Buch lesen: «El eterno silencio»
El eterno silencio
El eterno silencio
EDUARDO BLAUSTEIN
Dirección editorial: Silvia Itkin
Diseño de tapa e interior: Donagh / Matulich,
sobre diseño de colección Estudio ZkySky
Imagen de tapa: Verónica Morvillo.
© Eduardo Blaustein, 2020
© Obloshka, 2020
ISBN: 978-987-47899-0-7
Hecho el depósito que marca la Ley 11.723
Libro de edición argentina. Impreso en Argentina.
Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial
de esta obra sin previo consentimiento del editor/autor.
A Vero, en el alma de estas historias.
A hijas (siempre ligan).
Saludos a I. y a N.
Caricias a Hindi, Kuma y campos de los alrededores.
“Nuestros años de estrépito parecen
instantes en el seno del eterno silencio.
William Wordworsth, “Oda. Insinuaciones
de inmortalidad de temprana infancia”.
Citado por Arnold Toynbee en La vida
después de la muerte. Con Arthur Koestler y otros.
Lo peor no ha llegado
En tanto podamos aún decir:
“Lo peor es esto”.
William Shakespeare, El rey Lear
Niebla densa, cerrada.
El tipo en el centro de la niebla, sentado a una mesa enorme. Invisible. Nada alrededor, ni a un paso, ni a cien, sin que se distingan las copas de los árboles cercanos. No hay cielo. Masa homogénea semioscura, quieta. Es todavía de noche, raya el alba; hace frío. Últimos días del invierno.
El tipo sentado se imagina yendo hacia él. Abriéndose paso en la niebla, hendiéndola con un caminar de simio grande, de borceguíes pesados. Avanza desde el monte reconcentrado, maldito, dientes apretados. O es otro el que se acerca —y no él mismo— sigiloso, yendo en su búsqueda, un tercero. Él mismo u otro yendo hacia sí. Para provocarlo, para buscar pelea con pocas palabras. Para buscar revancha. No es importante. Nada tiene sustancia, piensa que se dice sentado a la mesa o lo piensa el otro yo desdoblado. Permanece rígido. Se imagina el avance en la niebla desde el monte lindante, emanada del campo escarchado, napas de distinta densidad.
Todavía no amanece. Alguien que camina en la oscuridad del monte, entre árboles espesos, sin linterna, quizá armado.
Oscuridad y piso duro. Humedad fría, olor acre de los pastizales, rumor del arroyo ahí nomás del rancho. Si alguien avanza, esa forma tropieza contra suelo irregular, enredándose en ramas. En la niebla va, en la nada. En la niebla que no resplandece porque no hay luz.
Amenaza el alba y con ella, formas. Luego un fondo voluminoso, una masa mayor. Alguien avanza hacia él, que está sentado, rígido, a la mesa cuya tapa es una gran lápida de mármol blanco amarillento, sobre patas curvas de roble. El tipo lo rumia así mientras pasan los minutos y una luz tenue intenta dar un primer contorno al mundo, todavía no a un horizonte. Comienzan a hacerse más nítidas las líneas que separan las napas de niebla. Troncos, monte, claros, ramas, formas globosas, espinas, nidos, telarañas que tiemblan. La masa sombría al fondo, pasando el claro grande que entorna la casa de material, o rancho, no son cerros. Son las copas de los árboles, monte que se va cerrando sobre la orilla del río.
Más cerca. Un hombre rígido ante una mesa enorme; una enorme mesa de mármol. Cosas, formas, volúmenes. Una higuera reseca inmensa, varias veces retorcida sobre sí misma. Las ramas viejas cayendo, haciendo de bóveda.
Para cuando canta el primer pájaro olvida lo que imaginaba. Si el que avanzaba hacia él —él mismo u otro— cargaba un machete o un 38. Olvida —amanece— que estaba pensando, sin mayor peso ni densidad, que esperaba desde la eternidad lo que fuera a pasar por haberse mandado tantas cagadas. Porque la cagó mal. Muy mal la cagó.
