Hipólito

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Panello, Demian

Hipólito el ametrallador de Lyon / Demian Panello. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-1482-0

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

La cura me hizo daño.

Todo lo que después me ha sucedido me ha hecho daño.

Pero cuando alguna vez encuentro la llave y desciendo a mí mismo,

allí donde, en un oscuro espejo, dormitan las imágenes del destino,

me basta inclinarme sobre su negra superficie acerada para ver en él

mi propia imagen, semejante ya en un todo a él,

a él, mi amigo y mi guía .

—Hermann Hesse

Agradecimientos

A Alejandro por su entusiasta primera lectura.

A Walter por descubrir y compartir el sitio de David Rumsey y su colección de mapas históricos tan útiles a la hora de ambientar y describir.

A todos los lectores de Hipólito, que no son muchos —pero son los mejores —que esperaron y alentaron.

Como diría Baudelaire: Tú conoces, lector, este monstruo delicado.

A Romi por bancar.

A Max Richter y Brian Eno por musicalizar las largas sesiones de escritura.

Gracias y perdón por tan poco.

A la memoria de Ulises


I

Limoges, 1807

Soplaba un viento helado que, ululando entre los recovecos, ascendía por la angosta calle.

Con la palma hacia arriba abría y cerraba la mano acompañándola con un evidente gesto de sufrimiento. Los dolores en todas sus articulaciones lo venían aquejando desde hacía un tiempo y no había podido dar con un remedio eficaz que los erradicara por completo. El frío, además, acentuaba esa tortura.

Cerró su tapado ciñendo su cuello sin dejar de mirar esa puerta cruzando la calle. Esa mañana helaba y ya se estaba cansando de aquella consigna.

Se adentró más en ese pequeño callejón sin transito afirmándose contra la pared mientras estrujaba su cuerpo. Miró el cielo cubierto y ensombreció su rostro cuando una mujer pasó caminando por la minúscula acera.

La ciudad le parecía horrible, las calles estrechas y desalineadas. Las casas mal construidas y cubiertas de azulejos huecos con los techos que se proyectaban apenas entre dos y tres metros, lo que hacía, digamos, que dentro de una vivienda la noche se pusiera a mitad del día. Las mujeres groseras en sus formas y mal vestidas. Casi todos los atuendos idénticos, vestidos rústicos de un gris azulado que no se molestaban en lavar.

Extrajo del bolsillo su reloj Catalino. Apenas pasaban las ocho, y como lo esperaba, Lambart, el sujeto, salía de su cueva. El mismo gesto repetido toda la semana: miraba a los lados, cerraba el gabán gastado y cubría su cabeza con un gorro cocido a la indumentaria antes de lanzarse calle abajo en dirección al centro de la ciudad.

Como de costumbre, lo siguió a la distancia al ritmo que su cojera le permitía.

Cabeza gacha y hundida en el cuello, paso ligero y las manos enterradas en los bolsillos. Así marchaba Lambart desandando las desparejas arterias de Limoges.

La misma calle donde se encontraba su vivienda desembocaba en la plaza de la Boucherie y de allí solía rodear el convento de los Benedictinos y tomar la rue1Saint-Louis hacia el ayuntamiento.

Pero esa mañana, a diferencia de todas las anteriores, Lambart continuó por la nueva y monótona rue Saint-Martial hacia el norte.

Lo vio ingresar en la iglesia de Sainte-Ursule frente a la posada de la ciudad y él mismo se deslizó con cautela unos segundos después para no llamar la atención.

Cuando sus ojos se adecuaron a la escaza luz del interior descubrió la sencilla nave central que contrastaba con el crucero con torre linterna que hacía más pretencioso el templo.

Ubicó a Lambart sentado en la anteúltima fila de la sección de bancos más cercana a la nave sur. Un grupo muy reducido de fieles ocupaban, dispersos, las primeras filas y no había nadie en los alrededores del joven.

Se sentó en el extremo más lejano de los bancos que daban junto a la nave norte y de allí lo observó. Lambart permaneció unos minutos sentado con la vista fija en el altar y luego se arrodilló para rezar.

Hacía exactamente una semana que había comenzado a seguirlo y vigilar sus movimientos. Era la primera vez que cambiaba su recorrido. Una iglesia era un lugar muy propicio para el encuentro fugaz con alguien más, pero nadie se le acercaba.

