Buch lesen: «Cuántos de los tuyos han muerto»

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Eduardo Ruiz Sosa


Eduardo Ruiz Sosa nació en Culiacán, México, en 1983. Estudió Ingeniería Industrial y es doctor en Historia de la Ciencia. Actualmente es profesor en la Facultad de His teoría de la Universidad Autónoma de Sinaloa, y coordina un taller de creación literaria y el programa de lectura 101 Libros.

Ha publicado narrativa, crónica y ensayo en diversos periódicos y revistas. Textos suyos han aparecido en las antologías: A fin de cuentos, La letra en la mirada, Renovigo, Siete caminos de sangre y Emergencias, Doce cuentos iberoamericanos (Candaya, 2013). En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Literatura Inés Arredondo con el libro La voluntad de marcharse (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2008).

En 2012 fue ganador de la I Beca de Creación Literaria Han Nefkens, que le permitió estudiar el Máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra. En 2014 fue incluido en México 20, una antología impulsada por Conaculta y el British Council, que reunía a los 20 escritores jóvenes más sobresalientes de México.

La edición española de Anatomía de la memoria (Candaya, 2014) tuvo una excelente acogida entre los lectores y despertó el entusiasmo unánime de la crítica.

Candaya Narrativa, 57

CUÁNTOS DE LOS TUYOS HAN MUERTO

© Eduardo Ruiz Sosa

Primera edición: abril de 2019

© Editorial Candaya S.L.

Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles

08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

Sara González Cisneros

BIC: FA

ISBN:978-84-18504-09-9

Actividad subvencionada por el Ministerio de Cultura y Deporte



Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

CUANTOS DE LOS TUYOS HAN MUERTO

A mi madre, Makamen

A mi padre, Rodolfo

El pasado ha pasado, el acontecimiento tuvo lugar, la falta ha tenido

lugar, y ese pasado, la memoria de ese pasado, permanece irreductible,

intratable

Jacques Derrida

pero la muerte no es la muerte, es un muerto,

y habita en el recuerdo de algo vivo,

como un ojo en el salitre de la puerta

Jordi Virallonga

Tú miras Eliécer el valle de los muertos

esperando que el mundo arranque tus ojos

José Barroeta

Índice

Desaparición De Los Jardines

La Garra De La Estatua

El Dolor Los Vuelve Ciegos

La Mirada Médica

El Sanatorio De La Intemperie

Una Voz Sin Cuerpo

No Tiene Ni Nariz Ni Boca Pero Sí Una Boca

Naturaleza De Los Fieles

Que El Mundo Arranque Tus Ojos

Muerte De David Brodie

La Desesperación De Los Siervos

Post Scriptum

Nota

DESAPARICIÓN DE LOS JARDINES

Ser consciente significa no estar en el tiempo

T. S. Eliot

No sé en qué momento dejó de reconocerme:

creo que en muchas ocasiones fingió saber quién era yo cuando iba a visitarla y ya no podía levantarse del sillón que le habían situado en mitad de la cocina, cerca de la puerta del patio. Desde ahí, siglos antes, casi en otra vida, de pie o yendo de un lado a otro, porque podía, porque el cuerpo es moverse, nos vigilaba mientras corríamos detrás de aquella perra que un día murió envenenada:

recuerdo la tarde en que llegamos después de un viaje a la costa y fuimos de inmediato a ver al animal:

en realidad la visita era para verla a ella, pero nosotros éramos niños y sabíamos que después de un breve momento de saludos y corrección iríamos al patio a buscarla:

Dalila, la perra, llegó años antes en una caja de cartón. La trajo el hermano menor de mi madre para que le hiciera compañía a la abuela, que vivía sola desde hacía tanto tiempo.

Ahora tengo la sensación de que siempre ha vivido sola, de que nunca hubo para ella una compañía posible.

Fuimos felices desde que la vimos asomar la cabeza, y su muerte, cuando no parecía aún tan vieja, nos rompió el corazón porque en la infancia uno nunca piensa que lo que ama ha de desaparecer un día.

