La corona de luz 1

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4

La marcha hacia Tipûmbue

Cuatro días de marcha pueden indudablemente hacerse eternos si se tiene prisa; así que, en cuanto despuntó el alba, Azrabul y Gurlok decidieron partir sin demoras. Se despidieron de Xallax y Auria, de forma, hay que decirlo, entre torpe y cómica. Tratándose de hombres, espontáneamente les hubieran dado a cada una un abrazo como para partirles las costillas; pero en el caso de mujeres, no sabían cómo manejar la situación. Así que comenzaron ensayando sonrisitas ridículas y tartamudeando frases incoherentes, hasta que finalmente ambas Sacerdotisas tomaron la iniciativa e hicieron un ceremonioso saludo militar llevándose la palma de su diestra a la altura del hombro izquierdo, en lo que, según ellas, era un gesto reservado a la oficialidad y también a cualquier persona digna del mayor de los respetos, por ejemplo, por su valentía. Azrabul y Gurlok quisieron devolverles el mismo saludo, y creían haberlo hecho bastante bien; pero Xallax y Auria reprimieron la risa al observarlos.

—Nos veremos muy pronto, machotes–dijo Xallax.

—¿Por qué? ¿Irán ustedes también a Tipûmbue?–preguntó Gurlok.

—Para nada–respondió Xallax–. Sólo es a la vez presentimiento y deseo.

—Además, si no calculo mal, llegarán ustedes más o menos para el inicio de las Festividades de Skritvar, que decididamente no nos gustan, aunque sin duda ustedes las encontrarán interesantes– terció Auria.

Aquí Azrabul, intrigado, hizo algunas preguntas que le fueron rápidamente respondidas por Xallax. Mientras tanto, Auria se acercó a Gurlok y le dijo algo en murmullos. Esto desató una tormenta de celos en el corazón de Azrabul, a quien no gustó nada pescar por segunda vez a su compañero secreteando con la mujer; y de repente pareció que era cosa de vida o muerte llegar cuanto antes a Tipûmbue y que había que apurar aún más la despedida, de modo que agradeció a Xallax sus explicaciones, se excusó por no disponer de más tiempo para seguir oyéndolas y apremió a sus compañeros a partir.

—¡Saluden de parte nuestra a Mulsît, a Orûf y a Mofrêm!–les gritó Xallax, cuando ellos ya estaban a cierta distancia–. ¡Muy especialmente a Mofrêm!

—¿Que saludemos a quiénes?–preguntó a su vez Gurlok, también a gritos. Y Xallax, repitió los extraños nombres, pero ahora la coreaba Auria, de modo que entenderles se volvía un lío, y sólo el nombre del tal Mofrêm quedó medianamente claro para el trío de viajeros.

—Vamos, tenemos todavía un buen trecho por delante–gruñó Azrabul, hoscamente.

Sin embargo, y a pesar de sus celos, a Azrabul, lo mismo que a Gurlok, le caían bien aquellas dos Sacerdotisas de la Madre Tierra. Sin exagerar, conocerlas había sido una experiencia fundamental en sus vidas, ya que, antes, ambos sentían instintivo horror hacia las mujeres y lo femenino en general, relacionándolas con la debilidad, la cobardía, la hipocresía y cuanto concepto nefasto diera vueltas por el universo; y creían que debían evitarlas para no amariconarse. Pero en lo sucesivo, ambos serían menos radicales en su concepto sobre la feminidad y dejarían de tratar a las mujeres como a masa formada en un mismo molde y de opinar sobre ellas a la ligera

—¿Qué fue lo tan gracioso de nuestro saludo?–preguntó Gurlok, intrigado todavía; y se dirigía a sus dos compañeros, pero a quien interrogó con la mirada fue a Amsil, por ser quien mayores posibilidades tenía de conocer la respuesta.