Al cabo de unos minutos Lambart se incorporó y avanzó por el pasillo central hacia el altar, hacia las primeras filas. Pero pronto se detuvo a mitad del recorrido, se arrodilló y se persignó. Se santiguó ahí mismo en el corredor central a la altura del transepto debajo del crucero y luego giró hacia la puerta de salida.

El hombre bajó su cabeza al verlo pasar. Una vez que sintió la puerta cerrarse, miró al resto de los feligreses de las primeras filas y estiró su cuerpo para ver a lo largo de la nave norte. Nadie más se había puesto en marcha detrás de Lambart así que volvió a ceñir su tapado al cuello y se levantó para continuar con su misión.

Desde la acera de la iglesia vio a la distancia al joven, calle arriba, desandando el mismo recorrido.

Lambart giró entonces hacia el oeste por Saint-Louis y cruzó la pequeña plaza posterior a la iglesia de Saint-Michel y el ayuntamiento. Ingresó como todas las mañanas, pero esta vez unos minutos más tarde por el desvío a Sainte-Ursule, a la carnicería donde prestaba sus servicios.

Un recodo de uno de los anexos de Saint-Michel servía como refugio esas horas que tocaba vigilarlo en su trabajo. Se apoyó sobre su brazo izquierdo y extrajo del bolsillo interior del tapado unos modernos gemelos de teatro que le permitieron amplificar los movimientos del objetivo.

Lambart se limitaba a ingresar, cruzar el vestíbulo alzando la mano y desaparecer por unos instantes para volver sobre sus pasos hacia el exterior con una escoba en la mano. Entonces barría la acera con una dedicación exagerada sin importarle las inclemencias del tiempo. Luego hacía lo propio, también extralimitándose en su consagración, con la entrada al negocio para terminar en el vestíbulo en medio de los clientes que se veían obligados a moverse cada vez que se topaban con su imperturbable escoba.

A excepción de esos segundos en los que desaparecía para buscar su herramienta de trabajo y cuando permanecía en el interior de su vivienda, el sujeto jamás quedaba fuera del alcance de su visión. Tampoco lo había visto en toda la semana intercambiar palabras con los clientes de la carnicería. Solo se los chocaba en su obsesiva labor y los gemelos devolvían apenas algún gesto de disgusto y un ademán, pero nada más que sugiriera, ni siquiera, una exigua conversación.

Pasado el mediodía cruzaba la plaza hacia la taberna donde almorzaba en soledad alternando solo dos platos en toda la semana. Un día estofado de buey y el otro una sopa de cebolla. Jamás los cambiaba y siempre los acompañaba con un vaso con agua.

Era sábado, su empleador cerraba a partir del mediodía y Lambart retornaba a su buhardilla de la rue Chaigneau para no volver a salir hasta la mañana del lunes cuando su rutina semanal volvía a comenzar.

Sumergido en el tapado se recostó contra la edificación que daba frente a la vivienda del sujeto. Sintió el frío de la pared húmeda traspasar su abrigo y alcanzar su espalda. Giró sobre sus pies despegándose de aquel contacto y fue el agua sucia y helada del empedrado la que pareció colarse por entre las costuras de sus botas calando sus medias. Tiritó y al hacerlo frunció su ceño liberando un quejido mezcla de dolor y fastidio. No iba a soportar un día más a la intemperie vigilando a este individuo. Ya no toleraría un día más en esta ciudad.

Decidido cruzó la calle y se paró frente a la puerta. Había observado a Lambart levantar su cuerpo cada vez que ingresaba a su domicilio. Jaló entonces del picaporte descargando su peso sobre este y fue su cuerpo el que se alzó para caer de inmediato rozando la madera. Un clank seco y la puerta se abrió sin producir otro ruido.

A la izquierda, pegado al ingreso, otra puerta permanecía cerrada y de frente se alzaba una empinada escalera de angostos peldaños que conducía al piso superior.

 

Cerró la entrada con suavidad detrás de él y todo de pronto se oscureció. Solo la débil claridad de aquella tarde nublada de invierno que apenas alcanzaba a colarse entre las hendijas de las jambas del ingreso le permitió identificar el primer escalón.

