El espíritu de la filosofía medieval

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Aus der Reihe: Pensamiento Actual #35
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El espíritu de la filosofía medieval
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ÉTIENNE GILSON

EL ESPÍRITU DE LA FILOSOFÍA MEDIEVAL

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: L’esprit de la philosophie médiévale

© 2021 de la presente edición, versión publicada por Emecé Editores, S. A., Buenos Aires 1957

by Ediciones Rialp, S. A.,

Manuel Uribe 13-15 - 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-5405-8

ISBN (versión digital): 978-84-321-5406-5

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

DEDICATORIA

PREFACIO

I. EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA CRISTIANA

II. LA NOCIÓN DE FILOSOFÍA CRISTIANA

III. EL SER Y SU NECESIDAD

IV. LOS SERES Y SU CONTINGENCIA

V. ANALOGÍA, CAUSALIDAD Y FINALIDAD

VI. EL OPTIMISMO CRISTIANO

VII. LA GLORIA DE DIOS

VIII. LA PROVIDENCIA CRISTIANA

IX. LA ANTROPOLOGÍA CRISTIANA

X. EL PERSONALISMO CRISTIANO

XI. EL CONOCIMIENTO DE SÍ MISMO Y EL SOCRATISMO CRISTIANO

XII. EL CONOCIMIENTO DE LAS COSAS

XIII. EL INTELECTO Y SU OBJETO

XIV. EL AMOR Y SU OBJETO

XV. LIBRE ALBEDRÍO Y LIBERTAD CRISTIANA

XVI. LEY Y MORALIDAD CRISTIANA

XVII. INTENCIÓN, CONCIENCIA Y OBLIGACIÓN

XVIII. LA EDAD MEDIA Y LA NATURALEZA

XIX. LA EDAD MEDIA Y LA HISTORIA

XX. LA EDAD MEDIA Y LA FILOSOFÍA

APÉNDICE AL CAPÍTULO XIV

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS

ÍNDICE DE NOMBRES

AUTOR

Al señor JOHN LAIRD

Profesor de Filosofía en la

Universidad de Aberdeen

IIαρά Θεού IIερί Θεού υα Θείυ

Atenágoras, Legatio pro Christianis, VII

PREFACIO

LAS DIEZ LECCIONES QUE FORMAN este volumen han sido dictadas en la Universidad de Aberdeen, en las Gifford Lectures de 1932. Invitado a la tarea bastante difícil de definir el espíritu de la filosofía medieval, la he aceptado, sin embargo, pensando en la opinión muy difundida de que si bien la Edad Media tiene una literatura y un arte, no posee una filosofía propia. Tratar de desentrañar el espíritu de esa filosofía era ponerse en la obligación de presentar la prueba de su existencia, o reconocer que jamás existió. Al intentar definirla en su propia esencia, me vi llevado a presentarla como la “filosofía cristiana” por excelencia. Pero, llegado a este punto, la misma dificultad me esperaba en otro plano, pues si se ha podido negar la filosofía medieval como un hecho, se ha negado igualmente la posibilidad de una filosofía cristiana en cuanto idea. Sucede, pues, que las dos series de lecciones, de las cuales esta es la primera, concurren hacia esta conclusión: que la Edad Media ha producido, además de una literatura cristiana y un arte cristiano, lo que es harto sabido, una filosofía cristiana, que es lo que suele negársele. No se trata de sostener que esa filosofía la creó de la nada, así como no sacó de la nada su arte y su literatura. Tampoco se trata de pretender que no hubo en la Edad Media más filosofía que la cristiana, como no sería posible pretender que toda la literatura medieval es cristiana y todo el arte medieval, cristiano. La única cuestión que se trata de examinar es la de saber si la noción de filosofía cristiana tiene un sentido, y si la filosofía medieval, considerada en sus más calificados representantes, no sería precisamente su más adecuada expresión histórica. El espíritu de la filosofía medieval, tal como lo entendemos aquí, es, pues, el espíritu cristiano, penetrando la tradición griega, trabajándola desde adentro y haciéndole producir una visión del mundo, una Weltanschauung específicamente cristiana. Fueron menester templos griegos y basílicas romanas para que hubiese catedrales; sin embargo, sea cual sea la deuda de nuestros arquitectos medievales hacia sus predecesores, se diferencian de ellos. Y el espíritu nuevo que les permitió crear es quizá el mismo en que se inspiraron con ellos los filósofos de su tiempo. Para saber qué puede haber de cierto en esta hipótesis, el único método que se debe seguir es mostrar el pensamiento medieval en su estado naciente, en el punto preciso en que el injerto judeo-cristiano se ingiere en la tradición helénica. La demostración intentada es, pues, puramente histórica. Si muy pocas veces ha sido provisionalmente adoptada una actitud más teórica, es porque el historiador debe, por lo menos, hacer inteligibles las nociones que va exponiendo; se trataba de sugerir cómo, aun hoy, pueden ser concebibles doctrinas con las que, durante siglos, se satisfizo el pensamiento de quienes nos precedieron. La segunda serie de estas lecciones se dictará en 1932, en la Universidad de Aberdeen. Nos ha parecido preferible publicarlas por separado, pues la discusión que seguirá a la publicación de los principios podrá ayudar a precisar las conclusiones previstas, y a rectificarlas, si necesario fuere.

