Buch lesen: «Lux in tenebris»
LUX IN TENEBRIS
Confín meridional: Tierra de Gracia.
PROVECTa EXPIaCIÓN a TRaVÉS DE aRTIFICIOS KHIMáIRICOS (FILÓSOFICOS-POÉTICOS),
CUYO ESTILO FUE FRaGUaDO FUERa
DE LaS MURaLLaS DEL SER.
DERBUT
De mote prefijado: LUSHMORE.
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© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
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© Derbut
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz
Diseño de portada: Rubén García
Supervisión de corrección: Ana Castañeda
ISBN: 978-84-1386-784-7
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PRÓLOGO
¿Cuántas formas narrativas pueden caber en una sola obra literaria? Esta es probablemente la primera pregunta que se planteará quien se adentre en la lectura de Lux in tenebris. Ya lo advierte su autor desde el inicio, que esta obra es un compendio no ya de géneros literarios sino de «artificios» cuyo estilo, nos asegura, «fue fraguado fuera de las murallas del ser». Por este territorio textual transitará el lector a lo largo de las cinco secciones que componen el libro, navegando entre narración, poesía y diálogo filosófico, encontrándose con meditaciones, cánticos, aforismos, fábulas, piezas que toman prestada su estructura de composiciones musicales, y textos apócrifos e inacabados en los que el narrador indaga en su propia labor escritora, desde un punto externo a su propia subjetividad.
El objetivo de esta exploración en la que nos guía la voz narrativa es a la vez el territorio literario y el personaje que lo habita, Derbut, a la vez protagonista y narrador de su propia historia. La voz narrativa a veces se dirige al lector en primera persona, para más tarde reflexionar en voz alta para sí mismo; otras veces interpela a la amada ausente, y a continuación hace dialogar a los personajes entre sí. Nos transmite así la angustia del protagonista y su lucha que no se libra solo en el mundo que le rodea, sino también en el interior de su propia mente. El espacio por el que discurre la narración es a la vez presente, pasado, y tierra mitológica, huyendo siempre de arquetipos y formas clásicas pero retornando sin falta, una y otra vez, al personaje de Derbut, al que el lector observa cada vez desde una perspectiva diferente, sintiéndolo más cercano con cada giro formal y narrativo que se va desplegando. Conocemos a Derbut en lo íntimo, en su vida familiar, pero también respecto a una realidad sociopolítica concreta que permea la narración aun permaneciendo elegantemente velada, solo entendible del todo para el lector que sepa leer más allá de los símbolos de los que está cuajado el texto.
Todo lo hace con un lenguaje medido, estudiado, a veces barroco, que potencia en el lector esa sensación de extrañeza por haber traspasado un límite, ya no solo formal sino también lingüístico. Lux in tenebris no es solo un libro, es un prisma literario en el que la lectura incide descomponiéndose en un haz de diferentes trayectorias. Es al seguir cada una de ellas que el lector podrá recomponer no solo la historia y el sentir de su protagonista, sino los múltiples caminos que se abren ante el escritor cuando se enfrenta a ese espacio tenebroso que es la página en blanco. Hágase la luz.
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EN HONOR A:
La filosofía, la poesía, la música, la alegría, la juventud, la salud, el amor, la vida, la autorrealización, la trascendencia, la Divinidad; convidados todos al gaudeamus de Doña Esperanza, fiel consorte de la verdadera opulencia humana.
DEDICADO:
Al Maestro, Rey de reyes y Señor de señores.
Al ensueño no onírico que como tenía, realidad se hizo.
A Inés Graciela Prieto Vicuña (Agnes la Sangre de Dragón), mi Tierno Corderillo.
A la verduzca motita emplumada, mi longeva Ginger; cantarina acompañante, siempre inseparable, que fue capaz de ofrendar su vida por este recluso del destierro.
A «Mis más sinceras disculpas».
A «Dame la oportunidad de resarcirte».
A las numerosas personas comunes, héroes del día a día, que residen más allá de las Murallas del Ser.
A Derbut (Luz en Medio de las Tinieblas), como óbolo a mí mismo.
En definitiva, a ti.
EN AGRADECIMIENTO:
A Oda y Adelio, mis padres, pues si soy es porque ellos lo fueron antes.
A quienes creyeron en esta ficción (amigos y adversos del pasado y presente), así como a quienes apoyaron su realización.