Pero Amsil tampoco lo sabía, ni había visto antes a alguien haciendo aquel saludo militar o cualquier otro. Auria y sobre todo Xallax no habían sabido cómo tratar a aquel muchacho silencioso y retraído, y se habían despedido de él con un simple adiós y aquella formalidad de desearle buena suerte; y él había replicado con un silencioso e inexpresivo movimiento de cabeza. Tampoco él había sabido cómo tratarlas a ellas. En general tenía un pésimo concepto de las mujeres, porque las jóvenes de su pueblo gustaban de los audaces sin importar que éstos fueran héroes o villanos; y pensaba, claro, que todas debían ser iguales. Xallax y Auria evidentemente no lo eran; tenían un aire mucho más noble y digno. Pero la verdad, Amsil las hubiera preferido tan bobaliconas y superficiales como las otras, así Azrabul y Gurlok no les habrían dedicado tanta atención. El único día pasado en compañía de las Sacerdotisas de la Madre Tierra se le había hecho interminable y casi angustiante. Se había sentido hecho a un lado por sus dos protectores. Además, a Gurlok y a Auria los había visto de reojo murmurando juntos quién sabía qué cosa acerca de él, y mirándolo de soslayo antes de seguir conversando en voz baja. Amsil prefería seguir ignorando el rumbo de ese diálogo en susurros; sospechaba que nada bueno se había dicho de él.

En consecuencia, lo mismo Azrabul que Amsil sentían alivio de alejarse de las dos Amazonas, y luego de un buen trecho se recompusieron las relaciones habituales entre el trío. A Amsil lo obligaban a avanzar a marchas forzadas, y Gurlok lo regañaba duramente por la más leve demora; pero cuando el chico ya no daba más y caía al suelo, con las piernas temblorosas y completamente falto de aliento, los dos gigantes corrían hacia él, lo felicitaban por lo bien que lo había hecho y uno de los dos lo llevaba sobre sus hombros. Amsil no entendía aquella conducta que le parecía tan contradictoria.

Así iban marchando a través del espeso bosque que luego iría de nuevo cediendo paso al matorral. Vivieron un tétrico momento en cierto punto en que la foresta se hacía especialmente cerrada, oscura e inextricable, con profusión de grandes enredaderas. Fue cuando se levantó un viento bastante fuerte. El potente bramido de las ráfagas no consiguió ahogar del todo otro ruido proveniente de lo más alto los árboles, que lucían apenas un incipiente follaje primaveral, pero cuyas ramas estaban de todos modos tapizadas de musgo, líquenes y enredaderas. Ninguno de los tres pudo identificarlo más que en forma vaga, pero sonó en parte metálico y en parte a fuerte crujido. Todos, automáticamente, alzaron las cabezas a un tiempo, y quedaron intrigados y un poco temeroso en el caso de Amsil, que iba montado a espaldas de Gurlok.

—Debe haber sido una rama partiéndose–sugirió Gurlok, aunque ni él mismo estaba del todo satisfecho con aquella teoría, que explicaba muy bien el crujido, pero no el sonido metálico.

Habían ya reiniciado la marcha cuando escucharon un segundo ruido a sus espaldas, como de algo que da un brinco en la hierba. Desde las advertencias de Xallax y Auria, los dos colosos se mantenían en constante alerta por si hubiera algo o alguien acechándolos; por lo que prefirieron investigar. Mientras Gurlok ponía en tierra a Amsil para moverse con mayor desembarazo si hubiera lucha, Azrabul efectuó un rápido examen del terreno y no tardó en encontrar un deteriorado guante de cuero correspondiente a una mano derecha, que enseguida comparó con su propia diestra. Desde ya que el guante se veía muy pequeño junto a aquella tremenda manaza.

Casi enseguida se oyeron de nuevo el crujido y el golpeteo metálico por encima de sus cabezas. Gurlok alzó la vista hacia el ramaje.

—Allí–indicó, lacónico.

Azrabul miró en la dirección indicada y vio una rama a medio partir, crujiendo bajo el peso de un bulto semiescondido bajo enredadera, pero no lo suficientemente para que el sol no lo iluminara en parte, arrancándole algunos destellos. Había algo metálico allí; qué exactamente, los dos gigantes no pudieron averiguarlo, porque en ese momento Amsil lanzó un grito medio reprimido, y se volvieron hacia él.