Subió con sigilo deslizando una mano por la pared del estrecho ascenso mientras la otra ayudaba a su pierna coja procurando pisar en los bordes donde la madera estaría más entera.

Estuvo delante de la puerta de la buhardilla de Lambart cuando este, de repente, la abrió. Su cuidado al subir no habría sido suficiente.

El joven, de tupidas cejas y corte de cabello tipo hongo de media melena cortada circular entre la sien y las orejas, frunció su ceño al verlo. De inmediato el hombre lo tomó del cuello de la camisa empujando el ingreso de ambos a la vivienda.

Lambart retrocedió trastabillando hasta quedar sentado en una desvencijada silla que acompañaba una pequeña mesa igual de destartalada.

El lugar era un desastre. Las paredes manchadas, el piso todo cubierto de papeles de diarios y cosas tiradas. En la mesa se apilaban unos platos sucios de comida y restos de pan enmohecido. La débil luz de una vela crepitaba en vano tratando de limitar la lúgubre oscuridad reinante.

—¿Con quién te has reunido? ¿Quién es tu contacto? – le preguntó sacudiendo su cuerpo. Lambart se recostó sobre el respaldo de la silla y su figura se sumió entonces en los dominios de la negrura del ambiente.

—¡Vamos habla! – le dijo usando ahora las dos manos para zamarrearlo. El joven tan solo emitió un quejido y un balbuceo indescifrable.

—¡Qué mierda! – masculló el hombre acercando la vela. El rostro de Lambart se iluminó resaltando al detalle todas sus cicatrices. Decenas de pocitos poblaban sus mejillas bajando desde los parpados inferiores hacia el mentón.

—¡Dime a quién has visto! – le repitió con su mano en el cuello. El joven volvió a emitir un sonido incomprensible. Le apretó ahora sus pómulos estrujándole la boca hasta abrirla. Una cavidad negra y viscosa de donde parecía salir un gruñido. La iluminó con la llama de la vela casi tocando los labios. Su rostro se ensombreció ante la turbadora visión. Lambart no tenía lengua.

Un ruido en un rincón del otro lado de la habitación lo distrajo un instante, momento en el cual Lambart tomó el tenedor que yacía sobre la mesa y se lo clavó en el hombro a la altura de la clavícula. No logró hundirlo tanto pero el dolor fue intenso haciéndole retirar su cuerpo hacia atrás. Movimiento que aprovechó, en un reflejo para el cual estaba preparado, y con la mano del mismo brazo tomó la pequeña daga enfundada entre las costuras del interior de su tapado. De un golpe seco la enterró hasta el mango en el cuello de Lambart. Chilló como un marrano en el matadero mientras lo fue abriendo desde la nuez de Adán hasta el mentón. La oscura sangre del joven fue inundando la mano derecha del hombre adentrándose por las mangas de sus prendas a medida que lo alzaba siguiendo ese impulso feroz. Fue mirando con desprecio como se apagaba la vida del sujeto y el tenedor incrustado en su hombro. Recién después de retirar el utensilio de su cuerpo extrajo entonces de un tirón la daga que había abierto el cuello de Lambart y su cuerpo cayó tumbando la silla.

Arrancó un pedazo de tela de la camisa de su víctima con la que improvisó un torniquete.

Irritado observó a su alrededor. La oscuridad reinante no permitía ver nada más allá de la mesa.

Tomó la vela y con dolor se incorporó. Descubrió la ventana que daba a la calle tapiada con decenas de hojas de diarios pegadas una encima de la otra en un engrudo colosal. Siguió tanteando esa pared hasta toparse con una vieja cómoda. Fue abriendo los cajones, algunos sin fondo y tirando al suelo las prendas, todas raídas, que fue encontrando. De nuevo un ruido llamó su atención. El mismo crujir que lo había distraído cuando Lambart lo hirió.

Acercó el tenue arco de luz de la ya vencida candela y una rata encaramada en un tacho de basura pareció mirarle mientras devoraba un pedazo de zanahoria.

Huyó presuroso de esa inmunda habitación trastabillando por las escaleras y empujando a la vieja que comenzaba a asomarse tras esa primera puerta del ingreso.

Cruzando su brazo izquierdo apretándose la herida bajó por la rue Chaigneau hasta la plaza de la Boucherie. En el cielo, todo encapotado, unas espesas nubes grises parecían colgar ya sin poder resistir más.