A quien entregó la materia para que la fantasía pasara de la simple potencia al anhelado acto.
A mi inolvidable difunta esposa quien, con dedicación y devoción, me obsequió su mejor etapa en este intervalo vivencial. ¿Amó? Fue amada, y murió.
A posible nueva fémina, aunque antigua acompañante quizás, que, por impugnable designio de la Providencia, sea capaz de avistar en este eremita, etéreo porvenir a pesar de pecunia pobreza, famélico físico y umbrosa naturaleza.
¡BIENVENIDOS AL NUEVO MUNDO!
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«Si hay que filosofar o si no se debe filosofar,
hay que filosofar.
Tanto si en verdad se debe filosofar,
como si no se debe filosofar,
de todas las maneras hay que filosofar».
Aristóteles.
«… καὶ τὸ ϕῶς ἐν τῇ σκοτίᾳ ϕαίνει, καὶ ἡ σκοτία αủτὸ οủ κατέλαβεν».
«… et lux in tenebris lucet et tenebræ eam non conprehenderunt».
«… y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron».
Juan 1, 5.
«… hasta que mis tinieblas se vuelvan como el mediodía en tu presencia».
Confesiones de San Agustín de Hipona: Libro X, Capítulo V.
INTROITUS
¡Oh sagrada filosofía, almodóvar y refugio mío! Instrúyeme con el halo de tus argumentos y las firmes prescripciones de tus valoraciones, que ellas me tutelen y conduzcan al feraz vergel donde la Providencia cela al pulquérrimo tesoro de la poesía guarecido en el augusto tabernáculo del arte.
Y cuando el único instante ocasione que los horrísonos momentos se eclipsen sin darme vuelta tras distante fulgor, no acopies más tristezas, alma mía, ni con turbación colmes tus ansias de aserción que todavía, con alabanzas, debo ensalzar como lo agible, inaugural subvención de natura, adecenta lo factible.
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Cuando la tarde su luz opaca
atrincherándose en el oeste,
íntimamente bruma oscura nos cubre
en caballetes de insanidad y cordura.
Entonces, en el instante que las tinieblas ilustran
con abstrusos esplendores ergotistas,
la ludópata gleba del Sanatorium,
en el campo, preconiza el proscenio
mientras fisgones ensueños cetrinos,
toman vida venerando su clausura
con el afán de estólidas desazones
y recurrentes fárragos desesperanzadores.
Lo afrentosamente pavoroso del muy humano nosocomio educido es lo escabroso que nos sienta, dentro de sus marquesinas, discernir entre si la realidad que vocean los «cuerdos» es ciertamente sana a pesar de la estimada por los «trastornados» o si estos recusan, con sesudas razones, cualificadas para cimbrar los clínicos parámetros de aquellos, desenmascarando como saludable sus delirantes circunstancias. ¿De la seidad de lo bello, verdadero y bueno, su verificación por anuencia ha de sumarse a lo aceptado o por personal sensación sancionarse?
Regido es el Sanatorium por la ególatra galena Eliza, gemela de la marina Ursula, stupor mundi de los lame botas de sus cinocéfalos galanteadores; envanecida psicótica que cree garabatear rectos derroteros en pensares y decires cuando, en rigor, encorva lo verdadero en elementales dislates que debes valorar, con modulado epinicio, en virtud a su encumbrado reducto auspiciado por aceitunados atavíos. Recua cuadriculada (formalizada por aquella y sus invidentes sectarios) que necrófilamente brindan con idiotizante Té de Llerías mientras su privativa doxa ultima abaldonadamente a la universal episteme. ¡Lastimera causalidad isomórfica que desdeña la postrera hilaridad de quien suscita historia!
Sin dilación, sayones de cualquier inédito resuello te seccionan en millares de mendrugos de soporífera emulación para así canjear, definitivamente, la casaca del Sanatorium con el apelativo de Asylum Ignorantiae; es cuando, las antedichas indoctas bajezas de la caterva de los terapéuticos tratantes, diagnosticaron, al creativo e innovador interno Poietés (móvil del finis operantes del artístico urdir), severa neurosis gestante de múltiples personalidades; de tal manera que, sus ingeniosas jornadas transcurren reclusas lidiando con una afanosa señora (signada con el homónimo de Poíesis), a quien hace la corte, y con el floridamente trajeado hijo de esta: Poíematos (porqué del finis operis de lo obrado con artificio).
