En Búsqueda de las Sombras

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En Búsqueda de las Sombras
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FEDERICO SANNA BAROLI

En Búsqueda de las Sombras


Sanna Baroli, Federico

En búsqueda de las sombras / Federico Sanna Baroli. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-1729-6

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA

www.autoresdeargentina.com

info@autoresdeargentina.com

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Al mundo, que es hermoso, que es una porquería.

Recuerdan los muertos a los vivos, olvidan los vivos a los muertos. Falsa dicotomía, de razón imbuida, que no ha de volver a ser, que quizás nunca fue. Es necesaria la memoria, aunque no siempre sea historia. Si las verdades no han de ser, sus sombras quizás podamos ver.

Santa Julia, 5 de febrero de 2010

Juan se levantaba todas las mañanas a las siete, era el primero de los trabajadores en hacerlo. No le gustaba tener que trabajar catorce días corridos, pero el sueldo era notoriamente más alto de lo que había ganado en toda su vida. Es más, con un par de meses de sueldo bien podía equiparar el total de sus ganancias en los cuatro años que trabajó como peón rural en la estancia “La Milagrosa”. Le gustaba levantarse temprano para ver asomar el sol tras los picos de la cordillera, un espectáculo que no se perdía. Eran los primeros días del mes de febrero, a las seis empezaba a aclarar, pero el sol demoraba una hora en dar en el campamento.

Santa Julia estaba ubicada a tres mil quinientos metros sobre el nivel del mar, éramos alrededor de diez trabajadores explorando la vieja mina. Había sido una de las más importantes de su época, en la década del 60 llegó a ser la más grande del país en extracción de oro y plata. Algunas décadas después, fue abandonada por haberse agotado el mineral en las vetas del cerro. Sin embargo, los modernos métodos de explotación reavivaron el interés en la mina, los geólogos estaban convencidos de que la concentración del mineral era lo suficientemente buena para poder reactivar Santa Julia.

Juan se levantaba temprano, iba al baño, se limpiaba la cara, y se sentaba en el alto del campamento a esperar el sol. La Jornada para el resto comenzaba a las ocho, cada uno sabía muy bien cuáles eran las tareas asignadas. Un par de semanas atrás, antes de su última bajada al pueblo, Juan me había dicho que estaba pensando en irse a vivir con Mariana, llevaban tres años de novios y ambos estaban convencidos de que querían pasar juntos mucho más tiempo. La vida para un trabajador minero no era fácil, catorce días aislado entre la inmensidad de las montañas, lejos de la familia, de los amigos, de las diversiones. Juan sabía que Mariana no estaba de acuerdo con su decisión de trabajar para la nueva empresa “Esumen Gold S.A.”. Creía que, si se iban a vivir juntos, podría pasar más tiempo con ella y evitaría las recriminaciones por sus prolongadas ausencias.

Santa Julia se ubicaba a noventa kilómetros del pueblo más cercano. Por el estado del camino y sus dificultades, eran más de cuatro horas de viaje. Esumen lo había reparado, se encontraba mucho mejor que en los años de abandono, de igual manera siempre fue (y es) un camino que no permite distracciones.

Mariana era bióloga, se había recibido hacía poco más de un año, estaba trabajando en el área protegida El humedal; luego de terminar sus estudios, decidió volver al pueblo, rápidamente consiguió ser contratada. Era una aficionada por el montañismo, deporte que practicaba desde muy chica, en el que se había iniciado gracias a su padre, Héctor. Dos años antes había fundado una multisectorial que se oponía a la construcción de la represa “Los Piuquenes”, el embalse era un proyecto histórico de la provincia y parecía estar cada vez más cerca de su concreción. Los Piuquenes proyectaba una capacidad de almacenamiento que le permitiría al resto de la provincia sobrellevar sin problemas las temporadas de sequía. La represa tenía una superficie inundable de cinco mil hectáreas, pero lo más preocupante para los asambleístas era el lugar exacto que llenaría de agua ese embalse.

