El cielo en mis zapatos

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El cielo en mis zapatos
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Letrame Editorial.

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© Elena Beltrán Mateos

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

Ilustracción portada, casas y pecera: Elena Beltrán Mateos

Ilustracción Sirena: Tuan Paniagua

ISBN: 978-84-1114-410-0

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

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Para mí hija, Alma.

Y para aquellas otras maravillosas personas.

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«Si caminamos lo suficiente, alguna vez

llegaremos a alguna parte», dijo Dorothy

El mago de Oz.

EL CIELO EN MIS ZAPATOS

PRIMERA PARTE

Prólogo

Empezaba a oscurecer en el barrio de La Luz. Me quedé mirando cómo pasaba la vida mientras la noche iba desdibujando los rostros de los caminantes. Todavía no se habían encendido las farolas. La gente caminaba con prisas, deseosa de llegar a su casa y resguardarse del frío que les empezaba a calar los huesos. Les engañó el sol y el cielo despejado de la mañana, pero el frío viento hacía tiempo que se había levantado formando pequeños remolinos en la hojarasca y silbaba entre las callejuelas mientras acunada por el olor de la cena volvía a emerger mi nostalgia.

Yo, que estaba muerta y bien muerta, aunque no recuerdo cuánto tiempo hacía ya de eso.

Como un pájaro en las nubes yo observaba. Veía al tendero de ultramarinos recoger las cajas de fruta mientras contaba los minutos que faltaban para echar el cierre. Miraba cómo dos adolescentes enamorados se besaban y las amigas se despedían en el portal compartiendo un cigarro. El perro de Sofía seguía siendo el más fiero del barrio y los gatos se alinearon todos en lo alto de la valla maullando a una luna que no existía. Tal vez me estuvieran hablando a mí. Las luces de las casas parpadearon y se encendieron a diferentes tiempos, como una sinfonía, pensé, pues me pareció que era una escala de notas musicales. Me sentí ligera, mecida por el viento. Una corriente de aire, dulce como una caricia pero firme en su propósito, me agitó y me elevó aún más por los aires. Sin embargo, no quería alejarme. Tampoco me atrevía a mirar hacia la ventana.

Es curioso que tuviera miedo. Siempre pensé que la muerte estaría exenta de cualquier sentimiento. Sonreí un poco y también me sorprendí de tener una sonrisa o un rostro donde dibujarla, pero yo así lo notaba, o quizás solo lo imaginaba. Todo era muy extraño, incluso me extrañé de mis propios pensamientos. Detrás de la muerte imaginé que no habría nada, pero por lo visto estaba equivocada. O tal vez fuera únicamente un periodo de transición, como un cambio de estado. De sólido a gaseoso sería el más apropiado, teniendo en cuenta donde me encontraba. En el cielo, flotando entre las nubes rojas del atardecer. Aunque había olvidado quitarme los zapatos.

Es absurdo, pero solo me veía los pies, calzados con aquellas zapatillas de deporte blancas y azules que me había regalado mi hija por mi cumpleaños. En mi funeral se empeñó en que las llevara, «Más vale que vaya cómoda», le oí decir, solo faltaba que tuviera que subir al paraíso en tacones. El resto de mi cuerpo había desaparecido, me entró la risa, nunca hubiera imaginado que lo último que vería de mí misma serían unas zapatillas de deporte levitando. Pero ya llevaba tres días flotando y era hora de marcharme. Había sido una experiencia difícil y un examen de conciencia que me había dejado exhausta. Sabía lo que tenía que hacer, pero no sabía cómo. Era la tercera vez que volvía, y estaba resultando más difícil de lo que creía. Me esforzaba en hacerle llegar de alguna manera el mensaje que me mantenía conectada a este mundo. Me aparecía en sueños, le hacía cosquillas en la barba, le dejaba marcas en el espejo, pero nada. Miré una vez más hacia su ventana, ya no me quedaba mucho tiempo y, aunque suene raro decirlo, comenzaba a desesperarme. «Ayyy, Dios», pensé, «¡pero no es hora de descansar!… ¿Qué hay de todos aquellos “Descanse En Paz” que escuché en mi entierro? ¿Dónde está el paraíso?», pregunté, tratando de sonreír.