Alcanzó a refugiarse en el viejo y deslucido pabellón central, que los lemosines llamaban belvedere, cuando los primeros copos de nieve comenzaron a caer. Se suponía que la construcción espaciosa y abovedad ofrecía bellas vistas. No podía haber plaza más fea en el mundo dijo entre quejidos mientras se desplomaba en uno de los bancos del interior.

Sentado descubrió su hombro dejando expuesta la herida. Próximo a él, la quimera de un perro o un león, que hacía las veces de gárgola inferior de la edificación fue juntando algo de nieve. Hasta allí se estiró para tomarla y desparramarla sobre el corte. De inmediato le alivió el dolor.

Se echó entonces contra la pared relajando todo su cuerpo.

Mirando la ornamentación interior del techo del pabellón, con más figuras de indescifrable naturaleza, repasó esa última semana en Limoges.

Y fue entonces la caprichosa sucesión de imágenes de rostros transformados en quimeras la que lo adormeció.

Habrán pasado apenas unos minutos o quizás algo más cuando unos niños entrando a las corridas lo despertaron.

Hombros con hombros, reían mirando de tanto en tanto en dirección a la catedral de Saint Paul. Uno se agachó y extrajo algo debajo del asiento frente a él. Se sentaron encumbrados sobre las manos de uno ellos que sujetaba una pequeña bolsa de cuero anudada. No fue hasta ese momento que se percataron de la presencia del extraño. Se asustaron, volvieron a reír y huyeron como habían llegado.

Los siguió con la vista hasta donde pudo. Corrían felices y atropellados cruzando toda la explanada. No podría ser otro que un niño, el inocente espíritu aventurero de la primera juventud, quien desbordara alegría trotando las calles de esta ciudad chata y gris. Balanceó su cabeza asintiendo sus pensamientos mientras posaba de nuevo su atención en aquel otro banco. Inesperado cántaro de dicha para aquellos jovencitos.

Se incorporó y se acercó despacio mientras fue subiendo sus ropas cubriendo el brazo lastimado. Frente a esa saliente, inclinó su cabeza como si ello pudiera ser suficiente para observar qué más podría haber allí debajo.

De pie en el pabellón alternó su vista entre el banco y los alrededores de la plaza. Fue repasando las fachadas, algo mejor cuidadas de esa zona, hasta detenerse en la enorme cruz empotrada sobre el dintel del ingreso a la catedral. Entonces, retornó su interés en el asiento y de inmediato giró su cabeza observado hacia el oeste, el inicio de la rue Saint Martial. Volvió a asentir en silencio y alzó el cuello de su tapado antes de abandonar su refugio.

En la iglesia de Sainte Ursule había algunos feligreses más que por la mañana, la mayoría de ellos sentados en las primeras filas.

Los movimientos de los monaguillos en el altar indicaban que la misa estaba pronto a comenzar.

Apenas ingresado trató de ubicar dónde se había sentado Lambart más temprano. Había sido del lado de la nave sur pero no recordaba si era en la última fila o la siguiente.

Sentado en el banco de la última hilera tanteó debajo en un amplio espacio sin encontrar nada. Lo mismo hizo con el respaldo del banco de adelante con igual fortuna.

Bufó y miró a los lados mientras por el pasillo central el sacerdote se acercaba sacudiendo el incensario. Esperó que el religioso volviera sobre sus pasos para instalarse en la anteúltima fila. Lambart no se había sentado más allá se dijo frunciendo el ceño y arrugando los labios.

Miró a lo largo del banco y fue deslizando sus manos por debajo del friso del respaldo que sirve para apoyar las manos al rezar. No tuvo que estirarse mucho cuando sintió sus dedos frenarse. De inmediato retiró su mano. Una sustancia amarillenta parecida a una resina había embadurnado las puntas de sus dedos que comenzaron a pegarse entre ellos. Tocó su nariz olfateando y un fuerte olor invadió con celeridad sus papilas gustativas llevándolo a su saliva. Pasó varias veces la lengua por el canto de su mano procurando liberarse de ese extraño sabor.

Se echó entonces para inspeccionar lo que había encontrado volviendo a tantear, ahora con la otra mano, el mismo lugar. Dos manchas viscosas separadas por unos centímetros le hicieron interpretar que algo había sido fijado allí debajo y la calidad de su textura le indicaron que no hacía mucho tiempo de ello.

