El Padre - The Father

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Letrame Editorial.

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© Enya Rodríguez Vicente

© José Manuel Rodríguez Navarro

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1386-866-0

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IMPRESO EN ESPAÑA – UNIÓN EUROPEA

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Dedicado a Cristina y Liam.

Con todo nuestro amor.

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A Ignacia, Pepito y Manola.

A Juan Carlos y Lola.

A Pepe y Demelsa. Laura y Diego. Javi y Natalia.

A Ariadna, Javier, Demelsa, Leyre y Diego.

A Cristóbal y Sten Christensen in memoriam.

AGRADECIMIENTOS

Vicente Cerdán Peris y a Yolanda Jurado Reig por la lectura de los manuscritos, nunca podremos pagaros el esfuerzo. A las chuches, Paula y Yanira por sus risas. A Sergio y África por su confianza en el sistema. Y a nuestros mejores amigos Sioni y Vicente por estar a las duras y a las maduras; os queremos. A don José Moratinos Iglesias por ser el gran referente para iniciar este libro. Por la primera corrección. Por estar siempre ahí. Por ser la persona en la que un día nos quisiéramos convertir.

PRÓLOGO

Es un honor para mí el prologar esta novela, escrita de manera conjunta por José Manuel Rodríguez y su encantadora hija Enya.

Un buen día, mi amigo José Manuel me animó a escribir novelas policacas, género que a él lo entusiasmaba. Yo había escrito entonces Ser feliz corriendo, libro que tuviera y sigue teniendo un notable éxito. Pero no había pensado rigurosamente dedicarme a este género literario que, la verdad, siempre me encantó.

Y yo pensé en esa sugerencia de mi amigo José Manuel. Admirador de las novelas de Agatha Christie y de Sir Arthur Conan Doyle y de los detectives Hércules Poirot y Sherlock Holmes, pensé que sería muy buena idea seguir las sugerencias de José Manuel. A partir de 2013, escribí varias novelas policiacas.

Por tanto, debo a mi amigo mi tardía vocación por cultivar este género.

Un 10 de marzo de 2013, se celebró en Elche la conmemoración del primer aniversario del club deportivo de los hermanos Esteso, Blue Line. José Manuel me reiteró su sugerencia: «Tiene que escribir una novela policíaca». Misterios en el maratón fue el punto de partida.

Pero José Manuel tenía el gusanillo y una ilusión: ser novelista. Y como hizo él conmigo, yo lo animé a escribir esa novela que tenía medio pergeñada y guardada en el cajón, y que fuera una realidad. Para escribir una novela se necesita tiempo, dedicación y voluntad. Y tanto José Manuel como Enya, el tiempo y la dedicación lo saben dosificar «sabiamente», y voluntad y acierto no les falta.

Me une a los autores de esta obra una estrecha amistad y un gran aprecio. Mi hermana Layla —María Teresa, q. e. p. d. — y yo mismo, visitamos a la familia Rodríguez en varias ocasiones, en el entrañable barrio ilicitano de Carrús.

Es José Manuel el alma mater del Cross de Carrús, uno de los mejores y más bien organizados de Elche. Mi hermana y yo acudimos a varias ediciones, ella acompañándome en el coche y animándome y yo haciendo lo que podía.

Aún conservo en la retina la imagen de José Manuel en el coche de director de carrera, abriendo paso y dando instrucciones. Amante de la obra bien hecha, no quería que faltara detalle y buscaba lo mejor para los corredores, que no les faltara de nada y que disfrutaran. Lo consigue y lo sigue consiguiendo. Y Enya siempre al pie del cañón colaborando de manera sobresaliente en la organización del evento y siendo un factor imprescindible en su éxito.

Tuvieron el detalle, en una de las ediciones, de estampar en la camiseta que se entrega a los corredores participantes, una imagen mía corriendo, y ese detalle nunca lo olvidaré.

¿Qué decir de los autores del libro? Enya, muy estudiosa y batalladora, con sus estudios universitarios de Derecho y Criminología y con sus másteres que le dan una gran preparación intelectual y cultural. José Manuel, con su trabajo, su esfuerzo y esa característica suya de «animador sociocultural» y deportivo de acontecimientos ilicitanos. Y no olvidemos la base de José Manuel, conocedor, asimismo, como buen lector, de los recovecos de este género literario.