—Hay… hay una mano en ese guante–tartamudeó el chico, señalando la prenda de cuero, que había dejado caer al suelo al realizar tan macabro descubrimiento.

Azrabul y Gurlok se agacharon a un tiempo a recoger el guante, entrechocando accidentalmente sus cabezas al hacerlo. Gurlok se incorporó rumiando maldiciones y tocándose su adolorido cráneo, mientras Azrabul, frotándose el suyo entre quejas gruñidas, recogía al fin la prenda. Los dedos enormes escarbaron torpemente en su interior y sacaron, en efecto, los restos a medio momificar de una mano humana. Amsil no quiso ni mirarla, pero los dos colosos la contemplaron asombrados, como tomando nota de que en aquel extraño mundo los árboles fructificaran manos cadavéricas. Luego Gurlok alzó nuevamente la mirada, como en busca de más de tan apetitosa fruta.

—¡CUIDADO!–gritó de repente. Y como otro brusco ruido sugería que algo se les venía encima desde lo alto de los árboles, Azrabul no se hizo repetir la advertencia y lo acompañó en la rauda huida, cargando con Amsil, quien era muy lento en reaccionar.

Tuvieron tiempo de sobra para escapar, porque las enredaderas frenaban la caída de cualquier cosa que fuera aquello. Cuando al fin oyeron un notable estrépito, se volvieron y notaron un bulto informe sobre la hojarasca. Había una gran rama a medio secarse y partida desde su nacimiento a partir del tronco. Más tarde explicarían Azrabul y Gurlok muchos detalles que ignoraban entonces, pero que notarían cuando sus recuerdos modificaran aquella realidad pasada; como por ejemplo, que era obvio que la rama a medio partir había seguido un tiempo adherida al árbol, y la savia había continuado fluyendo por esa unión que se minizaba más y más con el tiempo.

De cualquier modo, la rama no era lo único que se había precipitado a tierra. Integraba un bulto informe medio camuflado por musgo, liquen y restos de enredadera. Al acercarse más, vieron lo que parecía un grotesco monigote o espantapájaros y un raro artefacto metálico que empezaba a oxidarse.

—Una vimâna–murmuró Amsil, en respuesta a la pregunta no formulada con palabras, pero patente en los rostros de Azrabul y Gurlok–. Estos son los restos de una vimâna: una máquina voladora. Ese era el piloto–añadió, titubeante, mientras señalaba lo que habían tomado por un monigote.

 

—Pero, ¿qué hacía ahí arriba?–preguntó Gurlok.

—Debió estrellarse contra un árbol y morir–contestó Amsil, incómodo. No le gustaba teorizar, pues temía equivocarse. Todos le habían dicho siempre que mejor les dejara a otros la tarea de pensar, y él consideraba que tenían razón. Pero Azrabul y Gurlok todo el tiempo le pedían su opinión sobre algo y a él lo aterraba que confiaran tanto en sus valoraciones. Prefería ni imaginar su reacción al advertir que habían confiado en los criterios del más necio de todos los necios posibles.

—Parece que era un guerrero–comentó Azrabul; porque el cráneo aún estaba cubierto por un casco.

—No creo. El casco debe ser para no romperse la crisma si uno está volando en un cachivache de éstos, aunque a este pobre tipo no le sirvió de nada–opinó Gurlok, y consultó a Amsil con la mirada.

—Generalmente llevan también otras protecciones, no sólo casco–confirmó el chico.

Y de repente se puso a llorar en silencio por aquel pobre y anónimo piloto de vimânas muerto de forma tan solitaria. Siempre había venerado lo mismo a las vimânas que a sus pilotos, un poco porque le parecían símbolos de esa libertad que a él tan vedada le estaba, y otro poco por la envidiable aura de seguridad y audacia que se desprendía de ellos. Tampoco eran tan frecuentes en el pueblo adonde él había nacido y donde se había criado. De hecho, allí nadie tenía vimânas, y sólo ocasionalmente se veía alguna cuyo piloto estaba allí de paso.