NOTA PARA LA SEGUNDA EDICIÓN FRANCESA

El conjunto de la obra reproduce el texto de la edición de 1932, pero los dos volúmenes han sido reunidos en uno solo. Las notas, que se habían puesto al final, figuran ahora al pie de las páginas del texto. Y las notas bibliográficas, que se han dejado como antes al final del tomo, han sido completadas.

París, 7 de abril de 1943.

I.

EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA CRISTIANA

NO HAY EXPRESIÓN QUE ACUDA más naturalmente al pensamiento de un historiador de la filosofía medieval como la de “filosofía cristiana”[1]. Ninguna, al parecer, pudiera provocar menos dificultades, y por consiguiente no debe extrañarnos verla empleada con tanta frecuencia. Sin embargo, pocas expresiones hay que, si bien se reflexiona, sean ciertamente más obscuras y de más difícil definición. La cuestión no es, en efecto, saber si un historiador del pensamiento medieval tiene el derecho de considerar las filosofías elaboradas por cristianos, en el transcurso de la Edad Media, separadamente de las que fueron concebidas por judíos o musulmanes. Planteado en esta forma, el problema es de orden puramente histórico y puede ser fácilmente resuelto. En justicia, no podemos aislar en la historia lo que estuvo unido en la realidad. Y dado que sabemos que el pensamiento cristiano, el pensamiento judío y el pensamiento musulmán han obrado unos en otros, mal método sería estudiarlos como otros tantos sistemas cerrados y aislados. De hecho, la investigación histórica vive de abstracciones, y cada uno de nosotros se labra en ella un dominio cuyas fronteras son las de su competencia; lo importante es no creer que las limitaciones de nuestro método sean límites de la realidad.

El verdadero problema no está ahí; es de orden filosófico, y mucho más grave. Reducido a su más simple fórmula, consiste en preguntarse si la noción misma de filosofía cristiana tiene un sentido y, subsidiariamente, si corresponde a una realidad. Naturalmente, no se trata de saber si ha habido cristianos filósofos, sino de saber si puede haber filósofos cristianos. En este sentido, el problema se plantearía del mismo modo respecto de los musulmanes y de los judíos. Todos sabemos que la civilización medieval se caracteriza por la extraordinaria importancia que en ella toma el elemento religioso. Tampoco ignoramos que el judaísmo, el islamismo y el cristianismo produjeron entonces cuerpos de doctrinas en los que la filosofía se combinaba más o menos felizmente con el dogma religioso, y que se designa con el nombre, por lo demás bastante vago, de escolástica. La cuestión está precisamente en saber si esas escolásticas, ya sean judías, musulmanas, o más especialmente cristianas, merecen el nombre de filosofías. Ahora bien: en cuanto se plantea el problema en estos términos, lejos de aparecer como evidente, la existencia y aun la posibilidad de una filosofía cristiana se vuelve problemática, a punto tal que hoy parecen concordar los partidos filosóficos más opuestos para rehusarle a esta expresión todo significado positivo.