Son dos «buenas personas», título que hoy en día creo que es el mejor que se les puede dar, en esta sociedad «especial» en la que vivimos. Personas de bien, nobles, generosas, que lo dan todo por los demás y cultivan la amistad, creando empatía a su alrededor.

Me alegro mucho de que se hayan lanzado a escribir una novela, ese gusanillo que tenían escondido y que ahora es una feliz y gozosa realidad. Sé que van a disfrutar mucho en esta nueva empresa como escritores, y por la calidad de este primer libro, les auguro un gran éxito.

Decía Bousoño, el prestigioso comentarista literario, que una buena obra literaria debe tener una armonía entre el fondo y la forma. Si hay un fondo que cale en el lector, un mensaje importante, debe estar acompañado de la forma, del estilo, de la calidad literaria. Un buen fondo y una buena forma son imprescindibles. Y esto se da en la obra de Enya y José Manuel.

A mi modo de ver, hay dos grandes corrientes en las novelas policiacas clásicas, la europea y la americana. La primera se centra más en la acción, en los entresijos de la intriga, en la mera actuación detectivesca y la trama desarrollada. La segunda, la americana, añade aspectos sociales, estudia psicológicamente a los personajes y a veces tiene incluso un contenido de reivindicaciones sociales. Intriga y psicología, trama y sociología. Como ejemplos de la corriente europea, tenemos a Agatha Christie y a sir Arthur Conan Doyle. Como ejemplos de la corriente americana, a Raymod Chandler —con su Philip Marlowe— y a Dashiell Hammett —con su Sam Spade—. Pues bien; la novela The Father se inscribe en un punto medio, a mitad de camino entre la corriente clásica europea y la americana. Tiene mucha trama e intriga, pero al tiempo se hace un retrato psicológico de los personajes y encierra asimismo una inteligente crítica social. Por eso, recoge lo mejor de cada una de estas grandes corrientes. Creo que es otro mérito del libro que prologo.

Una primera novela es un punto de partida y, poco a poco, la misma trayectoria literaria irá haciéndoles ver que la fluidez del relato, la estructura del mismo y el interés que todo libro debe despertar en el lector, vaya, en el proceso, in crescendo. Y esos caracteres están en esta novela y deben seguir en las —espero— próximas.

La novela The Father está muy bien estructurada y a lo largo de sus diversos capítulos logra mantener la atención y el interés del lector, lo que es uno de los mejores logros de este libro. Sus protagonistas me recuerdan algo a esas películas de Humphrey Bogart —El sueño eterno o El largo adiós—, excepcionales, en que personifica al detective Marlowe, con los diálogos tan prodigiosos.

Capítulo a capítulo va prosiguiendo en The Father la trama, sin que en ningún momento decaiga el interés, y eso ya es un mérito evidente.

Tiene la novela mucho de escenario coral, al estilo de las películas de Berlanga, con numerosos protagonistas, lo que anima la acción y hace crecer la curiosidad por el desenlace. Tomando como punto de partida el cuerpo encontrado en el Parque de Prince William, se desarrolla una acción emocionante con capítulos a cuál más apasionante. En el escenario, Clarice, Don, Boy, Roy —el sheriff de Dumfries—, el capitán McCoy, Preston… Hay una detective femenina, lo que no es muy frecuente en las novelas policíacas, y ese acierto va en línea con la necesaria reivindicación de los derechos de la mujer. La acción va transcurriendo en muy diversos lugares, creando siempre en el lector esa atmósfera de misterio que es esencial en una novela de este género.

Una primera novela, y espero que los autores se animen a continuar la trayectoria, puliendo aún más, si cabe, el estilo y esa intriga que toda novela de este género lleva consigo.

Es un primer libro esperanzador. Creo que han nacido dos nuevos escritores de calidad en este panorama literario tan nuestro.

Una gran aportación, sin duda. Enhorabuena.

José Moratinos Iglesias.

CAPÍTULO UNO

Caía la tarde y el frío se metía en los huesos; en lo más profundo del bosque ya no se oía ningún pájaro. Solo se oía el ruido del plástico. La llevaba envuelta en un gran plástico de los que se emplean para tapar muebles cuando se pintan las paredes de una habitación. Bajaba del camino cargado con la mujer al interior de la senda de los runners. La dejó en el suelo del bosque.