Precaria, si con la de muchos cotejas,
es mi arisca y parsimoniosa suerte;
como las anónimas e insondables mozuelas
que con maña algunos refieren tan elegantes,
frecuentemente concibe mi desespero
mientras me nutre con desconsuelo,
y cuanto de laurel gratifica
sardónico remedo me destina
cuando en circenses mojigangas estremece
los gráciles pedestales de mi agónica estirpe.
En efecto, incrédulo que a la vida debes esperar,
lisonjeas al deceso para a este ahora aguardar.
Diario deleite es para Poíesis platicar con el locuaz señor Amigo de Sofía (paciente arrendatario de lindera alcoba) que en arrebatadoras parrafadas, por medio de las cuales trasponen el cenceño trazo entre lo baladí y lo sublime, especula acerca de un universal envolvente de cuanto pueda ser concebido como realidad, analiza cada componente (por nimio o colosal que este parezca) de lozanas concepciones y remozadas teorías, valora el hecho del acto humano en virtud de lo debido así como aquello que al ser place cuando por nos es conocido, y, por último, prescribe simetría entre deber y derecho al establecer ordenanzas en el ámbito de las sanas obligaciones.
Para el profano de las trazas, muchas veces resulta espinoso con claridad distinguir si es la mano del señor Amigo de Sofía quien diestramente capitanea la ágil pluma de Poietés (a través de los distinguidos oficios de la afanosa Poíesis), o este es quien inspira las hondas disquisiciones de aquel mientras, a ambos, el maestro Pimandro enseña durante los traspiés en los cuales deja sin preceptor a Hermes; pero no cabe duda, lo aprendido por Poíesis con la complacencia de su vocinglero cireneo servirá como deleitable ingrediente en la receta formativa de su hijo Poíematos, lozano retoño que retoza complacido con las ficciones que la celestina amiga de su madre, Misia Fábula, a gusto le relata.
Con beneficiado talento, Poíesis entreteje, en lírica textura, las locuciones de su contiguo Amigo de Sofía con las sergas (y consabidos deslindes) relatadas en los frecuentes cuentos de Misia Fábula (otra fisgona de entre las iluminadas pacientes); confiriéndole así, el trío, existencia a Poíematos (lenguaje del alma, splendor veri de la belleza) con cadenciosas narrativas que, más allá de ostentar una idea o acción, hilvanan raigales sensaciones que junto a aquellas, y a través de Poietés, sobresaltan vivamente la imaginación, a la vez que azuzan la sensibilidad, con sibilinas excitaciones transfigurando a Poietés en inspirado visionario que siente, expone, y describe aquello que escasísimos hábiles son capaces de comprender.
Aquietas tu enmudecida alma con oscuridad tranquila
y silente murmullo de estrellada noche familiarmente secreta.
Aquel que tiembla con ansiedad perpetua
por no encontrar a todo cuanto tanto anhela.
Son sus ojos ajusticiados con incomprensible llanto
mientras en sus labios súplica en vez de alegre canto.
Es triste ver cómo Dios en el empíreo sin compasión existe
con mirada fija en temblorosas manos de humanidad errante;
pero el hombre frágil por el polvo de la tierra,
brillante fulgor celeste en sus ojos encierra.
¿Qué nos pertenece que la muerte no lleva?
¿Dónde lo propio con lo cual abandonar la tierra?
Sic transit gloria mundi.
Más allá de los murallones de Sanatorium, en el predecible y humanísimo Villorrio de Santa Imitación, adulterinos trovadores de la propia reinvención, siempre inaugurales en la procesión aunque mofletudos en la cavilación, vanguardia son del Auto de Fe contra curioso ser (portador de pantaloncillo pellizcado, con apremio, por pituso gancho verde) al cual se le impone íntegra sujeción a dígitos y negroide mescolanza, pues quien adiciona haberes obtuso es de innovar o de lo imposible gozar; entonces, con la excusa de siempre, Vísceras amonesta ser cebada mientras Materia acicalada está en la unidimensional recepción donde las inopias de boga te apostan carlancas junto a la apática depresión.