Juan no tenía ningún título universitario, tampoco había tenido la posibilidad de elegir, aunque siempre decía que el estudio nunca le atrajo demasiado, había sido criado por sus tías, Carmen y Rosa. Su vida siempre había transcurrido en el pueblo de Los Algarrobos, su historia familiar era conocida por todos y le había significado un peso difícil de superar. Era el único hijo de un matrimonio de ingenieros, Antonio y Teresita, que habían llegado a Los Algarrobos en los años 80 para trabajar en la mina de Santa Julia. Por aquellos años, ya estaba en la etapa final de su explotación, sin embargo, sus dueños anteriores no se resignaron con facilidad, buscaron exprimirle hasta el último gramo de oro. Por ello fue que contrataron a dos prestigiosos ingenieros, de igual manera el proyecto se vio trunco. Finalmente, Santa Julia cerró sus puertas un 24 de abril de 1988, cuando Juan tenía solo un año.

Carmen y Rosa se habían hecho cargo de él. Las dos vivían en la capital, a más de trescientos kilómetros de Los Algarrobos; cuando tuvieron que asumir los cuidados de Juan, no les quedó otra opción que usar la casa de su hermana, Teresita. Carmen era artesana, Rosa era médica, habían vivido juntas toda su vida, los cuidados de su sobrino parecieron condenarlas a seguir haciéndolo por la eternidad. En el centro de la ciudad alquilaban un pequeño departamento, nada lujoso, pero lo suficientemente amplio, la situación económica les estaba poniendo cada vez más complicado el pago de los alquileres. El día que recibieron la noticia, supieron perfectamente que, si tenían que hacerse cargo de los gastos que un niño implicaba, no podrían seguir afrontando el pago del alquiler. Estuvieron de acuerdo en que lo mejor era mudarse a la casa que había dejado su hermana.

Yo estaba agotado, a punto de irme a acostar, cuando Juan se acercó y me pidió que charláramos un rato:

–Che, muy pronto empezarán a construir Los Piuquenes–dijo Juan.

–La verdad que no tenía idea, pensé que la obra iba a estar más demorada por falta de fondos –le respondí sin darle demasiada importancia.

–Ya es casi seguro, Mariana estaba muy preocupada por ese tema y habían buscado un abogado porque decían no sé qué cosas, de la audiencia pública y unas giladas así.

–Bueno, igual viste cómo es esto, por más que le metan abogado o lo que sea, cuando algo se decide, se decide. No hay mucha vuelta que darle. ¿Cuál es el problema que tiene Mariana con esa obra?

–Sí, es como vos decís, pero Mariana está muy metida con esto, no acepta que nos tengamos que ir del pueblo. Yo ya le he dicho que es un hecho, este pueblo no tiene mucha vida, y cada vez queda menos gente. Igual ella no cede en su posición.

–Creo que quedaban dos mil personas no más, además ya no hay ni tierras cultivadas, se ha perdido gran parte de la producción, hace tiempo que acá no hay oportunidades.

–Sí, eso es lo que le digo a Mariana. Yo no sé bien que tienen en mente con su grupo, pero cuando no hay opciones, no hay opciones. Según dicen, la construcción va a llevar cinco años, en cuatro nos estarían reubicando.

–Eso había escuchado, van a otorgar una vivienda a cada familia, y a los productores les darán hectáreas cerca de la ciudad, o sea, nadie sale perdiendo.

–Es lo mismo que le digo a Mariana, y ella me viene con su discurso de la defensa de los territorios, de que el embalse tampoco es viable en esta zona para almacenar el agua, de que con los diques que hay aguas abajo es suficiente. En fin, tiene sus argumentos, no digo que no, pero cuando una decisión está tomada ya no hay vuelta atrás.

–Sí, no hay más vuelta que darle, llevo años acá y sé cómo es esto. Además, este pueblo ya no tiene futuro.

Santa Julia, 4 de agosto de 1986

Don Sánchez estaba parado en la puerta de la sala de reuniones esperando a los nuevos ingenieros. Le habían comentado que vendrían junto con un grupo de geólogos a explorar los alrededores de Santa Julia, en búsqueda de exprimir hasta el último gramo de oro. Antonio venía con una camisa a cuadros prolijamente colocada dentro de su pantalón, un jean azul y unas zapatillas marrones. Debe haber tenido alrededor de treinta años, pero aparentaba tener unos cuantos más que yo, y eso que yo ya estaba llegando a los cuarenta. Teresita, en cambio, parecía mucho más joven, tenía una ropa similar a la de su marido, lo cual no era llamativo, ya que los ingenieros suelen vestirse todos en forma bastante parecida, aún no se le notaba su embarazo. Yo trabajaba en Santa Julia desde el año 76, había ingresado cuando los militares tomaron el poder. Mi tío era amigo de varios altos mandos del Ejército, él logró conseguirme un puesto como inspector general de la mina. Según me contaron, el inspector que trabajaba antes era de la Juventud Peronista, incluso había utilizado varios puntos del camino a Santa Julia como lugar de reuniones clandestinas durante abril del año 76.