Al terminar de quitarle el último pedazo de plástico que la envolvía, empezó a doblarlo por un lado y por el otro hasta dejar bajo ella el poco espacio que ocupaba su figura enjuta.

 

No, no era una mujer esbelta y exuberante, pues apenas llegaba al metro sesenta y cinco. Era rubia platino y de ojos azul claro como una mañana sureña. Solo llevaba puesta la ropa interior, sujetador de encaje de Gucci y braguita tanga a conjunto. Su pecho era una talla ochenta y cinco.

Su cuerpo era marmóreo, ahora más claro, pero se notaba que no era mujer de tomar el sol; el verano había acabado no hacía menos de un mes y su cuerpo no presentaba marcas de haber tomado el sol ni un segundo siquiera. No tenía marcas de violencia visibles, al menos al ojo humano, y la ropa interior no estaba rota, ni siquiera rasgada. Sus manos exquisitas de manicura, recién esmaltadas las uñas y sin una sola cutícula. Sus pies presentaban la misma impresión el rojo vivo de su esmalte de uñas. Los callos, juanetes y durezas estaban tratados.

El hombre fue retirando milímetro a milímetro el plástico de debajo del cuerpo; llevaba guantes de silicona dobles en las manos, gorro de nadar en la cabeza, debajo de uno de lana. No llevaba barba ni bigote. Un anorak del Ejército de Salvación y unos pantalones militares, completaban unas botas Panamá Jack de color marrón oscuro todo su atuendo.

Ya tenía todo el plástico recogido; la mujer estaba encima de las hojas caídas, de castaños. El hombre cogió su mano derecha inerte y se la colocó dentro de la braguita con la yema del dedo corazón justo encima del clítoris; la otra mano la colocó después de doblar un poco su cabeza, justo con la yema del dedo índice dentro apenas de los labios, mordido el dedo mínimamente por sus dientes delanteros. Parecía una actriz porno esperando escena de sexo.

Destacaba en ella un anillo de compromiso en el dedo anular de la mano izquierda; parecía un pedrusco impresionante. El hombre sacó unos cabellos de una bolsa de plástico y los lió en torno al anillo, como si hubiesen sido arrancados por un acto de defensa propia.

Sacó un frasco de unos cien mililitros de otra bolsa con un dosificador por goteo. Dejó caer dos gotas entre el dedo gordo del pie, pequeñas, de unos cuatro o cinco milímetros de circunferencia; era sangre.

Cogió un cepillo de púas separadas entre ellas por una distancia más considerable de lo normal y empezó a cepillar el pelo a la mujer. La peinó hasta dejarle el pelo totalmente liso. Entonces, al acabar, cogió los cabellos que se habían quedado en el cepillo y los metió en una bolsa de plástico.

Cogió entonces una rama caída de un castaño y borró todos los detalles alrededor del cuerpo, huellas de pisadas y tierra removida. Fue haciendo eso hacia atrás hasta encontrar el camino donde estaba la pick up. Entonces cogió una cuerda y ató una rama más grande, ya caída, a la bola de enganchar el remolque en la parte de atrás. Fue conduciendo a poca velocidad haciendo eses para que las ramas pudieran borrar las rodadas.

Sin darse cuenta ya estaba amaneciendo; se había pasado más de diez horas en el bosque. Tenía la certeza de que encontrarían el cuerpo pero no podrían jamás endosárselo a él.

La pick up salió del escenario ya sin las ramas enganchadas, en dirección al Camping Prince William.

El camping estaba bien situado; no era nada del otro mundo pero su tranquilidad lo arropaba, no había curiosos. La gente entraba y salía con frecuencia; nadie se fijaría en él, de eso estaba seguro. La I95 estaba, justo, a la salida del camping. Era fantástico; se podía poner en Washington DC en cuarenta y cinco minutos y a veintisiete millas de Alexandria, todo un lujo.

Llegó a la parcela donde estaba su remolque y sacó de la pick up el plástico con el que había envuelto a la mujer y entró en la caravana, se quitó los guantes y los gorros y se lavó las manos.

