudio sobre los orígenes de la Francia contemporánea, y en sus demás trabajos sobre Filosofía del arte en Grecia, en Italia, en Inglaterra y en los Países Bajos) de la raza, el medio y el momento, es decir, de la cuna ú origen en el personaje histórico de que se trata, que puede ser un pueblo entero; del lugar y clima é instituciones donde esa misma representación se mueve; y del momento en que acontece el suceso que se comenta y estudia, llegan á conclusiones maravillosas, de precisión y lógica, garantizadoras de toda verdad y prometedoras de acierto.

Y no cabe duda.

Para conocer bien un pueblo, que no es mas que una individualidad colectiva; para hacer el examen de su estado moral, en una determinada época, ó en el trascurso de varias, eslabonadas unas con otras, hasta llegar, si se quiere al completo de su existencia, no basta examinar los acontecimientos aislados realizados en él, y contarlos sencillamente, como si aun fuera la historia más que la narración escueta de los hechos, sin complemento de explicaciones y sin ayuda de juicios y meditaciones más hondas.

¡No! Ya eso no responde, ni siquiera á los tiempos en que Vico inmortal echaba los cimientos de la ciencia nueva, y en que Montesquieu se adelantaba á su época, penetrando en la observación al escribir sobre la historia de la humanidad.

Hoy, como el naturalista acude á los principios ó leyes de la herencia y de la adaptación al medio, para explicar un ejemplar cualquiera de la especie; y como el criminalista moderno, acude, para el comentario del delito, á la antropología y á la psicología humanas, la historia llama en su auxilio á las literaturas, para que ayuden á hacer también la psicología de los pueblos.

¿Y quién puede hacerla mejor? ¿Quién puede decir mejor cómo ha pensado y cómo ha sentido un pueblo, si no sus mismos pensadores y sus mismos poetas por cuyos labios han salido las manifestaciones vivas de su alma, la sublimidad de sus pensamientos, el vuelo de sus trasportes ó la voz triste y grave de sus desventuras?

Y si para hacer la historia verdadera es necesario, como dice Thierry, abrigar un sentimiento vivo por ese mismo pueblo todo entero, por esa masa de hombres así llamada, sin predilección alguna por personajes históricos determinados, por ciertas existencias, ni por determinadas clases tampoco, que quitan el tinte nacional á la narración, en la cual no reconocemos después bien, el alma, el espíritu, el carácter predominante en nuestros antepasados, sin distinción de clases, ni de rango; si se necesita hacer de esa manera la historia de un pueblo ¿á quién mejor preguntar que á él mismo, á su literatura que retrata su vida, que copia su cielo, que respira su ambiente, y que está llena de color y de verdad local?

He ahí el interés tan grande del tema á que aludimos.

Nosotros tenemos ya nuestra historia regional á la manera antigua en Fray Iñigo Abad de la Sierra; la tenemos modernizada en los suplementos de esa historia, ampliada por nuestro sabio maestro, modelo de patricios y gran educador de buenos ciudadanos, el castizo y elegante escritor académico Don José Julián de Acosta; pero á esa historia falta, en la parte posible, el empeño que él no pudo acometer, ni se propuso por la misma índole de su libro y que nosotros empezamos á intentar ahora, cual es: la continuación de aquellos orígenes de nuestra sociedad actual, estudiada en los hechos, pero ayudado este estudio por el examen de la incipiente literatura nuestra, de tal manera que, en comentario mutuo, los documentos literarios muestren los sentimientos y cultura de los autores del suceso historiado, y el acontecimiento examinado en sus relaciones de raza, medio y momento, razone elocuentemente á su vez los documentos literarios.

Estudiada así la historia, llegaremos á conocemos mejor; y aquel será el día de acabado ese estudio por nuestro ignorado historiador, que tengamos el árbol de la genealogía psicológica de nuestras almas, el cual contribuya á describirnos por medio de las leyes que hemos apuntado, la transformación lógica y fatal del español de ayer, fundado en este suelo, en sus descendientes de hoy que hemos nacido en este rincón, el más genuinamente español del mundo americano.

ABELARDO MORALES FERRER

La muerte prematura de este joven privó quizás á Puerto Rico de una gloria literaria y científica.

Había nacido en Caguas, el 31 mayo de 1864. Terminada su educación primaria en dicha ciudad, vino á San Juan para estudiar las asignaturas del bachillerato en el Instituto, que estaba entonces á cargo de los Jesuitas; pero no pudo terminar con éstos la segunda enseñanza, por incompatibilidad de ideas y de caracteres con sus maestros.