 

En primer lugar, tropieza con la crítica de los historiadores, que, sin discutir a priori la cuestión de saber si puede o no haber una “filosofía cristiana”, comprueban como un hecho que, aun en la Edad Media, jamás la hubo[2]. Fragmentos de doctrinas griegas más o menos torpemente cosidos a una teología, es casi todo lo que nos han dejado los pensadores cristianos. Ora acuden a Platón, ora a Aristóteles, a menos que, aún peor, no intenten unirlos en una imposible síntesis y, como ya lo decía Juan de Salisbury en el siglo XVII, traten de reconciliar muertos que no cesaron de disputarse mientras vivieron. Nunca vemos alzar el vuelo a un pensamiento que sea a la vez profundamente cristiano y verdaderamente creador; el cristianismo, pues, no ha contribuido en nada a enriquecer el patrimonio filosófico de la humanidad.

Los filósofos nos explican la razón del hecho que los historiadores creen comprobar. Si nunca hubo una filosofía cristiana históricamente observable, es porque la noción misma es contradictoria e imposible. En la primera fila de los que comparten esta opinión debemos colocar a los que podríamos llamar racionalistas puros. Tan conocida es la opinión de estos, que apenas sería útil describirla, si su influencia no se hubiese extendido mucho más allá de lo que comúnmente se supone. Para ellos, entre la religión y la filosofía hay una diferencia de esencia, que ulteriormente hace imposible cualquier otra colaboración entre sí. No todos concuerdan sobre la esencia de la religión, lejos de ello; pero todos están acordes en afirmar que no es del orden de la razón, y que a su vez la razón no podría depender del orden de la religión. Ahora bien: el orden de la razón es precisamente el de la filosofía. Hay, pues, una independencia esencial de la filosofía respecto de todo lo que no es ella, y particularmente con relación a ese irracional que es la Revelación. Nadie pensaría hoy en hablar de una matemática cristiana, o de una biología cristiana, o de una medicina cristiana. ¿Por qué? Porque la matemática, la biología y la medicina son ciencias, y la ciencia es radicalmente independiente de la religión, tanto en sus conclusiones como en sus principios. La expresión “filosofía cristiana” no es, sin embargo, menos absurda[3], y lo único que debe hacerse es abandonarla.

Naturalmente, en nuestros días no encontraríamos un solo neoescolástico que admitiera que no hay ninguna relación entre la filosofía y la religión; sin embargo, nos equivocaríamos si creyésemos que una oposición absoluta los separa a todos del racionalismo tal cual acaba de ser descrito. Al contrario: aun cuando en otro plano mantienen expresamente relaciones necesarias, algunos admiten las premisas de la argumentación racionalista, y otros hasta tienen el valor de aceptar la conclusión. Lo que esos neoescolásticos niegan es que ningún pensador cristiano haya conseguido constituir una filosofía, pues sostienen que santo Tomás de Aquino fundó una; pero no sería menester apremiarlos mucho para que reconocieran que es la única[4], y que, si es la única, es justamente porque se constituyó en un plano puramente racional. Lo que los separa de los racionalistas es, pues, un desacuerdo sobre los hechos más que una discordancia acerca de los principios, o si entre ellos hay desacuerdo sobre los principios, no se refiere a la noción misma de la filosofía, sino al lugar que le corresponde en la jerarquía de las ciencias. Mientras el racionalista puro coloca a la filosofía en la cima y la identifica con la sabiduría, el neoescolástico la subordina a la teología, única que merece plenamente el nombre de sabiduría; pero ¿por qué ciertos neoescolásticos piensan que, aun subordinada a la teología, su filosofía permanece esencialmente idéntica a la que no reconoce ninguna Sabiduría por encima de ella? ¿Cómo explicar semejante actitud?

