Federico Patán

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Federico Patán
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FEDERICO PATÁN

Nota introductoria de

NAÍR MARÍA ANAYA FERREIRA


UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

MÉXICO, 2020

ÍNDICE

NOTA INTRODUCTORIA DE AZARES Y EXTRAVÍOS

Nair María Anaya Ferreira

LAS TRES ÍES...

EL PASEO

CENIZAS

AVISO LEGAL

NOTA INTRODUCTORIA
DE AZARES Y EXTRAVÍOS. CUENTOS DE FEDERICO PATÁN

Federico Patán es una figura singular en el ámbito de la literatura mexicana contemporánea. Su silencioso pero persistente proceso creativo lo ubica como un autor prolífico que ha publicado casi un centenar de obras en géneros diversos: poesía, ensayo, crítica, reseña literaria, traducción, novela y cuento. Sin embargo, su renuencia a desfilar frente a los reflectores de la fama ha alejado sus libros de un público más amplio. Se ha convertido, así, en un escritor de culto que tiene devotos seguidores no sólo en México sino también en otras regiones del mundo –América Latina, Estados Unidos, España, Inglaterra– debido a la sugestiva naturaleza de su escritura.

La obra de Federico Patán muestra una preocupación constante por explorar las tensiones y ambivalencias que aquejan a individuos ordinarios que se encuentran en espacios o tiempos intersticiales –muchas veces sin conciencia de ello–, en los que intentan trascender la monotonía y falta de horizontes de sus vidas rutinarias. Los actos de desafío no llegan a tener una dimensión épica o trágica, pero al estar acompañados de atmósferas difusas, muchas veces opresivas, se convierten en búsquedas atribuladas y paradójicas, en las que se borra la frontera entre la realidad y la imaginación.

Para algunos críticos, su predilección por las coyunturas intersticiales surge de un sentido muy personal de exilio. Patán nació en 1937, en Gijón, Asturias. La filiación republicana de la familia los expulsó de España, después de que su padre pasó meses en un campo para refugiados en Francia. Llegaron a México a bordo del Mexique, enjulio de 1939, y hasta 1945 vivieron en provincia. La mudanza a la capital ofreció un mayor contacto con otros exiliados españoles. Estos antecedentes de infancia marcaron no sólo su vida, sino que constituyen un fondo que sustenta mucha de su obra: la búsqueda de un anclaje material, ético y espiritual por parte de los personajes ocurre en espacios mexicanos marcados por una modernidad malograda que suele afectar los destinos individuales.

Los tres cuentos presentados aquí ejemplifican de manera notable la maestría de Patán para la creación de atmósferas sugerentes pero inciertas, que más allá de generar suspenso, plasman los titubeos y las tensiones, los dilemas y los miedos de grupos o individuos envueltos en circunstancias fuera de su control. Es decir, la generación de ambientes opresivos no es una estrategia complementaria o superflua, sino que forma parte intrínseca de los acontecimientos de la trama. Lo que subyace a este tipo de situaciones es la amenaza de una violencia latente, en espera del momento propicio para explotar. Patán ha comentado que le interesa explorar el funcionamiento de mentes autoritarias, de tipo “franquista”, cuyo único objetivo es imponer su voluntad sobre los demás. De forma característica, aborda este fenómeno no a través de sucesos de gran envergadura sino en el ámbito de las relaciones familiares, lo que puede generar una sensación de desasosiego todavía más intensa. Un rasgo notable en su escritura es la elección de epígrafes que parecen hechos a la medida del enigma argumentativo; junto con los finales no conclusivos, los cuentos obligan a quien lee a buscar su interpretación personal de los sucesos en el vacío hermenéutico que se genera.

“Las tres íes” es un relato delirante en el que la minuciosa percepción sensorial del protagonista anónimo es lo único que lo vincula a un mundo exterior al que, de entrada, parece imposible acceder, bajo una amenaza permanente de tortura. Publicado en 1997 en Bitácora de extravíos, el cuento muestra cómo la memoria, la voluntad y el azar pueden sufrir transformaciones infinitas para llegar a una representación de un absurdo existencial que, a pesar de todo, lucha por sobrevivir. Este texto deja ver el dominio estructural y narrativo de Patán, rasgo que lo caracteriza y que aparecerá también en novelas publicadas alrededor del cambio de milenio, como El rumor de su sangre (1999), Esperanza (2001), Ángela (2001) y Casi desnudo (2008).

