Luces al anochecer

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Luces al anochecer
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© Enrique Palomo Atance

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-1386-117-3

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Por cada libro vendido, el autor donará 3 euros a Menudos Corazones, fundación de ayuda a niñas, niños y jóvenes con cardiopatías congénitas.

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A Elena, Jorge y Álvaro, que me dan un presente

y un futuro repleto de ilusiones.

A toda mi familia, a los presentes y a los ausentes, en especial a mis padres y mi hermana, por regalarme una vida llena de grandes recuerdos.

A mi profesor de 4º de EGB en los Salesianos de Estrecho, D. Bartolomé Moreno, que me descubrió mi vocación de contar historias.

Mi gratitud a todos los que abren este libro, porque la vida es demasiado corta para dedicarse a leer las invenciones de un autor desconocido.

La Gran Ciudad

En la inmensidad del universo no hay evidencia alguna sobre la existencia de La Gran Ciudad. Todos los atributos colosales que se dice que posee ni siquiera se distinguen entre millones de destellos. No hay noticias de su gloria, diluida en el espacio inabarcable, ni tampoco de sus fracasos, que se han ahogado en la indiferencia de un vacío oscuro y misterioso que se mofa de los pequeños presuntuosos.

Mientras tanto, como si nada sucediera más allá de sus márgenes, La Gran Ciudad se yergue en ese minúsculo lugar de unos cuantos cientos de miles de kilómetros cuadrados que ocupa en el mundo. Luce de forma seductora e histriónica, mostrando una grandiosidad que parece tambalearse y desde la que proclama su condición de mayor megalópolis conocida sin que nadie fuera de su alcance la vea ni la escuche.

Resulta difícil concebir cómo una pequeña prisión militar llamada Cerro Negro, cuyos reos se dedicaban a la explotación de una mina de carbón, ha llegado a convertirse en menos de cien años en una ciudad-estado capaz de ejercer su hegemonía sobre el resto del mundo. En sus orígenes no se trataba de un enclave estratégico ni de un filón inagotable de materias primas y tampoco poseía un clima y unos paisajes que pudieran atraer a millones de visitantes y convertirse en un gran centro de inversiones. De hecho, el territorio que hoy ocupa, situado en el centro del altiplano de la Península del Noroeste, constituía uno de esas espacios remotos de interior que parecen no conducir a ninguna parte: yermo, frío en invierno y tórrido en verano, alejado de cualquier referencia histórica, sin restos de fósiles ni tumbas de civilizaciones pretéritas, sin vestigios que admirar ni conquistas que contar, como si desde siempre hubiera sido dominado por puro trámite, como un lugar de tránsito sin defensores ni pretendientes. Situado fuera de las principales rutas comerciales, tampoco existió la necesidad de construir a su través grandes infraestructuras, salvo una carretera solitaria que unía los dos extremos de la gigantesca península: la Costa de los Descubrimientos al sur, una región agrícola subdesarrollada, y el Gran Norte, un cementerio de hielo oscuro y desconocido del que nada parecía esperarse.