Siete y pico de la mañana. El amanecer tristísimo del invierno con niebla sobre tierra endurecida y pastizal blanco, cuando se necesitan eternidades para que tranquilice un horizonte.
El tipo —solo una campera sobre un pulóver deshecho de lana gruesa, puesto directamente sobre la piel— sigue rígido o congelado, alerta, las alpargatas de yute sobre la escarcha, dos pares de medias enrollados sobre el pantalón bombacha, comiendo un bizcocho de grasa tras otro; la otra mano crispada sobre el mate, la pava cerca.
Cuando vacía la bolsa de papel engrasado, se pone de pie. Patea el piso para sacarse el frío y desentumecer las piernas. Entra al rancho de material con la bolsa de papel vacía y el mate. Sale con la pava de agua hirviendo y se sube el cierre de la campera. Es un hombre alto, medianamente fornido, de barba entrecana mal llevada. Se ajusta un gorro de lana. Va hasta la furgoneta. Echa el chorro de agua caliente sobre el parabrisas para derretir el hielo. Repite la operación con la luneta. Pone en marcha el motor, el cebador abierto. Lo deja calentar diez, quince minutos. Sale un humo ferroso del caño de escape, recubierto de barro seco, atado con alambres.
Escupe humo y aceite el caño de escape bajo el alero precario del galpón. De las vigas cuelgan ganchos, tientos, cadenas, lámparas de ferrocarril, paraguas en desuso, cuerdas, aperos, salamines, el caparazón de una mulita, una pata de cordero, cueros de oveja. Más allá, un jaulón con gallinas y otro con tres conejos.
Otra forma cobra vida bajo la mesa enorme. Es un cordero de pocos días atado con una soga que va de una pata de la mesa a una pata del cordero.
El tipo vuelve al rancho. Sale con un biberón con leche tibia. Se acerca a la mesa. Tira de la soga. Le acerca el biberón. El cordero no aprende a tomar. Se lo mete en la boca de prepo. El cordero alcanza a lamerlo apenas, sin succionar. Entonces se lo quita. El cordero bala. El tipo amaga con darle el biberón y lo aleja. Amaga y lo aleja. El cordero vuelve a balar. El tipo le dice al cordero callate, la concha de tu hermana, y tira fuerte de la soga. La madre oveja llama de lejos, desde algún punto en la niebla que no se deshace. El tipo se reitera con la madre oveja fuera de cuadro: callate, la concha de tu hermana. Tira fuerte otra vez. El cordero queda despatarrado, sin coraje para ponerse de pie.
Queda con el biberón en la mano. Amanece, la niebla comienza a levantar apenas. El tipo abismado, ahora con la vista perdida en un hormiguero. El verano pasado el hormiguero creció, se infló al calor de un viejo chapón que perteneció a un tanque australiano, el chapón apoyado contra alambrado caído.
Deja al cordero atado. Sube a la furgoneta que carraspea. Pone primera, arranca, se va por el camino de tierra. La oveja sigue llamando.
***
Está trabajando calzado en alpargatas, los correspondientes bigotes de yute saliendo de las puntas, los agujeros correspondientes a la altura de las uñas gruesas verdosas que asoman, las de los dedos gordos. Los pies desnudos en las alpargatas, ya sin el doble juego de medias. El mismo pantalón bombacha verde, mal metida la camisa de trabajo manchada de aceite de máquina, una cuerda para atar el pantalón.
Trabaja inclinado sobre la mesa de mármol, bajo la cúpula de la higuera crapulosa. De tanto en tanto se mira con un carancho más bien imponente, inusual, que desde una rama intermedia también lo mira. Ojo, le dice al carancho, y se lleva el índice a un párpado inferior para enfatizar la advertencia. Mira hacia los costados, se yergue a veces. A la espera de algo, se rigidiza.
