Buch lesen: «Corazón: Diario de un niño», Seite 3

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—¡Al primero que toque a Nelle, le doy un golpazo que le hago dar tres vueltas!

Franti no hizo caso y recibió el golpazo y dio las tres vueltas, y desde entonces ninguno tocó más a Nelle. El maestro lo puso en el mismo banco de Garrón. Así se hicieron muy amigos, y Nelle ha tomado mucho cariño a su amigo. Apenas entra en la escuela, busca en seguida por dónde anda y no se va nunca sin decir: “¡Adiós, Garrón!”. Y lo mismo hace Garrón con él. Cuando a Nelle se le cae el lápiz o un libro debajo del banco, en seguida, para que no tenga el trabajo de agacharse, Garrón se inclina y les recoge, y después le ayuda a arreglarse el traje y a ponerse el abrigo. Por esto Nelle le quiere mucho, le está siempre mirando, y cuando el maestro lo celebra, se pone tan contento como si lo celebrase a él. Nelle, al fin tuvo que decírselo todo a su madre: las burlas de los primeros días, lo que le hacían sufrir, y después el compañero que lo defendió y a quien tomó tanto cariño: debe habérselo dicho por lo que sucedió esta mañana. El maestro me mandó llevar al director el programa de la lección media hora antes de la salida, y yo estaba en su despacho cuando entró la mamá de Nelle, y dijo:

—Señor director, ¿hay en la clase de mi hijo un niño que se llama Garrón? —Sí, hay —respondió el director.

—¿Quiere usted tener la bondad de hacerle venir aquí un momento, porque tengo que decirle algunas palabras?

El director llamó al portero y lo mandó al aula. Un minuto después llego muy asombrado a la puerta Garrón, con su cabeza grande y rapada. Apenas lo vio la señora corrió, a su encuentro le echó los brazos al cuello y le dio muchos besos en la cabeza, diciendo:

—¡Tú eres Garrón, el amigo de mi hijo, el protector de mi pobre niño; eres tú, querido, tú, hermoso!

Después busco precipitadamente en sus bolsillos y no encontrando nada en ellos, se arrancó del cuello una cadena con una crucecita y la colgó del de Garrón, por debajo de la corbata, y añadió:

—¡Tómala, llévala en recuerdo mío, querido, en recuerdo de la madre de Nelle, que te agradece y te bendice!

El primero de la clase

Viernes 25.

Garrón se atrae el cariño de todos; Derossi la admiración. Ha obtenido el primer premio. Será también el número uno de este año; nadie puede competir con él. Todos reconocen su superioridad en todas las asignaturas. Es el primero en aritmética, en gramática, en retórica, en dibujo; todo lo aprende sin esfuerzo; parece que el estudio es un juego para él. El maestro le dijo ayer:

—Has recibido grandes dones del Señor; no tienes que hacer más que no malgastarlos.

Es también, por lo demás, alto, guapo, tiene el cabello rubio y rizado; tan ágil, que salta sobre un banco sin apoyar más que una mano; sabe ya esgrima. Tiene doce años, es hijo de un comerciante; va siempre vestido de azul, con botones dorados; vivo, alegre, gracioso, ayuda a cuantos puede en el examen y nadie se atreve jamás a jugarle una mala pasada ni a dirigirle una palabra malsonante. Nobis y Franti solamente lo miran de reojo, y a Votino le rebosa la envidia por los ojos; mas parece que él ni lo advierte siquiera. Todos le sonríen y le dan la mano o un abrazo cuando da la vuelta recogiendo los trabajos de aquel modo tan gracioso y simpático. Y regala periódicos ilustrados, dibujos, todo lo que en su casa le regalan a él, todo le da siempre sin pretensiones, a lo gran señor y sin demostrar predilección por ninguno. Es imposible no envidiarle, no reconocer su superioridad en todo. ¡Ah!, Yo también, como Votino, lo envidio. Y siento una amargura, una especie de despecho contra él alguna vez, cuando me cuesta tanto hacer el trabajo en casa y pienso que a aquella hora ya lo tendrá él acabado muy bien y sin esfuerzo alguno. Pero después, cuando vuelvo a la escuela y lo encuentro tan bueno, sonriente y afable; cuando le oigo responder con tanta seguridad a las preguntas del maestro, qué amable es y cuánto lo quieren todos, entonces todo rencor, todo despecho lo arrojo de mi corazón y me avergüenzo de haberlos tenido.

