Un loco anda suelto por el paraíso

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Un loco anda suelto por el paraíso
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Letrame Editorial.

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© Eber Nim de Castro

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1386-868-4

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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1 - La génesis

Córdoba, octubre de 1935

Jamás imaginó que habría de morir con luna llena. El pobre hombre terminó de convencerse de que se había perdido, todas las callejuelas le parecían iguales y a esa hora de la noche aquello se le antojaba como el laberinto del Minotauro. Notó que la fiebre le subía por momentos y desde hacía un par de horas sentía un cansancio que a esas alturas ya se le hacía insoportable, tenía la sensación de que cargaba sobre sus espaldas todo el peso de la humanidad, toda su historia. Tropezando con el empedrado llegó a una esquina y se detuvo. Un viento frío le recordó que el otoño era recién llegado y eso aumentó su pesadumbre. Comenzó a tiritar. No pudo más y se sentó en el suelo con la espalda apoyada en una tapia. Las piedras se le clavaban en el culo. Intentó incorporarse un poco para encontrar mejor acomodo pero un pequeño mareo estuvo a punto de tumbarlo por completo. Tuvo que sujetarse con las manos, una en el suelo y otra en la pared, como si quisiera evitar que esta le cayera encima. Cerró los ojos, estiró las piernas y echó la cabeza hacia atrás para facilitar la entrada del aire. Se sentía arder, por lo que supuso que la fiebre ya debía de pasar de los cuarenta grados. Faltaban un par de horas para que amaneciera y empezó a embargarle un sueño amenazante que él intuía, ahora, que iba a ser el sueño eterno; se lamentó, entonces, de haberla dejado sola en la pensión; se la imaginó sentada al borde de la cama, esperándole. Luego se dejó ir, más que nada porque no podría soportar por mucho tiempo ese dolor de cabeza tan intenso. Abrió los ojos y fijó la mirada en el muro que tenía enfrente. La mano con la que se sujetaba a la pared lentamente se deslizó hasta el suelo. Se contrajo levemente y tras un pequeño suspiro el hombre se relajó por completo.

Lo encontraron al amanecer, cualquiera hubiera dicho que estaba durmiendo la borrachera de no haber sido porque sonreía estúpidamente y tenía los ojos abiertos y muy fijos en la pared de la casa que tenía enfrente. Alguien llamó a la Guardia Civil. Cuando la pareja vino una hora después, el hombre seguía en la misma postura y con la misma expresión en el rostro. Uno de los guardias, concretamente el cabo, con la experiencia que le daban sus muchos años de servicio, afirmó que estaba muerto, después se volvió, se encendió un cigarrillo y sin decir palabra, con un solo gesto de la mano, mandó dispersar a todos los allí congregados. Quedaron solos, ellos dos y el muerto.

El muerto estaba impecablemente vestido, con traje y corbata y zapatos clásicos de color negro, destacando por encima de todo la perfección de la raya de sus pantalones. Tenía barba de un día y lucía un fino bigotito muy al estilo de la época, y le hacía parecer un galán de cine extraviado por una noche de alcohol. El cabo se volvió hacia el número.

—Mira a ver si tiene alguna documentación que acredite su persona.

—¡A la orden, mi cabo!

El número, después de registrarle varios bolsillos, sacó un pasaporte.

—¡Mierda!

—¿Qué?

—Es alemán.

—¡La puta que lo parió!

Con todo el dolor de su corazón, porque a una pareja de la Guardia Civil solo los separa la muerte, mandó al número al Puesto.

—Llévate el pasaporte y dile al sargento lo que hay.—Y para que el número supiera bien qué había, añadió—: Un alemán muerto en plena calle, bien vestido, sin lesiones de ningún tipo ni robo aparente.

A las dos horas le dieron el relevo al cabo. Ya en el Puesto, y en compañía del sargento, estuvo media hora en posición de firme informando al teniente acerca de los pormenores del hallazgo. En esos tiempos tan difíciles sabía muy bien que era preferible cometer una negligencia por desapego que realizar una buena intervención por ignorancia. Por tanto, a cada pregunta que le hacía el teniente él respondía siempre con un tono lacónico e indolente. Hasta que el teniente quedó convencido de que el muerto se había muerto solo.

