Buch lesen: «La ciudad que el diablo se llevó»

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David Toscana


David Toscana (Monterrey, México, 1961). Se graduó como Ingeniero Industrial y de Sistemas. Formó parte del International Writers Program, en la Universidad de Iowa, y del Berliner Künstlerprogramm.

Es autor de Estación Tula (1995), Lontananza (1997), Santa María del Circo (1998), Duelo por Miguel Pruneda (2002), El último lector (2004, premios Antonin Artaud, Bellas Artes de Narrativa y José Fuentes Mares), El ejército iluminado (2006, Premio Casa de las Américas José María Arguedas), Los puentes de Königsberg (2009), La ciudad que el diablo se llevó (2012), Evangelia (2016) y Olegaroy (2017, premios Xavier Villaurrutia y Elena Poniatowska).

Candaya Narrativa, 67

LA CIUDAD QUE EL DIABLO SE LLEVÓ

© David Toscana

Primera edición en la editorial Candaya: julio de 2020

© Editorial Candaya S.L.

Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles

08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

“Músicos callejeros en Varsovia”. 1933.

>Narodowe Archiwum Cyfrowe (Archivo Nacional Digital de Polonia)

Maquetación y composición epub

Miquel Robles

Publicado mediante acuerdo con VicLit Agencia Literaria

BIC: FA

ISBN:978-84-18504-13-6

Depósito Legal: B 12776-2020

Actividad subvencionada por el Ministerio de Cultura y Deporte



Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

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Dedicatoria

LA CIUDAD QUE EL DIABLO SE LLEVÓ

Upić się warto

A Sarah

Sí, queridos amigos, cuando Stanisław August Poniatowski, el último de nuestros bien o mal amados reyes, dio su anuencia para que se construyese el cementerio Powązki, tenía presente una verdad muy sencilla: los varsovianos solemos morir. Claro que la guerra aceleró las cosas, pero nuestra ciudad tenía en tiempos de paz alrededor de cincuenta difuntos diarios; eso nos da cerca de cien mil durante el periodo en que nos ocuparon los nazis, así que habrá que descontarlos de las estadísticas finales. Era un desatino que luego de un bombardeo me llevaran cadáveres de tuberculosos o de alguien que rodó por las escaleras o de un viejo que no pudo más con su vejez o de una mujer que se quedó en el parto; eran muertos de segundo orden, pues no llevaban la aureola de víctimas, sino de meros impertinentes. Y sin embargo, para todos hay espacio. Tenemos cementerios para cada credo y clase social y rango militar; con lápidas individuales y colectivas. Los tenemos también para epidemias, y si gozáramos de terremotos o inundaciones, ya nos habríamos inventado camposantos para esos cataclismos. Hay también criptas en iglesias e incontables fosas comunes y clandestinas. Eso sin tomar en cuenta que ahora buena parte de la ciudad es un cementerio. Las plazas están repletas de tumbas temporales que se están volviendo permanentes; y basta levantar un poco de escombro para hallarse a una familia entera en la cocina, un niño en el ropero, una madre en huesos, un abogado bajo su escritorio, una beata sin rodillas. Se remueve una losa y ahí está la abuela todavía con sus agujas de tejer.

Ludwik no mencionaba nombres de muertos o deudos ni fechas. Evitaba los detalles específicos de su oficio, y sus amigos suponían que no se trataba de una discreción natural sino del modo de inducir a que le diesen más alcohol, pues después de una ración de vodka le vendría la voluntad de parlotear precisamente cuando su lengua, torpe y flácida, se resistiera a hacerlo.

Entonces decía cosas como: ¿Recuerdan a la señora Kukulska? Créanme, amigos, era más bella de lo que se contaba. Luego bajaba la voz para agregar: Tengo para mí que su marido nunca la tocó.

Discutían si un cadáver podía ser bello, si de veras Ludwik tenía el modo de sondearle la castidad, si los muertos eructaban o abrían los ojos en la Noche de San Juan.

Tildaban de falsas muchas de sus anécdotas, pero qué más daba la verdad si se podía imaginar a la señora Kukulska inmóvil y desnuda.

El padre Eugeniusz disfrutaba la compañía de hombres que podían emborracharse, hablar de mujeres y de la vida sin mencionar a dios. Le gustaba que le llamaran por su nombre, y que, a diferencia de las mojigatas de iglesia, le tuvieran poca tolerancia si decía alguna estupidez.

Salud, hermanos.

Sorbían el pico de las botellas y soltaban preguntas que Ludwik había respondido en numerosas ocasiones.

¿Es verdad que hay muertos que están vivos?

Eso es bien sabido. Bailan, cantan, hacen el amor.

¿Y se matan unos a otros?

Eso nunca.

¿Es verdad que en invierno guardan los despojos en un cobertizo hasta que llegue la primavera?, preguntó Feliks.