Salió de la caravana; en las manos llevaba el plástico hecho tiras. Lo depositó en la barbacoa y le echó un chorro de bencina líquida. Sacó un fósforo de la caja y lo encendió. Lo dejó caer sobre el plástico y empezó a arder. Cuando la llama alcanzó un volumen considerable, echó los guantes.

Al terminar el fuego, entró en la caravana y empezó a preparar una cajita de cartón; llevaba otra vez puestos unos guantes de látex con los que abrió la bolsa donde estaba el cabello rubio. Con la ayuda de unas pinzas sacó los cabellos, abrió una bolsa de pruebas y los metió dentro. Luego los depositó en la cajita que había preparado.

CAPÍTULO DOS

Hacía un día precioso de otoño; Alexandria estaba encantadora en esa época del año.

Clarice estaba despierta desde el amanecer; había salido a correr por la rivera del Potomac y se había duchado. Ahora estaba desayunando en la cocina. Con una taza de café en la mano, llamó a su padre:

—Papá, se nos va hacer tarde, ¿quieres bajar ya?

—Ahora bajo.

—Pareces un novio. Solo vamos al hospital.

—Ya te he dicho que ahora bajo.

Diez minutos después Don Starling bajaba por la escalera hecho un pincel, trajeado y con una corbata de seda francesa.

—Ya podemos irnos —le dijo a Clarice.

—Ya era hora, parece que vas a una cita de enamorados.

—¿Quién sabe?

—Vamos, papá, en serio.

—¡Ja, ja!, te lo crees todo.

Montaron en un pequeño sedan azul y se macharon al Inova Alexandria Hospital en el 4320 de Seminary Rd. Don era desde hace dos años un paciente fijo; el hospital era una referencia para los enfermos de cáncer. El servicio era de una calidad adecuada a un exagente del FBI.

Llegaron a la consulta del doctor Collins con veinte minutos de adelanto. Eran las ocho y diez de la mañana, y la enfermera los estaba esperando.

—El doctor Collins me ha dejado aquí las pruebas que antes de verle tiene que hacerse; ahora pasará un enfermero y le llevará a hacerse una serie de pruebas —dijo una rechoncha enfermera afroamericana.

A los cinco minutos se presentó un joven.

— Starling, ¿Don Starling?

—Yo, soy yo. Ahora vengo, cariño —le dijo a Clarice subiéndose a la silla de ruedas.

Clarice cogió una revista del revistero para hacer tiempo. Aunque a mitad de ojearla, sacó del bolso una especie de dosier y se puso a estudiarlo.

El joven fue dando giros a derecha e izquierda hasta que llegaron a una habitación.

—Desnúdese y deje la ropa aquí en estas perchas; luego póngase esta bata y túmbese en la camilla de ahí al lado.

Al momento de irse el joven entró un doctor al que no pudo ver bien porque la habitación estaba en penumbra. Le sacó sangre. Dando la vuelta a la camilla rozó la cabeza del paciente.

—¡Oiga, lleve cuidado! —dijo Don.

—Estudiaremos sus análisis y veremos la evolución de la enfermedad y comprobaremos cómo va el tratamiento.

El doctor salió de la habitación y a los diez minutos entró una enfermera que lo llevó encima de la camilla hasta el escáner.

—Ahora le vamos a hacer un diagnóstico por imagen. No debe moverse, no debe hablar, intente no quedarse dormido y sobre todo no se ponga nervioso, pues esto es indoloro. Si lo ha entendido levante el pulgar hacia arriba. ¿Quién le ha puesto esta vía?

—Un doctor, hace cinco minutos.

—¿Un doctor? Se habrá equivocado de paciente, ellos no hacen esas cosas, es nuestra tarea. ¿Sabe usted el nombre?

—No, en absoluto.

Don levantó el pulgar y poco a poco fue introduciéndose en el escáner. Aquello hacía un ruido de mil diablos pero era por lo que tenía que pasar; después de dos años ya se había acostumbrado a casi todo. Además, peor lo había pasado Wendy hacía ya seis años; eso sí que fue todo un máster en cuidados intensivos. Ya tenía experiencia que ahora aplicaba a su propio estado. Con Wendy había sufrido muchísimo porque no se lo esperaba, todo vino muy deprisa y prácticamente sin remedio posible, ya que el bicho ya la había comido todos los órganos vitales cuando quisieron darse cuenta. Clarice fue muy fuerte estando incluso más fuerte que él mismo; fue ella la que lo hizo darse cuenta de que la vida seguía. Y unos años después él volvía a poner el estado de alarma en la familia. Don se creía culpable de que la vida social de Clarice no fuese todo lo normal que se esperaba en una mujer de veintiséis años. Había estudiado mucho y se había preparado bien para dar el salto al FBI. Y esa tarde era la prueba definitiva. Y allí estaban a vueltas con su bicho. Mientras Clarice no tenía ni una historia, que él al menos supusiera. Solo concentrada en los libros y en el entrenamiento, una obsesión de tres letras: FBI.