En un contexto tan desfavorable, solo una serie de hechos casuales podía romper esa dinámica desoladora y monótona para ir configurando La Gran Ciudad con el devenir de los años. En primer lugar, el descubrimiento en apenas cinco años de varios yacimientos de grandes dimensiones en el Gran Norte: primero, petróleo; luego, hierro; y, por último, gas. Ante tal acontecimiento, fue necesario establecer un centro para procesar y distribuir dichas materias primas al resto del mundo y aquí entró en escena el capitán Anastasio Malasombra, un oficial chusquero y tosco que se convertiría para La Gran Ciudad en el padre fundador que todo pueblo necesita. Natural de una pequeña aldea de la Península del Noroeste, vio la oportunidad que representaban esos hallazgos del subsuelo para el desarrollo de esta tierra deprimida, que era también la de sus antepasados y la de su infancia. Egocéntrico, tan desalmado como astuto, y dotado de una determinación y perseverancia solo comparables a su carácter de mil demonios, encontró en el éxito de otros una plataforma donde impulsar su ambición desmedida. Como máximo responsable del regimiento militar de la prisión, fue capaz de persuadir tanto a sus superiores como a los propietarios de las explotaciones para que aprovecharan la logística de su destacamento en el desarrollo de las infraestructuras necesarias. A los empresarios les argumentó que sus instalaciones se encontraban lo suficientemente cerca del Gran Norte como para hacer rentable el transporte de las materias primas, pero a su vez estaba lo bastante alejado del frío inhóspito para la mayoría de los futuros trabajadores que serían necesarios. A los dirigentes de la Unión de Naciones, que era la organización que ostentaba la administración provisional de la Península del Noroeste en aquellos tiempos, les hizo ver la importancia superlativa que adquiría la región a partir de ese momento, augurándoles unos beneficios suculentos de los que su ejército prometía ser garante y a cuya tentación no pudieron resistirse. Y así, la sagacidad de Malasombra fue capaz de materializar uno de los milagros más sorprendentes que se hayan visto nunca: convencer a unos y a otros para que aquella llanura desconocida comenzara a convertirse en el centro del mundo.

Al mismo tiempo, el sur de la península y buena parte de los países de ultramar sufrieron una terrible sequía durante años que empobreció sus economías basadas en la agricultura y la ganadería. La noticia de que en un lugar se ofrecían multitud de puestos de trabajo hizo que por primera vez aquella carretera solitaria que atravesaba la Península del Noroeste se colapsara en dirección norte: acudieron desheredados de la tierra, pobres abandonados sin ninguna oportunidad hasta entonces, desafortunados que habían perdido su única apuesta, emprendedores inconformistas con el afán de iniciar el proyecto de sus vidas y prófugos de la justicia, deseosos de continuar con lo que quedó inacabado en algún lugar lejano.

Con el nacimiento de la industria petroquímica y siderúrgica y el asentamiento de centenares de trabajadores foráneos y sus familias fue necesario desarrollar toda clase de servicios. De esta forma, el capitán Malasombra, ya nombrado gobernador de la ciudad naciente por sus mandos militares con el beneplácito de los propietarios de los yacimientos, estableció unas condiciones tan ventajosas para el establecimiento de empresas, que se produjo una llegada masiva de inversores, desde los más modestos, que veían una ocasión propicia para medrar, hasta los grandes emporios, alentados por el lucro desmedido que se vislumbraba. Todo ello trajo consigo la llegada de más trabajadores aún, que dejaron atrás aldeas vacías y tierras oscuras, con lo que la población creció de forma exponencial. Y fue así como, en un lugar que nunca había parecido existir, coincidieron buscadores y poseedores de sueños para convivir en esa armonía frágil que siempre ha sido La Gran Ciudad.

A partir de los barracones de la prisión, situados alrededor de la boca de la mina en el Cerro Negro, comenzaron a levantarse viviendas que dieron lugar al núcleo primigenio de La Gran Ciudad y al que se llamó Barrio de los Pioneros. Sus construcciones, realizadas con la característica piedra negra de la región, descendían por las laderas engarzadas en un laberinto de callejuelas hasta llegar a la llanura y extenderse sin cortapisas. Cuando las últimas construcciones quedaron fuera de la vista de halcón del gobernador Malasombra, el buen hombre tuvo conciencia de las dimensiones que estaba alcanzando su proyecto y, con la osadía que suele provocar el éxito en las personas poco instruidas, decretó cambiar el nombre de la nueva población: Cerro Negro por La Gran Ciudad. A pesar del desacuerdo de sus asesores por un nombre tan pretencioso, el gobernador estuvo convencido desde el principio de haber alumbrado una idea genial, con la que había infundido a su ciudad toda la magnificencia que él consideraba que poseía. En aquel momento Malasombra quiso ignorar que La Gran Ciudad ni siquiera se encontraba entre las cien urbes más pobladas del planeta, pero no podía permitir que la realidad impidiera su sueño de crear un imperio capaz de dirigir el destino del mundo; y así, con sus modales de matón de taberna, despreció los datos objetivos que le mostraban ratificándose en su decisión ante su turba de aduladores. Y es que, como es bien sabido, los necios tienden a proclamar sus dislates sin ningún pudor y perciben el clamor de la admiración allí donde solo se escuchan las carcajadas de las burlas.

