Buch lesen: «Sangre Pirata»
Eugenio Pochini
Indice dei contenuti
NOTA DEL TRADUCTOR
PRÓLOGO
PRIMERA PARTE
PRIMER CAPITULO
SEGUNDO CAPÍTULO
CAPÍTULO TRES
CAPÍTULO CUATRO
CAPÍTULO CINCO
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO SEIS
CAPÍTULO SIETE
CAPÍTULO OCHO
CAPÍTULO NUEVE
CAPÍTULO DIEZ
TERCERA PARTE
CAPÍTULO ONCE
CAPÍTULO DOCE
CAPÍTULO TRECE
CAPÍTULO CATORCE
CAPÍTULO QUINCE
EPÍLOGO
GLOSARIO
NOTAS DEL AUTOR
AGRADECIMIENTOS
Note
Título original: Sangue Pirata
Autor: Eugenio Pochini
Imagen de la portada: Paolo Martorano
Traductor: Federico Renzi
La reproducción, incluso parcial, de acuerdo con la ley está prohibida.
Esta es una historia de fantasía. Los personajes, nombres y situaciones son el resultado de la imaginación del autor.
Cualquier referencia a hestos o personas reales es pura coincidencia.
A Chiara G.
Mantuve mi promesa.
NOTA DEL TRADUCTOR
Tengo que ser honesto, traducir el trabajo de Eugenio Pochini fue al mismo tiempo una tarea cautivadora y complicada. Cautivadora en cuánto, desde las primeras páginas, la novela te envuelve, transportándote en las emociones de la vida y en las aventuras de los piratas. Al no ser yo hijo de las modernas tecnologías tuve la suerte de crecer soñando con ser un filibustero y de encontrar un día, algún tesoro, a lo mejor navegando por lugares exóticos y fascinantes, y precisamente eso hace la obra de Eugenio. Tiene esa extraordinaria habilidad de acompañar al lector paso a paso para revivir y fantasear sobre las emocionantes historias de corsarios, tribus indígenas, tesoros y monstruos marinos. Muy rápidamente llegamos a encariñarnos del brusco Barbanegra, y de igual manera odiaremos al malvado Hardraker. No ha sido sencillo traducir los términos técnico-marítimos en el idioma español: traté de hacerlo lo mejor posible, con la esperanza de que el lector pueda perdonar cualquier error de traducción.
Por último solo quiero agradecerle a Eugenio para darme la posibilidad de trabajar en su novela y permitir que muchos países hispano-hablantes puedan llegar a conocer y amar a los diversos protagonistas de esta aventura bien escrita y lista para ser "devorada" por cualquier buen lector digno de respeto. Pero debo ser honesto: la traducción de Sangre Pirata nunca se hubiera podido llevar a cabo sin la ayuda de una persona muy importante, que se encargó de controlar y revisar cada detalle desde el punto de vista de la traducción y de la edición, asegurándose de que la versión en español fuera lo más correcta posible. Un gran agradecimiento va por ella, mi novia y compañera de trabajo, Brenda Liliana Gonzalez Dávila, sin cuya ayuda tan importante nunca hubiera podido completar este trabajo.
Finalmente, espero que usted también puedan enamorarse de esta historia, como hice yo, y leyendo las páginas de este hermoso libro todos nos sentiremos parte de la tripulación de la Queen Anne's Revenge.