Si pudiéramos preguntar a los pensadores de la Edad Media qué derechos se reconocen al título de filósofos, obtendríamos respuestas muy diferentes. En primer lugar, algunos responderían sin duda que es un título del que no se preocupan de ningún modo, porque tienen otro, el de cristianos, que les dispensa de ello. Pudieran citarse, para apoyarlo, adversarios resueltos de la dialéctica, como san Bernardo o san Pedro Damián[5]; pero aun fuera de esos casos extremos, casi no encontraríamos más que a los averroístas para admitir la legitimidad de un ejercicio de la razón que fuese puramente filosófico y sistemáticamente sustraído a la influencia de la fe. Tal como se manifestó en los siglos XII y XIII, por ejemplo, la opinión media está bastante bien representada por san Anselmo y san Buenaventura, que, con razón además, declaran seguir a san Agustín. El ejercicio de la razón pura les parece seguramente posible; y ¿cómo dudar de ello después de Platón y Aristóteles? Pero se mantienen siempre en el plano de las condiciones de hecho en que se ejercita la razón, no en el de la definición. Ahora bien: lo cierto es que entre los filósofos griegos y nosotros ha habido la Revelación cristiana y que esta ha modificado profundamente las condiciones en que se ejercita la razón. ¿Cómo los que poseen esta revelación podrían filosofar cual si no la tuvieran? Los errores de Platón y de Aristóteles son precisamente los de la razón pura; toda filosofía que pretenda bastarse a sí misma volverá a caer en los mismos errores, o en otros peores; de modo que en adelante el único método seguro para nosotros consiste en tomar a la revelación como guía, a fin de llegar a alguna inteligencia de su contenido; y esta inteligencia de la revelación es la filosofía misma. Fides quaerens intellectum: he ahí el principio de toda especulación medieval; pero ¿no sería también una confusión de la filosofía y de la teología, que arruinaría a la propia filosofía?[6].

Para apartarse de ese peligro, ciertos neoescolásticos han creído deber adoptar parcialmente la posición de sus adversarios. Concediendo el principio, intentan probar que en la Edad Media nunca hubo otra filosofía digna de ese nombre que la de santo Tomás[7]. San Anselmo y san Buenaventura parten de la fe, de modo que se encierran en la teología. Los averroístas se encierran en la razón, pero renuncian a tener por verdaderas las más necesarias conclusiones racionales; así, pues, se excluyen de la filosofía. Solo el tomismo se da como un sistema cuyas conclusiones filosóficas son deducidas de premisas puramente racionales. En él está la teología en su lugar, es decir, en la cúspide de la escala de las ciencias; fundada en la revelación divina, que le provee sus principios, es una ciencia distinta, que parte de la fe y solo emplea la razón para exponer su contenido o protegerla contra el error. En cuanto a la filosofía, si bien es cierto que se subordina a la teología, sin embargo como tal no depende sino del método que le es propio: fundada en la razón humana, al no deber su verdad sino a la evidencia de sus principios y a la exactitud de sus deducciones, realiza espontáneamente su acuerdo con la fe sin tener que deformarse; si concierta con la fe es simplemente porque es verdadera, y la verdad no puede contradecir a la verdad[8].