Quisiera entonces estar siempre a su lado, quisiera poder seguir todos los estudios con él; su presencia, su voz, me infunden valor, ganas de trabajar, alegría, placer. El maestro le ha dado a copiar el cuento mensual que leerá mañana: El pequeño vigía lombardo. Él lo copiaba esta mañana y estaba conmovido con aquel hecho heroico que se le veía encendido el rostro, con los ojos húmedos y la boca temblorosa. Con gusto le habría dicho en su cara, francamente: “¡Derossi, tú vales mucho más que yo! ¡Tú eres un hombre a mi lado! Te respeto y te admiro”.

El pequeño vigía lombardo (cuento mensual)

Sábado 26.

En 1859, durante la guerra por el rescate de Lombardía, pocos días después de la batalla de Solferino y San Marino, ganada por los franceses y los italianos contra los austríacos, en una hermosa mañana de junio, una sección de caballería de Saluzo iba, a paso lento, por estrecha senda solitaria hacia el enemigo, explorando el campo atentamente. Mandaban la sección un oficial y un sargento, y todos miraban a lo lejos delante de sí, con los ojos fijos, silenciosos, preparándose para ver blanquear a cada momento, entre los árboles, las divisiones de las avanzadas enemigo. Llegaron así a cierta casita rústica, rodeada de fresnos, delante de la cual sólo había un muchacho como de doce años, que descortezaba una gruesa rama con un cuchillo para proporcionarle un botón; en una de las ventanas de la casa tremolaba al viento la bandera tricolor; dentro no había nadie; los aldeanos, izada la bandera, habían escapado por miedo a los austríacos. Apenas divisó la caballería, el muchacho tiró el botón y se quitó la gorra. Era un hermoso niño, de aire osado, con ojos grandes y azules, los cabellos rubios y largos; estaba en mangas de camisa y enseñaba el pecho desnudo.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó el oficial, parando el caballo—. ¿Por qué no has huido con tu familia?

—Yo no tengo familia –respondió el muchacho–. Soy huérfano. Trabajo al servicio de todos. Me he quedado aquí para ver la guerra.

–¿Has visto a los austríacos?

–No desde hace tres días.

El oficial se quedó un poco pensativo, después se apeó del caballo, y dejando los soldados allí vueltos hacia el enemigo, entró en la casa y subió hasta el tejado; no se veía más que un pedazo de campo. “Es necesario subir a los árboles”, pensó el oficial y bajó. Precisamente delante de la era se alzaba un fresno altísimo y flexible cuya cumbre casi se mecía en las nubes. El oficial estuvo por momentos indeciso, mirando ya el árbol, ya a los soldados; después, de pronto, preguntó al muchacho

—¿Tienes buena vista, chico?

—¿Yo? —respondió el muchacho—. Yo veo un gorrioncito aunque esté a dos leguas. —¿Podríass subir a la copa de aquel árbol?

—¿A la copa de aquel árbol, yo? En medio minuto me subo.

—¿Y sabrás decirme lo que ves desde allí arriba, si son soldados austríacos, nubes de polvo, fusiles, caballos? —Seguro que sí.

—¿Qué quieres por prestarme este servicio?

—¿Qué quiero? —dijo el muchacho sonriendo—. Nada. ¡Vaya una cosa! ¡Si fuera por los alemanes, entonces por ningún precio; pero por los nuestros... ¡Si soy lombardo!.

—Bien, súbete, pues.

—Espere que me quite los zapatos.

Se quitó el calzado, se apretó el cinturón, echó al suelo la gorra y se abrazó al tronco del fresno.

—Pero mira... —exclamó el oficial, intentando detenerlo como sobrecogido por repentino temor.

El muchacho se volvió a mirarlo con sus oros azules, en actitud interrogante.

—Nada —dijo el oficial—, sube.

El muchacho se encaramó como un gato.

—¡Miren delante de ustedes! —gritó el oficial a los soldados.

En pocos momentos el muchacho estuvo en la copa del árbol, abrazado al tronco, con las piernas entre las hojas, pero con el pecho descubierto. Su rubia cabeza resplandecía con el sol pareciendo oro. El oficial apenas lo veía; tan pequeño no se divisaba allí arriba.

—Mira hacia el frente y muy lejos –gritó el oficial.

El chico para ver mejor sacó la mano derecha, que apoyaba en el árbol, y se la puso sobre los ojos a manera de pantalla.