Saludos a todos, Federico Renzi
PRÓLOGO
Cuando se camina por el arco de entrada al templo de los sueños, allí, justo allí, está el mar …
LUIS SEPULVEDA
La lluvia caía violentamente, martilleando la cubierta del barco y retumbando en contra de las velas, para luego infiltrarse entre las grietas del casco. Era así desde que habían superado las costas de la Florida. De repente Samuel Bellamy empezó a maldecir. Se tocó el bigote negro, mirando afuera de la ventana de la cabina. Apenas podía ver el océano, envuelto en una densa niebla. No era lo que se había esperado encontrar cuando Emanuel Wynne se había presentado a él en esa pequeña posada del puerto de Nassau. Le había gustado mucho la fuerza de carácter y la excentricidad de ese francés, incluso cuando había contado la historia de la isla que Barbanegra estaba buscando. Se había reído, habían bebido una gota de ron... y casi se estaban despidiendo cuando Wynne se había quitado algunos mechones de su largo pelo de la frente. El ojo izquierdo había emitido un brillo sombrío, y Bellamy estaba convencido de que el pirata no estaba tan loco como parecía. La salida se había organizado en unos diez días, gracias a la intervención económica del gobernador de Jamaica. A lo largo de la ruta no habían encontrado buques enemigos o mal tiempo que pudiera poner a riesgo la tripulación. ¡Pero ahora esa lluvia! Eterna e incesante. Sin mencionar la niebla. Todo se agitaba en contra de él, como si el mismo océano le advirtiera que se regresara.
«Esta historia me pone nervioso» dijo Bellamy, hablando con el contramaestre.
«Si te creo» contestó el otro. Estaba consultando algunas cartas náuticas con gran interés.
«La tripulación comienza a estar nerviosa.»
El hombre levantó su mirada y observó el mal tiempo que seguía afuera de la ventana. «Creo que tomaste demasiado en serio las palabras de ese francés. Después de todo creo no sea digno de confianza. Los traidores no gozan de ninguna simpatía, ni siquiera entre nosotros.»
«Confianza o no» contestó Bellamy, «ahora ya no hay vuelta atrás.»
Luego, mentalmente, añadió: “Si tú también hubieras visto su ojo, tendrías otra opinión sobre las verdaderas intenciones de Wynne. Navegué por todo el Caribe y nunca me encontré con nada de eso…”
Extraordinario, hubiera querido decir, pero fue interrumpido por los gritos que provenían del puente. Eran tan poderosos de parecer más fuertes del mismo ruido de la tormenta.
«Si sigue así la centinela se destruirá la garganta» observó el contramaestre, sin preocuparse demasiado de la confusión .
«Cállate» le ordenó Bellamy y abrió la puerta. Grandes gotas de lluvia mojaron su cabeza y sus hombros. Cerró sus manos alrededor de su rostro, tratando de repararse y concentrarse en la situación: la tripulación se había reunido alrededor del árbol maestro, mirando hacia arriba, esperando espasmódicamente.
«¡Tierra!» continuaba gritando el hombre arriba de la cofa. «¡Derecho de proa!»
Todos se lanzaron hacia adelante, amontonándose a proa como un ejército dispuesto a atacar. Los más valientes se asomaron a las paredes, aferrándose fuertemente a las jarcias para evitar el peligro del viento y el rollo del barco. Bellamy se hizo espacio entre ellos, dando órdenes y empujando a los hombres. Cuando llegó, cerró los ojos y volvió a cubrirse la cara.
Nada.
A distancia no se veía tierra alguna.
«Me pregunto cómo logra ver algo con un clima como este.» La voz del contramaestre resonó débil detrás de él. Lo había seguido sin que se diera cuenta.
El capitán estaba a punto de contestar. El recuerdo del primer encuentro con Wynne apareció claro en la mente, como el reflejo del sol sobre un agua inmóvil.
«No le tienes que comentar a nadie mi secreto» le había explicado. «Si no vas a terminar como Edward Teach.»
«¿Qué le pasó?» había preguntado Bellamy, mucho más que sospechoso.
La respuesta había llegado con una sola palabra: amotinamiento. De todos los crímenes que un filibustero podía cometer ese era considerado el más grave .
«¿Donde?» gritó Bellamy, hablando con el centinela. «No veo nada, Emanuel. ¿Estás seguro?»
