El nido verde

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El nido verde
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Edith Bello

El nido verde / Edith Bello. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-0831-7

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

Imagen de portada: Adriana Czubarko.

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Mi gratitud a las maestras y maestros del camino,

que en sus diferentes formas y manifestaciones,

me han acompañado de manera constante en esta travesía

y en ocasiones me salvaron de mi misma.

Primera Parte

Y será el tiempo en que tome camino,

en que desate mi rostro y suelte mi sobrecarga.

Libro de Chilam Balam

A manera de prólogo

Llegué al mundo en un mes de diciembre, pocos días antes de la Navidad de los sesenta. Muchos años después pude saber que nací casi asfixiada por el temor de mi madre a dar a luz. Desde el inicio la muerte estuvo cerca de mí. Con la primera inspiración supe que nos dirigíamos hacia el final. Cada día me despertaba con esa certeza y me desesperaba que los demás no lo vieran. Éramos finitos y el gran desafío era hacernos eternos mientras estuviéramos aquí. Sentía que vivía en un mundo de zombis. Me espantaba la rutina y mi peor pesadilla era quedar atrapada en ese mecanismo de repetición automática. Era una niña, pero podía distinguir con claridad lo falso de lo verdadero. Escapaba del mundo artificial y me refugiaba en el silencio de la naturaleza. Allí no había engaños ni artilugios. Pensaba que si Dios existía, habitaba en el corazón de una semilla. Podía ver la magia germinar en una planta, en una flor o en una fruta.

A muy corta edad ciertos hechos me demostraron que no estaba equivocada respecto a mi sensación de vivir en un mundo anestesiado. Observaba con dolor que algunos sostenían con tremendo esfuerzo su propia condena a muerte. Llegué a cumplir los veinte años habitando en el limbo de los que no encuentran su lugar. Y practicaba la fuga como acto de salvación. En mi juventud encontré en el arte, especialmente la escultura, un breve momento de encuentro conmigo misma. Fue una señal que comprendí, pero no logré seguir cuando el rumbo de mi vida cambió. La guerra de Malvinas en 1982 aceleró un proceso que podría haberse demorado. De un día para otro migré de la pampa gringa a la selva misionera donde pensaba que podía encontrar un nuevo paraíso. Era una provincia en el noreste del país que limitaba con dos países vecinos, Brasil y Paraguay. Surcada por dos ríos caudalosos, el Paraná y el Uruguay. Con una flora y fauna exuberantes que recordaban al edén. Pero otro suceso desdichado me puso nuevamente en contacto con lo destructivo. Mi hermana mayor, Olga, murió a los treinta y tres años de una enfermedad autoinmune. Comprendí entonces que la muerte estaba muy cerca y que ya no podía continuar escabulléndome. Tuve que salir de mi refugio de manera urgente e inicié un camino de indagación para comprender cómo funcionaba lo inconsciente. En esa búsqueda una prestigiosa profesional diagnosticó lo que me sucedía. Al parecer yo padecía de algo llamado “hiperconciencia de la muerte” y me derivó a un psicoanalista. Los años de terapia sostenida me ayudaron a revisar mi historia familiar, mi árbol genealógico y descubrir cómo el modelo vivo opera en el presente. Mientras, en la práctica del yoga encontré un espacio para calmar mi cuerpo y mi mente.

En ese tiempo los estudios de antropología me aportaron herramientas para entender el mundo en el que vivía. Los conceptos devenidos de la sociología me ayudaron a analizar la dinámica social. Aquellos seres anestesiados de mi infancia ya no eran zombis, sino hombres sometidos por una matriz cultural que pensaba por ellos. Con la idea de violencia simbólica pude nombrar aquel malestar permanente que no podía explicar. En ese momento de crisis y crecimiento apareció el Perro, un militante de izquierda, que abrió una puerta hacia el despertar que jamás volvió a cerrarse. Con él comprendí mi lugar en el mundo, aunque sentía que las categorías explotadora–explotada no me representaban. Marx planteaba el problema de la enajenación de uno mismo y que había que hacer la revolución para tomar conciencia de sí. La militancia en la universidad fue el camino. Primero como estudiante y luego en las aulas donde trabajé desde la micropolítica, el pensamiento latinoamericano y la pedagogía de la liberación. Llegados los años noventa, impregnados de neoliberalismo, los ideales comunes se fueron diluyendo en las instituciones. Proyectos educativos nefastos dejaron un tendal de sueños y proyectos compartidos. La práctica política se volvió necia entre disputas mediocres. Abundaban los académicos individualistas y competitivos que usaban la lengua como un látigo. Las palabras se usaban no para crear lazos, sino para destruirlos. Me sentí desencantada, así que tomé otros rumbos alejándome por un tiempo de la educación institucional. El trabajo de campo antropológico me llevó a conocer otras tierras, otras realidades y otras lógicas muy lejos de la mía. Conocí gente de tierra adentro, internada en el monte o en el desierto, desconectada del mundo urbano y cultivado, donde los kilómetros pueden parecer siglos de distancia.