Seis y media de la mañana de otro amanecer de brumas, ahora en octubre dudoso. Más tibias las formas vaporosas, volutas sobre el arroyo ya menos oscuro, que discurre en silencio, fondos grises más claros. Elucubra que cuando la neblina se desplaza, conteniendo sus partículas de agua diminutas, es como si pudiera verse el aire, comprobarse de manera empírica la existencia del aire.
Lejos, un caballo, un colorado. Husmea la tierra y pasta. Por entreverse en la niebla parece más grande, más corpulento, recio, mitológico. Hoy sí —quizá— un cierto resplandor hará brillar rocío sobre los pastos ocres y blancos.
Sobre la mesa de mármol blanco amarillenta, mesa de disección, tiene al carpincho rajado en dos, bien abierto. El esternón aserrado, el cuerpo patas para arriba, los costillares rojos expuestos. Las vísceras ya fueron a parar a los perros; la sangre, a la tierra o con destino a morcillas. Varias cuchillas bien afiladas sobre la mesa, trapos, la chaira a un costado. Con una punta del cuchillo comienza a cuerear al animal por las patas.
A estas horas no hay moscas, el carancho mira, el tipo le repite: ojo con lo que hacés. La punta de la cuchilla hiende y rasga entre cuero grasiento y carne. A la vez corta y se desliza. Con precisión, tirando fuerte del cuero, lo va desprendiendo de a poco para sacarlo entero. Todo se vende, de algo hay que vivir. La mano gruesa traza mediante la cuchilla líneas que van de las patas al cuerpo, alguna otra irá del cuerpo al cuello. Veinte o treinta minutos de trabajo con el carancho en guardia y él atento a lo que pase en la nada, nada alrededor. Mirando a uno y otro lado a medida que avanza cuereando, balanceando el cuchillo por la empuñadura, afilando, entrecerrando los ojos cuando se yergue, queriendo discernir movimientos en la distancia, llevando las cuchillas de mano en mano, atento al movimiento de los perros, al tintineo de sus cadenas.
Si fuera para asarla, el tipo debería sacarle el tufo a la carne grasienta adobándola a lo bruto con limón, laurel, ajos, romero. Dejar el carpincho abierto una noche al sereno, siempre que no haya luna llena. Pero vive solo con los perros y vive de estas cosas. Hoy toca escabechar carpincho. Habrá que dejar enfriar la carne, quitar grasa cortando y raspando, deshuesar, trozar, meter los trozos hervidos ya parejos en agua, vinagre, hojas de laurel.
Los perros son dos dogos y hay un tercero, macho atigrado, de rayas rojas, que parece una hiena. O un tigre de Tasmania. Los tres perros lo miran de lejos, sentados en sus patas traseras, rectas las delanteras, las cabezas levantadas, estudiando los movimientos del tipo y echando muy de cuando en cuando un gemido, un pestañear, un revoleo melancólico de la cabeza, un trago de saliva y una lamida.
No tiene nombres para los perros. Les llama dogos a los dogos y hiena al macho atigrado, en cuya cabeza quedó impreso un rastro de bóxer.
El tipo resopla y putea. Aunque paciente y diestro, fue más fácil matar a tiros al carpincho, no tanto sacarlo del arroyo. Los jodidos son los jabalíes.
Va hasta el alero del galpón para buscar un gancho del que colgar al animal. Al quitarlo se balancea todo lo demás y choca: los otros ganchos, las cadenas, tres pájaros muertos atados de las patas coleccionados sin mayor razón o para la venta, tientos, las lámparas de ferrocarril, los paraguas viejos, dos cueros de oveja, los cráneos de esas mismas ovejas, uno con cuernos, otro no, aperos. Ya no hay salamines ni la pata de cordero. Más allá, la jaula de las gallinas. Comió uno de los tres conejos, vendió dos. El cordero que estaba vivo murió, nació débil y estúpido. La madre oveja pasta con otras veinte, el tipo abrió el corral —el piso barroso muy cagado— con la última estrella.