La perra desapareció:

no vimos su rastro ni la estela de sangre que, dijo la abuela, echó por el hocico en el último respiro. El hermano menor de nuestra madre se la llevó, ya muerta, y no supimos qué hizo con ella. Nos habría gustado enterrarla ahí mismo

entre las sombras frutales

tener una certeza

sobre el lugar donde había quedado su resto.

Dijeron que cerca del cuerpo había una rata de proporciones bíblicas, mordido el cuerpo, destrozado, y que era probable que la muerte estuviera dada por la afectación de algún veneno que pasó de la sangre del roedor a la sangre de la Dalila.

De ella recuerdo el olor mojado de los animales ambarina la mirada de la confianza la pereza mayor de los días de la canícula

la memoria de una incompleta felicidad.

A veces, cuando la abuela ya se pasaba los días sentada en el sillón cerca de la puerta del patio, donde alguna frescura llegaba de los árboles y la tierra recién regada, yo percibía en ella un vistazo hacia la sombra rayada de las palmas buscando a la perra como si no recordara que habían pasado décadas desde que murió.

Por eso creo que a veces fingía reconocerme:

yo llegaba diciendo:

¿Cómo estás, abuela?;

más por costumbre que por un intento de identificación, y ella sabía ya que yo era uno de los nietos,

quizá en ese momento descubría que tenía nietos,

y me miraba con un disimulo descuidado para tratar de encontrarme una semejanza un origen un parentesco que pudiera remitirle a mi nombre

que no lograba encontrar

entonces me decía:

Querido, ¿cómo estás, por qué no has venido a verme?;

pero yo había estado ahí el día anterior, y la abuela ya no lo recordaba.

El tiempo, las edades, le robaron el orden de la memoria:

no es que hubiera olvidado las cosas de su pasado, no era una blancura lo que le surcaba los pensamientos, más bien creo que se le había desordenado el mundo y que deambulaba en una especie de marisma temporal donde todo lo vivido sucedía simultáneamente:

Hoy me llamaron de la licorería, dicen que el balance de las cuentas no les sale y que la muchacha que acaban de contratar no hace nada bien, quieren que vuelva, dicen que me jubilé muy pronto, pero yo no puedo porque acaba de nacer tu madre y es muy difícil cuidar a cuatro hijos cuando a una la deja el marido y la madre se le ha muerto; mira cómo me tienen los zancudos, no ha parado de llover; ayer mi padre me dijo que nos llevará a Yucatán, pero yo creo que no vamos a ir porque ya se murió;

¿Quién se murió, abuela?;

La perra, hijo, se comió una rata envenenada y se murió de tristeza porque tu tío se fue a Tijuana y yo me quedé sola; yo también ya me voy a morir, pero el viaje a Yucatán fue muy bonito, hubieras visto el cielo, ¿te acuerdas?; el licenciado nos dijo que vamos a perder la casa por el fraude que hizo tu abuelo cuando se fue con aquella mujer; a ver si con ella sí puede tener hijos, ya ves que conmigo no pudo, por eso volvió, porque mi padre decía que esto es un cuarto oscuro y que nunca vemos nada;

entonces un gesto que lo desconoce todo se le hacía en los ojos y me miraba intentando reconocerme y se avergonzaba de no saber con quién estaba hablando y me decía:

¿Qué se le ofrece?;

y todo volvía a empezar

o todo se mantenía en un continuo bucle, un túnel sin entrada ni salida

una hidra donde todas las cabezas se muerden

entre sí

garganta garras corazón.

Es difícil intuir cómo es posible que tanta información perviviera en su cabeza entrecruzándose de manera que su presente se ejercía como un mar opaco, un ojo de huracán desde donde ella podía verlo todo al mismo tiempo, sin sucesiones, sin causas ni efectos, sin que una ausencia condicionara las manifestaciones de otra presencia ya imposible entre nosotros.

Nunca supo, por ejemplo, que mi madre murió en agosto:

a veces me decía que recién fue a visitarla que la estaba esperando que discutieron y que tenían semanas sin hablarse que yo le explicara cómo estaba y qué hacía.