Observar las estrellas no ha sido para mí un acto romántico, aunque su belleza me conmueva, sino la posibilidad de dimensionar mi lugar en una escala mayor y a la tierra en el cosmos. Desde ese punto de vista todo se relativiza y los acontecimientos cobran otra dimensión. Ya no nos damos tanta importancia personal, como diría Atahualpa Yupanqui, somos polvo de estrellas. Ni suponemos que vamos a cambiar el mundo con un gesto individual. Estudiar el cielo me sirvió para entender las constelaciones y saber cómo las cartas astrales pueden explicar algo acerca de nuestro mapa interior. Esto me llevó por caminos donde seguí encontrando respuestas sobre la conexión con uno mismo y el entorno.

Yo pertenecía a la categoría de seres que no creían en nada. Todo lo que me rodeaba, incluidas las relaciones familiares, me parecían construcciones artificiales. Podría haber sido una psicótica perdida, pero el mundo no me era indiferente. Muy contrariamente padecía por lo que veía. Mi primera lectura, como diría Paulo Freire, fue la lectura del mundo. Mi amor por la naturaleza me salvó. Después vino la lectura de la palabra, que se dio sobre una comprensión anterior. El amor se corrió de lugar, ya no era el alma gemela, ni la pasión irracional por alguien en quien proyectar mis anhelos, sino la búsqueda de una conexión real con otro.

Después de transitar un camino sinuoso llegué a la conclusión de que volverse consciente es un arduo trabajo que no siempre nos lleva a un lugar feliz, pero sí más saludable. Es ese lugar propio compuesto por los fragmentos de nuestra historia. Son configuraciones, trozos de nosotros mismos combinados como las bellas y cambiantes figuras de un caleidoscopio. Se trata de un espacio único donde nos habitamos por momentos y sentimos nuestra existencia más plena. Entonces percibimos que esta vez la muerte no nos ganará la jugada. Tenemos un as en la manga que sacaremos en el momento justo para vencer su pretensión omnipotente. Añoramos encontrarnos con un otro en búsqueda de algunas verdades.

Tengo una mirada apocalíptica sobre casi todas las cosas. Hoy sé que es una condición y no una patología. Es un modo de entender y transitar la vida. Soy parte de una tribu de caminantes que no se resigna a llegar al final sin pasión y busca intensamente la belleza mientras le dure ese instante de luz enceguecedora. Desde siempre me pregunté por lo genuino. ¿Dónde encontrarlo? ¿Cuál es el margen de libertad que tenemos dentro de una cultura? Si el lenguaje es una construcción social, ¿cómo escapamos de su arbitrariedad? ¿Cómo podemos pensarnos fuera de sus categorías? Un maestro me dijo que escribir de verdad es poder decir la palabra propia. Y, por primera vez, después de mucho caminar, siento que al fin llegué a casa.

1

La casa de Ruth estaba ubicada en el centro de la manzana, a treinta metros de la nuestra. Era blanca y de diseño simple. Tenía dos plantas y una escalera exterior que comunicaba con los cuartos de arriba. Se distinguía por su enorme y diverso jardín: árboles robustos, plantas decorativas, frutales, flores y enredaderas estratégicamente ubicadas brindaban sombra, aromas y colores. Una hilera doble de palmeras le daba un aspecto señorial. Había además un angosto camino peatonal que llevaba directamente a la puerta principal. A ambos lados las dalias blancas y lilas engalanaban el recorrido que en ocasiones fue transitado por alguna romántica novia. Lo habitual eran los cultos de la iglesia adventista ortodoxa los sábados a la mañana. En el salón grande estaba el púlpito del pastor y varias filas de bancos de madera lustrada.