El rancho de material está en un claro grande entre un monte y el otro monte que se va cerrando contra el arroyo ancho. Rancho de piezas que se fueron sumando con los años y ocupantes muy anteriores. Paredes mohosas alguna vez pintadas de amarillo colonial, otras con revoque grueso, las más nuevas con ladrillo hueco al aire. Resbalan gotas frías de rocío por las ondulaciones de las chapas que hacen de techo. Piedras, neumáticos viejos, maderas grandes hacen peso sobre las chapas para el caso de viento fuerte o tornado. Parte del techo sobresale haciendo de galería torcida, inclinada sobre columnas de fundición. El terreno flojo cedió al peso del alero, el piso de cemento está agrietado, alguna pared está torcida, las cenefas desprendidas o colgando. El tipo tiene herraduras puestas sobre las paredes, por todas partes, buscando suerte.
Ahí nomás está el arroyo que para un lado y para el otro quiere fugar en meandros. Secciones de barranca fangosa erosionada. Lirios altos, ceibos, raíces al desnudo de árboles casi muertos, ramas de los tocones negros queriendo ascender, vivir. Por voluntad divina hay orejas de elefante, enredaderas que en un par de semanas darán campanitas azules o celestes, cortaderas, canutillos, juncos. A cincuenta pasos, tras una porción de terreno que desciende suave, un muelle de tres tablones, unos palos clavados en el agua, bote de madera.
Habrá que hervir los trozos parejos de la carne en agua con laurel, pimienta en grano, romero, sal gruesa. Esperará que hierva la carne de pie, mate en mano, yendo y viniendo, mirando hacia los cuatro puntos cardinales, atento a los movimientos que puedan hacer los perros o a sus ladridos y al caballo lejano que es suyo, el colorado, cuyos movimientos también sirven de alarma. Esperará que la carne se desarme y se desprenda del hueso. Hasta que llegue el momento de agarrar la olla más grande y saltear lo que haya: cebolla, cebolla de verdeo si consigue, morrones, ajos, ruedas de zanahoria. Todo irá con los trozos de carpincho ya hervidos, agua, vinagre, aceite.
El carpincho abierto cuelga del gancho y el gancho de una rama. Ahí van las moscas. Ahora el tipo se pone a hacer un fuego grande sobre el agujero de tierra habitual. Pondrá sobre el fuego una parrilla de rejas gruesas y sobre las rejas un tacho grande con agua. Hay métodos alternativos para evitar que la carne de carpincho en escabeche se descomponga una vez envasada. Opta por el más simple: hervir los frascos en agua, rociarlos con alcohol, meter el escabeche caliente. Si total su clientela son gauchos medio locos, los otros dementes oficiales, mucho más numerosos, y estatales mal comidos presuntamente a cargo de los dementes. Los estatales le pasan frascos de vidrio vacíos cuando al tipo se le acaban los de mermelada, los de aceitunas, los de café instantáneo, los de ajíes en vinagre. Las proveedurías de los dementes, o tarados, permanecen precarias, semivacías. Los almacenes más cercanos —si se los puede llamar así— están a treinta kilómetros. Se come lo que se pueda.
Terminó. Mira las cuchillas sobre la mesa de mármol manchada de grasa, donde quedaron restos de carne y charcos de sangre. Moscas. Mira a los perros, al carancho, al caballo-alarma. Mira a lo lejos esperando a alguien peligroso o a sí mismo. Elije una de las cuchillas. Sopesa el mango. Hace un juego de manos con el cuchillo bien afilado. Elige un tronco cercano, apunta, tira y lo clava de punta. El cuchillo queda retemblando tres segundos. El tipo se va al rancho para meterse en la cama. Serán unas cuantas horas, previa ingesta de caña, caña de marca Palanca. El carancho desciende con un suave planeo vertical a la mesa, alas desplegadas, con derecho al desayuno. Para cuando termine, el tipo estará olvidado de todo o peor. Hundido en su niebla, soñando su pasado, la tira inacabada de sus pecados.