Luego, acompañado del teniente, se fueron a ver al capitán. Después, capitán, teniente y cabo, en un vehículo enviado a tal efecto, se presentaron en la Comandancia ante el Comandante Mayor, inmediato superior del capitán. Luego, comandante y cabo, ante el teniente coronel. Después, teniente coronel y cabo, ante el coronel.

Iba tranquilo, pues si a esas alturas no lo habían metido en el calabozo ya no tenía nada que temer. Tras dos horas de viaje, se le hizo de noche cuando, acompañado por el coronel, en el Gobierno Militar, ante el Gobernador Civil, el general jefe de la II División Orgánica y un general de brigada de la Guardia Civil, entró triunfal, con paso marcial, a explicarle a esos tres inútiles que esa mañana él había encontrado muerto a un alemán vestido con traje y corbata y zapatos clásicos de color negro. Y que se había muerto solo, sin que nadie lo ayudara.

Pero la cosa no pudo quedar ahí, porque el consulado alemán negó de manera tajante que el finado fuera conciudadano suyo. Simplemente porque aquellos datos de filiación eran falsos y falso era el pasaporte, con un número inexistente. El propio Ministerio tomó cartas en el asunto.

Sea como fuere, y como quiera que el interés por averiguar las causas de la muerte superaba el conflicto diplomático desatado, un juez ordenó la autopsia y el propio ministro firmó la orden ministerial donde se nombraba a quien debía realizarla.

En un tiempo en el que ni siquiera existían los institutos anatómico forenses, el elegido, un viejo catedrático de medicina legal, llegó a tomarse aquel caso como algo personal, a pesar de que, de todo el material por él solicitado, tan solo se le pudo garantizar que en ningún momento le faltaría el hielo.

En un primer examen pudo comprobar que no había ningún tipo de herida ni marca ni traumatismo, por lo que la causa debía de ser interna; lo abrió en canal. El corazón, los riñones, los pulmones, el hígado. Examinó todos los órganos y todos estaban en perfecto estado, mejor incluso que el de muchos vivos. Mandó analizar la orina, la sangre, todos sus humores, pero los resultados no pudieron ser más decepcionantes. Esperanzado, tuvo la impresión de que los riñones apestaban a acido úrico. Sospechó, por tanto, que había habido una prolongada hipertermia en las horas previas a su muerte y eso lo animó un poco. Abrió el cráneo y seccionó la masa encefálica como está mandado únicamente para asegurarse de encontrar lo que sabía que estaba buscando: una serie de microhemorragias que le indicaron que la tensión se le había disparado al infeliz hasta límites estratosféricos, se compadeció al pensar que el pobre se había ido de este mundo con un dolor de cabeza terrible. Luego se entretuvo en averiguar lo que había comido, lo que había bebido y hasta el aire que había respirado. El conducto seminífero le dijo que había habido una actividad sexual reciente, pero era algo anecdótico que no había forma de vincular con los factores desencadenantes del óbito.

En esto llegó el celador con un papel y le dijo que no hacía falta que continuara, que ya se conocían los motivos del fallecimiento.

—¿Cómo dice?

—Que solo tiene usted que firmar aquí.

El viejo catedrático leyó el impreso y luego miró al celador.

—¡¿Me está usted tomando el pelo?! —respondió ofendido, casi gritando.

—Mire, doctor —se excusó el celador, con un hilo de voz—, solo cumplo órdenes.

Herido en su amor propio, considerando como verdad teológica que causa y consecuencia forman un todo único e indivisible, se propuso encontrar el origen de la hipertensión y de la posible hipertermia, aunque en ello le fuera la vida. Afeitó por completo al muerto. Examinó, uno por uno, todos los poros de su piel. Ensanchó aún más todos los agujeros naturales existentes. Abrió todos sus huesos buscando cualquier necrosis, cualquier proceso inflamatorio que implicase una sepsis. Tanto seccionó los órganos que acabó haciéndolos picadillo.

—¡Me cago en mi madre! —se repetía angustiado—. ¡Me cago en mi madre!

Terminó por no buscar nada en concreto, solo, antes de ejecutar cada operación, repasaba mentalmente lo que esperaba encontrar para, una vez realizada, darse cuenta de la inutilidad de su acción. Tan deseoso estaba de encontrar una causa que creyó ver en un uñero el motivo de la muerte de ese pobre desgraciado.