—Señor Starling, hemos acabado.

—¿Ya?

—Sí, se ha traspuesto un par de minutos.

—Ahora vendrá un celador y se lo llevará a la consulta, y allí el doctor le dirá los resultados. ¡Espere!, voy a quitarle la vía.

Entró el celador con la silla de ruedas. Don se sentó y salieron de la consulta; volvieron a la consulta del oncólogo. Allí estaba Clarice con un dosier, estudiando como los últimos dos años.

—¿Qué haces, Clarice?

—Repasando.

—Vamos, la prueba es en tres horas; lo que no sepas ya no lo vas a aprender —refunfuñó Don.

—Papá, nunca es tarde para repasar; además, es un resumen de todo lo que he estudiado.

«Señor Starling, puede pasar», le dijo la secretaria del doctor. Se levantaron los dos y pasaron a la consulta. Al contrario que el hospital la consulta era toda de color pino, con ventanales amplios donde el sol entraba a raudales. El mobiliario era escueto, dos sofás de piel de imitación y seis sillas esparcidas por todo el despacho, dos de ellas delante de su gran mesa de pino americano natural. En las paredes la decoración era escueta como el mobiliario; una gran foto de Albert Einstein y otra de Barak Obama.

—Sentaos, por favor.

—Gracias, doctor —dijo Don.

—Don, tengo que decirte que los resultados del escáner no son del todo concluyentes, tu estado es mucho mejor de lo esperado, pero hay ciertas manchas en torno al páncreas que no me acaban de gustar. Necesito que en un par de semanas y siguiendo la dieta que te voy a dar, vuelvas aquí para hacerte otro escáner. Así podré descartar o actualizar mi diagnóstico. No quiero que estés estresado ni te preocupes más de lo habitual, seguramente no sea nada, pero me pagas para darte todas las garantías de éxito en el tratamiento de tu enfermedad. Clarice debe cumplir con lo que le estoy diciendo y tú mejor que nadie podrás darme un informe detallado pasadas estas dos semanas; y Don, no te portes como un niño. Clarice tendrá mi consentimiento para devolverte a la realidad si no cumples con lo que te mande.

—Doctor, entonces, ¿puedo salir de camping y andar por la montaña?

—Claro, te vendrá bien.

—Siempre que sigas la dieta que te ponga el doctor y no te hagas un asado de venado en la barbacoa del camping, porque eso ya no sería guardar dieta —puntualizó Clarice.

—En efecto —terció el doctor.

Salieron del hospital con todos los informes y la dichosa dieta, a la que Don tenía más miedo que al mismo cáncer. Clarice intentaba buscar las llaves del coche entre los dosieres de su bolso. Al fin las encontró y se dirigieron a casa. Clarice tenía unas horas antes de la prueba; sabía que estaba preparada pero no podía dejar de pensar en ella. Se jugaba mucho de su futuro en esta prueba y se había preparado a conciencia durante los dos últimos años. Tenía su hándicap en las pruebas físicas pero eso ya había sido superado hacía más de un año. Pasaba la pista americana más rápido que muchos hombres y corría los cien metros en quince segundos. Las pruebas eran treinta y dos abdominales en un minuto, quince flexiones sin pausa, un sprint de trescientos metros en setenta y un segundos y una carrera de 1,5 millas en quince minutos y cinco segundos. Clarice lo hacía todo en muchísimo menos tiempo, se había convertido en un portento físico: su metro setenta y cinco era solo fibra.