***
Todavía es de noche en octubre bien avanzado y con niebla. Descalzo, con su pantalón bombacha, el torso desnudo, el tipo mea bajo las penúltimas estrellas. Otra vez se le metieron caballos del vecino. No es que escuche sus pasos ni que vea sus formas en la niebla. Ve por un instante el andar tranquilo de tres pares de luces encendidas en el espacio, los ojos de los animales espejando la linterna.
Hora del mate y casi la de abrir la tranquera del corral. Una de las pocas cosas del mundo que le gustan al tipo es abrir la tranquera. Una de las cosas que les gusta del mundo a las ovejas es verlo aparecer cuando amanece. Al tipo le gusta verlas amucharse contra alambrado y tranquera, escuchar el blando zapateo general de las pezuñas, inquieto, temblores de los cuerpos y breves trotes internos en la majada de los animales más jóvenes. También le gusta hacerlas sufrir, demorar la apertura, que desesperen. No siempre es por gusto. Es para saber si hubo alguna parición, si tal madre amamanta a tal cría, si una herida evoluciona bien o evoluciona mal, si está abichada. A veces, tras abrir la tranquera, si puede y es hábil, le mete una patada en el culo a la última en salir. En general gana la oveja dando saltos curvos de gacela perseguida, en versión más rústica.
El rancho, la casa, está repleto de cosas. Afuera, lo mismo. La habitación más vieja, la que hace medio siglo fue pintada por fuera de amarillo y por dentro de celeste patrio, hace de comedor, sala y dormitorio. Hay otra que hace de taller. Las demás son depósito de demasías.
Sobre una pared de la sala tiene pegada con chinches una lámina con una antigua estampa de Robinson Crusoe, el gorro de piel en la cabeza, seguido por su perro Rex. Es la única cosa que él haya pegado desde que ocupó hace años la casa, sin papeles. Todo lo que haya sobre las paredes —platito de porcelana, calendario, bisabuelos asturianos en retrato oval, cuadro con una casa en un campo y dos árboles, portada de Radiolandia, Boca campeón, virgen María, talla en madera del rostro de Martín Fierro—, todo fue puesto allí por ocupantes anteriores, fantasmas.
Hay una cocina económica, leños entre las patas de hierro, una estufa de pantalla conectada a una garrafa, un brasero, un hoyo multipropósito en el piso de cemento rodeado de adoquines y arriba una parrilla de alambre grueso.
Vida austera, enganchado a la luz, desde un poste lejano.
Ayer se subió de nuevo a la torre del tanque de agua con el viejo Winchester. Para ver la lejanía pero más para esperar el paso de la loca del camisón plateado. Todos o casi todos los días, a cierta hora, la loca del camisón plateado sonambulea en patas por el camino de tierra que dista unos cincuenta metros de la huella por la que se entra al campo donde vive. Es otra cosa que le gusta del mundo, trepar a la torre y mirar los campos. También esperar a la loca del camisón y dispararle desde cincuenta metros de distancia. Nunca sabe si le dispara a darle o a no darle, es una duda que tiene hasta que decide que la duda no tiene sustancia. Alguna vez un tiro levantó polvo cerca de las patas de la loca. El tipo, sin saber qué sintió o pensó, ido en remordimientos ambiguos, nuboso.
Ayer se subió a la torre y volvió a dispararle a la del camisón plateado. Después bajó y se subió a la furgoneta. Llegó a la tranquera, abrió el candado de la cadena, pasó con el coche, cerró el candado. Tomó por la huella, luego por el camino de tierra, kilómetro y medio hasta la ruta.