Cuando ya no podía más, volvía a enterrar el cuerpo en hielo para retrasar la descomposición, y se sentaba encabronado a repasar todo el vademécum existente hasta entonces en ciencia forense.

 

—Como siga así —se dijo—, voy a acabar haciéndote compañía, hijoputa.

Su mujer le llevaba el desayuno, la comida y la cena, y el pobre viejo apenas la probaba, a veces en silencio, a veces murmurando soliloquios ininteligibles, acongojado, mientras en la mesa el cadáver lo esperaba desafiante.

Se fumaba el tabaco por cajetillas. Sentado en una silla miraba a aquel hombre que ya no era un hombre sino una masa informe. De vez en cuando volvía la vista hacia el impreso que tenía encima de una mesita en el cual solo quedaba por estampar su firma. Oía ya los comentarios de sus compañeros de profesión, las burlas de la jerarquía militar, y maldijo a aquel cadáver capaz de desprestigiarle para siempre.

Al cabo de dos días de estar allí metido, vencido, casi sin dormir, ordenó al celador que se llevara el cuerpo y pidió un confesor. Después se fue para la mesita y plantó su firma debajo de la causa de la muerte, allí donde alguien había escrito: «Por voluntad propia».

— ♦ —

Su madre lo cuidó cuanto pudo, pero fue más bien poco; debió de ser por eso que lo único que llegó a conservar de ella fue su recuerdo. Sin embargo, y muy a su pesar, apenas había cumplido los dieciocho años que ya le resultó imposible retener en la memoria su rostro. Tan solo contadas veces en su vida, y de manera inesperada, este se le presentaría tan perfecto y nítido como creía haberlo visto en otro tiempo.

Desde el mismo momento en que nació, Sebaldus Krüger mostró síntomas claros de desequilibrio, pues por mucho que la matrona lo cogiera por los pies y lo zarandeara, por muchos azotes que le diera en el culo, el niño no soltó llanto alguno ni pareció reaccionar con la paliza. Tuvo esta que acercar el oído a su boca para darse cuenta de que el pequeño respiraba y que lo hacía con una rabia y voluntad inquebrantables.

—Este niño no es normal —dijo—. ¡Que Dios se apiade de él!

Su madre, tumbada en la camilla, apenas si levantó la cabeza, indiferente.

—¿Vivirá? —preguntó.

—Sí, pero no sé yo qué sería mejor.

Con tal actitud por parte de quienes lo trajeron al mundo comenzó S. K. a vivir una vida que sin duda le iba a resultar muy difícil de vivir, siempre con momentos de suprema exaltación espiritual sofocados por una apatía recalcitrante que no era sino fiel reflejo de cuanto lo rodeaba. Nadie sabría decir en qué momento de su vida habló por primera vez, ni siquiera su madre. Se supone, por tanto, que debió de ser cumplidos ya los diez años, una vez muerta la infeliz. Así de rápido pasó una década, que luego vendría a repetirse unas cuantas veces más, todos los años que necesitó S. K. para existir, cambiar su aspecto físico y llegar a la conclusión de que su locura no era en demasía muy diferente a la de los demás.

Se diría que ya nació con el alma caprichosa y la mente entretenida en un continuo devaneo. Lo cierto es que S. K., por tratar de ser, fue, pero, según se mire, mucho menos en algunos aspectos y demasiado en otros. Acabó siendo un hombre excéntrico y raro, con unas ideas un tanto extrañas, no por inverosímiles, que algunas las tuvo, sino más bien por mal manifestadas y a destiempo, moviéndose a base de impulsos, haciéndolo todo tarde y mal, una vez desaparecida la causa que pudiera haber originado la inesperada respuesta. Era un continuo repetirse a sí mismo una y otra vez y jamás fue, ni por asomo, un hombre de su tiempo. No parecía tener ambiciones ni metas ni proyectos, pero rumiaba el presente en silencio el tiempo necesario hasta poderlo digerir. Luego, como si algo se le hubiese atragantado o provocado una úlcera, dichoso desaparecía y nada más volvía a saberse de él. Su carácter era demasiado nuevo todavía, insólito. En una sociedad tan apegada a las costumbres, él no tenía ninguna. Meditaba el futuro de tal manera que parecía que ya lo hubiese vivido, seguramente por eso valoraba las cosas de distinto modo y podía aparecer ante los demás como un espejismo, como un reflejo asomado de otra época.