Desde el principio, todos sus habitantes, aun de muy diversas procedencias, se unieron para construir una vida nueva en un territorio virgen que parecía estar a salvo de todo tipo de inmundicias y donde cualquier ensoñación parecía poder materializarse. Para ello, Malasombra y sus colaboradores buscaron establecer un sentimiento de pertenencia a un lugar en el que no se había crecido para alcanzar un objetivo común, que era el de llegar a ser más grande de lo que alguna vez se había sido. Lo cierto es que la gran mayoría de los recién llegados olvidaron más pronto que tarde su lugar de procedencia, y es que cuando la patria solo produce desesperanza es menos patria. Así, se crearon símbolos que resultaran ajenos a las desventuras de un pasado poco propicio. Se desplegaron banderas por toda la ciudad: el fondo blanco, representando el futuro que está por escribir, en el centro un águila roja sobre un círculo azul, que era el escudo del regimiento de Malasombra encarnando la protección, y en torno a él un lema: ‹‹Nada tiene lugar fuera de mis límites››, una declaración a todas luces hiperbólica, tan propia del gobernador, que los primeros pobladores hicieron suya para expresar esa ilusión desesperada que tienen las últimas oportunidades y que se ha transmitido hasta las generaciones actuales como lo hace un gen con herencia dominante. Como no podía ser menos, Malasombra mandó componer un himno con reminiscencias de marcha militar y letra encendida que era grabado a fuego en la memoria de todos los recién llegados y que nombraba sin mesura palabras como grandeza, gloria, muerte y victoria. Poco después, el gobernador manifestó que ‹‹toda ciudad necesita un santo como Dios manda, a quien todos puedan tener como ejemplo de entrega y sacrificio y que sea su patrón protector››, con lo que utilizó la leyenda de un ermitaño del que se decía que dos siglos antes había vivido en este paraje. La falta de referencias históricas no fueron un obstáculo para Malasombra quien, obsesionado por tener un santo a quien encomendar la creación de un relato histórico para la ciudad, capitaneó personalmente un proceso repleto de sobornos y falsificaciones de pruebas que culminaron con la canonización del eremita imaginario. Por último, allí donde solo había una prisión militar en torno a una mina de carbón, el gobernador mandó escribir una epopeya de más de dos mil páginas llamada Camino en pos de la gloria donde se relatan las andanzas de un grupo de valerosos guerreros que, prófugos de una tiranía, buscaban un lugar donde fundar una ciudad en la que reinase la justicia. Así, encontraron el Cerro Negro, que les pareció la tierra más hermosa que jamás habían visto y que se encontraba custodiada por una horda de antropófagos a quienes derrotaron tras quinientos días de batalla, dando lugar al germen de La Gran Ciudad. De este modo, con un mismo sueño, un himno y su bandera, un santo, unos cuantos héroes y con Malasombra como prohombre, un páramo se transformó en un lugar singular por el que creerse diferente, tal vez superior a otros, con fronteras que salvaguardar y por el que, llegado el caso, dar la vida.

 

Despótico, no dudó en mostrarse severo cuando lo consideraba: Malasombra sacaba entonces a relucir su mirada de piedra, su nariz partida en una de tantas peleas y su rostro, roto por la viruela y curtido por una infancia dura. Su cuerpo era un coloso de un metro sesenta y cinco centímetros que se movía con agilidad y decisión generando a su paso terror y sumisión. Desde los primeros años de su gobierno, aplicó el riguroso código penal militar para la población civil, construyó una prisión terrible para confinar a todos aquellos que discrepaban de su gestión, prohibió los partidos políticos y la libertad de prensa, así como los derechos de reunión y asociación, nombró a los jueces personalmente y estableció una red de espionaje en la que padres e hijos no dudaban en delatarse por miedo a las represalias. Creó un núcleo de colaboradores leales con el único fin de espolear con mano dura el trabajo arduo, ilusionante y casi interminable de tantos hombres y mujeres. También ellos en un momento dado, y sin saber lo que ocurría a su alrededor, fueron conscientes de estar construyendo La Gran Ciudad con sus propias manos. Y sonrieron como nunca antes lo habían hecho.