De pronto, la luz de la estancia se encendió y pude verlo acercarse con la mirada perdida hacia la mesa, la que había frente a la ventana. Parecía muy cansado, quizás estuviera enfermo, y viejo, muy viejo, con lo apuesto que era él, siempre estirado, el cuello de la camisa siempre bien planchado. Ahora andaba en zapatillas, arrastrando los pies, y dos escasos mechones de pelo le colgaban de las orejas. Fue un instante, pero levantó la vista y vi en su mirada una fuerte determinación. Después él también sonrió, aunque le salió una mueca rara. Retiró un poco la silla y se sentó. Abrió el cajón y sacó uno de aquellos sobres verdes que tanto le gustaban. Rebuscó en la estantería y encontró lo que al parecer buscaba, un trozo de papel y un grueso rotulador. Y entonces comenzó a escribir. Solo cuatro palabras. Metió la hoja en un sobre y remató su trabajo con el rotulador que usaba para las ideas brillantes. Aunque no pude ver lo que escribía, supe sin lugar a dudas que era lo correcto. Con aquel último pensamiento, mis zapatillas se desprendieron de lo que quedaba de mis etéreos pies y cayeron en picado hacia la acera de la calle. Poco faltó para dejarle un buen chichón a aquel pobre hombre desaseado que rebuscaba en los contenedores de basura, prendas de ropa usada o algo de comer. Una al lado de la otra aterrizaron (para su sorpresa) junto a él…y yo me vi empujada por un remolino ascendente y cálido que me fue sacando de este mundo, quizás ya para siempre. Una sensación de paz inundó lo que quedaba de mi ser, lo justo como para terminar de ver que aquel hombre se quitaba sus roídos zapatos y se calzaba los míos mirando hacia todos lados.

—Me vienen que ni pintados —exclamó—, ¡vaya, ni que me hubieran caído del cielo!

Capítulo uno:

El cielo en mis zapatos

Me despertó el sol de la mañana entrando a raudales por la ventana. No me hizo gracia, era domingo, mi único día de descanso. Me puse a refunfuñar, otra vez se me había olvidado comprar las cortinas. Los días de semana no las echaba en falta porque me levantaba antes de que saliera el sol, a tientas, con los ojos llenos de sueño y, por qué no decirlo, de legañas. Intenté esconder la cabeza bajo la almohada y entretener a Morfeo un ratito más, pero me espabiló el ruido de unas llaves al abrir la puerta. Pensé que era Saúl, que llegaba con el desayuno. Ummmm, cruasanes o churros, me daba igual. Nos acabábamos de mudar a nuestro nidito de amor, me acordé, ya mucho más despierta, y una sonrisita de satisfacción empezó a aflorar en mis labios. Agucé el olfato, ya me parecía llegar el olor del pan recién hecho y todavía caliente. Me levanté desperezándome, con el pelo enmarañado y el placer de la noche todavía en la piel. Saúl me había sorprendido con una fogosidad que hacía tiempo que echaba de menos, a decir verdad, había disfrutado más que nunca. Me extrañó que me pillara medio dormida y que, con una delicadeza exquisita, fuera despertando mis sentidos y sobre todo que no usara protección, con lo que él era…quizás hubiera cambiado de idea. Abrí la puerta del dormitorio y me topé de bruces con él. O, mejor dicho, con ellos.

—Buenos días, hermanita, ¿has dormido bien? Te traigo un regalo, mira qué monada.

—Miauuuu.

—¿Qué coño es esto?

—Un gato.

—Ya lo sé, bonito, era una pregunta retórica.

—¿Una qué?

—Da igual, saca este bicho de mi casa, ya.

—Venga, ¿no ves que está enfermo? Me lo he encontrado aquí mismo, en la calle, dándose cabezazos contra la pared.

—¿Cómo? Ja, ja, ja, ja, me parece que el que se va a llevar un buen coscorronazo vas a ser tú. Saca a este bicho de mi casa, YAAAA.

Armando trabajaba en el cine, lo mismo era director, que guionista, que actor. A veces me traía a casa restos de los rodajes, regalos que yo aceptaba porque me eran útiles, como la lámpara de mi habitación, o los pantalones del anuncio del tomate frito. ¿Pero un gato?

Hacía un par de años que se había trasladado a Nardid, pero él aprovechaba todos los rodajes que se hicieran aquí, en Malacia, para estar cerca de mí. Su papel de hermano mayor llegaba a veces hasta unos límites desbordantes, pero yo me sentía feliz y protegida con semejantes muestras de amor. Se comportaba así conmigo, por supuesto porque me quería, pero también por un solidario sentimiento, un deseo de entender mi soledad.