Se veía que Azrabul también estaba conmovido por el fin del infortunado piloto. Amsil aprovechó para pedir que enterraran aquellos restos momificados y parcialmente devorados por animales diversos. A Gurlok no le gustó mucho la idea, pero se rindió ante la presión conjunta de sus dos compañeros de viaje. Por otra parte, no había quedado mucho para sepultar, así que demoraron muy poco. Y durante el resto del trayecto, de vez en cuando, fue frecuente que Amsil alzara un índice hacia el cielo y dijera:

Vimânas.

Y veía a Azrabul y a Gurlok alzar sus toscos rostros hacia el cielo y seguir con la mirada aquellas curiosas máquinas voladoras, evidentemente seducidos por la idea de probarlas.

Por lo demás, de a poco los iba conociendo mejor y apegándose cada vez más a ellos porque, a pesar de las imprecaciones en rugidos para exigirle que avanzara más de prisa en tanto pudiera hacerlo, nunca había sido mejor tratado que ahora. Se preocupaban de que descansara y comiera bien. Desde su encuentro con Xallax y Auria, se turnaban los dos para montar guardia por las noches. Aquel a quien no le tocara el turno, dormía abrazado a Amsil; si lo oía tiritar de frío, acercaba su poderoso corpachón al de él para darle calor. A veces lo abrazaba más fuerte simplemente por espontáneo afecto. En esos momentos, Amsil se sentía inmensamente feliz, pero a la vez prefería disfrutar poco, seguro como estaba de que una dicha así no podía ser duradera. También era habitual que durante los descansos alguno de ellos, sobre todo Azrabul, lo observara extrañamente, como adorando a un ser superior. Amsil, al notarlo, alzaba la vista muy de soslayo; pero entonces brotaba del otro lado una sonrisa agridulce que lo cohibía y lo forzaba a bajar la mirada de nuevo.

Azrabul tenía en sus ojos, por lo general, una expresión cruel, diabólica casi, pese a lo cual se enternecía al dirigirse a Amsil. Su paciencia para con el chico parecía infinita. Era, de los dos gigantes, el que más cuidaba de no hacerle daño cuando lo abrazaba y el que, pese a ello, más se excedía en su efusividad. A Amsil no le importaba mucho cuánto le doliera el cuerpo luego, con tal de que lo abrazaran; pero de todos modos esa delicadeza de Azrabul, tan en disonancia con su aire feroz y sanguinario, le resultaba extraña. Azrabul era también el más fuerte, el más inclinado a la acción inmediata, el más impulsivo, el más obstinado, el que siempre iba a la vanguardia y habitualmente también el primero en advertir cuándo Amsil había alcanzado el límite de sus fuerzas, como también el primero en moverse para auxiliarlo; pero en esto lo común era que Gurlok le ganara de mano por hallarse más cerca. Difícil saber si era casualidad.

A diferencia de su compañero, Gurlok podía ser un tirano implacable, al menos durante la marcha. Su carácter se suavizaba durante las pausas y también cuando Amsil, agobiado, era incapaz de seguir por su cuenta.

Hacia el amanecer del cuarto día, el muchacho anunció, vencido:

—No puedo seguir adelante. No soy como ustedes. Me duelen los pies, me duelen las piernas; no doy más. Hagan lo que quieran–y bajó la cabeza, humillado.