Durante un tiempo la hermana de mi madre se empeñó en decirle a la abuela que la hija mayor había muerto:

una vez estuve ahí, frente a la crueldad de la hija:

aparecí por la casa y fui a abrazar a la abuela, que no me reconoció:

la tía estaba de pie a nuestro lado y le explicó que yo era el hijo de mi madre y ella se alegró y me preguntó por su hija, la tía, a gritos como si estuviera sorda, riéndose como si no hablara del dolor, le contó que mi madre había muerto, que cómo era posible que no lo recordara:

se le hundieron los ojos y la boca

se le desapareció el semblante

creo que más que dolor sintió una vergüenza infantil, que en ese momento sus recuerdos presentes eran los de una niña que ha olvidado lo más importante, y estiró los brazos hacia mí y se echó a llorar como si no tuviera permiso para hacerlo

ocultando el rostro de la reprobación de la hija.

Luego descubrimos que la hermana de mi madre sometió a la abuela a aquella tiranía durante meses:

en determinadas horas, aunque no hubiese preguntado por nadie, la hija que le quedaba le hacía saber la noticia, siempre nueva para ella, de la muerte de mi madre. La abuela, que resentía las novedades como una ruptura de su condición, regresaba a este mundo nuestro donde encontraba la precariedad de lo ajeno.

La muerte la traía a este presente.

Todas las muertes son este presente.

Todas las muertes siguen ocurriendo hoy.

Durante esos meses, a la abuela se le moría, a diario, la primera hija.

La hermana menor de mi madre se había mudado a la vieja casa en el centro de la ciudad, donde todos crecimos, porque asumió que era ella quien debía prodigarle atenciones a la madre envejecida después de la muerte de la hermana mayor.

Ciertamente, la abuela necesitaba cuidados.

Un día, cuando nuestra madre fue a visitarla, atravesó la sala y el pasillo al aire libre, lleno de plantas que hacían sonar lo torrencial de la lluvia en los meses de la temporada, y la encontró a la abuela tirada en el suelo apenas afuera de la habitación, casi inconsciente:

tras ella un camino de sangre arrastrada la llevó a descubrir un objeto de cristal roto, causa de la herida en la pierna, allá en la cocina desde donde la abuela, después de caer, se arrastró intentando llegar a alguien.

Ahora pienso en lo que nuestra madre sintió en aquel momento y en lo que nosotros sentimos cuando ella murió:

la invisible caída

la sangre arrastrada

el fin de lo vivo.

Creo que a veces es la muerte la que nos hace miembros de la misma familia.

Ciertas formas de la muerte.

O específicas muertes con nombre y apellido.

A partir de entonces, a pesar de las constantes negativas de la abuela azuzada por la hija menor, se contrató a alguien que la acompañara siempre, y empezó a pasar casi todo el día en el sillón junto a la puerta del patio. La presencia lenta del tiempo se fue enredando en ella hasta que todo perdió su precisa consciencia.

Tal vez la caída, más allá del deterioro físico, algo tuvo que ver con el inicio del caos memorioso:

el arrastrarse por el paso central de la casa como por el tiempo, la imposibilidad de pedir ayuda, un sentirse por completo sola y vieja entre el matorral de las edades.

Del sillón en el borde del patio pasó a la silla de ruedas:

ya no parecía seguro que recorriera la casa por el propio pie, y la herida en la pierna, en esa piel delgada que caía en holanes sobre sus huesos, tardó tanto en curar que ella misma desistió de caminatas y ajetreos.

Después de una ausencia larga volví a la vieja casa del centro.

Sabía ya que la abuela se encontraba peor, que su condición no iba a mejorar, y estaba convencido de que no me reconocería. Creo que fui a verla más por un intento de recuperar ciertos rasgos lejanos de mi propio pasado que por intentar que ella encontrara en mí los sucesivos rostros de mi infancia.