En “El paseo”, Patán muestra su pasión por el cine en la creación de un entorno que podría provenir de algunas películas mexicanas de la época de oro. Apenas hay oportunidad de vislumbrar el escenario casi pastoral de la propiedad campestre habitada por una típica familia mexicana cuando la ominosa presencia del padre invade los afectos y las emociones de su mujer, sus hijos y sus invitados. Publicado en 1984, en Nena, me llamo Walter, este cuento adquiere una vigencia renovada en el contexto de las luchas feministas que visibilizan la violencia de género que había sido naturalizada por la sociedad. Visto en retrospectiva, el personaje de don Pedro se convierte en un arquetipo del patriarca que espera la sumisión total de su apocada familia y cuyo poder ha sido tan absoluto que ha trastornado su mente. Así, los invitados se convierten en beneficiarios de las atenciones de un hombre perturbado, a quien el desprecio por lo “citadino” y la necesidad de imponer su virilidad lo han vuelto incapaz de distinguir la realidad de su propio ofuscamiento mental.

“Cenizas” es un cuento inédito en México, aunque apareció ya traducido en una antología sobre el exilio en Francia. En él, mediante un narrador hornodiegético que se dirige a su padre y con un final irónico, casi de humor negro, Patán recrea con agudeza cómo la diáspora marca de diversas formas a los miembros de una familia y ofrece en unas cuantas páginas una visión histórica de un proceso que duró varias décadas. “Cenizas” ejemplifica los rasgos que colocan a Patán dentro de la generación que los críticos han llamado “nepantla” o “hispanoamericana”, la cual articuló la problemática asociada con la pérdida de nacionalidad, los intentos de adaptación a las nuevas circunstancias de vida y la marginación sufrida en una sociedad que se mostraba ambivalente ante la llegada de los rnigrantes.

Federico Patán ha tenido una presencia insustituible en el ámbito literario mexicano. Su poesía puede considerarse intimista y aborda ternas como el amor, la muerte, la memoria y la soledad con una notable finura expresiva. Como traductor, acercó al público mexicano a autores que van de Shakespeare a James Baldwin. Su labor de dos décadas como reseñista en sábado, el suplemento cultural del periódico unomásuno, cartografió la narrativa mexicana de fines del siglo XX. Sus memorias ofrecen una visión conmovedora y única de un México en vías de desaparecer. Los ensayos muestran su sutil y atinada capacidad lectora en una prosa elegante e informada. Su ejemplar labor docente y académica le mereció en 2012 el nombramiento de Profesor Emérito de la Facultad de Filosofía y Letras. Su narrativa fue reconocida con el Premio Xavier Villaurrutia 1986 por su primera novela Último exilio, y el Premio Nacional de Literatura José Fuentes Mares 2006 por Encuentros.

Federico Patán es un autor único y leer su obra narrativa, una experiencia singular que nos acerca a mundos (im)posibles.

NAIR MARÍA ANAYA FERREIRA

LAS TRES ÍES...

habré de avanzar pausadamente por este túnel cada vez más angosto... Carmen Alardín