Se incorporó y allí quedó mirando hacia adelante frotando sus manos por el pantalón. El idiota de Lambart se había burlado de él.

En el altar sonaron los primeros versos del Confiteor.

1 Calle

II

Pluma en mano y recostado en la silla, observaba los papeles desparramados sobre el amplio escritorio. El bullicio proveniente de la plaza no le permitía concentrarse y cada vez sus pensamientos se dispersaban más de aquello que tenía que escribir.

Unos suaves golpes en la puerta de la habitación terminaron por sacarlo del letargo vacío de sus ideas. El piso crujió a dos tiempos, al incorporarse de la silla y al dar el siguiente paso, poniendo de manifiesto un listón flojo que recorría el centro de la habitación.

Entornó lentamente la puerta y un conocido rostro dulce y delicado se dibujó ante sus ojos.

Hipólito retiró su cuerpo permitiendo el ingreso de la mujer y no bastó que transcurriera un segundo luego de cerrada la puerta para que la espalda de Alicia diera con fuerza contra la misma impulsada por el ímpetu fogoso de un largo y apasionado beso. El frenesí, sin interrupciones los fue llevando de la puerta hacia el placar, ahora de espaldas el hombre y de allí hacia la cama volteando en el trayecto el candelero y unos libros de la mesa de luz.

De un solo movimiento Alicia quedó encima de Hipólito al tiempo que desprendía los botones que ceñían su peto a la cintura. Él deslizó con suavidad sus manos por el vientre de ella hacia la espalda y de un tirón desanudó el corsé permitiendo entonces filtrar sus manos entre la camisa interior de lino y alcanzar así sus pechos.

Beso devorador a beso devorador, caricia a caricia de creciente impaciencia, sucumbieron víctimas de la intensidad pura de la cómoda intimidad de aquella habitación de alto de la Posada de los Tres Reyes.

Se quedaron tumbados en la cama mirando el techo. Alicia giró hacia Hipólito justo al escuchar algunas voces de mando provenientes de la calle.

—¿Ya has redactado la solicitud de baja?— le dijo mientras acariciaba su pecho desnudo poblado de abundante vello.

Hipólito miró hacia el escritorio.

—No. – dijo musitando. – No he podido concentrarme. – explicó girando ahora hacia su compañera.

Alicia le sonrió y acarició su rostro frotando, en el mismo movimiento, su pulgar en los labios del hombre.

—¿No estás seguro de hacerlo? ¿es eso?

Hipólito giró en la cama hasta quedar enfrentado a Alicia. La mano de ella corrió entonces hasta la nuca de él y allí quedó restregando sus cabellos.

—Cuando regresaste a Córdoba luego de todo lo que pasó aquí y entraste a la oficina del hospital, de pie en el umbral de la puerta con tu sombrero en el pecho, me miraste sin decir nada y supe todo. Aquellos días fueron los días más maravillosos que alguien pueda llegar a vivir. – dijo sin apartar su vista de él y con sus ojos centellando en el humor de la evocación.

Hipólito le sonrió y acercó los labios de la mujer a los propios besándolos con ternura.

—También fueron así de maravillosos los míos. Los únicos que he tenido. – le replicó con suavidad acariciándole la cara y el cuello. – Quiero mudarme a Córdoba contigo. Todavía quiero hacerlo. Instalarme allá, tener otro trabajo, hacer algo diferente. – dijo titubeante sin apartar sus ojos de los de la mujer, pero perdiendo la mirada en algún punto más allá del presente.

—No he hecho otra cosa más que esto desde que llegué. Es lo que soy. – añadió retornando de sus cavilaciones.

La misma conversación había tenido lugar en Córdoba apenas un mes después de la reconquista. Entre paseos a la vera del río y los apasionados encuentros en el hotel de la plaza, profirieron su amor y los planes de Hipólito de mudarse a Córdoba. Le preocupaba entonces y ahora, qué hacer de su día y a día fuera del regimiento de dragones.

 

—No encuentro las palabras. No se me da muy bien esto de escribir. – agregó riendo al tiempo que con un gesto volvía su atención al escritorio.

—Te puedo ayudar. Pero tienes que estar seguro de hacerlo. – le dijo Alicia poniéndose de rodillas sobre él con sus manos apoyadas en sus muslos.