El tipo sobre la cofia estaba haciendo señas de ver algo adelante de él. Su pelo movido por el viento y su excesiva delgadez lo hacían parecer a un monstruo de pesadilla, de aquellos que dominaban las historias de los viejos marineros.
«Derecho a proa» repitió Wynne. «¡Miren!»
Bellamy notó que también algunos compañeros estaban observando el punto indicado por el francés. También él lo intentó y, poco después, pudo ver más allá de la tormenta, más allá de la bruma, las laderas escarpadas de la isla. Pero había algo más. Al lado del primer perfil vio un segundo. Por un momento pensó que podría ser el objetivo.
«¡Allí está!» comentó, con gran satisfacción. Había vuelto a contemplar el paisaje, preguntándose cuales dioses celestiales lo hicieron tan irreal. Luego volvió su atención hacia Wynne. Se quedó asombrado al ver que se estaba bajando de la cofia, aferrándose a las jarcias como un mono que se está escapando de un depredador. Y se sorprendió aún más cuando lo vio correr a popa, gritando como un loco.
«¡Capitán!»
El contramaestre lo sacudió violentamente por los hombros. Él se volvió rápidamente, preocupado más por la vacilación que había oído en su voz que por el gesto en sí mismo.
La silueta que había visto se deslizaba a través de la bruma y parecía estar más cerca. Sin embargo, el buque no navegaba a toda velocidad, cómplice del viento que estaba soplando en la dirección opuesta y los puentes pesados a causa de la lluvia. Entonces sucedió algo que lo dejó sorprendido. La imagen borrosa que sus ojos habían visto se hundió con espantoso gorgoteo en las oscuras profundidades de ese mar tempestuoso.
«¡A estribor!» gritó alguien.
Bellamy se apresuró hacia el punto indicado, tratando de averiguar qué estaba pasando. El agua hervía a unos kilómetros de distancia, y debajo de ella un objeto de forma indefinible se dirigía directamente hacia el barco, dejando tras de sí una larga línea espumosa.
«¡Nos va a embestir!» gritó y en ese momento supo que tenía que tomar el control del barco, seguro de que el timonel no se había dado cuenta de nada. Con el tiempo tan tremendo era imposible para cualquier persona ver a una palma de su nariz.
Cuando llegó al puente de mando, agarró el timón un momento antes de que la Whydah Gally temblara bajo unos golpes violentos. Trató de girar hacia la izquierda, pero se vio arrojado en contra del capodibanda y se quedó boquiabierto sin aire. El resto de la tripulación corría por todas partes en el barco, gritando y pidiendo perdón.
Samuel Bellamy se levantó justo cuando un enorme muro de agua se levantaba a lo largo de la pared derecha, rugiendo y tronando como la tormenta donde se encontraban en ese momento. Hubo un nuevo rebote y la quilla crujió. Los ejes explotaron. El árbol maestro se inclinó hacia un lado. Las cimas se rompieron. Con el terror que le estaba prácticamente quemando el espíritu, se asomó al parapeto: el barco se elevaba perpendicularmente por encima de su eje, impulsado por una enorme fuerza. El océano abajo borboteaba y se agitaba en un continuo remolino.
Lo que pasó después, pasó muy rápidamente.
El Whydah Gally rebotó antes de romperse en dos partes. La cubierta principal se abrió como si fuera una boca gigantesca, tragando a los pobres marineros que se encontraban allí. Luego la sección de proa se separó del cuerpo central y cayó en el agua. Fue un ruido seco, parcialmente limitado por un ruido sordo en el fondo. La popa empezó a moverse hacia el lado opuesto. Bellamy se aferró a una cima y se encontró colgando muy cerca del pendón del barco. Trató de subir hacia el árbol del mirador. La cuerda, resbaladiza por la lluvia, le desollaba los palmos de las manos. En realidad, no le importaba. Una vez en la cumbre, tuvo el tiempo suficiente para elegir si tirarse al mar, teniendo en cuenta que, casi seguramente ese salto, iba a ser fatal para él. Peor, el remolino causado por el barco que se estaba hundiendo hubiera podido arrastrarlo directamente bajo el agua. Sus especulaciones tuvieron vida corta: abrió los ojos mientras que su corazón se detenía repentinamente.