Entre un neoescolástico semejante y un puro racionalista queda, sin duda, una diferencia fundamental. Para el neoescolástico, la fe subsiste, y todo desacuerdo entre su fe y su filosofía es signo cierto de error filosófico. En ese caso, tiene que volver al examen de sus conclusiones y de sus principios, hasta que descubra el error que los vicia. Sin embargo, aun entonces, si no se entiende con el racionalista, no es porque no hablen el mismo lenguaje. No será él quien cometa el error imperdonable de un san Agustín o de un san Anselmo, y cuando se le pida que pruebe a Dios, primero nos invitará a creer en él. Si su filosofía es verdadera, a su sola evidencia racional se lo debe; si no consiguiera convencer a su adversario, no sería juego limpio de su parte acudir a la fe para justificarse, no solo porque esa fe no la admiten sus adversarios, sino además porque la verdad de su filosofía no se apoya de ningún modo en la de su fe.

Cuando se tira como desde el extremo de un hilo la filosofía de santo Tomás de Aquino en ese sentido, no tardan en aparecer consecuencias tan sorprendentes como ineluctables. En primer lugar, recordamos las vehementes protestas de los agustinianos de todos los tiempos contra la paganización del cristianismo por el tomismo. Si ciertos tomistas modernos niegan que el agustinianismo sea una filosofía, los agustinianos de la Edad Media les tomaron la delantera negando que el tomismo sea fiel a la tradición cristiana. Cada vez que hubieron de luchar contra alguna tesis tomista cuya verdad les parecía contestable, reforzaron su crítica dialéctica con objeciones de orden mucho más general y que creen alcanzar a herir el propio espíritu de la doctrina. Si el tomismo se equivocó sobre el problema de la iluminación, de las razones seminales o de la eternidad del mundo, ¿no es porque primero se había equivocado sobre el problema fundamental de las relaciones entre la razón y la fe? Porque, desde el momento en que uno se niega a seguir a san Agustín, el cual hace profesión de seguir la fe, para seguir en cambio los principios de algún filósofo pagano o de sus comentaristas árabes, la razón se vuelve incapaz de discernir la verdad del error; reducida a su propia luz, se deja cegar por doctrinas cuya falsedad le escapa debido a su propia ceguera[9].

Pero lo más curioso no está en eso. Así como ciertos agustinianos le reprochan al tomismo de ser una filosofía falsa, porque no es cristiana, ciertos tomistas replican que si esta filosofía es verdadera, no puede ser en modo alguno porque es cristiana. De hecho, no pueden dejar de adoptar esta posición, porque desde el momento en que se separa la razón de la fe en su ejercicio, toda relación intrínseca entre el cristianismo y la filosofía se toma contradictoria. Si una filosofía es verdadera, no puede serlo sino en cuanto racional; pero si merece el título de racional, no puede serlo en cuanto cristiana. Hay que elegir, pues. Un tomista no admitirá jamás que en la doctrina de santo Tomás haya la menor cosa contraria al espíritu o a la letra de la fe, pues profesa expresamente el acuerdo de la revelación y de la razón como no siendo otra cosa sino el acuerdo de la verdad consigo misma; pero no deberá sorprendemos demasiado si vemos a algunos de ellos aceptar sin pestañear el clásico reproche de los agustinianos: vuestra filosofía deja de tener carácter intrínsecamente cristiano. ¿Y cómo podría tener ese carácter sin dejar de ser? Los principios filosóficos de santo Tomás son los de Aristóteles, es decir, los de un hombre para quien no existían ni la revelación cristiana, ni aun la revelación judía; si el tomismo precisó, completó, depuró al aristotelismo, nunca lo hizo apelando a la fe, sino deduciendo más correctamente o más completamente de cuanto lo hizo Aristóteles las consecuencias implicadas en sus propios principios. En suma: mientras nos mantenemos en el plano de la especulación filosófica, el tomismo no es más que un aristotelismo racionalmente corregido y juiciosamente completado; pero santo Tomás no tenía por qué bautizar al aristotelismo para hacerlo verdadero, como no hubiera tenido que bautizar a Aristóteles para entenderse con él: las conversaciones filosóficas se mantienen de hombre a hombre, no de hombre a cristiano.