Sus cabellos lacios y claros caían desordenados sobre sus hombros cubriendo sus pechos.

Cuando recién la conoció no le pareció atractiva.

Trabajando en la oficina del Hospital de Mujeres, Alicia y la directora Guitran, de rodetes tirantes y vestidos largos y vulgares ceñidos al cuello no llamaban la atención. Pero entonces fue el candor suave de su presencia lo que lo cautivó. Escucharla hablar con las personas que se acercaban hasta el mostrador, el roce ocasional de sus cuerpos al cruzarse entre los estrechos pasillos de los escritorios fue extrayendo del oficial un sentimiento que pensó que no tenía, que había sido extirpado de su ser en algún punto en aquel bosque camino a Narbona o a Montpellier, ya no sabía dónde y lo cierto que ni importaba.

Le comenzó a gustar esa joven de delicados gestos y sonrisa tierna. La hizo parte de esa ciudad que también lo había seducido con sus serenos días de sol y el lento andar de provincia en amalgama perfecta con una metrópoli grande y vibrante digna de una capital.

La contundente humildad de la desnudez le devolvió entonces la belleza física que no había sido capaz de captar. Como si aquella mujer tuviera la virtud suprema de ser, simplemente, bella.

Alicia acompañada de su amiga y jefa, Manuela Guitran, visitaba ahora Buenos Aires que las recibía con sus habituales tórridos días de verano. Hipólito se había adelantado a reservar habitaciones en la posada próxima a la plaza tanto para la directora como para compartir con Alicia.

—A ver, déjame ver. – exclamó la mujer mientras que de un salto bajaba de la cama y se sentaba frente a los papeles del escritorio. Con sus manos esparció los escritos. Eran tres, fechados ese día, Buenos Aires, enero 28 de 1807 que se dirigían al coronel José de la Quintana y continuaban con unas pocas líneas más que terminaban en garabatos indescifrables.

Hipólito, todavía recostado en la cama, la observaba apoyando su cabeza en su brazo.

—Es evidente que tu jefe es el coronel José de la Quintana. – dijo girando hacia el oficial con esa sutil mueca que arrugaba los delgados pliegues de su mentón. El oficial asintió liberando una carcajada.

—¡No puede ser tan difícil escribir la solicitud de baja del servicio! – exclamó la mujer desde su asiento. – Veamos. ¿Cómo te diriges habitualmente al coronel? – le preguntó entonces descansando sus brazos en la cintura.

—¿Qué cómo me dirijo a él diariamente en persona? – vaciló Hipólito sentándose al borde de la cama.

—Sí, eso, cómo te diriges a él en persona.

—Estemm, coronel, señor… la formalidad habitual.

Alicia asintió meciendo su cuerpo y separando sus manos.

—Lógico. – y tomó la pluma que yacía junto a un sólido portaplumas con tintero de bronce cincelado decorado con una cargada filigrana de motivos orientales. Entintó la pluma dando unos golpecitos secos al borde del tintero antes de retirarla y entonces formuló, mirando primero hacia arriba y luego al escribir:

Mi estimado coronel, me dirijo a usted, no sin ocultar la amargura que esto me confiere, con el objeto de solicitarle la baja definitiva del regimiento… Comenzaría más o menos así, ¿no? – dijo girando hacia Hipólito buscando su aprobación.

El oficial escuchó aquel enunciado mirándola. Separada su espalda del respaldo, su blanca piel despojada de prendas llevaba las efímeras marcas del peinazo del mueble y en su rostro la insolencia feroz de un rubicundo amor.

Desde la cama Hipólito le sonrió y extendió sus brazos como muelles seguros donde amarrar tanto desparpajo.

Alicia volvió a exhibir su lacónica mueca que precedía a su sonrisa y se lanzó a ellos sin más reparos que asegurarse que la pluma no cayera sobre la hoja que había comenzado a escribir.

Luego de la reconquista se crearon varios regimientos y desde entonces el fuerte gozaba de una actividad continua de tropas. Además, la flota inglesa al mando del contraalmirante Home Riggs Popham no había abandonado el estuario del Río de la Plata y en esos días hostigaba el puerto de Montevideo.