Hizo varios kilómetros por el pavimento resquebrajado de la ruta provincial, con más baches que remiendos de asfalto y pastizales altos donde hubo banquinas. Manejó fumando tabaco enrollado hasta tener que detenerse, quinientos metros después del arco de bienvenida, por la tropa de perros, ya cerca de los pabellones, los perros dueños de la pautas viales. Casi todos perros chicos, algunos medianos, siempre sentados o dormidos o caminando lento —pensando en sus asuntos— sobre el pavimento roto. Dueños de una paz interior envidiable, indiferentes a la bocina o al ruido del motor. Cada vez que el tipo va, los perros ni lo miran ni se mueven, aun cuando el vehículo se ponga de trompa contra la trompa del que sea. Diez minutos con el motor apagado, para ahorrar nafta. Quince a veinte perros desparejos echados en el pavimento roto, en ese punto, porque ahí es donde les dan comida los dementes, es la costumbre. Imposible esquivarlos con vehículo: a los costados de la ruta hay zanjas y si se los patea —además de que no está bien visto—, tiran tarascones en jauría con sencillo mal humor.
Eso es quinientos metros después del alto arco de bienvenida hecho en cemento y hierro, todavía erecto, entero, con sus nidos de horneros ocupados o vacantes, derruidos o no, babas del diablo, claveles del aire, restos de enredaderas. Las letras de bienvenida pintadas sobre el arco quedaron borradas, de un color ceniciento.
Antes y después del arco están caídos los carteles viales con sus destinos medidos en kilómetros ignotos, impactos de bala en la chapa oxidada. Los alambrados a los costados de la ruta están también caídos, los campos sin siembra, grises, pocos ranchos, alguna vaca, cardos. Siempre en su lugar, desmejorados, los tres autos incendiados. Finalmente los otros carteles en el ingreso a las construcciones. Hospital, guardias, puestos de vigilancia, depósitos, farmacia, garaje de las ambulancias, garaje para el personal médico, proveedurías, talleres, administración, los distintos pabellones, varias manzanas con casitas iguales, calles internas, la plaza central con sus esculturas de hierro y de cemento pintado, cardos, ortigas, pasto seco, tierra seca.
Puede que quede un centenar de personas sumando las distintas construcciones. Nadie hizo un censo.
Ayer el tipo estacionó cerca del pabellón 6 y antes de que se diera cuenta le abrió la puerta el mogo conocido, ya crecido, corpulento, de rutina sonriente. El mogólico lo saludó quitándose una boina vasca, mofletes rosados. El tipo lleva caramelos y otras tonterías —ejemplo: tortas fritas— para regalar cuando va. Qué hacés, Luisito, le dijo al mogo. Comenzó a caminar y se cruzaron dos en moto. Hembra babeando con alambres en los dientes y macho macrocefálico. Pararon, apagaron el motor, le preguntaron qué tal la vida. Él les preguntó qué tal ustedes. Se despidieron contentos.
Después siguió por una de las calles principales —los mástiles con sus restos de banderas a media asta— y luego por una interna, de camino al pabellón 6. Antes de entrar miró a lo lejos para comprobar que la niebla no terminaba de levantarse. Nunca. Encendió la linterna cuando ingresó al pabellón oscuro. Comenzó a subir las escaleras de cemento. Por cada primer y último peldaño, por cada piso del pabellón, una vela derramando sebo. Lo mismo en cada punta lejana de los corredores largos, lóbregos.
***
Cuando nada había sido creado la niebla no amanecía porque no amanecía nada. En las eras largas de la nada no existían caos, niebla, un mar quieto, un cielo calmo.
Esta es la relación de cómo todo, en el principio, era silencio. Sin espacio, sin tiempo. Todo inmóvil, callado. Vacía la extensión de la nada.
Nada existía. Ni la espera ni el estado de suspensión. No había nada junto ni lejos, nada que hiciera ruido, ni cosa que se moviera. No había niebla, oscuridad, luz. No había un Él. No existía un océano de causa, una primera causa, un primer móvil. Nada entonces que estuviera en pie; solo la nada en reposo. Nada que no era ni apacible ni inquieta, ni sola. Nada dotado de existencia. Nada debajo, nada sobre. La nada respiraba sin aliento, se bastaba a sí misma.