A través de la pared líquida que abrumaba el barco, pudo ver una forma ciclópea que sobresalía sobre los restos de lo que alguna vez fue el Whydah Gally. El ruido que había acompañado el colapso de la proa se hizo más fuerte, y él reconoció ese refunfuñar amenazante. Luego el gruñido se convirtió en un rechinar de dientes y el rechinar de dientes se convirtió en un rugido. Entonces distinguió claramente un iris color ocre en el cuyo centro se podía ver una pupila de color rojo sangre.
Y esa lo estaba mirando fijamente.
Era increíblemente enorme.
En el último momento de su vida, Bellamy permaneció en la contemplación de ese horrible espectáculo. Bajo sus pies el barco terminaba de desmoronarse, tragado para siempre por uno de los misterios que poblaban las profundidades del Triángulo del Diablo.
PRIMERA PARTE
Nosotros pretendemos que la vida debe tener un significado: pero la vida tiene exactamente el significado que nosotros mismos estamos dispuestos a atribuirle.
HERMANN HESSE
PRIMER CAPITULO
PORT ROYAL
Jonathan Underwood abrió sus párpados, a pesar del sueño que todavía entumecía su cuerpo. Los pensamientos comenzaron a deslizarse lentos, como gotas en la superficie de un cristal opaco. Desde la única ventana de su habitación, vio los rayos del sol caer oblicuos sobre el piso, levantando nubes de polvo.
Junto con su madre vivía en la habitación del segundo piso de un edificio en pésimo estado, como había muchos en la parte baja de la ciudad. Abajo de ellos, la posada el Pássaro do Mar había recibido clientes hasta muy noche, tanto que se había quedado dormido escuchando las risas y los gritos de los clientes. Sin embargo, como seguido le pasaba cuando se encontraba en esa fase intermedia entre el sueño y el despertar, reflexionaba sobre el hecho que no eran tanto esos ruidos para mantenerlo despierto como la curiosidad de las historias contadas por los huéspedes.
Había nacido y crecido en esa ciudad que muchos consideraban como la más rica y peor del mundo. Anne no perdía la oportunidad de recordárselo. Él nunca había estado en serios problemas. Unas pocas bravuconerías... bastante normal para uno de su edad. Pero escuchando su madre el mundo era peligroso y Port Royal lo era todavía más.
“Esa también es la civilización” le había explicado una vez su padre. “Solamente que aquí se vive de una forma diferente. Y tú deberás aprender a vivirla de esa forma, Jhonny.”
Decidió levantarse. Caminó hacia la ventana, quedándose por un momento en el centro de la habitación para arreglar las medias que se deslizaban sobre sus piernas desnudas. Abrió las contraventanas, incrustadas por la sal del mar. Una ola de luz le golpeó la cara. Instintivamente levantó una mano para protegerse y pacientemente esperara que la molestia pasara. Luego, una vez que ya se había acostumbrado, quedó encantado por el esplendor del paisaje.
La bahía estaba cubierta por un gran espejo de agua cristalina. Paredes rocosas, cubiertas de vegetación, la rodeaban en un semicírculo desordenado. Olas espumosas chocaban suavemente contra la costa, empujadas por el viento canalizado en el estrecho callejón que unía el arroyo con el mar abierto. La parte más occidental de la playa se hacía más sutil hasta convertirse en una línea de arena hueca en forma de hierro de caballo, donde se hallaba el Fuerte Charles. Sobre el torreón de la fortaleza se agitaba con orgullo la bandera inglesa.