Allí estaba otra vez. Muy leve, imperceptible casi. Era difícil precisar su cuantía, pero allí estaba. Otra vez, quizás la cuarta, la quinta, cualquiera. ¿Cómo saberlo? Es fácil, demasiado fácil, perder nociones: de espacio, de tiempo, de avance. Pero no de olor, porque el olor nunca desaparece, tan sólo cambia. En ocasiones imperceptiblemente, pero cambia. Puede la modificación no llegar de inmediato, y sin embargo llega. Cuándo, no logramos precisarlo porque el tiempo se ha diluido. Me dijeron: inodora, incolora e insípida. Lo recitaba en clase y lo escribía en los exámenes, orgulloso de mi memoria adolescente. De pronto un día comprendí la falacia. El trago todavía en la boca y el jarro camino de la mesa, me estalló la verdad por allá adentro, en la cabeza. Moví el agua contra las papilas (caliciformes y fungiformes, insistía el maestro en clase), y la lengua envió el mensaje: allí estaba el sabor. Acaso, ¿por qué no?, hecho de ausencia. Es decir, la insipidez era, justamente, el sabor. Creo haber sonreído, viéndome capaz de pensar todo esto. Los ojos en el muro, sonreí al saberme dueño de este mínimo de seguridad. Queriendo comprobarlo, hice que la mano trajera de nuevo el jarro hasta los labios. Me detuve entonces. Pero, ¿y el barro? Porque el recipiente era de barro y el barro modificaba el sabor del agua. En casa de mi padre -en algún lugar estaría- una gran olla colgaba del techo en el pasillo exterior, rezumaba agua sobre un cántaro de boca muy ancha. Gota a gota, como midiendo el pozo de las horas, el líquido se desprendía de un continente al otro, filtrado y fresco, lleno de secretos deleites para el sediento. Así pues, no olvidemos el barro. Cuando diluvia, los chorros caen desde la azotea al patio, incontenibles. Caen sobre la tierra dura de sol y la quebrantan, la humedecen, la anegan, la licúan. Espero con tranquilidad, seguro -otra seguridadde lo que viene: cesa la lluvia y los chorros se vuelven hilos, hilillos, goteos, gotas. Y las gotas atrapan el tiempo, lo encarcelan en una rigurosa sucesión de chasquidos y le dan cuerpo. Cada treinta gotas son un minuto; luego, cada veinte; cada diez; terminan y el tiempo regresa a la inasibilidad del silencio. El olor entonces. De barro nacido de la lluvia. De tierra camino de semilla. Un olor pródigo. Pero, silencioso, el tiempo actúa poco a poco y de pronto el barro es podredumbre y doy la espalda al ventanuco, los ojos en la gris llanura del otro muro, para olvidarme de ese exterior maloliente.

 

El barro entonces. Pero éste, el del agua para beber. Un volumen mínimo que ha de durarme todo el día. Para la noche me darán una cantidad igual. A veces sospecho que una mente burlona mide con exceso de ironía el agua puesta en el jarro, tal vez para crearme alguna falsa seguridad, un asimiento engañoso. Este jarro del que extraje el asombro del sabor; o el asombro de su ausencia, sabor de cualquier modo. Hasta el momento de preguntarme ¿y el barro? Porque el recipiente era barro y el barro modificaba el sabor. La pregunta me llenó de gozo: algo en mí sigue funcionando. Feliz, puse varias gotas precisas en la tapa de la mesa. Me pareció un prodigio el triángulo perfecto que había conseguido. La lengua recogió el líquido minuciosamente. Madera. El sabor fue de madera. Y en la mano, de piel. Y en el alféizar, de piedra gris. Sí, gris. Piedra y sabor. Por ello el agua se me escapaba, huía mediante la concertación con los otros elementos. El olor entonces, insistí. Como aquel del barro nacido con la lluvia, de la lluvia. El jarro a la nariz. Sucedió lo previsto: olor a barro, a madera, a piel, a piedra gris. El agua se me escapaba, huía. Mejor olvidarse. Sí, mejor el olvido.

De espaldas al ventanuco, miré la cerrada llanura del muro frontero. Lo allí raspado con la punta de algún clavo. Raer contra el olvido: expediente sencillo. Basta la pura memoria: apelativos, maldiciones, pensamientos. El egocentrismo del nombre propio; la nostalgia del nombre femenino. Puedo jugar a ponerle rostro a esas Eufemia, Petra, Concha. Ayudan a olvidar otros nombres. Pero sólo rostro, porque si agrego cuerpo el mío se descompone en súbitos apetitos. Maldiciones: modos varios de concebir lo externo. Pensamientos: modos varios de imaginar lo externo. Algo de allá afuera me entrega el ventanuco, de barras en cruz. A veces me convenzo de mirar a través de él. Pocas, que hiere su patio terroso, sin yerba y sin sombras. Bardado. En el interior gozo la frescura de lo envuelto en sí mismo. Y ese muro lleno de raspaduras: “Hoy es diez de mayo ... “. Prefiero el “Dionisia” escueto grabado sobre la cama. Crea siempre un rostro moreno de sonrisa libidinosa. Es lo último que miro antes de darme al sueño, cuando la noche me traiciona porque no hay manera de controlarla: pone frente a mi rostro el de Dionisia, su cuerpo invisible y voluntarioso bajo el mío. Recibe con pasividad los impulsos que el sueño vuelve casi reales y me sacudo en una entrega final que trae de vuelta el mundo. Abro los ojos a la oscuridad, un tanto menor donde el ventanuco. Culpa de alguna estrella, pienso, parte de la humedad solidificándose en el vientre. Dionisia, su cuerpo inasible allá en el sueño.

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