Íntimamente en la Arboleda de los Pocos Locos Cuerdos, a «racional» trecho del terruño donde muchos comercian con la escabechina de la vida, en horas noctámbulas consanguíneos par de espectros, borrachines, zangolotean por los baldíos callejones del lazareto con el mórbido prurito de parasitar a atolondradas almas corpóreas, hasta cuando sus arcas exhalen el postremo caudal; entre tanto y como si parcas fueran las puniciones inquisitoriales, lo etéreo, cuan minúsculo barrizal, ataca (a través de inexplicable ferocidad que calca lección gravosamente trascendente de difícil comprensión) con inesperada zancadilla de épicas consecuencias para contemplarte tendido y vencido de dolor.
Luego que siniestra, vapuleada, niega justo sufragio al amanuense que tararea letras con la sola ayuda de su diestra, el cogitabundo Amigo de Sofía, hidalgo de perspicaz inteligencia que habitualmente es decomisado de sus silentes observaciones cuando en el horizonte, de aposentos y cubículos, atisba las puntas de las orejas del agreste zorro encarnado en el iracundo doctor Sofós (discípulo de la estirada Eliza a quien hasta Salamanca niega aquello que de natura no obtuvo), en cuyos labios, dichos mas no teorías son primorosas pamplinadas que se anidan en los oscuros laberintos del limbo teniendo vedada promoción al celeste así como irse, aún más, a pique en el hondo averno.
A pesar que el claustro sofocante ergástulo encierra
mi persona es emancipada para avistar belleza;
no olvidéis que el pétalo grato aroma esparce
cuando zaherido ante el suelo yace.
Mas coronarán almas con triunfantes palmas
donde antes habían cuerpos de quejumbrosas historias.
Acuño gracia de poesía con don de filosofías
ya que, de los voquibles, claves seduzco con sus armonías,
ellas develan para mí cada significado
mientras me exhuman su místico sentido.
Si bien el presente vocea doliente riza,
mi oficio con agorero arte lo ilumina
en espera del laurel repugnado por lustros de agobio
y, de tres amores, rayano cruce demandado.
EXORDIUM
«El ojo del clarividente ve iluminación allí donde el ojo normal tan solo percibe oscuridad». Helena Petrovna de Blavatsky.
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En días donde la dignidad ya no hace llevadera al hambre, tiempos oscuramente humanos en los cuales la pretérita compañía de mis actuales ausentes socava, por recurrente melancólico recuerdo, los fundamentos de mi sentido vital; inverosímil como hermosísima dama que, de súbito florecida, en el inexpugnable pórtico de mi refugio musita el epígrafe que me retrata. «Tú, peregrina presencia, que perturbas con nueva congoja el alma mía blandiendo presunciones enmascaradas de esperanzas. ¿Olvidáis que toda memoria, si es relatada, permite, de sus desilusiones, descollar?».
Incrédulo, ya que en mi temporal reflejo no pierdo de vista a un desconsolado famélico anciano, advierto, en la testaruda Padmini, su desatino en cuanto a la identidad del crío por ella solicitado; sosegada en su requerimiento, porfía en demandar mi decadente presencia. Una vez más, suspicazmente me cuestiono cómo aquella preciosa fémina pueda verse arrebatada por mí a pesar de mi raigal miseria. ¿Será que lo milagroso (locución confiscada de los paternales labios de creyente arquitecto), por inadmisibles que sean sus ardides, a mi vida, al fin remite recado de retrechero inicio?
Aún escéptico, cual tozudo filósofo que advierte postrimerías con celadas agendas mientras sobrenada inmerso en trillado letargo de incomprensión, accedo con difidencia a, de sus voces, prestar oídos en el descuidado pórtico de mi desestimada morada; sorprendentemente, ella traía consigo romántica esquela que, al instante de anunciármela, el encanto descalabrado fue por azaroso carruaje que, dispuesto en la fachada de mi refugio, traía carialegre zagal; cortés auriga que suplicaba, de mi persona, abreviada decisión. ¿Sería, me temo, que escaso de tiempo se sentía o también, canallesca pantomima, remozaba sus desconsuelos en indelebles sinsabores?
Enfrentado con el dilema entre la presente desdicha y la plausible ventura (emulando así a aguerrido montaraz que pugna entre Caribdis y Escila), consiento la propuesta, como quien su alma escinde pues el bello rostro de la umbrosa damisela parecido ostentaba con mi manceba Vida. En el santiamén que notifiqué mi «adiós» a los del pasado, suspicaz observé el engañoso rostro del impaciente conductor. ¿Otro semblante que memora mi perturbada mente? Empero bastó que con su mano me invitara a tomar asiento al margen del dulce espíritu, que sin motivo, sobre mí ungía aliciente coqueteo.