Yo era adoptada. Cuando tenía dos años mis padres murieron y me dejaron al cuidado de un orfanato. Los padres de Armando me sacaron de allí, dándome un hogar y una familia, pero la muerte ha sido una negra sombra siempre muy cercana a mí, y hace poco más de un año, mi madre adoptiva también murió, dejando solo a mi padre, un hombre bueno y alegre pero que con los años se había ido alejando de mí. Tenía la impresión de que algún sentimiento, todavía no del todo clasificado, empañaba nuestra relación y si algún nombre tenía que darle, era sin duda la culpa. Creo que él pensaba que no había sido un buen padre.

 

—Ja, ja, ja, ja —rio Armando—, ¿a quién vas a engañar? No hay otra persona en este planeta más buena que tú ni un gato que pueda caer en mejores manos —dijo (zalamero, capullo, manipulador, ¡cómo sabía qué fibra tocarme!) soltando al peludo pulgoso, que al instante de tocar el suelo salió corriendo sin rumbo como un juguetito de esos a los que les das cuerda, y fue a estrellarse contra la pared de la habitación.

Me quedé estupefacta y con la boca abierta, viendo cómo se estampaba una y otra vez, hasta que le di la vuelta. Parece que se tranquilizó un poco y fue tambaleándose unos cuantos pasos hasta que se acurrucó en la alfombrilla (la de poner los pies cuando te levantas) y ahí se quedó dormido como un ceporro.

—Este gato tiene una lesión cerebral —dije yo, que había trabajado con personas que padecían enfermedades neurológicas—. Pobrecito, ¿has visto cómo le tiembla todo cuando camina?

—Por eso te lo traigo, hermanita. Si hay alguien que pueda enderezarlo eres tú —dijo con total solemnidad.

—Lo llamaré Torete —respondí, y al instante me arrepentí de mis palabras, porque todo el mundo sabe que cuando le das un nombre a un animal, ya es tuyo para siempre.

Me llamo María, mis amigos me dicen que siempre ando perdida. Tengo treinta y un años y hace ya algún tiempo que terminé mis estudios de psicología. He deambulado por todas las facetas de la mente, de la conducta y la cognición emocional y racional y he descubierto que en todas ellas falta algo muy importante, la perspectiva espiritual. Aunque ahora las vertientes están aunando ciencia y espiritualidad, la conciencia de lo desconocido y extrasensorial siempre ha sido motivo de polémica en la conducta humana y algo que me ha traído frecuentemente de cabeza, a los ojos de mis tutores, que siempre me vieron como una especie de psicóloga del alma.

—Tú de científica tienes poco —me decían.

El primer año hice unas prácticas en un hospital psiquiátrico donde pude comprobar la delgada línea entre la locura y la cordura, la fantasía y la realidad y cómo una mente frágil se puede quebrar en mil pedazos y no volver nunca más. No era para mí, decían los doctores, porque solía sentarme con los enfermos más agudos y pasarme horas escuchando sus teorías inverosímiles de cualquier cosa, absorta en lo absurdo de sus creencias y al mismo tiempo sorprendida por tanto derroche de imaginación, o de locura. La mayoría de las veces se me olvidaba darles la medicación y así me quedaba embelesada, con las pastillas en una mano y el bocadillo en la otra. Mis superiores andaban detrás de mí siempre con las caras arrugadas, llenándome de reprimendas la cabeza, pero poco a poco se fueron calmando al ver que los enfermos ya no se agitaban tanto, estaban más tranquilos, dormían y comían mejor y a veces, cuando te miraban, hasta te veían. Quizás solo había que escucharles y observar en lo profundo de sus ojos porqué había momentos en que se te rebelaba el alma. Con Macario me pasó eso. Hacía mil años que lo habían dejado allí y lo único que quería el pobre era comerse una buena longaniza de Salamanca y desmigar pan en el vino, que luego se bebía a grandes sorbos, sonriendo con toda su boca desdentada. No me preguntéis cómo lo descubrí, pero me lo dijeron sus ojos y sus gestos imperceptibles cuando le hablaba de las matanzas que hacía mi abuela y los buenos jamones que nos comíamos. Era lo único de lo que se me ocurría hablar con un señor tan mayor. Desde que le dieron el primer pan con jamón del bueno y una “miajita” de vino, todo cambió. Ahora era feliz, dormía como un niño y ya no le daban las crisis. Los médicos y las enfermeras pensaron que a su edad era el mejor remedio —ja, ja, ja, ja—, ahí siguió muchos años Macario, que se gastaba su paguita en embutidos de Guijuelo y tenía organizada una tarde en el psiquiátrico de merienda y mus. Al director casi le da un patatús.