Pero al margen de mostrarse implacable con todo aquello que pudiera parecer ajeno a su proyecto, el gobernador Malasombra se erigió en un caudillo cercano, que con su carácter abierto y socarrón pronto se hizo muy popular entre los habitantes de La Gran Ciudad. Gracias al rápido crecimiento económico y como una forma de reinvertir los beneficios, proporcionó a la población una educación básica, garantizó la asistencia médica y asignó pensiones a los jubilados, con lo que se convirtió para muchos en el padre protector que nunca tuvieron y dio lugar a una sociedad con las necesidades primarias cubiertas que, lejos de cualquier crítica, viviera apaciguada y agradecida hacia su persona. Con frecuencia visitaba fábricas, comercios y colegios para dirigirse de forma enardecedora a sus conciudadanos, a quienes ofrecía soluciones simples a problemas complejos utilizando su lenguaje llano y esa convicción propia de un encantador de serpientes. Y a imagen y semejanza del himno, sus arengas estaban repletas de palabras como patria, sudor, sacrificio y Dios, que Malasombra pronunciaba con énfasis para arrancar los aplausos entre los asistentes, como el mejor de los charlatanes de feria.

El rendimiento de la actividad económica febril que tenía lugar a lo largo y ancho de sus calles no tardó en producir el rápido enriquecimiento de unos pocos y la explotación de otros muchos. Con el movimiento de grandes sumas de dinero, se generalizaron los tratos de favor, el pago de comisiones ilícitas y los concursos amañados, que tuvieron su máxima expresión durante los años de mayor crecimiento económico y demográfico. La expectativa de un beneficio sin límites pareció justificar cualquier medio para conseguirlo, de forma que la ley y la conciencia se convirtieron en dos inconvenientes y la bondad en una extravagancia. Fue el modo de vida al que aspiraron todos los estratos sociales: en base a él, unos pocos, los más pudientes, se convirtieron en multimillonarios y del resto, unos obtuvieron unas cuantas minucias y otros fueron reprendidos ejemplarmente por infringir la legalidad.

Comenzaron a alzarse barrios pulcros, construidos preferentemente en las proximidades del río Cristal, donde destacaban edificios de más de tres plantas, el primer signo de jerarquía que tuvo lugar en La Gran Ciudad. Casi sin solución de continuidad, se erigieron las primeras construcciones ilustres, para lo cual se contrataron con honorarios espléndidos a los arquitectos y urbanistas más reputados de la época, quienes con el inestimable asesoramiento del gobernador Malasombra cambiaron la fisonomía de la ciudad. En primer lugar, se levantó una catedral a imagen y semejanza de los grandes templos góticos, tan extemporánea como artificiosa, que fue construida en apenas doce años sobre la ladera del Cerro Negro donde se dice que vivió aquel asceta llevado a los altares. Simultáneamente, se edificó el Teatro de las Estrellas en el actual Bulevar 54, que a falta de prestigio empleó con generosidad el dinero para acoger los espectáculos más destacados y satisfacer así el gusto recién refinado de la clase media-alta de La Gran Ciudad. En la misma línea, se inauguró el Museo de las Maravillas, donde Malasombra consiguió reunir en poco tiempo una colección estimable de obras de arte de todo el mundo, al principio compradas en el mercado negro y posteriormente, a medida que La Gran Ciudad ejercía su control sobre nuevos países, expoliadas con total impunidad. Poco después se abrió el Gran Casino, un grandilocuente edificio de estilo rococó anexo a un hotel-balneario de nada menos que siete estrellas y que sirvió para atraer a la alta sociedad de todo el mundo, que pronto adoptaría a la nueva ciudad como uno de sus lugares predilectos, fascinados por el impulso ganador que representaba. Y por fin, se levantó un palacio de dimensiones fabulosas y estilo indefinido, con cúpulas doradas, columnas salomónicas y fachadas churriguerescas, donde Malasombra pudiera soñar cómo juguetear con el mundo mientras se vanagloriaba de sus propios atributos.