Recuerdo haber asistido con mi abuela Emilia cuando era niña. Las fieles, muchas de ellas jovencitas, usaban polleras hasta los tobillos, blusas con mangas largas y los cuellos altos hasta las orejas. El cabello apretadamente trenzado y recogido en un rodete sobre la nuca. Eran mujeres que caminaban con la espalda sutilmente encorvada, la cabeza inclinada y pasitos muy cortos. Durante el ritual religioso, cuando el órgano comenzaba a sonar, las mujeres se incorporaban y cada una desde su lugar comenzaba a cantar. El mentón se elevaba, el pecho se abría y parecían crecer en estatura. Con el rostro relajado y la mirada hacia lo alto proyectaban la voz de tal manera que el espacio se llenaba de una vibración que nos traspasaba a todos. Quizás era el efecto de la luz atravesando los vidrios de colores, pero algo hacía que sus cuerpos se vieran resplandecientes. Cuando la música finalizaba y el sermón recuperaba la atención, las mujeres volvían a opacarse. Ruth participaba de los cultos. Tenía ojos color miel y modales apacibles dignos de una esposa de pastor. Tenía unos cuarenta años, el cuerpo contorneado y una gracia especial para moverse en cámara lenta. Recuerdo verla llegar a la hora de la siesta cruzando el jardín hasta nuestra casa. Aparecía de pronto con las mejillas enrojecidas, el cabello despeinado con una larga trenza que dejaba escapar algunos bucles que enmarcaban su cara de luna. Siempre traía una canasta con regalos de su quinta para mi madre: granadas, caquis, higos, dátiles, moras o limas. Y también flores, junquillos, azares y magnolias. La ofrenda diaria era solo un pretexto para encontrarse al aire libre bajo el sol. Todos hablábamos bajito y nos reíamos cómplices mientras la mayoría de la gente dormía. En el jardín de Ruth la naturaleza hacía su magia silenciosamente en un pulso vital entre lo verde y lo maduro, lo cerrado y lo florecido. Se vivía un ritmo que hacía alianza con el cuerpo de las mujeres cuando la libertad las habitaba por un instante, aun sin su permiso.

 

2

Carlitos, el hijo menor de Ruth, fue mi primer amor, aunque nunca lo supo. Y si lo supo no lo demostró. Yo lo miraba todos los días desde el otro lado del ligustro que separaba su casa de la mía. Se sentaba a leer en el banco debajo de las palmeras gloriosas. Nos separaban unos veinte metros, pero fundamentalmente las disputas religiosas. Nuestros padres habían migrado juntos desde Europa y los unía la solidaridad de los primeros tiempos. Compartían historias comunes y los unían tradiciones vinculadas a sus culturas. Las comidas, los olores, los ambientes familiares los convocaban desde lugares entrañables. Pero cuando mi padre decidió renunciar a la iglesia que los congregaba se generó una fuerte ruptura entre las familias. Frente al despotismo de los hombres, por su lado las mujeres se las ingeniaban para preservar su amistad más allá de las controversias masculinas.

Me enamoré de Carlitos siendo una niña pequeña. Mi madre contaba que él prácticamente me vio nacer y que llegaba hasta mi casa dando sus primeros pasos mientras la observaba amamantándome. Nuestra primera infancia de juegos compartidos en el jardín de Ruth fue diluyéndose a medida que crecimos. La distancia se profundizó cuando nos hicimos adolescentes y casi naturalmente dejamos de hablarnos. Él era el hijo del pastor Ángel y yo la hija de Adolfo, el hombre que se alejó de Dios. Su familia tenía una situación económica acomodada, pero no era el dinero lo que los distinguía de los demás. Desde un lugar de superioridad, basado en su origen, sus experiencias, sus viajes al extranjero, sus gustos y modales refinados se diferenciaban del mundo. Denominaban “mundanos” a todos aquellos que no pertenecían a su comunidad y esa definición despectiva me incluía. Pero mi amor por Carlitos estaba más allá de toda disputa y diferencia social. Me bastaba con el ritual de las siestas donde podía observarlo a la distancia. Tenía el cabello castaño y lacio peinado al costado, cutis mate y una tentadora boca de Bambi. Me intrigaba saber qué libros leía, ya que era lo único que le observaba hacer, además de cazar mariposas con una red. No andaba en bicicleta, no jugaba en la vereda con otros chicos, no salía de la casa, así que jamás pude cruzármelo en otro lugar. Por este motivo aprovechaba las invitaciones de mi abuela y de mis tías para ir algunos sábados a la casa de Ruth. En el salón del culto sentada detrás de él podía observarlo a tan corta distancia que al mismo tiempo me atraía y aterraba. Mientras el resto del mundo oraba con devoción, yo solamente podía mirarlo hipnotizada. El corazón me latía tan fuerte que temía que todos pudieran escucharlo. Iba a tal velocidad que perfectamente podría haber salido volando. Quería verlo de frente, pero hacía tanto tiempo que no nos hablábamos que rogaba que no se diera vuelta, porque si nuestras miradas se cruzaban creo que me hubiera desintegrado.