El esperaba varios truenos por parte de Gurlok, los cuales habrían sido inútiles, pues ese día no podía dar un solo paso más, y eso era algo que ningún rugido, maldición, amenaza ni incluso paliza podía cambiar. Gurlok, sin embargo, se le acercó, le alborotó un poco el pelo juguetonamente y le dijo en tono suave:

—Todo tiene solución, no te preocupes. Ya sabes qué único servicio requerimos de ti hasta que lleguemos a Tipûmbue,

Porque no le exigían que los ayudara a cazar ni que montara guardia por las noches; pero durante los descansos se desfogaban sexualmente entre ellos, y entonces pretendían de él que estuviese alerta en prevención de cualquier posible peligro. También demandaban que su puesto de vigilancia estuviera muy cerca de donde ellos se entregaban a sus fogosos placeres, para poderlo auxiliar con prontitud si algo o alguien lo atacaba. A Amsil para empezar le asombraba que después de tanta marcha, que cuando el terreno lo permitía era, encima, al trote (y a menudo cargando uno de ellos con el peso adicional de Amsil, aunque siendo un muchacho tan escuálido no era problema para hombres tan fuertes), todavía les quedaran bríos para fornicar, para colmo de forma tan salvaje; porque más que un acto erótico, lo suyo parecía una lucha de osos. Esto al principio Amsil sólo lo imaginó en base a los ruidos que hacían, porque procuraba siempre darles la espalda, ya que tanto insistían en que se mantuviera cerca: un par de fieras hubieran sido mucho más silenciosas. Pero tanto gruñido y rugido a medias finalmente venció sus barreras morales, y varias veces espió por el rabillo de un ojo. Se espantaba menos por lo que veía que por lo que sentía al verlo.

—Deja que yo lo lleve esta vez–pidió Azrabul ese día que Amsil no estuvo en condiciones de marchar.

Parecían incansables ambos, y capaces de desafiar al clima más adverso. Su vitalidad era admirable y desconcertante, y parecía que a su ritmo podrían llegar incluso antes del cuarto día; pero en cambio demoraron más, porque el plazo estimado por Xallax y Auria era para quien llevara provisiones, y en cambio Azrabul y Gurlok debieron procurarse las suyas y las de Amsil. Y se complicaba, porque habían recibido instrucciones de las dos Sacerdotisas para no tomar presas cuya caza estuviera prohibida o que implicaran un enorme desperdicio de carne, en vista de que ellos no tenían mochilas o alforjas para llevarse lo que sobrara. A veces abatían apenas un animal pequeño para que comiera Amsil y ellos se contentaban con pelar huesos, tanta era la prisa por llegar a Tipûmbue y alcanzar a hablar con el Bibliotecario en Jefe antes de que se esfumaran de sus mentes los últimos recuerdos auténticos.

Se sintieron aliviados cuando al alba del sexto día divisaron a cierta distancia lo que sin duda eran los muros de una urbe importante, que creyeron, acertadamente, que sería Tipûmbue; pero cuando casi a mediodía alcanzaron las puertas, había una fila interminable de carros y gente de a pie esperando entrar. Unos soldados examinaban la caja de cada carro, pedían documentos, interrogaban exhaustivamente a todo el mundo.

—Me parece que más o menos en un mes lograremos entrar–observó Gurlok, quien cargaba con Amsil.

—Ni hablar. Adelantémonos un poco–propuso Azrabul; y añadió, dirigiéndose a Amsil–. Me temo que tendrás que bajar de ahí hasta que logremos entrar. Esto podría complicarse un poco.

Pero no hubo complicación. Se abrieron paso entre la muchedumbre pidiendo cortésmente permiso o en su defecto a los empellones. Algunos hombres se volvieron hostilmente hacia ellos buscando camorra, pero al ver la talla de aquel par de energúmenos y la mirada siniestra de Azrabul se ponían a tartamudear disculpas.

Así estuvieron por fin ante un grupo de ceñudos soldados revestidos de cuero, malla metálica y el reglamentario poncho rojo y negro que, en tono inseguro, les pidieron documentos. Antes de que Azrabul pudiera responder, lo hizo Gurlok, diciendo que tenían prisa por ver a Ude, el Bibliotecario en Jefe. Creía que quizás, si el tal Ude era un personaje tan importante, ese dato podría facilitarles mucho las cosas. Puede que efectivamente los haya ayudado, pero en realidad una estatura imponente, una colección de abultados músculos, un semblante temible y una espada al cinto constituyen excelente documentación para cualquier trámite, y en este caso todo eso venía multiplicada por dos.