Johnny estaba contemplando esa maravilla. Distinguía las casas, los almacenes y los muelles donde los barcos se quedaban para darle tiempo de bajar a las tripulaciones. Las gaviotas volaban entre las banderas, graznando en coro.
«John, ¿estás despierto?» La voz de su madre lo alcanzó detrás de la puerta.
«Sí» contestó. «Ya voy.»
Para él era un hábito dormir en compañía de Anne, también porque no podían hacer otra cosa. Con lo poco que podían ganar, era un milagro que pudiera pagar el alquiler a Bartolomé, el dueño de la posada. Anne trabajaba por él.
«¡Date prisa!» gritó otra vez ella, desde el otro lado de la puerta. «Avery te estará esperando. Vas a llegar tarde, como siempre.»
Johnny percibió la clásica nota de reproche que conocía bien, seguido un momento después por un golpe de tos. Volteó sus ojos. Eran algunos días que estaba enferma. Y no había necesidad de consultar a un médico para entenderlo. Sólo una vez se había tomado el riesgo de comentar algo pero ella lo había advertido, agregando que era solamente un problema de cansancio.
«Eres como tu padre» agregó la mujer, esforzándose de controlar los espasmos.
“Siempre con la cabeza entre las nubes” pensó Johnny.
El motivo detrás de las reprimendas constantes de Anne tenía que ver exactamente con Stephen Underwood. Nunca le había perdonado de haberla llevado a Port Royal.
Gracias a la empresa de negocios que había fundado, Stephen había podido acreditarse una pequeña parte del transporte de mercancías que llegaban desde Inglaterra hacia el Mar Caribe. Al principio todo había funcionado perfectamente. Posteriormente, debido al monopolio de la Compañía de las Indias, la situación se había desplomado. Y como si no fuera suficiente, algunos acreedores a quienes el hombre había pedido ayuda, lo habían forzado a cerrar el negocio y a declararse en bancarrota. Ante la insistencia continua de su esposa, él había contestado que se iba a marchar pronto para ver de resolver la situación y poder liquidar sus deudas. Anne había confiado en él, como de costumbre. Ciertamente no podía imaginarse que nunca más lo volvería a ver.
Stephen Underwood se había ido a bordo de una nave holandesa. Los rumores que habían circulado después de su desaparición eran muchos. Había quien decía que era toda culpa de unos piratas que lo habían atacado y otros que afirmaban haber visto su barco inundarse a lo largo de las costas de Aruba, a la merced de una tormenta.
A pesar de esto, Anne había perdido todo, obligada a modificar totalmente sus costumbres de una vida rica: había tenido que encontrar un trabajo en el único lugar que más odiaba en el mundo.
El lugar que le había quitado a su esposo.
Y sus sueños.
Cada vez que su madre lo atormentaba con esta historia, Johnny guardaba silencio y escuchaba. No se atrevía a contradecirla por temor que sufriera todavía más. Varias noches la había oído llorar a su lado y se preguntaba por qué la familia Davies no iba a Port Royal a ayudarlos.
Había descubierto la verdad una vez que había alcanzado a la adolescencia. William Joseph Davies nunca había accedido a que su hija se hubiera ido a una parte del globo donde el concepto de civilización era demasiado relativo. Anne había permanecido como quiera en contacto con la familia, al menos hasta la desaparición de su marido. Luego había dejado de contestar a las cartas que llegaban desde Londres. Johnny había pensado que iba a ser solamente un periodo, en espera de tiempos mejores. Pero cuando sorprendió a su madre quemar esas cartas, se dio cuenta de que cada vínculo con el pasado estaba totalmente cortado.
Esa mañana se vistió con prisa. Se acomodó los rizos marrones frente a un espejo con los bordes oxidados y abrió y cerró la boca un par de veces. La cicatriz que tenía en la mejilla se hizo más sutil hasta convertirse en una línea casi imperceptible. Sobre sus dientes habían aparecido puntos oscuros de suciedad: puso un dedo en una vasija cercana y se los frotó con fuerza.