 

Cuando el Ejército se enteró de ello, se lo comunicaron directamente a la compañía que explotaba Santa Julia, mi tío logró intervenir en el momento justo. Sabiendo de mi situación laboral y del salario que cobraba un inspector en Santa Julia, él pidió estar presente en la reunión que iban a tener con Eduardo Sarrinda, gerente general de la compañía. Sarrinda entendió bien el mensaje: no podía seguir teniendo subversivos entre el personal, menos aún un empleado jerárquico. Le costó un poco más comprender que el reemplazo de José Segovia no iba a decidirlo él. Durante la reunión no pudieron convencerlo, le pidieron que lo pensara y se tomara unos días para darles la respuesta. Luego de recibir algunos llamados, Sarrinda finalmente cedió. Así fue como logré ingresar a Santa Julia.

Al poco tiempo de conocer a Antonio nos hicimos buenos amigos, pasábamos juntos gran parte del día, pero lo mejor era cuando bajábamos al pueblo y nos quedábamos tomando en la vereda de su casa. Teresita solía acompañarnos, era una mujer sumamente inteligente y perceptiva, se daba cuenta de que yo no era cualquier inspector minero. Durante diez años de trabajo en Santa Julia había tenido que hacer todo tipo de labores. Ingresé a la mina en el mes de mayo del año 76, la situación en el país era muy delicada, tuve que hacerme cargo de muchas tareas. En fin, yo lo conocí a Juan desde que estaba en la panza de su madre.

Teresita había comenzado a trabajar estando embarazada; sin embargo, se lo había ocultado a todos, inclusive al propio Sarrinda, tenía sus motivos para hacerlo. Una mujer embarazada difícilmente iba a ser tomada. De hecho, si me lo preguntaban a mí, yo les iba a ser claro: tarde o temprano se vuelve un problema para el trabajo. Ellos me caían muy bien, eran un matrimonio de personas aplicadas, Antonio era más respetuoso que Teresita, entendía que en realidad jugaban con esos roles. Nunca pensé que su paso por Santa Julia sería tan efímero, realmente creí que sabrían ocupar bien su lugar.

HUELLAS

Huellas del ayer, escenas del mañana. ¿Te acordás de la primera vez? La lluvia caía tras la ventana. ¿Dónde estarán esas caricias? El temporal las ha borrado. Las puertas se cierran, las ventanas se abren. Las cortinas se encienden, las lámparas se desprenden. Se esfuman los olores, se desvanecen los colores. Asoman tímidos los brotes, aún quieren crecer en tiempos del ayer.

Los Algarrobos, 6 de febrero de 2010

Aquel día había bajado de la mina, a las cinco de la tarde ya estaba en mi casa, mis tías siempre me esperaban con abundante comida en la heladera. Les había explicado que arriba no nos faltaban alimentos, e igual ellas se esmeraban en hacer todo tipo de platos. Don Vicente nos dio un día de descanso extra, era un inspector bastante generoso y tenía años de experiencia en el trabajo. Él había sido el único empleado que resistió luego de que cerrasen la mina, e incluso persistió al cambio de compañía.

Don Vicente solía presumir que todos los secretos de Santa Julia habían pasado por sus ojos, desde que trabajaba allí en el año 76, ningún detalle se le había escapado. Era un hombre muy educado, tendría unos sesenta años en aquel entonces, pero con más vitalidad que alguien de veinte. En lo único que yo le ganaba, era en levantarme más temprano para ver el amanecer, me encantaba poder ver el sol asomando tras los picos de la cordillera, siempre decía que algún día subiría esos cerros, aunque Mariana no me creía demasiado.

La tía Rosa me sirvió la comida, la llevé rápidamente a la boca, ganas no me faltaban. Es cierto, si bien en la mina nos alimentaban bien, la calidad no era la misma, además la tía Rosa tenía una mano especial para la cocina. Siempre decía que hubiera ganado más como gastronómica que como médica, pero realmente el pueblo no tenía demasiado lugar para comida gourmet. La tía Carmen no se quedaba atrás, solía preparar un estofado y una carne rellena que eran platos exquisitos. En aquel tiempo vivían alrededor de dos mil personas en Los Algarrobos, estaban dispersas en varios kilómetros, el casco céntrico solo tenía la iglesia, la municipalidad, la policía y un único restaurante que ofrecía siempre los mismos cuatro platos.