El resultado lógico de semejante actitud es la negación pura y simple de la noción de filosofía cristiana, y, por sorprendente que sea, lo cierto es que hasta eso se llegó. No solo hubo historiadores que negaron que el cristianismo haya afectado seriamente el curso de la especulación filosófica[10], sino que ciertos filósofos neoescolásticos llegaron a afirmar como evidencia indiscutible que la noción de filosofía cristiana carece de sentido[11]. En efecto: o se utiliza la filosofía para facilitar la aceptación de los dogmas religiosos, y se confundirá a la filosofía con la apologética; o bien se subordinará el valor de las conclusiones obtenidas por la razón a su acuerdo con el dogma, y se caerá en la teología; o bien, para evitar esas dificultades, habrá que decidirse resueltamente a decir que “filosofía cristiana” significa pura y simplemente “filosofía verdadera”, y entonces no se verá por qué esta filosofía habría de ser descubierta y profesada por cristianos más bien que por incrédulos o adversarios del cristianismo; o, por último, se agregará que, para ser cristiana, basta con que esta filosofía verdadera sea compatible con el cristianismo; pero si esa compatibilidad no es más que un estado de hecho, debido al desarrollo puramente racional de sus principios primeros, la relación de la filosofía al cristianismo permanece no menos extrínseca que en el caso precedente, y si esa compatibilidad resulta de un esfuerzo especial para obtenerla, volvemos a la teología o a la apologética. Estamos en el torno. Todo se desarrolla como si intentásemos definir en términos claros una noción contradictoria: la de una filosofía, es decir, de una disciplina racional, pero que al mismo tiempo sería religiosa, esto es, cuya esencia o ejercicio dependería de condiciones no racionales. ¿Por qué no renunciar a una noción que a nadie satisface? El agustinianismo admite una filosofía cristiana, con tal que se conforme con ser cristiana y renuncie a ser una filosofía; el neotomismo acepta una filosofía cristiana, siempre que se conforme con ser una filosofía y renuncie a ser cristiana; ¿no sería más sencillo disociar completamente las dos nociones y, dejando la filosofía a la razón, restituir el cristianismo a la religión?

 

Ante semejante concordancia de la observación de los hechos y del análisis de las nociones, parecería absurdo querer ir más allá, si no recordáramos oportunamente la complejidad de las relaciones que unen las ideas a los hechos. Es muy cierto que, simple colección de hechos, la historia nunca resuelve ninguna cuestión de derecho, pues la decisión pertenece siempre a las ideas; pero es igualmente cierto que los conceptos se inducen a partir de los hechos, de quienes se convertirán en jueces una vez inducidos. Ahora bien: es un hecho cierto que, si bien se ha deducido mucho, se ha inducido muy poco al tratar de definir la noción de filosofía cristiana; y agreguemos que se ha inducido muy poco colocándose en el punto de vista cristiano. ¿Cómo han concebido sus relaciones el pensamiento filosófico y la fe cristiana? ¿Qué conciencia tenían respectivamente de lo que daban y recibían en los cambios que se establecían entre ellos? Cuestiones inmensas, a las que no faltan respuestas tajantes, cuya investigación metódica desafía las fuerzas del pensamiento, no solo a causa de la multiplicidad de los problemas particulares que sería necesario resolver para llevarla a feliz término, sino también porque la solución de cada uno de esos problemas depende en parte de la actitud que se adopte frente a los hechos mismos. Sin embargo, son problemas que importa por lo menos plantear, si queremos preparar una discusión de la noción de filosofía cristiana que se apoye en bases serias, y, caso de que existiera una realidad histórica correspondiente, hacer su definición.