Se trasladó á Barcelona, y allí estudió con éxito admirable. En siete años hizo los dos cursos que le faltaban para el bachillerato y obtuvo su título de Médico en aquella Universidad, ampliándolo después hasta obtener el doctorado en la Central de Madrid. En el curso de sus estudios se encariñó con la literatura y produjo trabajos breves, aunque muy notables, en prosa y en verso, que daba á conocer en algunos de los periódicos del extranjero y del país.

Hacia el año 1889 publicó en Madrid un pequeño poema, de forma campoamoriana, titulado La religión del amor, muy elogiado por la crítica, al cual puso un bello prólogo Antonio Cortón.

Se trasladó luego á París con el propósito de practicar en los famosos hospitales de aquella gran metrópoli; fué admitido poco después como ayudante de clínica del insigne oculista polaco Galezowski, y en ella adquirió habilidad y destreza admirables en la cirugía ocular.

Llegó á Puerto Rico á fines del año 1891, precedido de fama bien merecida; pero lo que había ganado en ciencia fuera de su país, lo había perdido en salud y en alegría.

Cuando se embarcó para Europa era uno de los jóvenes más expansivos, alegres y bulliciosos de este país, y regresó triste, pálido, reflexivo, sin entusiasmos y sin salud. Había contraído una tuberculosis, no se sabe si por contagio, por exceso de estudio ó por otras causas debilitantes. Conocía su enfermedad y medía sus consecuencias.

En su profesión de médico, y sobre todo en la de oculista, era una notabilidad, y practicó aquí operaciones de gran mérito. Con aquella mano fina y sedosa, que parecía mano de mujer, hacía en los ojos operaciones admirables y casi insensibles para el enfermo.

En el ejercicio de la medicina en general, obtuvo también buenos éxitos. Luchaba briosamente contra las enfermedades ajenas y contra la propia. Se fué á vivir durante una larga temporada al pueblo de Aguas Buenas, en la falda del Luquillo, una de las más altas montañas del país, y utilizó también la influencia balsámica del mar en su costa del norte.

Ni su enfermedad ni los trabajos de su profesión le impedían cultivar sus aficiones literarias. Era uno de los cuatro cronistas de El Buscapié, semanario de gran popularidad, y publicaba con frecuencia narraciones en prosa y poesías, en otros varios periódicos. Poseía ya como prosista una dicción esmerada, gráfica y de mucha viveza y color. Durante su permanencia en París se encariñó mucho con la obra de los hermanos Goncourt, coloristas y buriladores de la palabra, y solía imitarlos, principalmente en sus descripciones.

Entre las obras en prosa que produjo en aquella época, llamó la atención una novela corta titulada Idilio fúnebre, en la que había mucho de autobiografía y de triste presentimiento. Llevó poco después su abnegación hasta el punto de renunciar á su casamiento con una bella joven, de la que estaba muy enamorado, para no entristecer los esponsales con su propia muerte y legar á seres bien queridos el contagio y tal vez la herencia peligrosa de su enfermedad.

Pero esta enfermedad se iba agravando notablemente, y en 24 de abril del año 1894 se embarcó para Europa con el propósito de estar durante la primavera en París, consultar algunos especialistas famosos, y pasar un verano en una de las deliciosas montañas de Suiza, absteniéndose de todo trabajo mental y haciendo vida de campesino, respirando á pleno pulmón el aire oxigenado de los bosques.

Y no volvió de allí…

En 9 de agosto del mismo año falleció en Lausanne, (Suiza), en donde – por encargo cuidadoso de su familia – se conserva aún su sepultura con la inscripción correspondiente.

La siguiente composición en verso fué escrita en los primeros años de su juventud, y el fragmento en prosa pertenece á su última época:

IDOLATRÍA
 
Su orgullo abate y su soberbia humilla
De Alá en presencia el oriental creyente,
Y doblando contrito su rodilla
Hunde en el polvo la abatida frente.
 
 
Ante el déspota cruel, sañudo y fiero
Que el mundo todo á voluntad domina,
El noble rinde el brillador acero
Y á la tierra, servil, la frente inclina.
 
 
Por el oro que en piñas resplandece
Prestando luces á sus yertos ojos,
El torpe avaro la existencia ofrece,
Cayendo, ruin, ante su altar de hinojos.
 
 
Ni avaro, ni oprimido, ni creyente
Mi soberbia satánica se humilla,
Ni hundo en el polvo la abatida frente,
Ni ante un ídolo doblo la rodilla.
 
 
Porque el dios, el monarca y el tesoro
Á quienes rindo adoración cumplida,
Es una virgen de cabellos de oro,
Único encanto de mi triste vida.