—¿Qué ves? —preguntó el oficial.

El muchacho inclinó la cara hacia él, y haciendo portavoz de su mano, respondió: —Dos hombres a caballo en lo blanco del camino.

—¿A qué distancia de aquí?

—Media legua.

—¿Se mueven?

—Están parados.

—¿Qué otra cosa ves? —preguntó el oficial después de un instante de silencio—. Mira a la derecha.

—Cerca del cementerio, entre los árboles, hay algo que brilla; parecen bayonetas –declaró el pequeño.

—¿Ves gente?

—No; estarán escondidos entre los sembrados.

En aquel momento, un silbido de bala agudísimo se sintió por el aire y fue a perderse a lo lejos, detrás de la casa.

—¡Bájate muchacho! —gritó el oficial—. Te han visto. Yo quiero saber más. Vente abajo. —Yo no tengo miedo —respondió el chico.

—¡Baja!... –repitió el oficial–. ¿Qué ves a la izquierda?

—¿La izquierda?

El muchacho volvió la cabeza a la izquierda. En aquel momento otro silbido más agudo y más bajo hendió los aires. El muchacho se ocultó todo lo que pudo.

—¡Vamos! —exclamó—; ¡la han tomado conmigo! La bala le había pasado muy cerca. —¡Abajo! —gritó el oficial con energía y furioso.

—En seguida bajo –respondió el niño–, el árbol me resguarda; no tema. ¿A la izquierda quiere usted saber?

—A la izquierda —respondió el oficial pero baja.

—A la izquierda —respondió el chico girando el cuerpo hacia aquella parte donde hay una capilla—, me parece ver...

Un tercer silbido pasó por lo alto, y en seguida se vio al muchacho caer, deteniéndose un punto en el tronco y en las ramas, y precipitándose después de cabeza con los brazos abiertos. —¡Maldición! —gritó el oficial acudiendo.

El chico cayó a tierra de espaldas y quedó tendido con los brazos abiertos, boca arriba; un arroyo de sangre le salió del pecho, a la izquierda. El sargento y dos soldados se apearon de sus caballos; el oficial se agachó y le separó la camisa: la bala le había entrado en el pulmón izquierdo.

—Está muerto —exclamó el oficial.

—¡No; vive! —replicó el sargento.

—¡Ah, pobre niño, valiente muchacho! —gritó el oficial— ¡Animo, ánimo!

Pero mientras decía “ánimo” y le oprimía el pañuelo sobre la herida, el muchacho movió los ojos e inclinó la cabeza: había muerto. El oficial palideció y lo miró fijo un minuto; después le arregló la cabeza sobre la hierba, se levantó y estuvo otro instante mirándolo.

También el sargento y los dos soldados, inmóviles, lo miraban; los demás estaban vueltos hacia el enemigo.

—¡Pobre muchacho! —repitió tristemente el oficial—. ¡Pobre y valiente niño!

Luego se acercó a la casa, quitó de la ventana la bandera tricolor y la extendió como paño fúnebre sobre el pobre muerto, dejándole la cara descubierta. El sargento acercó al lado del muerto los zapatos, la gorra, el botón y el cuchillo.

Permanecieron aún un rato silenciosos; después el oficial se volvió al sargento y le dijo:

—Mandaremos que lo recoja la ambulancia. Ha muerto como soldado, y como soldado debemos enterrarlo

Dicho esto, dio al muerto un beso en la frente y gritó

—¡A caballo!

Todos se aseguraron en las sillas, se reunió la sección y volvió a emprender la marcha. Pocas horas después, el pobre muerto tuvo los honores de guerra.

Al ponerse el sol, toda la línea de las avanzadas italianas se dirigía hacia el enemigo, y por el mismo camino que recorrió por la mañana la sección de caballería, caminaba en dos filas un bravo batallón de cazadores, el cual pocos días antes había regado valerosamente con su sangre el collado de San Martino. La noticia de la muerte del muchacho había corrido ya entre los soldados antes de que dejaran sus campamentos. El camino, flanqueado por un arroyuelo, pasaba a pocos pasos de distancia de la casa. Cuando los primeros oficiales del batallón vieron el pequeño cadáver tendido al pie del fresno y cubierto con la bandera tricolor, lo saludaron con sus sables, y uno de ellos se inclinó sobre la orilla del arroyo, que estaba muy florecida, arrancó las flores y se las echó. Entonces todos los soldados, conforme iban pasando, cortaban flores y las arrojaban al muerto. En pocos momentos el muchacho se vio cubierto de flores, y los soldados le dirigían todos sus saludos al parar. “¡Bravo, pequeño lombardo! ¡Adiós, niño! ¡Adiós rubio! ¡Viva! ¡Bendito seas! ¡Adiós!”.