Pero ¿existe esa realidad histórica? ¿Es siquiera concebible que haya existido? Buenos historiadores la han negado, fundándose en el carácter exclusivamente práctico y extraño a toda especulación del cristianismo primitivo. Harnack hizo mucho por difundir esta idea, y después la encontramos frecuentemente en autores muy distintos. El desarrollo de estas lecciones mostrará bastante lo que pienso de ello; por el momento solo quiero eliminar la cuestión previa que se plantea y levantar la especie de entredicho con que aquella se opone a toda empresa del género de la que voy a intentar.

¿Qué se pretende decir al afirmar que el cristianismo no es nada “especulativo” cuando se le considera en sus comienzos? Si con ello se entiende que el cristianismo no es una filosofía, nada es más evidente; pero si se quiere sostener que, aun en el terreno propiamente religioso, el cristianismo no comportaba ningún elemento “especulativo” y se limitaba a un esfuerzo de ayuda mutua, a la vez espiritual y material, en las comunidades[12], quizá sea ir más allá de cuanto la observación histórica permite afirmar. ¿Dónde hallaríamos ese cristianismo práctico ajeno a toda especulación? Para encontrarlo deberíamos ir más allá de san Justino y eliminar de la literatura cristiana primitiva bastantes páginas de los Padres Apostólicos; suprimir la 1.a Epístola de Juan con toda la mística especulativa de la Edad Media, cuyos principios asienta; desechar la predicación paulina de la gracia, de la que pronto nacerá el agustinianismo; suprimir el Evangelio de san Juan, con la doctrina del Verbo contenida en el Prólogo; sería menester remontarse más allá de los Sinópticos, y negar que el propio Jesús enseñó la doctrina del Padre Celestial, predicó la fe en un Dios providencia, anunció a los hombres la vida eterna en el Reino que no tendrá fin; habría que olvidar sobre todo que el cristianismo primitivo estaba tanto más estrechamente unido al judaísmo cuanto más primitivo era. Ahora bien: la Biblia contenía una multitud de nociones sobre Dios y el gobierno divino, que, sin tener carácter propiamente filosófico, solo esperaban un terreno propicio para enunciarse explícitamente en consecuencias filosóficas. El hecho de que no haya filosofía en la Escritura no autoriza, pues, a sostener que esta no puede haber ejercido ninguna influencia en la evolución de la filosofía. Para que la posibilidad de semejante influencia fuera concebible, basta con que la vida cristiana haya contenido desde sus orígenes tanto elementos especulativos como elementos prácticos, aun cuando esos elementos especulativos solo fuesen tales en un sentido propiamente religioso.

Si, desde el punto de vista de la historia, nada se opone al intento de semejante estudio, podemos añadir que tampoco es absurdo a priori desde el punto de vista de la filosofía. Nada; ni siquiera la secular querella que libran ciertos agustinianos y ciertos tomistas. Si estos no se entienden es porque, bajo el mismo nombre, trabajan por resolver dos problemas diferentes. Los tomistas aceptarán la solución agustiniana del problema el día que los agustinianos reconozcan que, aun en un cristiano, la razón es esencialmente distinta de la fe, y la filosofía, de la religión. San Agustín mismo lo reconoce; de modo que admitir una distinción tan necesaria es propia de agustiniano. Inversamente, los agustinianos aceptarán la solución del problema cuando los tomistas reconozcan que, en un cristiano, la razón es inseparable de la fe en su ejercicio; el propio santo Tomás lo reconoce; nada se opone, pues, a que un tomista adopte esta posición. Si esto es así, aun cuando no sepamos todavía en qué consiste la filosofía cristiana, esta aparece como no siendo teóricamente contradictoria. Hay por lo menos un plano en el cual no es imposible: el de las condiciones de hecho en que se ejercita la razón del cristiano. No hay razón cristiana, pero puede haber un ejercicio cristiano de la razón. ¿Por qué rehusaríamos a priori admitir que el cristianismo haya podido cambiar el curso de la historia de la filosofía, abriendo a la razón humana, por medio de la fe, perspectivas que aquella no había descubierto aún? Este es un hecho que puede no haberse producido, pero nada autoriza a afirmar que no puede haberse producido. Y aun podemos ir más allá: hasta decir que una simple mirada por la historia de la filosofía invita a creer que ese hecho se ha producido realmente.