Si en algo se caracterizó su vida fue en su innata capacidad para pensar, no ideas nuevas, puesto que no fue nunca un genio, sino en darle infinitas vueltas, al derecho y al revés, a un mismo pensamiento sin mostrar cansancio ni agotamiento mental. Es más, no sería de extrañar que su vida entera la dedicara a tratar de asimilar una sola idea, la primera. Así, tantas vueltas le daría a la cabeza que no tardó en tener un primer acceso de locura con apenas cumplidos veinte años. Después, y siempre porfiando en que jamás estuvo loco, sufriría un par de ellos más. Alcanzaría tal virtuosismo en eso de pensar, y tanto se dedicó a dicha actividad, que le quedó tiempo para pocas cosas más. Malvivió casi toda su vida atrapado en un hermetismo que llegó a hacérsele crónico y enfermizo, hasta que un día, ya bastante entrado en años, sin buscarlo ni pretenderlo, encontró a una mujer que llegó a aceptarlo tal y como era: a ella se uniría y con ella llegaría a tener los hijos que tuvo.

No obstante, sí es cierto que en aquella época atravesaba uno de los periodos más prometedores de su vida. Se volvió hombre sociable y amistoso, en extremo amable. Se descubrió a los demás como una persona llena de virtudes que cuando se sentaba a conversar embriagaba por su serenidad y claridad de pensamiento. Ella empezó a quererlo con afición obsesiva, pero S. K., espantado, no tuvo otra cosa mejor que hacer que aliviarse del compromiso desapareciendo de nuevo. Porque en el plano afectivo, en lo que respecta a los sentimientos, sería toda su vida un ser patético digno de la mayor compasión: la mezcla más extraña de amor platónico y misantropía. Perdió la cabeza por una mujer que no lo amaba; que así se pasaría el resto de los años que le quedaban por vivir: bien recordándola nostálgicamente o bien maldiciendo el día en que la conoció.

Su aspecto físico, su apariencia, evocaba continuamente las muchas necesidades pasadas. Su talla, tirando a pequeña, hacía pensar que los centímetros, a él, se le habían quedado cortos. Chupó de la teta de su madre hasta los cuatro años, momento en que la escasez y el hambre secaron la fuente de leche y alimento. Poco tardó, entonces, en hinchársele el vientre al niño S. K. Se volvió raquítico y se le instaló en la mirada una melancolía que había de durarle toda la vida. De este modo, el hombre que podría haber sido, alto y gallardo como su padre, quedó reducido a la mitad, amagado físicamente. Por eso, para acompañar tan malogrados y deslucidos adjetivos, decidió desde chiquito ser conciso en todo y vivirlo todo de tal manera y con tal lentitud que bien pudiera así prever lo que quedaba por venir, que debía de ser mucho. Se fue anticipando en el tiempo y relativizándolo. Terminó siendo su propio profeta hasta tal punto que, con apenas diez años, sin haber hablado con nadie, ya sabía todo lo que se le venía encima.

Del mucho pensar y de tanto recordar, el rememorar hechos pasados acabó siendo para él una actividad tan vital como el propio respirar, hasta decidir lo ya vivido como quien decide por la mañana qué corbata habrá de llevar en ese día. Caminar, caminar y caminar, era entre todos los recuerdos el más claro; caminar durante todo el día detrás de su madre, era imposible perderse: la reconocía al instante entre una multitud de mujeres. Mientras intentaba averiguar cómo era posible que aquella miniatura de avión, encontrada un día en un basurero, pudiera volar tan alto en el cielo, volvía por un momento a la realidad para, de un vistazo, identificar el andar indolente de su madre, las piernas llevándola sin rumbo fijo de un lado a otro de tal manera que ni siquiera el hambre y la extrema delgadez podían nada contra el cadencioso bamboleo de sus nalgas, contra el implacable y redondo vaivén de su trasero. Se abstraía de nuevo y el avión hacía un picado que él controlaba remontándolo más alto si cabía en el cielo. Levantaba la vista y reparaba en el perfil del rostro de su madre, bellísimo, que era en realidad el gesto mínimo necesario que ella ejecutaba para comprobar que su hijo la seguía, sin sospechar entonces que esa visión, ese instante robado del presente, acabaría siendo en el futuro parte imperecedera de su memoria.