Un oficial le puso su cruz roja, otro le besó en la frente, y las flores continuaban lloviendo sobre sus desnudos pies, sobre el pecho ensangrentado, sobre la rubia cabeza. Y él parecía dormido en la hierba, envuelto en la bandera con el rostro pálido y casi sonriente, como si oyese aquellos saludos y estuviese contento de haber dado la vida por su patria.

Los pobres

Martes 29.

“Dar la vida por la patria, como el pequeño lombardo, es una virtud; pero no olvides tampoco, hijo mío, otras virtudes menos brillantes. Esta mañana, yendo delante de mí cuando volvíamos de la escuela, pasaste junto a una mujer pobre que tenía sobre sus rodillas a un niño extenuado y pálido, y que te pidió limosna. Tú la miraste y no le diste nada, y quizá llevabas dinero en el bolsillo. Escucha, hijo mío. No te acostumbres a pasar con indiferencia delante de la miseria que tiende la mano, y mucho menos delante de una madre que pide limosna para su hijo. Piensa en que quizá aquel niño tuviera hambre; piensa en la desesperación de aquella mujer. Imagínate el desesperado sollozo de tu madre, si un día te dijera: “Enrique hoy no puedo darte ni un pedazo de pan”. O cuando yo doy unos pesos a un pobre, y éste me dice: “¡Dios le dé salud a usted y a sus hijos!”, tú no puedes comprender la dulzura que siento en mi corazón con aquellas palabras, y la gratitud que aquel pobre me inspira. Me parece que, con aquel buen presagio, voy a conservar mi salud y tú la tuya por mucho tiempo, y vuelvo a casa pensando: “¡Oh, aquel pobre me ha dado más de lo que yo le he dado a él! Pues bien, haz tú por oír alguna vez augurios análogos, provocados, merecidos por ti; saca de vez en cuando monedas de tu bolsillo para dejarlas caer en la mano del viejo necesitado, de la madre sin pan, del niño sin madre. A los pobres les gusta la limosna de los miles, porque no les humilla, y porque los niños, que necesitan de todo el mundo, se les parecen. He aquí por qué siempre hay pobres en la puerta de las escuelas. La limosna del hombre es acto de caridad, pero la del niño, al mismo tiempo, es caricia.

¿Comprendes? Es como si de su mano cayeran a la vez un socorro y una flor. Piensa en que a ti no te falta nada, mientras que a ellos les falta todo; mientras que tú ambicionas ser feliz, ellos con vivir se contentan. Piensa que es un honor que en medio de tantos palacios, en las calles por donde pasan carruajes y niños vestidos de terciopelo, haya mujeres y niños que no tienen qué comer. ¡No tener qué comer, Dios mío! ¡Niños como tú, como tú, buenos; inteligentes como tú, en medio de una gran ciudad no tienen qué comer, como fieras perdidas en un desierto! ¡Oh, Enrique; no pases nunca más delante de una madre que pide limosna, sin dejarle una ayuda en la mano!”

Tu padre.

Diciembre

El comerciante

Jueves 1o.