Un día, mientras almorzábamos, mi padre nos dio una noticia que me dejó estupefacta. La familia de Carlitos se iba a vivir a San Martín de Mendoza. Lidia, la hija mayor, sufría de asma y necesitaba un clima más benigno para su problema. La odié con toda mi alma. A ella y a su impertinente enfermedad. No podía creer semejante arbitrariedad. Pensé que jamás volvería a verlo. ¡Ese lugar era el fin del mundo! Todo fue muy rápido. Ellos se mudaron presurosamente y la casa quedó desolada. Con su partida dejé de visitar el jardín de Ruth. Empecé la escuela secundaria y me alejé cada vez más de aquel mundo mágico. Con el paso del tiempo nuestra infancia era un recuerdo cada vez más lejano y su rostro se volvió difuso. Después de unos años la hectárea donde estaba ubicada su casa fue loteada y nuevas construcciones fueron devorando de a pedazos la quinta y el jardín. Tiraban abajo los árboles añejos sin piedad, los frutales se apestaron y secaron por falta de cuidado, mientras las flores de a poco iban desapareciendo. Cuando el esposo de Ruth falleció la casa fue vendida a la Iglesia católica para instalar un convento. Mi padre lo consideró un gesto de deslealtad a su propia religión y sostuvo que sus juicios habían sido acertados. Pero lo peor fue el muro de tres metros de alto que los curas construyeron sobre el perímetro de nuestro ligustro. La muralla cercó visualmente la casa y nunca más fue posible volver a mirar hacia adentro. Solo las crestas de las palmeras daban señal de seguir ahí. Los vecinos continuaron con su vida, indiferentes a semejante devastación, y algunos hasta se mostraron satisfechos con el progreso del barrio. Años después supe que Carlitos y Lidia se instalaron en Córdoba y que ya no participaban de la iglesia. Supe también que él se recibió de médico y se casó con una muchacha que no era adventista. También escuché que posteriormente se separó y no tuvo hijos. Otras versiones de los hermanos de la iglesia afirmaban que seguía solo y dudaban de su orientación. La noticia me generó cierta simpatía y casi lo perdoné por no haberme mirado como se mira a una mujer.

En mi corazón el jardín de Ruth sobrevive intacto. Es un mundo que me cobijó en la infancia y me salvó la vida. Allí anidaron las primeras emociones amorosas en un entorno natural cuya belleza no podía encontrar en otro lado. La libertad experimentada mirando el cielo sumergida en una frescura inigualable era digna de las diosas. Sin embargo, los hijos del pastor jamás pudieron encontrar ese mágico lugar en su propia casa y a Lidia le faltó el aire desde que nació. Yo lo entendía porque mi casa, la escuela y el negocio de mi padre resultaban para mí una cárcel asfixiante. Sentía la hostilidad de aquellos lugares donde circulaban demasiadas personas y mercancías. Tenía una morada, pero no estaba en mi casa, sino en el jardín de Ruth. Hace un tiempo pinté un cuadro al que denominé El nido verde, para no olvidarme de mi primer amor.

3

Un día nuestra cachorra desapareció. Buscamos a nuestra pequeña durante todo el día hasta que se hizo de noche. Recorrimos el barrio, preguntamos a los vecinos, atravesamos los baldíos del vecindario llamándola incansablemente, pero todo fue en vano. Con Laura, mi hermana menor, no podíamos admitir que se hubiese escapado considerando el amor que le brindábamos. Era la primera cría de una perra que habíamos recogido de la calle. La madre era negra de pelo lacio y brillante. Ese verano había tenido seis cachorros. Los criamos hasta que tuvieron dos meses y nuestros padres solo nos permitieron quedarnos con una. Era una hembra un poco más rustica que su madre, negra, con el pecho, las patas y la punta del hocico blancos. Sentíamos un amor inconmensurable por ese animalito y nos pasábamos todo el tiempo jugando con ella. La llamamos Chiqui y le escribimos una canción que tarareábamos mientras ella saltaba feliz a nuestro alrededor.