En los inviernos sufridos con su madre el frío fue más frío, y en los veranos el calor jamás quiso ser menos. Sobrevivían a duras penas en un chamizo situado cerca del río, a unos cuatro kilómetros del límite de la ciudad, mucho más allá del último campo de cultivo, en mitad de un erial pedregoso resto de antiguas crecidas fluviales y aprovechando un pequeño agujero en el terreno de tal modo que el tejado, un panel de madera, caía casi a ras del suelo convirtiendo la chabola no ya en vivienda, sino en cueva, lobera o guarida de alimañas. Salían gateando, madre e hijo, y se encaminaban hacia la ciudad; con paso cansino tardaban más de una hora en llegar, la distancia suficiente, según la madre de S. K., para que nadie la anduviera por casualidad, siempre por la orilla del río, viendo abundar la basura conforme se iban acercando al núcleo urbano, y como liebres, gavilanes y perdices se iban transformando poco a poco en ratas, gorriones y palomas.

Llegaban a la ciudad y continuaban caminando todo el día, interrumpiendo ella a los transeúntes para pedir una peseta y conseguir, lo más, de vez en cuando, una perra gorda. Mientras, el niño S. K. se demoraba, se entretenía y sacaba partido a la jornada construyéndose un mundo paralelo hecho a su medida. Una realidad infinitamente más pequeña con espacio suficiente para poderlo recorrer. Nada existía por completo, sino solo a medias o incluso menos: las calles no eran calles, únicamente en invierno la acera bañada por el sol y en verano la contraria. Como niño que era, y no teniendo a nadie que se lo explicara, las dudas las resolvía con imaginación. Exploraba lo cotidiano sin precipitarse, sin la necesidad que tienen los adultos de encontrar respuestas, porque se las inventaba. Desarrolló un universo utópico que, siempre cambiante, coincidía en todo momento con sus infantiles teorías.

En los diez años que vivió con su madre jamás supo de la existencia de días, semanas y meses. No había lunes, ni los sucesivos martes, miércoles y jueves. Tan solo un pasado, quizá su primer domingo colgado en la memoria que inexorable volvía a repetirse una y otra vez. De este modo, el tiempo, para todo el mundo principio vital de la existencia, acabó siendo para él un rutinario presente continuamente sucedido. Todo era imprevisible, tal que lo recién descubierto no fuera causa o efecto de ninguna otra cosa sino un acontecimiento aleatorio que no debiera volver a repetirse nunca más. Recibían, pues, lo inesperado sin alterarse, anclados en el olvido, la memoria estéril: no vivían. Eran dos hojas vapuleadas por el viento, un obsesivo caminar por no saber adónde ir. Vegetaban todo el día y por la noche dejaban este mundo, rendidos, condenados a soportar una muerte anticipada.

Pero mientras el niño S. K. aprendió a desenvolverse en este medio de manera admirable, y su desbordada imaginación, encerrada para siempre en los límites físicos de su cabeza, fue sentimiento, fue necesidad y lo fue todo, su madre, aplastada por tanta oscuridad, bajó el último escalón de su miseria.

Cuando llovía sobre el chamizo, y cuando con la noche caían sobre ellos las sombras, se sumía en una silenciosa locura. Se sentaba sobre un cajón de madera y se pasaba las horas mirándose los pies, murmurando. La humedad lo impregnaba todo de tal manera que hasta les resultaba imposible encender una pequeña lumbre con la cual calentarse. Tiritaban el frío y solo entonces, arropados con una manta, se buscaban el uno al otro olvidándose de antiguos temores o irracionales escrúpulos. Se dormían y diríase que morían. A la mañana siguiente, el día claro, con los primeros rayos de sol despertaban de nuevo a una horrible pesadilla.