No sabía cómo pasar esas últimas horas, iba de un lado para otro de la casa, y mientras, su padre preparaba todo lo necesario para irse de acampada. Por fin se metió a darse una ducha. Conforme se desnudaba en su habitación se miraba en el espejo y pensó al mirarse al espejo en bragas: «Por aquí todo listo». Mientras se duchaba intentó recordar la última vez que había hecho el amor; no lo logró, hacía mucho tiempo. Sus relaciones con hombres habían cesado con la enfermedad de su madre; no es que fuera una relación estable pero al menos era un follamigo, como se dice ahora. Tenía dieciocho años y su madre se moría, no había tiempo para echar un polvo. Para liberar tensión bajo el chorro de agua empezó a tocarse el sexo.

 

Cuando salió de la ducha su padre ya estaba preparado, había preparado su autocaravana, con todo lo necesario para pasar una semana fuera y solo le faltaba abrazar a su hija y darle un beso. Pasaría unos días en el Prince William Forest RV Campground, cerca de Quántico.

—Adiós, papá —se despidió Clarice dándole un beso y un abrazo.

—Adiós, cariño. Y a por ello, seguro que lo conseguirás.

—¿Llevas el móvil? —le preguntó a Don.

—Sí, cariño, el cargador también. No te preocupes, sabes que aquello es muy tranquilo y yo no soy de hacer tonterías.

—Lo sé, papá.

—Bueno, me marcho, tómate una tila antes de la prueba.

—Lo haré.

Don tenía alrededor de una media hora de viaje, si todo iba bien. Pensaba en Clarice cuando cogió la interestatal I95. Tantos años de universidad y luego dos de academia pero ¿cuándo se había divertido esta mujer? Le parecía que toda su vida rodaba en parecerse a él, ser lo que era él hace unos años y acabar como ahora era él. ¿Cuándo había convertido a su hija en su imagen y semejanza? Se decepcionó a sí mismo, no lograba darse cuenta de que los acontecimientos habían llevado a Clarice a ser lo que quería ser por ella misma. Esto tenía que arreglarlo él, no podía ser que su hija se quedara por el camino. Esperaría a que le dijera cómo había ido la prueba de esta tarde.

Clarice cogió su bolso y las llaves del coche de encima del taquillón de la entrada y salió. Abrió el coche y se metió en el. Lo puso en marcha y salió rumbo a la Academia del FBI, el 57 Bureau Pkwy de Stafford, Virginia. Tardaría cuarenta y cinco minutos, más o menos. Se había hecho una tila antes de salir de casa, como le dijo su padre. Aunque no estaba nada nerviosa, solo intrigada. Sabía que iba preparada, no había que preocuparse.

CAPÍTULO TRES

Clarice era una mujer de veintiséis años que había tenido que luchar contra todo tipo de adversidades, su nombre, la enfermedad de su madre, la de su padre; nunca fue un cerebrito pero se le daba bien estudiar, y se organizaba el trabajo de una manera muy eficaz para suplir otras carencias intelectuales. Nunca suspendió un examen, por lo menos desde el instituto. No sacaba matrículas de honor pero sí sobresalientes. Su organigrama de trabajo funcionaba a la perfección y lo implantó también en los estudios universitarios.

Estudió Criminología en la Universidad de Virginia, en Charlottesville, a dos horas de Alexandria, y desde el principio su nombre fue un verdadero hándicap para ella. Llamarse Clarice Starling y estudiar Criminología era una bomba, todo el mundo la identificaba con el personaje de un libro que el cineasta Jonathan Demme llevó al cine, The Silence of the Lambs, de Thomas Harris; de hecho el nombre era el mismo. Don Starling y su mujer Wendy se quedaron prendados de la protagonista de ese libro y cuando nació su hija en 1992 él y su mujer la llamaron Clarice.

Nunca imaginaron que veintiséis años después tuviera la repercusión que tuvo durante los seis años de carrera y los dos de academia. Prácticamente Clarice estaba destinada según sus compañeros a ser agente del FBI; alguno, molesto por el nombre, le aconsejó que para ser todos iguales se lo podía cambiar.