Razón es que se vincule el impulso de la filosofía clásica del siglo XVII al desarrollo de las ciencias positivas en general y de la física matemática en particular. Es justamente por lo que el cartesianismo se opone a las metafísicas de la Edad Media. Pero ¿por qué no preguntarse más a menudo en qué se opone el cartesianismo a las metafísicas griegas? No se trata de hacer de Descartes un “filósofo cristiano”, pero ¿se atreverán a sostener que la filosofía moderna sería exactamente lo que ha sido, de Descartes a Kant, si no se hubiesen interpuesto “filosofías cristianas” entre el fin de la época helenística y el comienzo de la era moderna? En otros términos: la Edad Media quizá no haya sido tan filosóficamente estéril como se dice, y tal vez se deban a la influencia preponderante ejercida por el cristianismo en el transcurso de ese período algunos de los principios directores en que la filosofía moderna se ha inspirado. Examínese sumariamente la producción filosófica de los siglos XVII, XVIII y aun XIX, y se discernirán inmediatamente caracteres que parecen de difícil explicación si no se toma en cuenta el trabajo de reflexión racional desarrollado por el pensamiento cristiano entre el fin de la época helenística y el comienzo del Renacimiento.

Abramos, por ejemplo, las obras de René Descartes, el reformador filosófico por excelencia, de quien Hamelin se atrevía a escribir que «se coloca después de los antiguos, casi como si nada hubiese entre ellos y él, con excepción de los físicos». ¿Qué debemos entender por ese casi? Pudiéramos en primer lugar recordar el título de sus Meditadones acerca de la metafísica «donde la existencia de Dios y la inmortalidad del alma quedan demostradas». Podríamos recordar una vez más el parentesco de sus pruebas de la existencia de Dios con las de san Anselmo y aun las de santo Tomás. No sería imposible mostrar lo que su doctrina de la libertad debe a las especulaciones medievales sobre las relaciones de la gracia y del libre arbitrio, problema cristiano por excelencia[13]. Pero quizá sea suficiente indicar que todo el sistema cartesiano está supeditado a la idea de un Dios todopoderoso, que en cierto modo se crea a sí mismo, y con mayor razón crea las verdades eternas, inclusive las matemáticas, crea el universo ex nihilo y lo conserva en el ser por una creación continua de todos los instantes, sin la cual todas las cosas volverían a la nada de donde su voluntad las sacó. Pronto tendremos que preguntamos si los griegos conocieron la idea de creación; pero el solo hecho de que tengamos que preguntárnoslo sugiere irresistiblemente la hipótesis de que Descartes depende en esto directamente de la tradición bíblica y cristiana, y que, en su esencia misma, su cosmogonía no hace sino profundizar la enseñanza de sus maestros referente al origen del universo. Por lo demás, ¿qué es, en suma, ese Dios de Descartes: ser infinito, perfecto, todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, que ha hecho al hombre a su imagen y semejanza, y conserva todas las cosas por el mismo acto que las ha creado, sino el Dios del cristianismo, cuya esencia y atributos tradicionales se reconocen aquí tan fácilmente? Descartes afirma que su filosofía no depende en nada de la teología ni de la revelación; que todas las ideas de que parte son ideas claras e inteligibles, que la razón natural descubre en sí misma por poco que analice atentamente su contenido; pero ¿a qué se debe que esas ideas de origen puramente racional sean exactamente las mismas, en lo esencial, que las que el cristianismo había enseñado, en nombre de la fe y de la revelación, durante dieciséis siglos? Esta concordancia, sugestiva en sí misma, lo es aún más si se coteja el caso de Descartes con todos los casos análogos que le rodean.

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