En la nada sin niebla nada resplandecía. Ausencia de luz.
***
Era la nada, comenzaron las eras, se sucedieron. Hasta que algo al fin se dispuso. Fueron tinieblas. Luego hubo una noche. En la noche, un corazón. Luego un golpe del corazón. Entonces una chispa de conciencia despertó en el espacio ciego. Una chispa y luego mil.
Eso señaló el final del primer mundo.
Lo que era homogéneo comenzó a disgregarse.
Luego amanecieron seres en sueño hacia el segundo mundo. La ascensión sería larga; larga y penosa. Nacían con un hambre vasta, esperaron eras con las funciones vitales programadas al mínimo. Aun en el sueño, supieron de aquel primer destello. Parecían comprender el sentido. Aun en el sueño, lloraban por hambre de a millones. Lloraban, imprecaban, soñaban odiar con precisión e impaciencia.
Se hizo en torno una neblina húmeda. Presintieron la luz, también el calor, más el hambre.
En lo oscuro, en el repliegue, en el sueño. La distancia entre el hambre y el calor era de setecientos años.
Aun inacabados o sin forma, en el trance de verse, percibir, nacer, odiar, dirigiéndose a la luz y al calor, dirigiéndose a la existencia, dijeron: ¿van a obedecer o será por la fuerza?
***
Siete y media de la mañana, noviembre.
Está guardando arandelas, tuercas, tornillos, pernos, todo material que encuentra en sus idas y vueltas, en cajitas de cartón etiquetadas en fina caligrafía azul. Encontró las cajitas en una oficina, violó la cerradura, pabellón 3. Analiza y va distribuyendo piezas en las cajitas con inusitada concentración, sobre la lápida de mármol blanco. Él en una punta sobre una banqueta, el carancho del tamaño inusual posado en la otra punta de la mesa enorme, los dos a la sombra de la higuera retorcida que, por carecer de hojas, más que sombra proyecta sobre el mármol —a falta de rayos de luz— difusas formas expresionistas, intrincadas, raíces negras en carbonilla.
La niebla permanece estanca y lo mismo el colorado, que solo mueve sus orejas. Dogo, Dogo y Hiena duermen encadenados, todo calmo. Deja lo que está haciendo y mira alrededor, se pregunta qué nuevo mal estará por hacer, qué mal le espera. Entonces ve las primeras hormigas amaneciendo. El montículo del hormiguero que el verano pasado creció al calor del chapón de zinc, el que perteneció a un tanque australiano, ha vuelto a la vida hace semanas. Entran y salen las hormigas. Hace semanas que trazaron sus avenidas sobre la superficie terrestre. Hay unos cuantos montículos de esos dentro y fuera de su campo. Mientras duró el invierno las hormigas permanecieron quietas, con sus funciones vitales programadas al mínimo.
El tipo se abisma en el montículo del hormiguero que crece. Su rumiar interno retrocede.
Evoca.
Estaba con sus hijos en el fondo de la casa anterior. Nada parecido a un jardín. Sí el taller y el galponcito de acumular demasías, más el entorno de variedades de cactus flacos contra las medianeras de ladrillo sin revoque, y no plantas, ni arbustos; menos césped o flores. Fondo de terreno de tierra seca y piedras, escombros de construcción, el alambre para colgar la ropa y cactus flacos, yuyos, ortigas. Ellos tendrían cuatro y seis años y él una lupa de bronce de buen aumento en la mano. Estaba en cuclillas, introduciendo un palito en una de las entradas de un hormiguero. El tipo se acuerda. Ve el pasado encapsulado en niebla y alrededor un marco rojo vibrante, un fulgor de peligro, de incendio y gritos infantiles, de otra vez la estoy cagando, de no me hago entender. O estos pibes son tan pelotudos que no me entienden o no tienen interés en nada.