El primer año fue el más duro. A su nombre hay que añadir la enfermedad de su madre; eso la llevó a un estado de alerta, y fue como una prueba que ella misma se puso para poder aplicar a su futura carrera. Buscó protocolos de actuación con víctimas de cáncer, protocolos de auxilio específico para consecuencias potenciales de muerte inminente, protocolos de actuación con familiares, optimización del entorno familiar para enfermos de cáncer, posología del tratamiento con medicamentos para el cáncer, posología de medicamentos contra el dolor, como los opiáceos morfina, oxicodona, hidrocodona, fentanilo y tramadol. Clarice aparcó en el parking de la academia en el sitio que tenía asignado, y se dirigió al pabellón. El hall estaba lleno de testosterona, no cogía en el aire ni el oxígeno. Esta última prueba contaba con ciento doce hombres y tres mujeres. Las mujeres se reunieron en una esquina del hall, y a esa esquina se fueron las miradas de la mayoría de candidatos. Todos llevaban una bolsa con las iníciales del FBI donde guardaban la ropa y la toalla para las pruebas deportivas. Allí estaban todos los que habían pasado la prueba de tiro; se habían caído treinta y cinco, de los ciento cincuenta iniciales.

Clarice observó el gesto de todos los compañeros mirándolas y haciendo un gesto con la mano invitó a las otras chicas a seguirla. Fueron andando las tres entre los candidatos hasta que llegaron al centro exacto del hall.

—Ahora nos mirarán con más razón —dijo Clarice.

Eran el centro de atención de todos; lo habían conseguido. Clarice intentaba hacerles ver la inmensidad con la que ellas tres debían luchar y moverse para hacerse un hueco en un mundo de hombres. Aunque dudaba de que el mundo cuadriculado de muchas de sus mentes pudieran identificar aquel detalle como una lucha de las tres. Seguramente lo identificarían sexualmente como una manera de llamar la atención, de exhibirse.

Faltaban treinta minutos para la prueba; el aula estaba determinada por el número asignado a cada candidato. No había otra opción, todos sabían dónde debían sentarse.

Sonó por los altavoces el mensaje:

«Candidatas, candidatos, todo está preparado, pueden acceder por los vomitorios al aula, recuerden la disposición por su número de candidato».

—Suerte, chicas —dijo Clarice.

—Alea iacta est —gritaron las tres.

Empezaron a moverse para acceder a los vomitorios del aula. La tensión de muchas mandíbulas era más que evidente. Para muchos de los que estaban allí era continuar la saga, padres, abuelos; para otros era la oportunidad de conseguir el sueño de su vida; para los menos era una oportunidad de trabajo y nada más.

Al entrar en el aula se podía ver en la pantalla frente al aulario en un power point las instrucciones que debían seguir los candidatos:

«No dar la vuelta al test hasta ordenarlo el oficial encargado.

En primer lugar y tras recibir el consentimiento del oficial, poner su número de candidato, importantísimo. Cualquier test sin número será desestimado sin corregirse.

El test se hará con el bolígrafo que tienen encima, al terminar se dará la vuelta al test y el bolígrafo volverá a estar encima. Piensen la respuesta, no se pueden hacer tachones; la respuesta marcada será con una cruz en el cuadro al efecto.

Ejemplo: tachón y cruz, pregunta anulada y negativo.

Cuando terminen el test, levantarán la mano y se acercará el suboficial, dando, si está todo correcto, test vuelto y bolígrafo encima, la orden para salir del aula.

Al salir se les entregará un sobre que no deben abrir. En ese sobre se encuentra la mezcla de tinta que tiene su bolígrafo asignado por el FBI para esta prueba, los componentes y el componente especial, único, asignado al número de candidato.

Solo se abrirá si se tiene que revisar el test. Se abrirá en presencia del candidato, el oficial, el suboficial, el jefe del gabinete químico y del representante de los candidatos.

Suerte a todos».

El oficial dio la orden de comienzo de la prueba.

—Tienen setenta minutos; pueden comenzar.

Se oyó en el aula un «borunnnn»: cómo daban la vuelta al test todos los candidatos.

La presión se volcó entonces sobre todos los candidatos, ya que había llegado el momento de controlar los sentimientos y las emociones como los habían enseñado.

CAPÍTULO CUATRO

Leamos el pensamiento de Clarice:

Escucho sus pisadas. Nunca he sido de sueño fácil y me despierto cuando escucho el mínimo ruido. Lo oigo. Está aquí. Sé quién es con solo oír girar la llave de la puerta. Lo oigo andar. Sé quién es, estoy segura. Entra en mi cuarto y como siempre me hago la dormida. Me da un beso y se va sigilosamente.