—Bueno, venga —dijo Armando—, te invito a desayunar.

—Habrá ido Saúl a por algo, digo yo, no sé dónde está, ¿qué hora es?

—Son las diez, venga, ponte algo y vámonos, hace un día estuuupendo.

Armando siempre alargaba la u cuando decía estupendo (y lo decía mucho), yo insistía en que tenía que darle énfasis en la «e» y los dos nos reíamos. Nos llevábamos muy bien, jamás nos habíamos peleado de niños ni tenido ninguna desavenencia de adultos. Siempre estaba ahí, a mi lado.

De pequeño era un niño triste y solitario. Se pasaba el día mirando por el balcón, como si esperara algo. Él decía que solo miraba los pájaros. No tenía amigos, en el patio del colegio se sentaba en un rincón y se quedaba como siempre observando el cielo. Sus padres, preocupados, le preguntaban si es que no quería jugar con otros niños, y un día les contestó que esperaba que la cigüeña le trajera una hermanita. Les decía con grandes ojos llorosos que se ponía muy triste al escucharlos cada día discutiendo por «no poder traer una hija a este mundo», porque era lo que escuchaba todas las noches cuando se acostaba y se le seguía repitiendo en sueños. Poco a poco fue haciéndose la idea de que él no les hacía feliz y empezó a echarse la culpa.

Tenía cuatro años cuando se vistió de mujer por primera vez. Y digo de mujer porque se ponía las prendas de mi madre, claro que le quedaban grandes, pero él cogía tal pataleta si se las quitaban, que algunos días no había manera de llevarlo al colegio. La cosa empeoró cuando sus padres decidieron vestirlo como él quería y así se presentaba, igual de taciturno y solitario, pero con falda. Los niños, claro, empezaron a reírse de él y a señalarlo con el dedo. Y durante un tiempo, todo fue horrible y sus padres tomaron la determinación de darle a Armando una hermanita como fuera y empezó a dibujarse mi destino poco antes de que yo naciera.

Armando era, sin embargo, un niño fuerte e inteligente. Decidió tomar las riendas de su caballo (me explicaba él muerto de risa, porque le encantaba contarme cómo habían sido sus primeros años de vida, los únicos en los que no estuve con él, me decía con cariño). Les plantó cara haciéndoles reír, imitaba a los maestros y maestras y a otros personajes del colegio con tal gracia y desparpajo que los niños olvidaron sus burlas y salían corriendo nada más sonar la campana para coger un sitio de los buenos en las gradas del patio (con ocho años Armando ya tenía un ayudante que cobraba la voluntad, trozos de chocolate, cromos o canicas para ver la función con privilegio). Ese fue su escudo y su defensa. Fue entonces cuando nació su pasión por la interpretación. Se vestía con trapos que sacaba de por ahí y voces que sacaba de por allá y tenía tal vestuario y repertorio que poco a poco fue creando su propio grupo de teatro, donde pasó de la interpretación a la dirección ganándose el respeto y la admiración de todo el colegio. Pero eso fue después de aparecer yo, cuando él cumplió siete años (siempre dice que fui su mejor regalo de cumpleaños) llegué como un ángel, dice él, canija como un palo y con cara de indiecita y que con solo tres años siempre estaba tarareando la musiquilla de una canción, soplando en su corazón una fuerza mágica y llenándolo de confianza.

Así que ahora, Armando vagaba por el mundo de las artes escénicas como pez en el agua y tenía su propia compañía de espectáculos, Varieté, porque hacía de todo: anuncios, cine, teatro, publicidad, musicales… y él era el director, productor, actor y andaba siempre de un lado a otro. Pero todo lo que tenía de creativo y emprendedor, se le iba en desorganización, él no quería atarse a nada ni estar pendiente de un montón de gente, lanzando voces y perdiendo la cabeza… pero en otro sentido, estaba loco como una cabra. Y era muy divertido.