Nunca había sido un pueblo turístico, aunque decían que antes de los 90 la situación agrícola les permitía vivir mucho mejor, incluso muchas personas vivían de sus propias hectáreas de tierra (no más de tres o cuatro por familia). Todo cambió cuando el ferrocarril dejó de llegar, la distancia con la ciudad y los caminos de montaña implicaban una barrera natural para los productos del pueblo. El costo de transportarlos se volvió elevadamente alto y ninguno de los productores pudo hacerle frente. Hubo intentos de fundar cooperativas, pero no estaban preparados para eso, cada cual se había acostumbrado a disponer por sí solo de su propia producción y no era sencillo que cambiaran de opinión.

Todavía recuerdo cómo era el pueblo hasta mediados de los 90. En la entrada, a ambos lados de la ruta se extendían las plantaciones de manzanos, con la tía Carmen íbamos siempre a buscar los cajones de manzana para preparar orejones, luego ella los vendía en la feria de la plaza.

Las calles internas del pueblo con sus grandes sauces y las veredas levantadas por sus raíces, esos árboles le dan un encanto singular al lugar. Solo que antes había mucha más gente en sus calles, Don Vicente dice que vivían alrededor de cinco mil personas. Contrariamente a lo que pasa en la mayoría de los lugares de nuestro país, aquí la población se fue reduciendo. La gran mayoría partió cuando cerró el ferrocarril, recuerdo la imagen de los frutales secándose, las grandes plantaciones de aromáticas abandonadas, y muchos amigos de la primaria que jamás volví a ver.

Para fines de los 90, el pueblo se había convertido en una sombra de lo que fue, de las grandes plantaciones de frutales solo quedaban sus esqueletos, las aromáticas no eran más que una leyenda y la población se había reducido enormemente. Con mis tías estuvimos a punto de irnos, a la tía Rosa le salió una oportunidad para ir a trabajar como médica en la ciudad, pero al final desistió de esa opción. Las formas de contratación también habían cambiado. En el pueblo, Rosa era una médica empleada por el Estado, sin embargo, para el traspaso a la ciudad debía renunciar a su cargo y transformarse en una prestadora de servicios del sistema de salud. Es decir, pasaría a ser una monotributista que trabajase en forma “independiente” para uno de los hospitales privados más importantes. Ella finalmente no aceptó porque, si bien le ofrecían mayor dinero mensual, no tenía estabilidad alguna. Carmen ya no tenía ingresos de sus productos ni artesanías, Rosa se había transformado en el único sustento del hogar.

Luego de comer, largo y tendido, charla de por medio con mis tías, me di un baño y salí para encontrarme con Mariana, habíamos quedado en juntarnos en el río. Ella llegó puntual, como siempre. Desde que había empezado a trabajar en la mina, hacía ya cuatro meses, en muchas ocasiones se había enojado por mi trabajo para Esumen y mi relación con Don Vicente, quien no le era de mucha simpatía. Antes de que dijera una sola palabra, ya percibía su ánimo, me daba cuenta por su mirada. Por más que las palabras lo negaran, las miradas son más elocuentes que cualquier frase.

Esa tarde nos pusimos a tomar mate a la orilla del río, ambos nos despejábamos haciéndolo. El río era nuestro lugar de encuentro preferido. En esa época del año sus aguas empezaban a limpiarse luego de los deshielos de diciembre y enero, tomando un color verde que, con el reflejo de los rayos sol, adquiría un encanto especial. Yo había aprendido a disfrutar del río desde chico, apreciar sus meandros, verlo cambiar su cauce, jugar en sus brazos, observar sus aguas aclararse, disfrutarlo cuando en noviembre comenzaba a crecer y abrir nuevos caminos. Nos quedamos allí a ver el atardecer, los últimos rayos de luz se ocultaron tras los picos de los Andes, dejando una estela de nubes naranjas en el cielo. La noche se apoderó de nosotros, los ruidos del pueblo se terminaron de acallar; pasadas unas horas, solo se escuchaba el sonido del agua.