—¡Va cayendo gente al baile! —exclamó desde su pequeña oficina el cabo Gregorio Antúnez al verlo llegar.

Hipólito sonrío y fue quitándose el sombrero al acercarse.

—¿Cómo anda inspector? – preguntó el regordete celador del fuerte apurando la caldera en el bracero.

—Sofocado por este calor. – replicó Hipólito apoyándose en el marco de la puerta.

Antúnez no tenía por costumbre salir de su diminuto recinto. Su mate era obligado tanto al entrar como al salir por la puerta de Santo Cristo. Pero había que acercarse o bien a la abertura donde sellaba permisos y autorizaciones o a la puerta de ingreso de la celaduría.

Cualquiera podría portar un salvoconducto para salir de la ciudad firmado por un coronel, el Capitán General o el mismísimo virrey, pero si no estaba sellado por el celador Gregorio Antúnez no servía de nada.

Cuando los ingleses ocuparon el fuerte, el cabo Antúnez se resistió a abandonar su puesto. Entre varios hombres tuvieron que sacarlo a los tirones de aquel recinto que para el soldado significaba su patria. Lo llevaron a uno de los calabozos del fuerte en el subsuelo y allí permaneció durante toda la ocupación hasta que fue liberado el día de la rendición.

—Bueno, vaya preparándose porque si es por sofocarse me temo que se avecinan tiempos de guerra de nuevo con los gringos y ahora va a haber fuego crudo. No nos van a agarrar con la guardia baja. —advirtió severo Antúnez que lucía su chaqueta abierta a efectos de su prominente barriga dejando expuesto, además, con la camisa desabotonada su abundante y ya blanquecino vello corporal.

El oficial de dragones asintió emitiendo un sonido mientras daba un sorbo al mate.

Antúnez se aproximó y con un suave gesto con su mano izquierda en el brazo del oficial lo acercó más al interior.

—Hoy por la mañana llegaron noticias de Montevideo. Parece que los ingleses corrieron a las tropas de Arce. – susurró confidente. Hipólito lo observó preocupado. – Pero eso no es todo. – agregó de inmediato Gregorio. – Los gringos capturaron al coronel y a Balcarce.

—¡Vaya desgracia! —exclamó el oficial. —¿Y qué se sabe del hijo del coronel de la Quintana? ¿No era acaso de la partida?

—No sé nada. El soldado que trajo la noticia apenas si le dio un par de sorbos al mate e ingresó con urgencia para ver al capitán. No pudo darme más detalles. – se disculpó consternado Antúnez como si aquello fuera una falta grave de su puesto.

Hipólito algo confuso estiró su cuello observando el interior del fuerte.

—Venía a reunirme con el coronel. ¿Estará disponible con todo este contratiempo? – preguntó un tanto desanimado.

El cabo Antúnez se encogió de hombros y de un cabezazo le indicó que ingresara y lo averiguara.

La oficina del coronel del regimiento de dragones era la más próxima a la entrada, funcionando en una pequeña barraca a dos aguas luego de traspasar la celaduría.

Se notaba agitado el fuerte. Como nunca, luego de la reconquista la ciudad se había militarizado con varios cuarteles nuevos en los alrededores que servían de base a los también nuevos regimientos.

La fácil captura de la ciudad por una pequeña expedición británica en junio pasado había llamado al Capitán General Santiago de Liniers a emitir un comunicado instando al pueblo a organizarse en cuerpos de armas para contrarrestar una nueva invasión.

Vengan, pues, los invencibles cántabros, los intrépidos catalanes, los valientes asturianos y gallegos, los temibles castellanos, andaluces y aragoneses; en una palabra, todos los que llamándose españoles se han hecho dignos de tan glorioso nombre. Vengan, y unidos al esforzado, fiel e inmortal americano, y a los demás habitadores de este suelo, desafiaremos a esas aguerridas huestes enemigas que, no contentas con causar la desolación de las ciudades y los campos del mundo antiguo, amenazan envidiosas invadir las tranquilas y apacibles costas de nuestra feliz América.

En el patio interior, una compañía de patricios formaba en dos bloques de varias columnas en tanto que, por detrás, varios jinetes iban saliendo por la puerta del Socorro que daba a las barrancas junto al río. Mirando aquella escena lo sorprendió su superior, el coronel José de la Quintana que en ese preciso instante salía de su oficina.

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