Con el tiempo no hizo sino confirmarse el crecimiento de La Gran Ciudad hasta convertirse en la población más extensa y habitada del mundo. En apenas veinte años desde su fundación, logró la independencia económica y política de la Unión de Naciones y devoró, sobre todo hacia el sur, a gran parte de los pequeños núcleos de población de la Península del Noroeste. Quizá la causa de un desarrollo tan excepcional fue la codicia desmedida y desesperada que circulaba por cada rincón, como ese regalo irrepetible que cae en unas manos necesitadas que en ninguna circunstancia pueden dejarlo escapar.

Pero más allá de sus dimensiones apabullantes y espoleada por su potencial económico y tecnológico, La Gran Ciudad se convirtió en un imperio que no parecía tener fronteras y sobre el que parecía descansar todo lo habido y por haber. Desde entonces sus caídas han incendiado el mundo y sus logros lo han extasiado en un cúmulo de buenos augurios, todo acontecimiento para ella lo ha sido también para los demás, sus costumbres han marcado tendencia y sus teorías han sido aceptadas como dogmas. Su ejército ha resultado intratable, auspiciado por la vocación militar del gobernador Malasombra, y ha propagado su influencia por todo el planeta gracias a la intimidación que impone la fuerza, como está sucediendo en la actualidad en el conflicto para controlar los yacimientos mineros en las Montañas Azules. De este modo, y ante el pavor generalizado de los demás países, La Gran Ciudad ha controlado la explotación directa de materias primas cruciales para sus industrias, ha mantenido un control férreo sobre todas las rutas comerciales y ha derrocado en otros estados a dirigentes poco proclives a sus intereses. En ningún caso se trata de convencer, solo de dominar; y entre tanto, la fascinación que parece producir La Gran Ciudad en los demás resulta ser una argucia tramposa y fatal que determina el instinto de supervivencia, como le sucede al macho de la viuda negra al aparearse.

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Un siglo después de su fundación, La Gran Ciudad se muestra desde las alturas como un océano de pequeños puntos luminosos que resplandecen silenciosos en medio de la noche, como si nada estuviese sucediendo en cada una de sus calles y viviendas. La vista apenas alcanza el final de las lucecitas, que se van espaciando en todas las direcciones hasta el horizonte. El río Cristal, con sus aires de torrente indómito, penetra en las entrañas de la ciudad como un vaso nutricio, y lo hace discurriendo plácidamente junto a edificios donde se decide el destino del mundo. Ya no se reconoce a sí mismo cuando tiempo atrás transitaba de forma anodina entre llanuras muertas, pequeñas poblaciones deprimidas y campamentos desperdigados de tribus nómadas.

En lo que podría considerarse el centro geográfico de La Gran Ciudad se alza el distrito Cero, una superficie de más de dos mil kilómetros cuadrados donde se encuentra la principal área financiera y de negocios. Sus rascacielos compiten estirándose camino de un cielo que sueñan con perforar enarbolando sus antenas parpadeantes; sus ventanas, siempre descubiertas durante el día y encendidas de noche, parecen emanar un poderoso influjo capaz de verlo todo y de ser vistas desde cualquier punto por alejado que esté, como una amenaza sibilina que eclipsa las estrellas y rasga la apacible oscuridad. Podría decirse que todas las compañías relevantes están representadas en el distrito Cero, y lo hacen intercaladas entre un buen número de ministerios, agencias estatales y embajadas extranjeras. En sus despachos inaccesibles se deciden sin descanso concesiones de créditos millonarios, cambios de tipos de interés, adjudicaciones de contratos, fusiones y compras de empresas, congelaciones de salarios, expedientes de regulación de empleo y modificaciones en el precio de las materias primas. En sus pasillos se urden complots para tumbar a directores y encumbrar a aspirantes, se sortean las leyes y se elaboran sentencias implacables sobre su cumplimiento, según convenga, se establecen entradas en vigor y fechas de caducidad, se fabrican ídolos y culpables, se deciden portadas de periódicos y titulares de telediarios a la vez que se silencian noticias, se inventan necesidades que originen nuevos y lucrativos hábitos al mismo tiempo que se fulminan viejas costumbres, y, por último, se diseñan campañas publicitarias infalibles, donde se lanza al mundo qué ropa vestir, qué libros leer, qué música escuchar y hasta qué desayunar. A buen seguro no existe en el mundo un lugar donde se tomen un mayor número de decisiones relevantes, llevando a la máxima expresión la leyenda que se agita cada día en la bandera de La Gran Ciudad. Y, aunque desde las alturas sus rascacielos pretenden ser un fortín inexpugnable, en verdad solo son unos cuantos bloques de un juego de construcción.