Mi padre quiere que cada día de fiesta haga venir a casa uno de mis compañeros, o que vaya a buscarlo para hacerme poco a poco, amigo de todos. El domingo fui a pasear con Votino; aquel tan bien vestido, que se está siempre arreglando y que tiene tanta envidia de Derossi. Hoy ha venido a casa Garofi; aquel alto y delgado, con la nariz de pico de loro y los ojos pequeños y vivos, que parecen sondearlo todo. Es hijo de un boticario. Es muy original; cuenta muy de prisa con los dedos, y verifica cualquier multiplicación sin necesidad de tabla pitagórica. Hace sus economías, y tiene una libreta de la Caja de Ahorros escolar. Es desconfiado, no gasta nunca un centavo, y si se le cae una moneda debajo del banco, es capaz de pasarse la semana buscándola. “Es como la urraca”, dice Derossi. Todo lo que encuentra, plumas gastadas, sellos usados, alfileres, cerillas, todo lo recoge. Hace más de dos años que colecciona sellos y tiene ya centenares de todos los países, en su gran álbum, que venderá después al librero cuando esté completo. Entretanto, el librero le da muchos cuadernos gratis porque le lleva los niños a la tienda. En la escuela está siempre traficando; vende, hace loterías y subastas; después se arrepiente y quiere sus mercancías; compra por dos y vende por cuatro; vende los periódicos atrasados al quiosquero y tiene un cuaderno donde anota todos sus negocios. En la escuela sólo estudia aritmética; y si ambiciona premios, no es más que por tener entradas gratis en el teatro guiñol. Me gusta y me entretiene. Hemos jugado a hacer una tienda con las pesas y las balanzas; él sabe el precio exacto de todas las cosas, conoce las pesas, hace muy rápido y bien los cartuchos y paquetes como los tenderos. Dice que apenas salga de la escuela, emprenderá un negocio, un comercio nuevo, inventado por él. Ha estado muy contento porque le he dado sellos extranjeros y al punto, me ha dicho en cuánto se vende cada uno para las colecciones. Mi padre, haciendo como que leía el periódico, le escuchaba y se divertía. Siempre lleva los bolsillos llenos de sus pequeñas mercancías, que cubre con una larga capa negra, y parece que está continuamente pensativo y muy ocupado, como los comerciantes. Pero lo que le gusta más que todo es su colección de sellos, éste es su tesoro, y habla siempre de él como si debiese sacar de aquí una fortuna. Los compañeros le creen avaro y usurero. Yo no pienso así. Le quiero bien; me enseña muchas cosas y me parece un hombre. Coreta dice que Garofi no daría sus sellos ni por la vida de su madre. Mi padre no lo cree: “Espera aún para juzgarle, tiene la pasión por los sellos, pero su corazón es bueno”.

Vanidad

Lunes 5.

Ayer fui a pasear por la Alameda de Rívoli con Votino y su padre. Al pasar por la calle Dora Grosa vimos a Estardo, el que se incomoda con los revoltosos, parado muy tieso delante del escaparate de un librero, con los ojos fijos en un mapa, porque él estudia hasta en la calle, ni siquiera nos saludó el muy grosero. Votino iba bien vestido, quizás demasiado: llevaba botas de cuero fino con sombrero de castor blanco y reloj. Pero su vanidad debía parar en mal esta vez. Después de haber andado buen trecho por la calle, dejando muy atrás a su padre, que caminaba despacio, nos paramos cerca de un asiento de piedra junto a un muchacho modestamente vestido que parecía cansado y estaba pensativo, con la cabeza baja. Un hombre, que debía ser su padre, paseaba bajo los árboles leyendo un periódico. Nos sentamos. Votino se puso entre el otro niño y yo. De pronto se acordó de que estaba bien vestido, y quiso hacerse admirar y envidiar de nuestro vecino. Levantó un pie, y me dijo:

—¿Has visto mis botas nuevas?

Lo decía para que el otro las mirara, pero éste no se fijó. Entonces bajó el pie y me enseñó las borlas de seda, mirando de reojo al muchacho, añadiendo que no le gustaban y que las quería cambiar por botones de plata. Pero el chico no miró tampoco.

Votino, entonces, se puso a jugar, dándole vueltas sobre el índice a su precioso sombrero de castor blanco; pero el niño parecía que lo hacía a propósito; no se dignó dirigir siquiera una mirada al sombrero.

Votino empezaba a exasperarse, sacó el reloj, lo abrió y me enseñó la máquina, y el vecino, sin volver la cabeza.

—¿Es plata sobre dorada? —le pregunté.

—Es de oro.

—Pero no será todo de oro —le dije—: habrá también algo de plata.

—No, hombre, no —replicó.

Y para obligar al muchacho a mirar, le puso el reloj delante de sus ojos, diciéndole:

—Tú, mira; ¿no es verdad que es todo de oro?

El chico respondió secamente:

—No lo sé.

—¡Oh, oh!... —exclamó Votino, lleno de rabia—. ¡Qué soberbia!

Mientras decía esto llegó su padre, que lo oyó; miró un rato fijamente a aquel niño, y después dijo bruscamente a su hijo:

—Calla —e inclinándose a su oído, añadió—: ¡Es ciego! Votino se puso de pie de un salto, y miró la cara del muchacho. Tenía las pupilas apagadas, sin expresión, sin vida.