Los soldados intercambiaron miradas de desconfianza.

—Muy bien: adelante–dijo al fin uno de ellos.

Pero cuando el trío cruzó la puerta, el que había hablado dijo a uno de sus camaradas:

—Son ellos. Ve a dar parte a Orûf–y añadió para sí: –. Así que el mensajero no mentía. Increíble.

Azrabul y Gurlok, demasiado lejos para oírlo, estaban exultantes; y entre carcajadas triunfales, alzaron y abrazaron a Amsil, quien sonrió tímido, pero feliz. Creían que la parte más difícil ya estaba hecha y que sería pan comido hallar la Biblioteca y entrevistarse con el Bibliotecario en Jefe. Quizás no habrían sido tan optimistas si hubieran sabido que llegaban a Tipûmbue en pésimo momento, bajo el reinado de un monarca inepto y en el transcurso de una polémica celebración religiosa.

5

El Huérfano en Tipûmbue

Pese a no ser la capital de Largen, Tipûmbue era desde hacía ya muchos años una ciudad muy cosmopolita, con comunidades vibolianas, guaraníes, mapuche, esrivijayanas, egipcias, cataicas, cipanguesas, congoleñas, pindorameñas, sakalavas, y ayitianas. En menor grado había también inmigrantes anahuaqueños, estrayenses, shambalienses, aotearoanos, achinedíes, tuvanos, punjabíes, bengalíes, khmers, sucutrinos, rapanui, garamantes, etc. La mayoría de estos extranjeros habían emigrado esperando encontrar en Largen mejores condiciones de vida que en sus países natales, esperanza no siempre recompensada. Muchos eran parte del creciente movimiento guleibi y habían gravitado naturalmente hacia aquella ciudad famosa por su mayor tolerancia a las sexualidades marginales. También había otros venidos inicialmente de paso para recabar información en la Biblioteca de Tipûmbue con la que completar estudios e investigaciones, pero que luego, cada uno por sus razones, se habían quedado en la ciudad. Cada oleada inmigratoria había hecho grandes aportes culturales y económicos a la ciudad, por lo que, a pesar de la creciente xenofobia venida de la mano del nuevo gobierno, en general se dejaba en paz a esas comunidades.

Irkham el Magnífico llevaba entonces dos años gobernando sobre Largen. Los felices tiempos en que los reyes hacían lo que querían y cortaban impunemente cuantas cabezas les vinieran en gana habían concluido desde hace siglos, por lo que un tirano que subiese al trono debía, o bien fingir astutamente obrar en interés de su pueblo, por crueles que fueran sus medidas, o disponer de un eficaz aparato represivo para sofocar sin pérdida de tiempo hasta el más insignificante conato de rebelión. Irkham recurría a ambas cosas, aunque el verdadero detentor del poder en el Reino era Rothmek: un detestable y cadavérico hechicero cuyos conocimientos sobre las artes negras incluían la capacidad de manipular las mentes. Así lograba que mucha gente, transformada en autómatas sin voluntad, aprobara incluso la más cruel medida que pudiera tomar Irkham, a la vez pelele del mago. Para su desgracia, sus embrujos y sus engañosos espejismos no funcionaban tan bien como él hubiese querido, pues el amor muchas veces se revelaba un potente contrahechizo, y la magia cesaba en un padre o una madre ante el llanto de un hijo hambriento; por lo que alrededor de la mitad de la población era inmune a tales conjuros. En consecuencia, el aparato represivo se volvía cada vez más necesario, y los líderes de la resistencia debían ser discretos si no querían desatar una guerra civil.

 

En ese momento se celebraban en Tipûmbue las Festividades de Skritvar, deidad extranjera abierta o secretamente venerada en todo el mundo por los gun: hombres que gustaban sexualmente de otros hombres. Durante estas celebraciones, que duraban diez días, solía haber cierto desenfreno y libertinaje resistido por un sector de la población, sobre todo por los adoradores de Elius, cuyos sacerdotes eran muy conservadores en materia sexual, por no decir represivos. Además, el culto de Elius no toleraba la adoración a otros dioses, así que a sus sacerdotes el tal Skritvar les hubiera caído mal de todos modos.