Habían pasado dos días desde su inexplicable desaparición. Fueron horas angustiosas sin novedad alguna. Mis padres insistían en que se había escapado o quizás alguien la habría robado. Los empleados que trabajaban en el negocio afirmaban lo mismo y nos aconsejaban que dejáramos de buscarla. Nosotras, sin resignarnos, preguntamos a los vecinos si habían visto algún extraño merodeando cerca de la casa. Estábamos desoladas, pero no pensábamos claudicar, así que organizamos una campaña de búsqueda con nuestros primos. La odisea duró un día más hasta llegada la noche. El Polaco, un jovencito que trabajaba en el negocio y que nos vio deambular angustiosamente, se conmovió ante nuestra insistencia. Asustado, nos confesó que la perrita había muerto, a pesar de la reprimenda que iba a recibir de mis padres. La había atropellado un camión una mañana cuando nosotras estábamos en la escuela, y mi madre mandó a sepultarla en el jardín de Ruth antes de que regresáramos. Ante semejante confidencia, con Laura, corrimos llorando desconsoladas al lugar indicado por el Polaquito. No podíamos soportar siquiera la idea de que estuviera enterrada. Escarbamos la tierra con las manos, pero la naturaleza ya había iniciado el proceso de descomposición. Escapamos del lugar para recuperarnos de la impresión. Al otro día, indignadas y tristes, se nos ocurrió que podríamos darle un sepulcro digno. Llevamos al lugar piedras de ripio con las que hicimos un rectángulo y armamos una cruz con dos maderas. Lavamos un frasco de mermelada y lo usamos como florero donde colocamos un ramo de junquillos. La tumba había quedado hermosa y a pesar del desconsuelo estábamos conformes con nuestra ofrenda. Ni por un segundo nos percatamos del problema que sin querer acabábamos de iniciar.

Una alambrada separaba el jardín de Ruth de la vereda transitada por los vecinos que enseguida advirtieron la turbadora presencia. Preguntaban a quién pertenecía esa tumba y por qué no estaba en el cementerio. Expresaban su disconformidad y amenazaban con hacer la denuncia a la policía. Mis padres dieron las explicaciones del caso, pero los vecinos no creyeron que fuera cosa de chicos. Como respuesta después de explicarnos la situación mandaron a sacar la cruz y las flores para terminar de una vez con el problema. Sentenciadas por los adultos dejamos de visitar la sepultura de nuestra perrita, pero la observábamos desde el otro lado de la alambrada. No queríamos dejarla sola en la oscuridad. Al poco tiempo esta comenzó a cubrirse de una tupida enredadera con unas flores blancas que se abrían solamente de noche. Eran muy exóticas, con una corola de pétalos blancos y estambres violetas. La gente empezó a sugestionarse y cruzaban de vereda para no pasar frente al lugar. Mis padres mandaban a cortar la enredadera, pero volvía a nacer cada vez con más fuerza, así que al cabo de un tiempo no insistieron. Cuando parecía que todo iba volviendo a la normalidad y los vecinos se calmaron, una noche mi tía Dina llegó despavorida al negocio en su bicicleta. Pálida y temblorosa, comentó que vio una luz blanca flotando del otro lado del alambrado. Los clientes, curiosos y asustados, murmuraban en voz baja. Durante los días siguientes se rumoreaba que otras personas también habían visto algo extraño y a partir de entonces se multiplicaron las versiones que afirmaban haber notado una luz transparente suspendida en el lugar. Mi padre intentaba dar una respuesta racional y explicaba que podría ser el reflejo que irradiaban los huesos de los animales bajo la luz de la luna. Pero nadie escuchaba. La sugestión crecía y empezó a molestar a los pastores que no podían tolerar que se vieran fantasmas en el predio de su iglesia. Yo sentía un poco de temor por todo lo que se decía, pero tenía mi propia idea del fenómeno. Pensaba que la luz que flotaba era la de nuestra amada Chiqui y las flores blancas que se abrían cada noche expresaban nuestro amor por ella. Años más tarde descubrí que aquella enredadera se llamaba “pasionaria”. En ese momento el amor y el temor se reunieron. La pérdida y el ocultamiento. Una muerte accidental se transformó en tragedia cuando a nuestra perrita sin más se la tragó la tierra. Su desaparición nos partió el alma, pero la naturaleza hizo su parte y la magia apareció una vez más en el jardín de Ruth.