Cuando terminó, bajó las escaleras justo un poco después de su madre; pensaba de encontrarla en el rellano que coincidía con la parte trasera del Pássaro do Mar, en su trabajo de limpieza. De hecho, estaba allí. Estaba cantando una canción. La saludó rápidamente; poco después escuchó la voz de Bartolomeu que le estaba llamando.
«Anne, ven aquí» dijo con ese extraño acento portugués. Aunque era un tipo excéntrico, había sido el único a ofrecerle un lugar donde poder quedarse y algo parecido a un trabajo. Siempre él había insistido con Bennet Avery a emplear a un aprendiz en su tienda.
Johnny abrió la puerta y se fue por el callejón que cruzaba la posada, inmerso en la agitada vida de Port Royal.
***
Un conjunto de personas estaba atestado en la calle.
Paseaban entre los banquetes de los vendedores o charlaban en voz alta bajo las ventanas de las casas. Había prácticamente de todo, desde las prostitutas coquetas delante de las tabernas hasta los lobos de mar que bromeaban alegremente entre ellos y los soldados de la marina inglesa que empujaban sin vergüenza a cualquiera que estuviera delante de ellos.
Secándose la frente sudorosa, Johnny volteó por un camino lateral que bajaba hacia el puerto. Al hacerlo, habría evitado la multitud turbulenta de todos aquellos que se dirigían al mercado. Sólo tenía que cruzar el antiguo barrio español, luego…
“¡Maldición!” pensó. Sin darse cuenta se mordió los labios.
La última persona que quería encontrar era Alejandro Naranjo Blanco. Junto con algunos otros muchachos, había formado una pandilla que atormentaba a cualquiera que fuera a pasar por allí. Nadie les caía bien. Especialmente a los ingleses. Esto se debe a que Port Royal había sido una fortificación española antes de la dominación británica.
Sus problemas habían comenzado cuando a Avery le había sido comisionado una espada. Además de ser un gran carpintero, era un herrero de reconocida habilidad. Había ordenado a Johnny de entregarla, y él, sin pensarlo demasiado, se había ido por el Barrio Español. La pandilla de Alejandro la había atacado de inmediato. El chico había intentado defenderse, pero el mismo Alejandro se había arrojado sobre él, sacando un cuchillo y dejándole un recuerdo en la mejilla derecha.
Mientras se encontraba en medio de la estrecha calle, Johnny sintió esa sensación ardiente de calor líquido que probó inmediatamente después de recibir el corte. Se tocó su cicatriz, empezando por el pómulo y bajando hasta sus labios. En ese momento, le pareció casi poder oír las palabras de su madre: “Este lugar es peligroso, ¡por eso me preocupo tanto por ti! ¿Ahora andas peleándote también con los muchachos de tu edad?”
«Cállate» dijo entre sí mismo.
«¿Con quién estás hablando, amigo?» Alejandro lo estaba esperando algunos pasos atrás. Ni había entrado en la colonia que ya lo había alcanzado.
«Déjame ir, gordo» respondió Johnny. Sabía que decirle gordo a Alejandro no era una buena idea. Sin embargo, solamente con el verlo, podía darse cuenta de cómo su sangre hervía en sus venas. «Este todavía no es tu barrio privado. Puedo regresarme y tomar otro camino.»
«Claro que sí.» El español no parecía molesto para la ofensa que había recibido. «Pero, como quiera es por aquí donde estabas caminado.»
«¿Estás buscando un pretexto para pelear?»
«Puede ser.»
Johnny se movió con cautela hacia adelante. « Es exactamente eso que no me gusta de ti. Por favor no me provoques.»
La sonrisa de Alejandro se hizo todavía más profunda, tanto que su cara gordita pareció dividirse en dos partes.
«¿Cómo está tu padre?» le preguntó.