Votino se quedó anonadado, sin palabra, con los ojos en tierra. Después balbuceó:

—¡Lo siento, no lo sabía!

Pero el ciego, que lo había comprendido todo, dijo con una sonrisa breve y melancólica:

—¡Oh, no importa nada!

Cierto que es vano, pero no tiene en manera alguna, mal corazón Votino. En todo el paseo no volvió a reír.

La primera nevada

Sábado 10.

¡Adiós paseos a Rívoli! ¡llegan las primeras nieves! Ayer tarde, a última hora, cayeron copos finos y abiertos, como flores de jazmín. Era un gusto esta mañana en la escuela ver nevar contra los cristales y amontonarse sobre los balcones; también el maestro miraba y se frotaba las manos; y todos estaban contentos pensando en hacer pelotas, en la nieve que vendría después, y en la chimenea de la casa. Únicamente Estardo no se distraía, completamente absorto en la lección y con los puños apoyados en las sienes. ¡Cuánta alegría hubo a la salida! Salimos a la desbandada por las calles, gritando y charlando, agarrando pelotones de nieve y zambulléndonos dentro. Los padres que esperaban fuera ya tenían los paraguas blancos, los guardias municipales también blancos sus quepis, nuestros bolsones se pusieron blancos en seguida. Todos parecían en delirio, fuera de sí, hasta Precusa, el hijo del forjador, aquel pálido que nunca se ríe, y hasta Roberto, el que salvó al niño del ómnibus, el pobrecillo saltaba con sus muletas. El calabrés que no había tocado nunca nieve, hizo una pelota y se puso a comérsela como un durazno. Crosi, el hijo de la verdulera, se llenó de nieve el bolsón, y el albañilito nos hizo desternillar de la risa cuando mi padre le invitó a venir mañana a casa; tenía la boca llena de nieve, y no atreviéndose a escupirla ni a tragársela, se quedó atónito mirándonos, sin responder. También las maestras salían de la escuela corriendo y riendo. Hasta mi maestra de primero ¡pobrecilla!, corría atravesando la nieve, preservándose la cara con su velo verde, y tosiendo. Mientras tanto, centenares de muchachas de la escuela vecina pasaban chillando y pisoteando sobre aquella blanca alfombra, y los maestros, los porteros y los guardias gritaban: “¡A casa, a casa!”, tragando copos de nieve y quitándosela de los bigotes y de la barba. Pero también ellos se reían de aquella turba de muchachos que festejaban el invierno...

***

“...Festejar el invierno; pero hay niños sin pan, sin zapatos, sin lumbre. Hay millares que bajan a las ciudades después de un largo camino, llevando en sus manos doloridas, un pedazo de leña para calentar la escuela. Hay centenares de escuelas casi sepultadas en la nieve, desnudas y oscuras como cavernas, donde los chicos, ahogándose por el humo, castañeteaban de frío, mirando con terror los blancos copos que caen sin cesar y que se amontonan sin descanso. Ustedes, niños, festejan el invierno. ¡Piensen en los miles de criaturas a quienes el invierno trae la miseria y la muerte!”

Tu padre.

El albañilito

Domingo 11.

El albañilito ha venido hoy de cazadora, vestido con la ropa de su padre, blanca todavía por la cal y el yeso. Mi padre deseaba que viniese, aun más que yo. ¡Cómo le cae bien! Apenas entró, se quitó su viejísimo sombrero, que estaba todo cubierto de nieve, y se lo metió en un bolsillo; después vino hacia mí con aquel andar descuidado de cansado trabajador, volviendo aquí y allá su cabeza, redonda como una manzana, y con su nariz roma; y cuando fue al comedor dirigiendo una ojeada a los muebles, fijó sus ojos en un cuadrito que representa a Rigoletto, un bufón jorobado, y puso la cara de hocico de conejo. Es imposible dejar de reírse al vérselo hacer. Nos pusimos a jugar con palitos; tiene una habilidad extraordinaria para hacer torres y puentes, que parece se están en pie por milagro, y trabaja en ello muy serio, con la paciencia de un hombre. Entre una y otra torre me hablaba de su familia. Viven en una buhardilla; su padre va a la escuela de adultos, de noche, a aprender a leer; su madre no es de aquí. Parece bien resguardado del frío, con la ropa muy remendada y el lazo de la corbata bien hecho y anudado por su madre. Su padre, me dice, es un hombretón, un gigante que apenas cabe por la puerta, pero es bueno, y llama siempre a su hijo “hocico de liebre”; el hijo, en cambio, es pequeñín...