Charlamos de varios temas, pero habíamos evitado tocar el problema del embalse, Mariana estaba muy mal por ello, yo no estaba seguro de que el accionar de su grupo pudiera tener algún resultado. Finalmente, le propuse que nos fuésemos a vivir juntos a partir del siguiente mes. Había un par de viviendas que estaban desocupadas, los propietarios las alquilaban desde la ciudad por temporada, podíamos hablar con ellos y tratar de que el alquiler fuera anual. Mariana me dijo que antes debía saber algo importante:

–Es posible que en estos meses comience la construcción de Los Piuquenes. ¿Vos sabés lo que eso significa?

–Sí, más o menos, de igual manera este pueblo no tiene mucho futuro.

–Con el grupo hemos decidido que haremos un bloqueo al campamento de la empresa, no la dejaremos ingresar. Estamos dispuestos a llegar a las últimas consecuencias con tal de que nos escuche el Gobernador. Además, nunca hicieron la audiencia pública ni nos dejaron opinar sobre la obra, de eso se está encargando el abogado.

–Igual me parece un poco arriesgado, van a terminar todos presos.

–A estas alturas no nos queda más opción, no hemos podido resolver esto de otra manera.

–Vos sabés que yo prefiero mantenerme neutro en estos temas.

–Neutros son los detergentes, Juan.

–No sé si yo pueda bancarte en esto, me parece un exceso. No quiero dramatizar, pero si en la empresa se enteran de que convivo con una persona que participa en el corte, es posible que tampoco me extiendan el contrato para la próxima temporada.

–Estoy un poco cansada de tus idas y vueltas. Si tanto te preocupa la situación, entonces no convivas con una persona que participa en el corte.

Mariana se levantó, me miró apesadumbrada, acercó su cara para darme un beso, casi imperceptible, y se retiró. Fue la última charla que tuvimos por bastante tiempo. El plan de irnos a vivir juntos quedó postergado por completo, o más bien nunca vio la luz. A decir verdad, yo también tenía muchas dudas sobre si realmente podríamos convivir siendo personas tan distintas, ni que hablar de compartir toda una vida. Mariana era una militante política desde que tenía uso de razón, algo que debo reconocer no me agradaba demasiado, menos aun cuando se ponían en juego temas delicados. Nuestro pueblo estaba en franco retroceso y la construcción de Los Piuquenes iba a permitirles a todas las familias salir de esa condena eterna, del olvido y de la falta de oportunidades. ¿Quién quería quedarse en un lugar olvidado por el mundo? Ni siquiera turistas llegaban a Los Algarrobos, con suerte aún figurábamos en los mapas.

Las familias que quedábamos viviendo allí no teníamos opción de salir, sin dudas que la gran mayoría se hubiese ido con la primera oportunidad que surgiere. Mariana era un caso especial, su familia era dueña del único supermercado del pueblo, eso les daba un capital bastante importante y eran de los pocos que podían decidir sobre su futuro. Sus padres nunca quisieron irse, todavía esperaban ingenuamente el día que retornase el ferrocarril, creían que Los Algarrobos volvería a tener grandes plantaciones de frutales y aromáticas. ¡Nada más ingenuo! Ellos podían darse el lujo de soñar con ese mundo, sabiendo que tenían un plato de comida asegurado y mucho más que eso. Habían podido enviar a sus dos hijos a estudiar a la ciudad, Mariana y Fausto, ella había optado por la Biología, mientras que él se había inclinado por la Administración de Empresas.

La hija mayor del matrimonio era la única que había logrado recibirse, su hermano aún luchaba contra las exigencias del sistema universitario, no pocas veces había pensado en colgar la toalla. Sin embargo, el temor de volver al pueblo siempre le ayudaba para intentar una y otra vez progresar en la ciudad.

 

Mariana volvió, convencida de que tenía un deber que cumplir, sus conocimientos ayudarían a cuidar lo poco que iba quedando en un pueblo fantasmal. Al principio su compromiso me pareció admirable, diría que hasta fue una de las cosas que hicieron que me enamorara de ella. No su militancia política, pero sí su amor por la tierra que la vio crecer, el hecho de volver, pese a que tuvo todas las posibilidades de hacer una vida distinta en la ciudad. Ella se comportaba como una más y nunca hizo gala de las claras diferencias económicas de su familia con el resto. Incluso en mi casa, donde teníamos el ingreso mensual de la tía Rosa, nuestra situación era bastante mala. Desde que cayó la venta de artesanías de la tía Carmen y la economía del pueblo se fue a pique, Rosa nos había mantenido a ambos con su salario. Ello fue así hasta que al fin alcancé la mayoría de edad y comencé a trabajar.