En cuestión de amores, era un pirata, abordaba cualquier barco y les robaba el corazón dejándoles a cambio uno de hojalata. No le iban los dramas, e intentaba dar lo mejor de sí, pero luego sin previo aviso se perdía en otros mares, más tranquilos, decía él, porque cuando estaba en pareja siempre amenazaba borrasca. Le daba igual hombre o mujer, él creía en la belleza de las personas, la que se lleva por dentro (aunque todas sus parejas eran muy atractivas y tenían mucho carisma) pero sobre todo si le hacías reír, ya tenías medio corazón ganado, el otro tenía que ganárselo él…en el fondo era un romántico. Andaba ahora medio enamoriscado de mi compañera de trabajo, Ama, una chica genial, decía él, con ese vocabulario un poco repipi que a menudo le caracterizaba. Armando tenía un lado femenino que a veces se desbordaba, no tenía pluma ni nada de eso, simplemente empatizaba tanto con las mujeres que se las metía enseguida en el bolsillo. Nunca se habían sentido tan comprendidas y admiradas. Se iba de compras con ellas o les pintaba las uñas de los pies mientras las escuchaba despotricar sobre cientos de cosas a la vez. Sin embargo, era varonil al máximo, con su estilo descarado, que le quedaba todo bien, aunque llevara puesto un saco. Con Ama le costó más porque a ella no le interesaban las uñas ni las compras, al revés, le gustaba más vestirse con ropa de hombre y nunca le escuchó una queja que tuviera que consolar. Armando la hacía reír, eso sí, se llevaban bien y empezó a susurrarle palabras de amor que Ama despejaba de un manotazo, provocando una sensación desconocida en mi hermano, que no sabía lo que estaba haciendo mal. Tampoco sabía que, en el horizonte, otros vientos comenzaban a soplar y esta vez no traían calma.

Salimos de casa dejando a Torete dormido y rezando para que cuando volviéramos no se hubiera descalabrado y tuviéramos que recoger los sesos de la pared (pobrecito, qué macabra).

—No te preocupes, María, si ha sobrevivido en la jungla, no le costará mucho hacerse con tu pisito.

—Todavía no te he dicho que me lo quede, tengo que hablarlo con Saúl —advertí yo, pero a mí misma mis palabras me sonaron falsas.

Doblamos la esquina de la calle hablando de cruasanes porque nos íbamos a comer tres o cuatro, cuando tropezamos con un vagabundo que caminaba sin levantar la vista de un cuaderno donde garabateaba algo, con un lapicerito al que no le quedaban ni dos telediarios. Ya me lo había encontrado otras veces en su caminar imparable sin dejar de hacer trazos. La mayoría de las veces andaba sin zapatos, bastante limpio, la verdad, la camisa por dentro, exenta de los típicos lamparones, los pantalones descosidos, eso sí, y faltos de cinturón, pero nunca lo había visto borracho. El pelo, no sé cómo lo hacía, lo llevaba muy limpio, recogido en una trenza hasta mitad de la espalda. Me dio pena, siempre solo, sin rumbo, atravesando campos y ciudades de un lado a otro con su cuaderno en la mano, a saber qué tipo de locura padecía. Quizás estuviera descifrando la teoría cuántica del universo, cualquiera sabe, pensé con una sonrisa en los labios. Le miré los pies y me sorprendí al ver unos zapatos de deporte casi nuevos que relucían, con aquel color brillante azul y blanco, sobre su destartalado atuendo. «De dónde los habrá sacado?, pensé, y no sé por qué me pareció que a aquel hombre estaba a punto de cambiarle la suerte. Y me vino a la cabeza El mago de Oz, con su camino de baldosas amarillas…

Capítulo dos:

Aquellas otras maravillosas personas

Saúl seguía sin aparecer y yo estaba totalmente desconcertada. Acabábamos de mudarnos, hacía poco menos de un mes, después de cuatro años de relación y, con sus más y sus menos, estaba segura de que nos queríamos y nos comprendíamos, y sobre todo no había entre nosotros ningún secreto. Saúl era un hombre encantador, quizás demasiado, puesto que sonreía a todo el mundo (sobre todo a las mujeres) y enseguida se ofrecía para sujetarte la puerta del ascensor. Sin embargo, hacía unas semanas que notaba cierto comportamiento extraño, estaba como ausente, y yo había empezado a preocuparme y eso estaba repercutiendo en mi trabajo. La discusión más grande que habíamos tenido fue hace más o menos un año, porque yo quería tener niños. Las hormonas empezaron a martirizarme y bombardearme el cerebro y reconozco que me puse un poco pesada y yo no soy así. Saúl prácticamente se horrorizó (que no se veía él pinta de papá, cargando todo el día con un niño en brazos) y aunque terminé aceptando la situación, eso hizo mella en mí y comencé a sentir una desazón muy grande, como un martilleo parlante que me decía una y otra vez que aquel hombre no era para mí. Pero estaba enamorada hasta las trancas y mi amiga Ama (se llama Amapola, pero su nombre completo le causa alergia, bromea ella) me decía que tuviera paciencia y que le diera tiempo al tiempo. Fue Saúl quien me propuso ir a vivir juntos, al ver que una sombra gris se había instalado en mis ojos y que no se me quitaba la cara de mal humor. Se lo tenía merecido; ¿qué quería, una mujer dócil que le dijera a todo «Síííí, mi amor»?

 

Pero en el fondo era feliz, muy feliz (trataba de pensar yo). Había encontrado mi media naranja, me sentía mimada y querida por mi hermano y tenía un trabajo en la Asociación de discapacitados. No era la panacea (y lo digo por el salario, aunque poco a poco comencé a adorarlo), pero al menos me mantenía unida a mi profesión. Al principio me pasaba la mayoría del tiempo en un despacho, entre papeles y llamadas de teléfono, casi siempre luchando para que nos llegara la subvención. Como mucho iba evaluando objetivos, pero no conocía a los usuarios. Estaba algo cansada de hacer maniobras en la oscuridad porque nos faltaban manos, había mucho trabajo y muchas bocas que alimentar, hasta que me cansé de ese sedentarismo, me remangué la falda y los brazos y me dispuse a ayudar en serio. La Asociación tenía bastantes casas repartidas por la ciudad, donde convivían los enfermos al cuidado de los educadores (los que hacían el trabajo de verdad, porque echábamos mano de ellos aunque tuvieran que doblar turno, cosa que pasaba frecuentemente). Los enfermos estaban organizados según sus discapacidades y gravedad (es un decir, porque la verdad es que eso era un popurrí, se ubicaban donde hubiera hueco y no alterara mucho «la paz del hogar»). Era un programa de educación y de integración en la sociedad, pero la mayoría estaban allí porque sus familias no sabían qué hacer con ellos. Había que cumplir objetivos y eso era durísimo entre tanta espina bífida, parapléjico, autista u oligofrénico, sin contar los discapacitados sensoriales, sin ver, oír ni hablar. Eso era un circo difícil de explicar. Sin olvidar la unidad de enfermos mentales, claro, esa es harina de otro costal.

El primer día de trabajo en uno de aquellos pisos me di de bruces con la realidad. Era la casa de la calle Piedad, nombre más que apropiado para lo que me iba a encontrar. Llegué con determinación dispuesta a lo que fuera, pero al poco de llegar toda mi fuerza se escapó y me desinflé como un globo. Aún recuerdo aquellas escaleras por las que me decidí a subir evitando el ascensor (tenía que perder unos kilitos). Había un olor metálico y denso, concentrado, amargo, difícil de respirar, mezcla de colonias y fármacos, lejía, pises, cacas y macarrones con tomate, jamás lo podré olvidar. Llamé a la puerta ya con poca fortaleza en el alma y con el corazón a punto de explotar.

—Pasa —dijo alguien a viva voz desde dentro—, la puerta está abierta.

Nada más entrar ya me quise marchar. Lo primero que me encontré fue a un hombrecito pequeño tirado en el suelo, intentando avanzar. No era tan pequeño, pero tenía las piernas atrofiadas y se arrastraba con los brazos hasta que se agarró a uno de mis pies. Di un grito y un respingo hacia atrás. No lo pude evitar.

—Adolfo —gritó otra vez aquella voz—, haz el favor de estarte quieto, ya se acabó la hora del ejercicio, por favor, vuelve a tu habitación.

Adolfo levantó la cabeza y me sonrió con la lengua ladeada, luego produjo algún sonido que no supe interpretar y la volvió a bajar. En mis ojos las lágrimas estaban a punto de asomar.