Fue de viajante, por nebulosa y fría senda, cuando ella dulcemente me admiraba, mientras aquel manipulaba los invisibles cordeles de la trama de mi existencia (otra vez el recurrente óbice: ¿vivir o existir? ¿Estar o ser? ¿Comprensión sin perentorio pláceme?), cuando me percaté de lo oculto: sus identidades. Hermosa cual consolador anhelo, la dama escarlata era la vida maquillada de muerte; afectuosa como condenada actriz que se obstinaba en tener, de mis alientos, el último necesario para franquear el río del No Retorno.
Sin duda, una vez más lo medité zozobrado entre las extendidas palmas de mis sudorosas manos, quien conducía ocultaba la cara de Mara, tramposo seductor que alejarte del verdadero sendero procura con afanosa porfía; pero: ¿era Muerte o mi amante Vida a quien, con enajenación, deseaba? Por quien sucumbía hasta perder mi valía en ese surreal amorío, con tal de tenerle para siempre. O, todavía peor: ¿aprieto en el escrutinio o resquebrajamiento en la no diferenciación?
El roñoso Mara me apremiaba entrega alegando que «inesperado es el disparo de un extraño, pero doloroso el de un consanguíneo»; como si justificar mis cuitas de otrora vindicara mi libranza a otro feudo, a sus incógnitos designios. Darme cuenta de que transitaba por el embaucador Sendero de Maya fue mi silencioso: «¡eureka!»; en ese momento, atiné las cifradas ambiciones que procuraban aquel par de fingidos troleros.
Con espontánea cordura y asido al ahora, le exigí a Mara que detuviera la reducida biografía hacia mi deceso. «¿Quien sanó a muchos ahora cree poder sobreponerse ante su dolencia?». Me escupió el muy inmundo, retándome a ingresar por el Propileo del Ser, como si timorato fuera de mi propia cosecha: «En la academia os dejo, dichos y enseñanzas, que ahora a sí mismo debe sanarse el galeno»; me incorporé con severo juramento divisando en el oscuro firmamento millares de estrellas que, ignaras de mi identidad y de sus urgidos socorros, brillaban, en certero momento, alrededor de mí. ¿Cómo boyante efebo que orgulloso posa al lado de su hermano para encanecer, en una fotografía, todo aquello que la vida no debió distanciar?
A pesar del desconsolado llanto de la damisela de las dos caras que no disimulaba sus turbios deseos de aguardar junto a mí nuestro fin, acepté el impertinente trasbordo rodeado de bruma y desconcierto; en aquel oscuro valle, sentía que mi asfixia era incrementada por la cantidad de niebla que mi olfato aspiraba por doquier. Aunque el silencio era contumaz, seres espectrales aleteaban tristes y compungidos en los límites de mi propio terror: este se consumía internamente por recurrente resentimiento, aquel de dolor gruñía por el peso de su culpa, acá uno artrítico señalándome me criticaba mientras que el otro, aterrorizado, sucumbía invadido por millares de úlceras.
Nada acogedora la imagen que ante mí el destino me dispensaba. ¿Qué realizar? ¿Por dónde transitar? ¿Qué sendero favorecer? Más interpelaciones se apiñaban, carcomiendo mi raída voluntad, sin que respuestas a sus entresijos hubiera. «¡La sabiduría de la montaña!». Alcancé a verbalizar en procura de estabilidad emocional. «¡Permanece firme, Derbut, que en medio de la oscuridad veremos surgir la luz!». Creí haber escuchado en el célebre instante en el cual, y debido a mi inacción, se disipó parte de la bruma permitiéndome, de este modo, otear colindante templo.
Más allá de la frágil niebla, y como agazapado en la mitad del averno, hallábase el Templo de Yong Grub donde, según narraban los trasnochados viajeros, se podrían conocer las siete cámaras secretas de los pocos iniciados. Al pasar a través del ambiguo Sendero de Maya, me topé con el Propileo del Ser desde donde pude observar la elitista y melindrosa Entrada de los Mystas; frente, a la cual, estaba el Ser de Derbut esperando por mí.