A las cuatro merendamos juntos, pan y pasas, sentados en el sofá, y cuando nos levantamos, no sé por qué, mi padre no quiso que limpiara el espaldar que el albañilito había manchado de blanco con su chaqueta; me detuvo la mano y lo limpió después él sin que lo viéramos. Jugando, al albañilito se le cayó un botón de la cazadora, y mi madre se lo cosió: él se puso colorado, y la veía coser, muy admirado y confuso, no atreviéndose a respirar. Después le enseñé el álbum de caricaturas, y él, sin darme cuenta, imitaba los gestos de aquellas caras, tan bien, que hasta mi padre se reía. Estaba tan contento cuando se fue se olvidó de ponerse el andrajoso sombrero, y al llegar a la puerta, para manifestarme su gratitud, me hizo otra vez la gracia de poner el hocico de liebre. Se llama Antonio Rabusco y tiene ocho años y ocho meses...

***

“¿Sabes, hijo mío, por qué no quise que limpiaras el sofá? Porque limpiarlo mientras tu compañero lo veía, era casi hacerle una reconvención por haberlo ensuciado, y esto no estaba bien; en primer lugar, porque no lo había hecho de adrede, y en segundo, porque lo había manchado con ropa de su padre, que se le había enyesado trabajando; y lo que se mancha trabajando no ensucia; es polvo, cal, barniz, todo lo que quieras, pero no suciedad. El trabajo no ensucia. No digas nunca de un obrero que sale de su trabajo ‘Va sucio’, debes decir: ‘Tiene en su ropa las señales, las huellas del trabajo’. Recuérdalo. Quiere mucho al albañilito; primero, porque es compañero tuyo, y, además, porque es hijo de un obrero.”

Tu padre.

Una bola de nieve

Viernes 16.

Sigue nevando, nevando. Sucedió un accidente desagradable esta mañana al salir de la escuela. Un grupo de muchachos, apenas llegaron a la plaza, se pusieron a hacer pelotas con aquella nieve acuosa que las hace sólidas y pesadas como piedras. Mucha gente pasaba por la acera. Un señor gritó: “¡Alto, chicos!”, y precisamente en aquel momento se oyó un grito agudo en la otra parte de la calle; se vio un viejo que había perdido su sombrero y andaba vacilante, cubriéndose la cara con las manos, y a su lado un niño que gritaba: “¡Socorro, socorro!” En seguida acudió gente de todas partes. Le había dado una bola de nieve en un ojo. Todos los muchachos corrieron a la desbandada, huyendo como saetas. Yo estaba ante la librería donde había entrado mi padre, y vi llegar a la carrera a varios compañeros míos que se mezclaron entre los escaparates: eran Garrón, con su acostumbrado panecillo en el bolsillo, Coreta el albañilito y Garofi el de los sellos. Mientras tanto, se reunió gente alrededor del viejo y los guardias corrían de una parte a otra, amenazando y gritando: “¿Quién ha sido? ¿Quién? ¿Eres tú? di quién ha sido...” Y miraban las manos de los muchachos para ver si las tenían humedecidas de la nieve. Garofi estaba a mi lado; reparé que temblaba mucho, y estaba pálido. “¿Quién es? ¿Quién ha sido?”, continuaba gritando la gente. Entonces vi a Garrón que dijo por lo bajo a Garofi:

—Anda, ve a presentarte; es una villanía dejar que sospechen de otro.

—¡Pero si no lo hice de adrede! —respondió Garofi, temblando como una hoja.

—No importa, cumple con tu deber —contestó Garrón.

—¡No tengo valor para confesarlo!

—Anímate, yo te acompaño.

Y los guardias y la gente gritaban cada vez más fuerte:

“¿Quién es? ¿Quién ha sido? Le han metido un cristal de sus lentes en un ojo.

Le han dejado ciego”.

Yo creí que Garofi caía en tierra.

—Ven —le dijo resueltamente Garrón—; yo te defiendo.

Y tomándole por un brazo lo empujó hacia delante, sosteniéndole como a un enfermo. La gente lo vio y comprendió en seguida, y muchos corrieron con los puños levantados. Pero Garrón se puso en medio, gritando:

—¿Qué van a hacer diez hombres contra un niño? Entonces se detuvieron, y un guardia municipal apresó a

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