Él los había estado llamando un rato largo a los gritos, muy divertido y abismado, en cuclillas ante el hormiguero, palito y lupa en mano. Hasta que de muy mala gana los pibes se acercaron más que nada a pedido —esforzado— de la madre.
No quiero, venían repitiendo los hijos, nena y nene, cuatro y seis años. Conocían la rutina.
Él les decía miren, miren.
Ellos no quiero, no quiero.
Pero miren, no pasa nada.
Miren qué le pasa a la hormiga.
Primero incineró una al calor del sol magnificado por la lupa.
Esta ya no pica, les dijo a los hijos. Nene y nena.
Luego agarró otra entre el pulgar y la yema. La hormiga tratando de zafar. Hormiga grande de las de culo colorado. La hormiga mandando señales de alerta desesperada a sus hermanas mediante emisión de feromonas y movimiento de sus antenas, quizá gritos.
Miren, volvió a decir y la nena, la menor, se tapó los ojos con una mano aunque entreabrió los dedos para mirar.
Miren, repitió, y le amputó una pata. Miren: hizo rodar el cuerpo de la hormiga entre las yemas del pulgar y la del índice, sin apretar.
¿Qué creen que le pasa por la cabeza? ¿Piensa? Les preguntó a los pibes: ¿siente?
Agarrá vos la lupa, le dijo al nene de seis, así pueden ver mejor.
Entonces apretó un poco más el cuerpo de la hormiga, ya retorciéndola entre los dedos.
¿Cómo sabemos si le duele o no le duele?
Miren qué maravilla, les dijo, lo que resiste esta criatura. Lo fuerte que es. Podría cargar un camión lechero. Es una bestia forzuda, así chiquita como parece.
Mientras la hormiga se contorsionaba entre los dedos, redesplegando una pata o una antena, les explicó: si yo la soltara ahora, aunque está medio estropeada, la hormiga les juro que después de pensarlo un ratito se pondría bien y seguiría lo más pancha, aunque puede que rengueando, pobre, orientándose por la luz del sol, por más que estuviera nublado. Una maravilla son, les dijo a los nenes, exaltado. La menor lagrimeaba callada. El tipo, mientras tanto, apuntaba con su índice grueso y nombraba las partes de una pata de hormiga. Arrancando desde el tórax, explicó, la pata del bichito tiene varias piezas engarzadas, como los huesos nuestros de la pierna: coxa, trocánter, fémur, tibia, un encastre de cinco tarsales. Uno les sirve para limpiarse las antenas.
Quiero ir con mamá, dijo la nena, aun sabiendo que podía ligarse la represalia. Ya va, dijo él, y repitió calmo y exultante, lejano y didáctico: uno les sirve para limpiarse las antenas y después, al final de la patita, tienen como un garfio para agarrarse de lo que sea. Por eso son buenísimas trepando. Les sonrió, cercano. El mayor lo miró con furia, la menor con espanto. Los dos se fueron a la cocina, el nene tomando a la hermana de la mano.
Los pibes ya no estaban y él siguió dando la clase, mayéutico, hablando solo. El asunto es: ¿cómo sabemos qué sienten? ¿Les duele? ¿Dicen ay por el dolor? Cuando le arranqué la pata, ¿la hormiga se sintió, no sé, atormentada?
La esposa lo miraba desde la ventana de la cocina, repasador en mano, mientras él seguía: ¿tienen alguna noción de la muerte? ¿La huelen? ¿Sienten dolor, el mal?
Cuál es el drama, le preguntó a la noche a su esposa. Todos los nenes, de chiquitos, juegan con hormigas, como jugaba yo de chico. Los pibes tienen que sentir curiosidad por el mundo. ¿Vos decís que estuve mal?
Ese recuerdo con sus hijos, encerrado en un marco de fulgor, en una cápsula de incendio.
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