 

Rodeando el distrito Cero por el sur y el oeste se extiende el Bosque del Gobernador, que debe su nombre a que en su interior, sobre una pequeña loma, se halla el Palacio Presidencial: esa extravagancia arquitectónica heredada de Malasombra. Sus estancias fueron testigos de más de cuarenta años de poder absoluto del capitán, donde su puño de hierro gobernaba como un padre estricto, benefactor para una parte y perverso para la otra. Tras su muerte, sus sucesores comprendieron la necesidad de implantar un régimen político cercano a los aliados de La Gran Ciudad, que fuera bien visto por sus grandes inversores y que estableciera una distancia insalvable con el absolutismo de Malasombra, que en los últimos tiempos había perjudicado a buena parte de los intereses económicos. Fue así como una oligarquía compuesta por los más irreductibles colaboradores del antiguo régimen se convirtió de un día para otro en adalid de la democracia. A su vez, los represaliados por Malasombra priorizaron los deseos de convivencia pacífica y constructiva sobre los de venganza, con lo que se pusieron las bases de un sistema dominado por dos grandes partidos, el Partido Conservador y la Unión Progresista. Ambos fueron alternándose en el poder durante periodos que comprendieron de los ocho a los quince años, de modo que, según se sucedían por parte del gobierno correspondiente errores clamorosos o casos de corrupción, el partido en cuestión era derrotado en las elecciones en favor del otro, y así sucesivamente.

Separados por una distancia de apenas trescientos metros se encuentran la Corte Suprema de Justicia y el Parlamento Nacional, que escoltan al Palacio Presidencial como dos fieles subordinados. Más allá de esa explanada blindada donde los tres edificios lucen majestuosos, se extiende una arboleda de coníferas, que se alzan con dignidad como un venerable vestigio del pasado: su verde vivificante contrasta con los tonos inertes del acero, el hormigón y el cristal de los rascacielos que se encuentran a su lado, y cada mañana parece reivindicar con sencillez la esencia de esa inmensa llanura que sin quererlo se convirtió en el centro mismo del mundo. De este modo, el Bosque del Gobernador es un oasis milagroso en medio de la vorágine: todo un placer para los ocupantes de los tres edificios hermanados, que de La Gran Ciudad solo perciben sus ecos y asisten a su devenir desde la confortable y despreocupada expectación que marca la distancia que se sabe insalvable.

Desde los márgenes del bosque parten los distritos Dos y Tres, que comprenden los barrios del Comercio, Embajadores y la Salud: toda una sucesión inmaculada de manzanas separadas por vías espaciosas que se cortan perpendicularmente y en la que solo rompe la armonía la Avenida Mayor, que con sus quince kilómetros de longitud cruza la cuadrícula en diagonal a lo largo de los dos distritos. Buena parte de la alta burguesía de La Gran Ciudad reside aquí, y en sus señoriales edificaciones abundan los despachos de profesionales liberales, las sucursales bancarias, los comercios de marcas de lujo, varios hoteles de cinco estrellas y gran parte de las cafeterías y restaurantes de postín. Se trata de un lugar de visita obligado para los turistas, que por estas calles visitan con veneración los escenarios de muchas de las películas de sus sueños y pisan fascinados la suntuosidad más obscena, esa que cualquiera puede admirar pero a la que solo unos pocos pueden acceder.