Los pies de Johnny se negaban a moverse. Apretó los puños. Ese bastardo sabía muy bien qué argumentos utilizar para molestarlo.
«¿Intentaron buscarlo en el estómago de algún tiburón?» continuó. «O a lo mejor se ha largado junto con una puta que conoció en algún lugar. Puede ser que se había cansado de tu mamá. Y de ti. ¿Dime qué opinas, pendejo?»
Él tenía unas increíbles ganas de atacarlo, de resolver el asunto de inmediato. Pero obligó a todas las fibras de su cuerpo a desistir .
«Te lo voy a repetir por una última vez» dijo rápidamente. «No tengo ganas de…»
Casi ni pudo terminar la frase. Algo pasó volando junto a él. Era una piedra. Él miró a sus espaldas, aunque el cerebro le respondió de antemano. El querer tomarlo por sorpresa solamente había sido un pretexto para permitir a los miembros de la pandilla de ponerle una trampa. John vio a tres muchachos correr hacia él.
«Esta vez estoy preparado» contestó. Su tono traicionó una fría seguridad, ya que Alejandro cambió su expresión. La sonrisa había cambiado en una mueca de incertidumbre. Luego sacó un cuchillo de punta plana, que recordaba vagamente la navaja de un barbero.
Uno de los muchachos intentó golpearlo con un palo. Johnny lo oyó siseando cerca de sus oídos. Trató de acercarse, con la intención de golpearlo. No tuvo éxito. El oponente pegaba siempre más rápido. De repente, Alejandro lo empujó por detrás, haciéndole terminar contra el tipo que lo había atacado primero.
«¡ Hijo de puta!» gritó y lo golpeó con un codazo en la cara.
Johnny no se dejó sorprender. Instintivamente hundió el cuchillo en el muslo. El muchacho cayó al suelo, gritando por el dolor. Otra vez Alejandro volvió a atacarlo, sacó el cuchillo y trató de apuñalarlo. Él se dio cuenta y logró moverse a tiempo. El golpe alcanzó al joven que había arrojado la piedra hiriéndolo en el hombro. Inmediatamente los dos comenzaron a insultarse uno al otro, olvidando la pelea. El último de la banda se quedó observándolos con una expresión desorientada.
Fue entonces cuando comprendió.
Era el momento de vengarse.
«Te voy a regresar el favor, gordo » comentó e hirió al español a la altura de la ceja. Vio un destello de sangre derramándose sobre su ojo, borrando la vista. Decidió aprovechar de esa situación para retirarse. Giró sobre sus talones y corrió rápido en la dirección por donde había venido, dejando atrás los gritos llenos de odio de sus agresores.
***
«Estoy retrasado» se disculpó, abriendo de repente la puerta de la tienda. Tenía el aliento corto, su pecho estaba bailando bajo su vestido. El codazo que había recibido hacia que su tono de voz se escuchara muy nasal.
«Me doy cuenta» contestó Avery. Estaba sentado sobre un taburete, en un rincón en las sombras. Desde la pipa que colgaba de sus labios, salían olas de humo de color azul. Daban vueltas hacia las vigas del techo, donde yacían en una nube opaca. El rostro lleno de arrugas no revelaba ningún tipo de emoción. Se levantó lentamente y cruzó el arco de piedra que dividía la tienda en dos áreas distintas. Llegó a la fragua. Con tranquilidad empezó a estudiar el yunque. Daba la impresión de que nunca lo había visto antes en su vida.
«Déjame explicarte…» intentó decir Johnny.
Avery se movió con una rapidez casi impensable para un hombre de su edad. Estiró su mano rugosa y agarró su antebrazo, entrecerrándolo con fuerza. «¡En serio que ya no sé qué hacer contigo!» Desde su boca casi sin dientes salían brotes de saliva. «Llegas tardes y te vas cuando tú quieres. ¡Eres un irresponsable! Si no era por Bartolomeu nunca hubiera aceptado contratarte para trabajar conmigo.» Luego modificó su expresión. «¿Que te pasó?»