Sin pronunciar palabra, mi ser, señalando a la resplandeciente puerta que en lontananza agorara alquimia interior, preguntó cuáles eran mis dos razones para penetrar en aquel hierático lugar. «¡Perdón y amor!», le respondí casi sin pensarlo. No sé cómo sabía que debía aprobarme y aceptarme, curioso agradecimiento a mi Padre; perdonar con amor, sin resentimiento ni culpa, para así desprenderme (liberarme) del pasado: «¡En la vida recibimos todo aquello que damos!». Repetía como responsorio litúrgico intentando con ello penetrar en lo profundo de lo simple. «Nuestro imperio está en el dar mientras las viabilidades venideras del recibir, en aquello, yacen sus resoluciones». Añadí hallando novísimo utensilio en las inferencias semánticas de mis insospechadas cavilaciones.
Mi Ser Superior asintió con entusiasmo recordándome que si una idea o creencia no sirve para regenerarme como persona, basta con dimitir de ella en este momento pues el presente es la temporada del poder, nunca es tarde para cambiar y el atascamiento es solo otra prestidigitación del tenaz Mara. «Dentro —insistió mi esencia— tendrás como punto de referencia tu interioridad ya que, lo externo, materialización de lo íntimo es».
Con la autorización de mi ser, cerré mis ojos y contemplé el templo que frente a mí se disponía a decirme qué saber pues hacer de aquel dependía. Presentaba una forma rectangular dispuesta horizontalmente (planta baja) la cual contenía tres cámaras continuas (una seguida por la otra), en la central se apreciaban (también planta baja) dos a cada uno de sus lados (una a la derecha y otra a la izquierda) y otra tercera sobre la misma (primer piso), intuí que así como había una sobre la central también debería estar una debajo (sótano): siete cámaras en forma de cruz acostada, cuyo eje central descansaba tumbado en el suelo.
Al acercarme a la Entrada de los Mystas, el Hierofante Rojo me preguntó: «¿Dispuesto estás a cambiar?». Aunque obvia se presumía la respuesta, realmente escondía una promesa ganada a la conquista de la propia esencia. «¿Presto estás a renunciar a la necesidad de…?». Me interpeló nuevamente el solemne anciano dándome a entender que las recetas mágicas no existen si no estamos resueltos a actuar. «¡En mi mundo, yo soy el poder; por lo cual, hoy elijo cambiar!». Le respondí.
Al permitirme el ingreso a la Cámara Roja (primera), el Hierofante Rojo me solicitó: «En este momento debes dedicar cuanto vas a hacer en el templo al bien de alguien, amigo o enemigo». A pesar de estar todo en perfecto equilibrio y armonía, sentía una intrigante sensación de desorden y futilidad. «No confundas las molestias de la mudanza con las recompensas del nuevo hábitat». Me sugirió el sapiente leyendo mis ocultas sensaciones.
Luego, señaló un espejo a mi izquierda pidiéndome: «Visualízate sin afección, con juicio positivo y sano propósito; totalmente alegre y saludable». Mientras me hablaba hacía según lo por él requerido. «Mantén esa imagen de tu persona y mírate ahora en la cristalera de tu derecha con nueva visión de ti». Al percibir mi yo real, lo abracé con todo el amor del que fui capaz. «Finalizaste tu paso por la Cámara del Amor; puedes ir a la siguiente».
Al salir de la anterior sala, frente a mí había una puerta custodiada por el Hierofante Morado quien me recibió en la cámara del mismo color: «A tu izquierda tienes la Zarza Ardiente en la cual debes quemar todo lo que llevas puesto». Lo hice como si hubiera experimentado una repentina conversión franciscana, percatándome de que la zarza no expelía humo alguno ni me abrasaba con sus llamas. «Ahora báñate en la Piscina de Betesdá que está a tu derecha». Refrescante agua cristalina que purgó desde mi cuerpo hasta mi mente.
«Ha finalizado tu paso por la Cámara de la Transmutación, sigue a tu derecha y entra por la puerta de la Cámara Amarilla». Al pasar por el umbral, me esperaba el Hierofante Amarillo: «Reconoce que tienes el poder interior de transformar en realidad material cada uno de tus pensamientos; aprende a usar esta fuerza en beneficio de tu vida». Luego, me señaló centenares de túnicas blancas infiriendo yo que una de ellas debía lucir; pero cuál, pues muy diversas en formas y colores se multiplicaban. ¿Dónde, entre ellas, satisfacer mi heurística sed?