Llegada la noche, y una vez superado el horario comercial, en estas calles se disfruta de un sosiego apresurado e inusual. Los coches discurren de forma fluida, toda una excepción en La Gran Ciudad, y los viandantes pasan despreocupados delante de los comercios, que siguen emitiendo su reclamo a pesar de sus puertas cerradas. A estas horas por estos distritos se va o se viene de los restaurantes o de alguno de sus sofisticados clubes nocturnos y se disfruta de una tregua reparadora contra los segundos del reloj en una vida que ya quisiera ser lo que parece.

En la Avenida Mayor, los escaparates de sus tiendas deslumbran más que en ningún otro lugar. Los archiconocidos nombres de las sucesivas firmas resaltan con sus trazos simples sobre un fondo sobrio, como si esa sencillez fuera la esencia de su exclusividad. Las preciadas mercancías permanecen encerradas en su jaula de oro mientras esperan un nuevo día y las cámaras de seguridad parpadean sin cesar custodiándolas como el más inquebrantable de los cancerberos. El calor radiante de las aceras, instalado para que los transeúntes puedan hacer sus compras sin sentir en sus pies el frío del invierno, es aprovechado por decenas de mendigos para pasar la noche. Lo hacen bajo la atenta mirada de los coches-patrulla de la policía, que toleran su presencia en la vía hasta el amanecer como un acto de caridad. Sus cuerpos, envueltos en harapos de los pies a la cabeza, apenas se distinguen de las bolsas de basura que hay junto a los contenedores. Y mientras los indigentes se acomodan en sus improvisados lechos de polvo, piedra y frío, los maniquíes de los escaparates contemplan altivos el exterior engalanados con satén, seda y encajes, como los dioses diminutos y efímeros que son.

En la intersección entre la Avenida Mayor, el Bulevar 54 y la Calle Central, se forma la Plaza del Gobernador Malasombra, uno de los lugares más emblemáticos de La Gran Ciudad, que resulta ser una circunferencia de ciento veinte metros de diámetro con una gran estatua en su honor situada en el centro. Es el sitio donde los habitantes de La Gran Ciudad se reúnen en sus celebraciones colectivas, cuando la plaza se engalana para contener la alegría de los triunfadores, y otro punto de peregrinación obligado para los turistas de La Gran Ciudad. Su mayor atractivo para todo aquel que la visita son las fachadas de los edificios que la circundan, en las que cientos de pantallas emiten sin cesar anuncios, informativos y reportajes de lo más variopintos: sus imágenes en alta definición, flamantes y perfectas, se suceden con llamativos efectos visuales y sonoros que atrapan la atención hasta hipnotizar a los observadores. Los que la contemplan por primera vez son deslumbrados con la devoción ingenua que experimentan los recién llegados, mientras que todos aquellos que son asiduos la miran con la confianza de los que se consideran con algún derecho de propiedad sobre ella. Pero la plaza no fue concebida solo como un lugar de reunión o como el centro de la actividad comercial, sino que ante todo pretende empequeñecer al visitante, abrumarle con su luminosidad y humillarle para que rinda honores ante el esplendor tecnológico de su luz, que con altanería intenta eclipsar los tonos suaves del cielo del norte. Así, al situarse en el centro de la plaza y mirar alrededor, uno se siente como el pueblerino recién llegado a la capital hasta el punto de creer que se está en el centro mismo del mundo; allí donde uno puede asomarse a una ventana fabulosa con vistas a todo lo conocido.

Durante el día la plaza es frecuentada por ejecutivos del distrito Cero en sus momentos de descanso, empleados de las zonas comerciales cercanas, caminantes circunstanciales, grupos de turistas, estudiantes haciendo novillos y un ejército de animadores, carteristas, vendedores callejeros y repartidores de publicidad. Sin embargo, durante la noche es visitada por los más incombustibles de entre todos los turistas, así como por todos aquellos que salen de alguno de los clubes nocturnos de la zona y necesitan hacer una parada, ya sea para coger resuello antes de continuar o para recobrar la compostura antes de llegar a casa y evitar males mayores.

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