Abrí la puerta de la calle como siempre, metiendo la mano por el ventanuco enrejado, y entré en la sala oscurecida. Más allá, en el fondo, un camino de luminosidad me fue llevando hasta el borde del patio, donde la abuela descansaba en la silla de ruedas:

no me reconoció, pero me saludó con la cordialidad con la que siempre trató a los desconocidos que pasaban por la calle cuando sacaba la poltrona y se sentaba a ver el transcurrir de la tarde.

Su cuerpo era un derrumbe:

en su mirada ya casi no había nada de ella,

nada de nosotros.

El patio, que se extendía unos pasos adelante como un desierto contenido, quebró todos mis recuerdos:

fueron las vecinas las que me explicaron que la hermana menor de mi madre, como si se tratara de una empresa fundamental para la supervivencia de la casa, por las noches regaba los árboles frutales con pesticidas y venenos que los fueron matando desde adentro, comiéndose las fibras y las nervaduras, hasta que el riesgo de que cayeran sobre el tejado de la casa obligó a que fueran talados:

no había ya más sombras, no había descanso para la vista:

el olor de los mangos y los arrayanes, de las mandarinas y el limonero, se había perdido por completo,

las palmas enanas, esos lagartos petrificados en la clorofila, ya no rozaban el suelo con las puntas de sus hojas:

quedaba una llanura de tierra seca, una consistencia de reptil, un cielo de amarilla calentura entrando por la puerta como un reflejo que le encrespaba el pensar a la abuela.

Primero se murieron los arbustos, las plantas pequeñas, las flores que vivían en macetas y pequeños huecos en la tierra, me dijeron;

Hubo preocupación, la posibilidad de una plaga, de algo que afectara a las pocas casas habitadas que quedaban en la calle Escobedo, pero la muerte no se propagó;

Luego empezaron a morirse los árboles: desde acá se veía cómo se iban cayendo las hojas, los brazos enteros y sus nidos: una lluvia de mangos verdes;

las vecinas me explicaron que temían que el desastre se extendiera a todo el barrio, pero un día, en el insomnio de una de ellas, mientras fumaba en el patio, escuchó el trajín al otro lado del muro que dividía las casas:

al asomarse vio a la hija menor de la abuela envenenando los árboles, tarareando una canción, escupiendo en el suelo porque tal vez los vapores se le metían en la garganta.

Ya algo habían sospechado desde antes,

no sobre la tía,

sino sobre la muerte:

meses atrás

desde que la hija menor vino a la casa de la abuela,

desde que los servicios de atención y cuidados fueron despedidos por ella misma

aparecían pájaros muertos, ratas, gatos, y las más religiosas vaticinaron el fin del mundo.

Ahora piensan que eran los primeros síntomas del envenenamiento de los jardines.

No entendí las razones de la hermana de mi madre para aquella aniquilación de plantas y animales.

Ella decía que los árboles se fueron secando solos, que la abuela no los cuidaba, que ya nadie se comía los mangos.

Creo que siempre hubo en ella, en la hija menor, una locura silenciosamente violenta.

Me di cuenta de que la abuela, en lugar de mirar hacia el patio, como antes, buscando entre las sombras a la perra de nuestra infancia, le daba la espalda a la puerta y fijaba la vista en los azulejos de la cocina, en una vitrina llena de objetos, en la puerta de su habitación.

Supe que lloraba durante la mayor parte del día

que le dolían los recuerdos

pero ella misma no conocía

el origen de su llanto

que en cada objeto de la casa anidaba una memoria como una mordida, que esa forma de vivir en el ahora todos los momentos del pasado no tenía descanso.

La casa, construida a principios del siglo anterior, era una ruina desde las vigas del techo hasta los cimientos:

lo vivo ahí dentro, durante mucho tiempo, habían sido la abuela, los árboles, los animales que venían buscando refugio y alimento, una memoria que encontrábamos siempre al entrar en las habitaciones llenas de telarañas y entre los objetos que a lo largo de los años, nosotros y tantos más que la visitaron, olvidamos ahí y que la abuela disponía por toda la casa como adornos

formas coaguladas del recuerdo.

No sé qué empezó a morirse primero:

si la casa

la abuela

los árboles

o todos nosotros.