Ahora bien, la comunidad gun, numéricamente hablando, era muy importante en Tipûmbue, por lo que también lo eran las Festividades de Skritvar; y solían venir visitantes de otras ciudades e incluso de otros países a presenciarlas. Esto indignaba al clero de Elius, que cada año convocaba a sus fieles a repudiar la celebración. En su caso llegaban, ya que no de otros países, sí de otras ciudades cercanas, con el fin de impedir u opacar las Festividades. Eso generaba a su vez otra afluencia de gente, en este caso de las leibi, los biter y otras minorías sexuales aliadas de los gun. ¿Los adoradores de Elius querían guerra? La tendrían, y cómo.

Ajenos a este clima de odio político y religioso, que por supuesto exigía fuerte presencia policial en las calles, los comerciantes veían en las Festividades una oportunidad para compensar las habitualmente exiguas ventas del resto del año. En su mayoría, Skritvar y Elius les importaban un cuerno, así que algunos no tenían problemas en ofrecer a la vez –a escondidas, como si de un mercado negro se tratara– talismanes fálicos y productos afrodisíacos a los adoradores de Skritvar y amuletos para precaverse del mal a los fieles de Elius. Más abiertamente, estaban quienes vendían, sin distinción de clientela, provisiones, vestimenta –en este rubro eran muy requeridos los ponchos– y otros artículos de primera necesidad. Por último, estaban quienes vendían sólo a los fieles de Elius o a los de Skritvar los artículos que interesaban a cada grey; si bien, por ética comercial, preferían no agredirse entre sí y hasta ayudarse entre ellos, si bien a regañadientes, cuando las circunstancias lo requirieran. Así que en la feria de Tipûmbue, atestada como nunca de puestos, se respiraba un clima de relativa sensatez en medio del ambiente hostil; y hasta se daba el caso de que adoradores de Skritvar y de Elius se unieran por momentos en sus protestas contra los exorbitantes precios. No se vendería tanto como en años pasados, pero como acudirían muchos viajeros ricos, príncipes extranjeros incluidos, alguna ganancia se obtendría. Lo más probable era que también se produjeran hurtos y robos varios. Había en las atestadas calles grupos sospechosos que suscitaban comentarios temerosos en los paseantes; y ahora, más sospechosos que ningún otro en razón de su temible talla y su fiero aspecto, Azrabul y Gurlok, que intentaban no perder a Amsil entre la multitud mientras pedían instrucciones para llegar a la Biblioteca. Los puesteros abrían tamaños ojos al ser interrogados al respecto.

—¿¿¿Ver a Ude… a ese viejo agrio??? ¿¿¿En serio???... Bueno, usted sabrá–y daban las indicaciones solicitadas.

Pero tras el paso de Azrabul y Gurlok (a Amsil, en general, no le prestaban atención) se multiplicaban los comentarios:

—Grandes y feos como monstruos y ni deben saber leer o escribir. ¿Para qué quieren ir entonces a la Biblioteca?

—Son dos diablos que vienen a llevarse a los Infiernos a Ude, ese hereje.

—¿Por qué mejor no siguen de largo y se llevan a Rothmek y al Cabeza de Gato en vez de a Ude?

—No bromeen con eso. Mi primo trabaja en el Palacio de Justicia, y se rumorea allí que en no sé qué pueblo se habla de dos demonios salidos del Infierno a través de un cráter. Tienen que ser estos dos.

Y es que es muy difícil mantenerse en el anonimato cuando la estatura y corpulencia juegan tan en contra para ello.