Había días en que no tenían nada que comer y cada respirar les salía retrasado y ya moribundo. Los pasos y el propio existir eran un sufrimiento; debían parir cada minuto. Miraba ella los cubos de basura y solo encontraba más hambre. Inmutable, levantaba la cabeza y quedaba en suspenso apenas un segundo, estupefacta, para luego reemprender el camino atontada, muerto el ánimo y muertas las ganas.

Perdió el hábito del alimento, pero para no perder también la costumbre masticaba el vacío como si estuviera rumiando antiguos sabores olvidados. La saliva se le hacía agua y el agua elixires imaginarios que, en la medida de lo imposible, venían a saciarle de tanta necesidad acumulada. Su cuerpo reaccionaba ávido a la sugestión. Digería en el acto lo soñado y lo transformaba en discretos pedos de un increíble perfumado. Metódicamente, cada mañana, le venían las apreturas. Placenteramente cagaba la bilis amarilla convertida en preciosas piedras de color ambarino, tanto o más olorosas que los anteriores pedos. Sin darse cuenta se fue diluyendo hacia un estado de candorosa y primitiva inocencia. Se le olvidaron las palabras y ya solo pedía levantando la mano, muda. Se volvió pura y etérea, y tan delgada que los trapos que llevaba le colgaban hasta parecer ropajes sacramentales. Sin saber cómo, tan piadosa y espiritual terminó siendo que aún no había cumplido su hijo los seis años y ya era todo entrega en los brazos de cualquier hombre.

 

Muy despacito fue desvariando y conforme pasaron los años desarrolló una capacidad insólita para evadirse de la realidad. De vez en cuando podía vérsela deambular con una sonrisa de felicidad en el rostro. Hasta que un día, de tanta beatitud—era previsible—, quedó otra vez preñada. Pero quiso Dios, o la mala vida que llevaba, que el niño S. K. fuera como el Mesías: primogénito y único. Apenas cumplía mes o mes y medio de embarazo expulsaba el huevo con la misma inocencia con que lo había engendrado.

Su cuerpo, lleno de bondad estúpida y de bichitos microscópicos a cuál más puñetero, peregrinaba casi diariamente de una enfermedad a otra. Si un día eran náuseas, al otro era un escandaloso sarpullido o un doloroso no saber estar en cualquier parte de su maltratada anatomía; sin contar con el cansancio, común a todos ellos. Al llegar la noche se trasmutaba, sufría una metamorfosis que parecía ser la única alternativa posible para no sucumbir en ese mismo momento y de este modo poder nacer a un nuevo día.

Así vivió sus últimos diez años, los diez primeros de S. K. Andando los dos por el peor camino. Ella delante y él detrás. Poniendo ambos especial atención en no estorbarse el uno al otro, como si cualquier pequeño roce les fuera a suponer una retahíla de disculpas o un continuo tener que pedir perdón por existir.

Un día ella se cansó de tanta sinrazón y lo dejó. Era una mañana lluviosa y húmeda. El niño S. K. la vio caer de bruces sobre la acera con el pelo chorreándole sobre la cara. Se acercó, y a su madre, todavía con un último aliento de vida en alma, no se le ocurrió otra cosa que regañarle por haber confiado tanto en ella.

—¡¡Has visto, mi rey!! —dijo—. ¿Qué va a ser de ti ahora?

Se los llevaron a los dos al Hospital de San Juan de Dios por puro compromiso. Allí, después de muchos años, para ella toda una eternidad, la madre de S. K. volvió a disfrutar del último y dulce placer de tumbarse en una cama a descansar. Un placer que hasta entonces él nunca había conocido. Murió sola, sin que nadie supiera cuáles fueron sus últimas palabras ni a quién llamó por última vez. Sin saber que detrás de la puerta, en el pasillo, estaba su hijo jugando con la miniatura de avión, esperando a que ella saliera y dispuesto a seguirla donde quiera que fuese.

Una monjita entró en la habitación y al poco volvió a aparecer. Lo cogió de la mano y se lo llevó.

—Su madre ha muerto y solo ha dejado esto—le dijo al médico.

El médico miró el gastado papel y luego a S. K.

—Llame usted a la Inclusa1 y que vengan por él —dijo—.Cuando le pregunten el nombre tendrá usted que deletrearlo, así que llévese el papel…¿A quién se le habrá ocurrido ponerle un nombre así?