Antes de su muerte, nuestra madre quería llevar a la abuela a una residencia porque ahí vivían algunas de sus primas, algunas vecinas, y los cuidados, sin duda, serían los adecuados. Pensaba ella que la abuela estaría mejor, que se animaría con el alboroto de otras voces, lejos de esa casa que se arruinaba

un cuerpo envenenado, una úlcera de cáncer.

Creo que mi madre entendió que ver el deterioro de la casa era, para la abuela, una forma de anticipar su propio destino.

Cuando ya habían muerto todos los árboles y no se escuchaba ningún pájaro, pensé que había llegado el instante último antes de la muerte de la abuela y la eventual caída de la casa.

Un día, sin embargo, me percaté de que algunos objetos estaban desapareciendo:

una máquina de escribir marca Remington, que era del bisabuelo y que estuvo durante décadas en el centro de su escritorio en una de las habitaciones; luego, tal vez uno a uno, desaparecieron todos los juguetes que alguna vez olvidamos; más tarde, pero no de forma voraz, sino despacio, como si un sueño los borrara del mundo, fueron faltando los retratos, los cuadros que colgaban de las paredes, los pocos libros.

Sin comprender del todo qué estaba pasando, pensé que nuestra madre tenía razón y que todo esto iba a desaparecer como si se lo tragara un futuro sin nombre.

Pensé también en nuestra perra, en la posibilidad de un comienzo lejano para todo esto.

Entonces un día, cuando ya comenzaba a caer la tarde, llegué de paso a visitar a la abuela y no la encontré en la habitación, no la encontré en la cocina, no respondió a los ruidos de mi llegada ni a mi voz:

desde el lindero de la puerta del patio la vi, allá en el fondo, donde ya no había árboles, sola, de pie, con la mirada tal vez clavada en el muro final de la casa

como si su deseo fuese el de atravesar

una membrana hecha con todo lo perdido.

Corrí hacia ella y ni siquiera cuando levanté la voz para llamarla giró la cabeza. La tomé del brazo sin que se espantara por la repentina presencia de alguien más y busqué la silla de ruedas que no apareció por ninguna parte.

La llevé de regreso a la habitación donde ya solamente quedaban la cama y la televisión encendida.

Después de esperar un rato a que se quedara dormida, pensé que mi madre tuvo razón y que lo mejor era llevarla a un lugar donde alguien la vigilara todo el tiempo, donde no tuviera que enfrentarse a ese hundimiento en el que se había convertido la casa de toda la vida y donde ella, prisionera, contemplaba sola el desfile de las desapariciones mientras la hija menor esperaba a que ella muriera.

Poco después apareció la hermana de mi madre.

Le conté lo que había pasado y no atinó a explicar:

A veces se escapa, dijo.

Pregunté sobre la falta de objetos, de muebles, la silla de ruedas, incluso volví a preguntarle sobre la muerte de los árboles y me atreví a decirle que las vecinas la habían visto, pasada la medianoche, envenenando todo el patio.

Es que ellas no me quieren, fue la respuesta.

La hermana menor de mi madre sonreía como si nada fuera serio, como si nada faltara en la casa, como si ningún cambio se hubiera operado en la abuela.

En pocas semanas, con la casa ya casi vacía, la abuela ya nos había olvidado a todos:

estaba ausente, acostada en la cama todo el día, mirando cómo se agrietaba el techo que tal vez se le vendría encima antes de que la alcanzara la muerte.

Era como si con la desaparición de cada objeto de la casa, cada objeto de su memoria, aunque enredada, también se marchara a la nada.

Qué difícil es comprender ese vergonzoso ideal de heroicidad que se le atribuye a la vejez.

Algunas semanas después tuve que irme de la ciudad.

Me despedí de ella pero ella no se despidió de mí.

A veces pienso en qué significa morir

o seguir viviendo

sin haber tenido la facultad de despedirme de ella o de mi madre.

Aún no he recibido la noticia de su muerte inminente, pero las vecinas me han dicho ya que desde hace pocos días los árboles de su patio ya empezaron también a secarse.

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