Johnny titubeó. Vio en los ojos ardientes de su interlocutor una vaga sensación de duda. ¿O se trataba de compasión? Habría preferido escuchar el regaño de siempre en lugar que tener que contar su encuentro con Alejandro.
«No es tu problema, viejo» contestó con rencor el joven.
El rostro arrugado de Avery pareció relajarse. Lo Soltó y se rascó el cráneo pelado, cruzado solamente por dos mechones de pelo gris sobre sus orejas.
«Tuviste problemas con el gordo español, ¿verdad?» preguntó.
El joven volvió su mirada.
«Está bien» continuó diciendo el hombre. «Haz como quieras. No es necesario decir nada más. Ahora es importante averiguar si tienes o no la nariz rota. Luego veremos de encontrar una excusa que podremos usar con tu mamá. Le podemos comentar que te lastimaste aquí. Esa mujer se preocupa demasiado por ti. Un día le romperás el corazón.»
«¿Y tú qué sabes?» contestó Johnny.
«Tú de mí no conoces muchas cosas.»
Y eso era verdad.
Prácticamente no sabía nada de Bennet Avery.
Algunos rumores decían que había sido protagonista de algunos asaltos llevados a cabo en contra del barco Queen Anne’s Revenge, el barco del pirata Barbanegra. Por supuesto, según lo que comentaba el viejo hombre eran puras mentiras que la gente decía para crearle problemas. Pero Johnny seguía dudando. A veces se había preguntado si no era su imaginación que hablaba: tal vez no era una buena idea dejarla ir así a brida suelta. Y sin embargo, las perplejidades sobre el pasado del anciano lo llenaban de curiosidad. En varias ocasiones, lo había escuchado contar algunas partes de su vida, a menudo acompañados por un par de copas de ron. Como conocido de Bartolomeu, la suya era una presencia constante en el Passaro do Mar. Sin embargo, sus historias siempre tenían algo que no encajaba. Parecía, de hecho, que voluntariamente omitiera siempre ciertos detalles.
«Acércate» le dijo Avery, listo a pasarle un balde lleno de agua, «por favor, antes de empezar a trabajar, límpiate.»
Sin decir una palabra, Johnny obedeció. Puso el balde sobre un barril y metió la cabeza en su interior. El agua fresca le dio un ligero escalofrío. Aguantó la respiración un rato. Luego volvió a emerger, inhalando aire fresco en sus pulmones. Sus dedos involuntariamente subieron hasta la punta de la nariz.
«¿Entonces?» preguntó nuevamente el anciano hombre.
«El dolor ha disminuido» comentó Johnny. No podía creerlo.
«Si tu nariz estuviera rota ahora estarías llorando como el mocoso que eres. Tuviste suerte.»
«Me fue mejor que a ellos» añadió Jhonny mostrando el cuchillo con la punta plana. Le dio vuelta entre sus manos. Sobre la lama estaba una mancha de sangre seca.
Avery lo miró con una sonrisa satisfecha. «Ahora ya deja de pavonearte, mocoso. Ve a darte una arregladita. Hay mucho trabajo que te está esperando.»
***
En el instante en que Johnny luchaba con Alejandro, el capitán Woodes Rogers observaba pensativo el horizonte desde una de las ventanas de la villa del gobernador. Su imagen opaca se reflejaba en el vidrio como la de un fantasma, su corto cabello castaño y su amplia frente le daban un aire de solemne austeridad, mitigado por una pequeña estatura. La boca, reducida a un corte apenas perceptible, resaltaba un sentimiento de incertidumbre. Pero tal vez la característica que lo hacía parecer como una persona tan rígida era la espesa telaraña de cicatrices que le arruinaba el lado izquierdo de la cara.