«No esperes más, ya tu conocimiento dio sus resultados». Increíblemente, sin reminiscencia de voluntaria selección, exhibía una túnica acorde a mi estética complacencia. «Si le sumas a la energía información, tendrás fuerza; atención en el presente te la incrementará, en tanto que, la intención por lo futuro la transformará». Me explicó de forma bondadosa y lógica. «Con esto terminas, por el día de hoy, tu visita a la Cámara de la Fuerza; regresa a la anterior para, desde allí, bajar a la Cámara Verde». Obedeciendo textualmente sus palabras, volví a la Cámara Morada la cual, ahora, se hallaba enteramente vacía; en ella tomé una especie de ascensor que me condujo un piso abajo.
Abierta la puerta del elevador pude observar, en medio de la nueva sala, al Hierofante Verde quien me esperaba al lado de una camilla. «Ven y recuéstate, preséntale a tu Ser Superior tu afección para que él haga su menester». Me solicitó el hierofante aunque en mí persistía la duda de cómo lo haría mi ser. «No tienes por qué saber cómo, basta con que estés dispuesto». De inmediato le respondí: «Pero…». Sin permitirme concluir, me repuso: «Si no estás fluyendo con la vida es por estar aferrado a eventualidad pasada».
Con alguna baladí vacilación, cerré mis ojos pensando casi rítmicamente al compás de la batuta de mi corazón: «Lo significativo es el proceso, no los resultados; todo a su debido momento, germinaré». Después de entregarme a las disposiciones de mi ser, desperté sin la certeza de cuánto tiempo había invertido en aquel lugar. Cuando abrí los ojos, esperándome estaba el Hierofante Blanco. «¿Vamos a tu cámara?», le pregunté. «No en esta ocasión, debes ya retirarte, en otra oportunidad adquirirás mayor conciencia; levántate pues para acompañarte».
Desde ese día no olvido el cabalístico lugar donde, cual agreste murga, los árboles coreaban preguntas con sus supinas impugnaciones; nublado paraje cuya brisa te invita a volar entre cuarenta y cuatro rosales, al sur no en el norte; la delicia de estar con ellas dos en la octava altura, silabeando inventos y acumulando laboriosas ilusiones. «Porque encomio la manera en la cual estoy cambiando y puesto que opto hacerlo de esta manera, afirmo: ¡Hoy es el primer día del resto de mi vida, un presente maravilloso! ¡Gracias, Padre!».
PRIMUS:
EL PROTRÉPTICO DE DERBUT.
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EL CANTAR DE GESTA DEL
INCOMPRENDIDO DESCONOCIDO.
Primer cántico de Epimeteo: Metempsicosis óntica.
Rodeado de silencio y soledad, fue abierta la urna de todos los males del mundo que yo, para ese momento, conocía. En ella, una gran urbe capaz de minar los más fervorosos anhelos; y la dividían. Unos portaban el ser; otros, no lo tenían. Me decían que era la experiencia aquello que los separaba, adormecía. Mientras los monjes lloraban cuando recitaban el «Señor, ten piedad»; más de uno (de los inocentes) le preguntaba a sus mayores (de los indolentes): «¿Hasta cuándo detestarás el presente que luego amarás en el recuerdo? ¿Hasta cuándo? Predices de mi enmudecida existencia mientras redactas millares de preguntas sin respuestas; no adornemos los errores pues quizás muy cerca esté nuestro hogar».
Los desheredados estaban fuera de la Muralla del Ser. Los sustentaba una aparente escandalosa vinculación, de las que ofenden, de las que matan. Propinaban el odio adecuado, los centinelas que pagaban una promesa desde la atalaya de su conveniente inclemencia; mientras el rey buscaba placeres, borracho en sus propias reflexiones, la naturaleza le traía, a la muy molesta vida, de esta tierra suya. La amargada progenitora, del neonato héroe, le quiso ver al lado de un santo que no conozco ya que no era él quien lo debía querer. Fue en ese lugar, pues debo decir que es aquí lo que escribí allá, donde nuestro personaje tuvo su inicial pérdida, su primer llanto, su originaria rabia. Los escribanos del paraíso debieron errar su tino al ver en él a un mártir.