—Te está preguntando cómo te llamas —me explicó aquella voz que se fue acercando por el pasillo y fue cobrando cuerpo mientras se limpiaba vigorosamente las manos en algo muy sucio que parecía una toalla y olía fatal (yo no me hubiera secado ahí las manos ni por una cena con Brad Pitt).

En cuanto llegó a la altura de Adolfo lo cogió por los brazos y se lo subió hasta el pecho, mientras él hundía la cabeza y luego la levantaba sin dejar de reír, esta vez a carcajadas, provocando que se le escaparan algunos chorritos de baba.

—Anda que no te gustan ni nada unas tetas, granuja —reía también aquella mujer que me pareció espectacular, y no por su cuerpo o su dulce mirada de agua, ni su pelo negro desparramando mechones sobre el cuello, o su fuerza descomunal (y eso que ella era pequeña y flacucha), sino por su sonrisa sincera, su cariño al hablar, su cuidado y maña al ir a levantarlo y cómo caminaba con Adolfo hacia atrás mientras este arrastraba los pies y lo escuchaba reír apoyada la cabeza en su pecho—. Levanta la cabeza, Adolfo, que te vas a ahogar —reía aquel ángel que, a pesar del olor horrible que de algún lugar venía, desprendía una fragancia que ni el mejor Chanel número cinco.

—Me llamo Ama —me dijo tendiéndome la mano—. Y tú eres la mandamás. Es un honor; en cinco años que llevo aquí, es la primera vez que se acerca un jefazo.

¡Cinco años! ¡Yo llevaba dos minutos y ya me quería marchar!

—María —logré balbucear—. Encantada.

Ella me miró de arriba a abajo, pero sin maldad.

—Ven —me dijo, echándose el mugriento trapo-toalla o lo-que-fuera a la espalda—, me tienes que ayudar.

El piso era coqueto y estaba limpio y alguien había puesto flores en los jarrones desconchados y dibujos en las paredes, algunos bastante buenos, por cierto, más que buenos, sorprendentes. Tenían alma, hablaban por sí mismos y te llenaban de una inquietud sana. Te hacían sentir bien. Casi podía oler la belleza de sus paisajes, escuchar el sonido del agua, despertarme con los colores del amanecer.

—Son de Estela —aclaró Ama viéndome mirar—, le encanta dibujar.

—Sí, lo hace muy bien.

—Para pintar con la boca, lo hace fenomenal —dijo Ama guiñándome un ojo.

—¿En serio? —pregunté yo asombrada de verdad.

—Ja, ja, ja, es broma, tonta —rio Ama—, era por ver si se te quitaba esa cara de susto. Venga, ven, te enseñaré un poco esto, no es tan malo como parece, solo te tienes que acostumbrar. Yo no los cambiaría por nada del mundo.

Y cogiéndome de una mano abrió la primera puerta. Yo me llevé la otra a mi boca abierta.

—Este es Luis —dijo señalando a un jovencito que colgaba con una especie de arnés-grúa desde el techo. Su columna vertebral le impedía estar derecho y prácticamente no tenía movilidad.

—Hola, Luis, ¿cómo estás?

Luis ladeó la cabeza y sonrió.

—Palezco un choliso —logró articular.

—Ja, ja, ja, ja, qué bromista eres, te quedan cinco minutos, después al baño, cuando salga Amparo, que se me va a ahogar —rio Ama de buena gana—. Ampaaroooo, ¿cómo estás?

—Bieeen —se escuchó desde la puerta del baño.

—Agárrate bien, no te des la vuelta, que ya voy.

Nos dirigimos hasta el baño, yo temblaba de la cabeza a los pies, me entraron ganas de santiguarme. Dios mío, ten piedad.

Mi corazón se encogió un poco más.

Amparo flotaba como podía en la bañera, era un pajarillo agarrada con sus bracitos esmirriados a las barras de seguridad. Cabeza arriba sacaba la lengua y sonreía mientras chapoteaba con los pies y ponía todo perdido de agua.

—Vaya, ¿así que estás otra vez nadando con los delfines en el azul mar del Caribe? —bromeó Ama—. Pues, querida Gertrudis —Amparo se reía y se le saltaban las lágrimas—, es hora de salir, que nos espera el masajista y aquel buenorro camarero que te gusta nos está preparando ya el cóctel de champán.

Las risas de Amparo se oían por toda la casa.

—María —me dijo Ama mientras cogía a Amparo por los sobacos—, acércame la grúa…