El médico, hombre culto después de todo, lo repitió en voz alta y lo hizo en la forma correcta con el nombre, pues no era sino la forma latina del alemán Sebald. El apellido ya fue otra cosa y lo dijo como pudo. El niño S. K., sin que ello le resultara sorprendente ni extraordinario, se quedó mirando al suelo con aquel nombre retumbándole en los oídos.

Todo se hizo con la máxima celeridad y precisión, como si todos los días pasara por aquel hospital un niño llamado Sebaldus Krüger. Pero mientras esperaba a que vinieran a por él, él se preguntó si el que su madre hubiera muerto iba a ser transitorio o permanente, y, de ser permanente, cuándo se acordarían de darle de comer, porque hacía ya muchos años que tenía hambre. Al poco llegó un coche y lo trasladó a la Inclusa, el mismo coche que años después lo llevaría a la carpintería. Solo entonces comenzó a echar de menos a su madre y a hacer tangible la pena con su recuerdo.

— ♦ —

Aquella historia de amor duró solo dos días, el tiempo suficiente para añorarla el resto de su vida.

—Espérame —le había dicho él—, que vuelvo enseguida.

Al cabo de esos dos días la madre de S. K. despertó del sueño y se encontró sola, sentada al borde de la cama, atormentada por el hambre y por el frío que estaba empezando a nacerle en las entrañas.

Sus paisanos la estuvieron buscando el viernes, el sábado y el domingo, de la mañana a la noche, a un lado y otro del río. El gitano, su novio amante, volvía cada poco a las chabolas, ansioso, con la vana esperanza de que ella hubiese regresado. El lunes de madrugada fue el primero en llegar al mercado, donde ella vendía hierbas medicinales en otoño e invierno, y flores en primavera y verano. Pero poco después del mediodía, cuando los vendedores ambulantes empezaron a levantar sus puestos, cayó en la más profunda desesperación.

Lo vieron aparecer llorando y dando gritos, arrancándose la ropa, abriendo la boca desmesuradamente pues ni todo el aire era capaz de hacerle respirar. Su madre salió a su encuentro, y después lo siguió, gritando y llorando también, tirándose de los pelos, pidiéndole inútilmente a su hijo que, por favor, se comportara como un hombre. Él, medio desnudo, se tiró de rodillas delante del que habría sido su suegro preguntándole por qué, y este, sentado en una silla, a la puerta de la chabola, hundido y humillado callaba y clavaba su bastón en el suelo, como si ahí estuviera el cuerpo de su hija y él la estuviera matando. Al anochecer de ese día, más calmado, el novio amante salió a buscarla por el mundo con paso decidido y la cabeza levantada, dispuesto a restaurar su honor.

Mucho tiempo estuvo por esos caminos recorriendo pueblos y comarcas. De vez en cuando llegaban noticias sobre él. En ese tiempo aprendió lo que no había aprendido en veinte años y se dio cuenta de que la quería y de que su honor valía menos que una dulce sonrisa de su amada.

A los tres meses ella se atrevió a regresar. Estaba pálida, delgada, demacrada, ojerosa y preñada de S. K. Una partida de gitanos se preparó y salió en busca del loco amante. Dos meses tardaron en encontrarlo. A cada nuevo pueblo que llegaban oían esperanzados que el tiempo que hacía que él había pasado por allí era cada vez menor. Cuando por fin dieron con él apenas si lo reconocieron de tan cambiado como estaba.

—¡El mundo es grandísimo! —les dijo a modo de saludo.

Ellos, por su parte, lo abrazaron y lo reverenciaron tratándolo de usted, y le rogaron que volviera, pues ella había regresado, pero que no se hiciera ilusiones porque a esas alturas ya estaba de cinco meses.

—Decidle que la quiero —fue su despedida.

Ese mismo día entró a punta de navaja en un cortijo, robó una escopeta y un cartucho y se tiró de nuevo al monte perseguido como un perro por la Guardia Civil. Al anochecer, a la luz de la luna, pronunció por última vez el nombre de su amada, se metió la escopeta en la boca y dejó que la oscuridad le vaciara la cabeza. Lo encontraron a la mañana siguiente. Supieron que era él por sus ropas y porque al cuello llevaba un colgante con el nombre de ella.