Mis primeros empleos fueron en las pocas plantaciones que quedaban en pie, la paga era realmente muy mala. El salario de Rosa no alcanzaba para que fuese a estudiar a la ciudad, no me quedaba otra opción que intentar progresar por mi cuenta.

Eso puede parecer muy romántico si se lo plantea como una idea abstracta. Por supuesto, está lleno de personas que creen que si se levantan más temprano cada día tendrán más oportunidades, y están los otros, esos que son aún peores. Los que creen que los que no hemos tenido oportunidad es porque no nos hemos esforzado lo suficiente, que nos falta dedicación, esmero, creatividad, ingenio o cualquiera de esos tips de autoayuda. No entienden que hay quienes hemos nacido condenados, no tenemos más opciones sobre la mesa, es posible que a Dios se le hayan agotado las ideas en algún momento. No se le ocurrió para qué podíamos ser buenos, simplemente terminamos siendo depositados en pueblos aislados que se derrumban un poquito cada día.

Mariana siempre me retaba por algunas de estas reflexiones, ella decía que no se trataba de designios divinos sino de decisiones humanas que nos habían condenado. En fin, yo siempre creí que era fácil hablar y hacer bellos análisis cuando hay un plato de comida asegurado por la eternidad de los días. Por eso, si bien al principio admiré su amor por el pueblo, me costó estar de acuerdo con su lucha contra Los Piuquenes. Aunque hubo momentos en que creí haberme equivocado, instantes en los que el manto del olvido pareció levantarse de estas tierras.

¿Qué otra oportunidad tendría la gente de Los Algarrobos de salir de esta situación? Con la construcción de la obra se otorgarían nuevas viviendas en sitios cercanos a la ciudad, una para cada familia. Además de eso, a las poquísimas producciones que seguían en pie se las compensaría otorgándoles la misma cantidad de hectáreas y una indemnización por la expropiación de las tierras.

Es cierto que el pueblo quedaría totalmente sumergido, nunca volveríamos a sentarnos a orillas del río, eso me generaba un poco de tristeza. Más que tristeza era nostalgia. Y nadie puede vivir de la nostalgia, creemos que podemos idealizar un recuerdo una y otra vez, que ese recuerdo puede alimentarnos, pero llega un punto en que no hay recuerdo que alcance si no tenemos un futuro por delante. Mariana y su familia vivían idealizando recuerdos, creían que el pueblo podría volver a ser el oasis de plantaciones que fuera hace antaño, aunque no había nada en el futuro que lo hiciera probable.

Volví caminando a casa, era una noche fresca, la brisa suave mecía las ramas de los sauzales de un lado al otro. Mis pies se movían lentamente por una larga calle de tierra, entre el túnel de árboles y la luz tenue de las pocas farolas que seguían en pie. Eran alrededor de las dos de la mañana, nadie quedaba en las calles del pueblo, pasé por la plaza y pude ver un par de niños rayando la estatua central, ya bastante maltrecha, por cierto. Entré a casa con sigilo para no despertar a mis tías, Rosa tenía el sueño bastante ligero y había tenido una larga etapa de insomnio. La vida para ella no había sido nada fácil, la mente le pasaba factura.

Su historia era un sinfín de malos momentos combinados con discriminación y prejuicios. Carmen había sido muy distinta, yo todavía conservaba sus recuerdos de cuando era una mujer alegre que despertaba cada día con una idea nueva y daba lugar a toda su creatividad. Desde que su actividad como artesana había caído en la ruina, lentamente se fue apagando. Primero intentó disimularlo y siguió haciendo todo tipo de artesanías, pero no tenía a quien venderlas. Los habitantes del pueblo eran cada vez menos, sus paupérrimos ingresos no les permitían comprar los productos, que tampoco eran valorados lo suficiente, ya no llegaban los viajeros del ferrocarril ni los turistas. Lentamente, la menor de mis tías comenzó a ser completamente dependiente de los ingresos de su hermana, así se transformó en una desocupada más. Su autoestima fue disminuyendo, ella se fue apagando, un poquito cada día, de manera casi imperceptible, hasta que me di cuenta de que la imagen que tenía de ella no era más que un recuerdo, casi nada se parecía a la señora con gesto amargado y poco expresivo que convivía conmigo. Carmen fue muriendo en vida, pareció condenada por el destino, para mí a Dios se le acabó toda la creatividad y se olvidó de nosotros, yo no encuentro otra explicación.