Azrabul, Gurlok y Amsil, mientras tanto, se abrían paso como podían entre el gentío. Improba tarea: en algunos sitios las callejas eran extremadamente estrechas y la multitud se atascaba intentando en vano avanzar hacia una u otra dirección. Para colmo, Amsil, quien nunca antes había salido de su pueblo, veía en distintos puestos mercadería que atraía su maravillada atención: exoesqueletos de j’ba fofi2 congoleña, sangre de dragón sucutrina, jamu 3esrivijayano, especias exóticas, amuletos, artículos de vestir, manjares extranjeros. Azrabul y Gurlok se contentaban con recordarle suavemente que tenían prisa; y sin embargo, ellos mismos, por momentos, se demoraban mirando algo. Brevemente la primera vez, cuando llamó su atención un hombre moreno de poncho y gorra tapándole las orejas, a quien seguía con andar torpe un niño muy pequeño, que por lo visto recién empezaba a caminar.

—Venga, chango–le dijo el hombre, sonriendo y con voz dulce–. Venga con su tata, mi changuito.

Y alzando al niño, le besó la mejilla; y mientras lo hacía, guiñó un ojo a Azrabul y Gurlok, que hasta ese momento observaban la escena cual feroces demonios amansados por ángeles, y que devolvieron el guiño sonriendo extrañamente.

Luego Azrabul, sin dejar de sonreír, se volvió hacia Amsil, que lo observaba todo un poco más atrás.

—Venga, chango–le dijo, con la misma ternura empleada por el hombre al dirigirse a su hijo.

Amsil comprendió que algo casi sobrenatural acababa de suceder, aunque no supo qué. Se sintió extrañamente conmovido y acudió junto a los gigantes, que le hicieron un par de mimos paternales; y hubiera querido llamarlos Tata, pero no se animó.

Más adelante, una nueva demora, ya algo más prolongada, corrió por cuenta de Gurlok.

—Esperen un minuto–dijo–. No me fío de las indicaciones que nos dieron. Voy a preguntar allí–y señaló hacia uno de los puestos, atendido por una joven bastante bonita.

Pero era una excusa obvia, pues si de preguntar se trataba, había otros puestos más próximos.

Me abandonará–murmuró sombríamente Azrabul, viendo a Gurlok intercambiar sonrisas amables con la muchacha.

—¿Eh?–preguntó Amsil, pensando que le hablaba a él.

—Ahora le gustan las mujeres–contestó sombríamente Azrabul, señalando en dirección a Gurlok y la joven.

—Sólo se acercó a preguntar algo.

—Había otros puestos donde hacerlo, chango, y ¿no vio cómo trató de seducir a Auria? Yo los vi juntos varias veces, como aparte.

Amsil bajó la cabeza con aire triste.

—Sí, los vi–respondió–. Pero la cosa era conmigo.

—Será que querían llevarlo con ellos, chango–dedujo Azrabul, amargado.

—¿Y por qué querrían llevarme conmigo?

—Porque lo quieren.

—Sólo me tenían lástima.

Aquí Azrabul se impacientó por primera vez: Gurlok y él no le tenían lástima. Amsil contraatacó: la forma en que Gurlok y Auria lo habían mirado demostraba lo contrario. Azrabul rebatió con argumentos, Amsil refutó a su vez, y así fueron enredándose ambos en una especie de acalorada discusión de méritos para obtener el premio al Desdichado del Año. Así los encontró Gurlok al volver; y al enterarse qué se debatía tan enérgicamente, se puso furioso y prorrumpió en rugidos.

—¡¡¡UNO MÁS IMBÉCIL QUE EL OTRO!!!–gritó. Instintivamente, Amsil retrocedió de espanto, estremecido de horror ante semejante arrebato de cólera, y hasta el propio Azrabul se sobresaltó un poco–. Pero al menos el changuito tiene algo de razón, Auria y yo sí hablábamos de él esas veces que estuvimos juntos: ella me explicaba que haríamos bien en llevar a que un onironauta vea a Amsil. Un onironauta, un navegante de sueños–explicó ante la expresión interrogante de Azrabul–: una especie de mago que por un rato lo dormirá para ayudarlo.

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