Ludwik movió la cabeza en vaivén. La naturaleza es sabia; en invierno ni la tierra se escarba ni los muertos apestan.

Eso lo entiendo si hay que enterrar a uno o dos. ¿Pero qué haces con miles de varsovianos esperando la primavera?

La botella de Ludwik estaba vacía. Kazimierz hubo de darle otra.

¿Es cierto que envuelven a los muertos en una manta y venden de nuevo los ataúdes?

No llegaba la respuesta porque alguien preguntaba a cuántos metros de profundidad debía estar una fosa común.

¿Qué es el polvo blanco que le echan a los cadáveres?

¿Existen los fuegos fatuos?

¿Puedo verla?, le susurró Kazimierz a Ludwik.

¿A quién?

A la señora Kukulska.

Ludwik lo observó un rato para saber si hablaba en serio. Amigo mío, un pollo muerto despierta más el apetito que uno vivo. Con las mujeres no pasa lo mismo.

Pregunté si podía verla.

Date una vuelta el día que gustes. Vayan todos, porque hay que levantar una losa muy pesada.

Feliks se acercó a una ventana sin cristal y puso la mano sobre el sombrero para que no se lo llevara el viento. Luego de apoyarse en una viga fracturada, escupió hacia la plaza Napoleón. No escuchó el aterrizaje.

Se hallaban en el quinto piso de la torre Prudential. El plan original había sido llegar hasta la azotea y mirar desde allá el mar de piedra en que estaba convertida la ciudad.

No llegaron tan alto. Eran tres hombres arriba de sesenta años y uno con pocos recursos físicos. Hallaron fragmentos de escalera y varillas retorcidas que les sirvieron para ir trepando. Cuando buscaban la ruta al sexto piso, Ludwik se sentó en un rellano.

Subir sobrios es complicado; bajar borrachos será la muerte.

Cada quien colocó en el centro su aportación para la velada. Sumaron cinco botellas y un par de embutidos. De inmediato se pusieron a beber.

La noche refrescó y el esqueleto de edificio fue poca cosa para atajar los vientos. Feliks se lamentó por no haber llegado hasta la azotea. Desde allá habría jugado a reconocer calles y sitios. Un juego difícil. Ahora mismo tenía enfrente la plaza Napoleón, pero había que descubrirla bajo las toneladas de ladrillo, concreto y cascajo.

Padre, dijo Ludwik, bendícenos el vodka para emborracharnos a gusto.

Ante su negativa, el propio Ludwik se arrodilló y alzó un par de botellas por sobre su cabeza.

Deus nostro fiat aquam vitae benedictus et nos beberis.

Ten cuidado, le advirtió Eugeniusz. Es obvio que no sabes latín, pero jugando con las palabras podrías dar con una secuencia que fulmine tu alma para siempre.

Ludwik se tambaleó junto a una abertura en el suelo que lo enviaría a una caída de quince metros. ¿De verdad existen esas palabras?

Sí, respondió Eugeniusz; aunque no las he descubierto.

Escríbelas en un papel cuando las tengas. Te prometo que no lo leo. Lo llevaré en mi cartera como una cápsula de cianuro.

No podría. Apenas las termine de escribir seré exterminado.

¿Y de qué te sirven tantos años de sacerdocio? ¿No puedes pedir perdón?

Ya basta. Dio un trago. Hoy quiero ser un laico disoluto.

¿Entonces por qué traes tu mochila con la extremaunción?

Para que me dejen salir del convento, Eugeniusz se desabotonó la sotana.

Y por si te caes en ese hueco, se sumó Kazimierz. Desde acá arriba te echamos el agua santa.

No hemos brindado por la vida, dijo Feliks.

Los cuatro se acercaron y chocaron las botellas.

Por la gracia de estar en este mundo, propuso Ludwik, y los otros corearon el brindis.

Luego de varios tragos, ya no importaba si Eugeniusz era cura o capellán, franciscano o jesuita o fariseo, pues en ese quinto piso del derruido edificio Prudential los cuatro ebrios eran por igual hijos amados en los que algún dios lejano tenía sus complacencias.

La primera ocasión en que se reunieron no fue planeada; ni siquiera se conocían.

En aquellos días de la ocupación, la parte delantera de los tranvías estaba reservada para los alemanes. En la posterior iban cuantos polacos pudieran hacinarse, además de los que rompían el reglamento colgándose de barras y ventanillas.

Ya no circulaban los tranvías para judíos.

Un oficial alemán, junto con una docena de policías, detuvo dos vagones que avanzaban en sentidos opuestos. Bajaron a todos a punta de rifle y condujeron a los hombres hacia el muro de un edificio, donde se encontraba otro grupo de infortunados.

Feliks y Kazimierz llevaban rumbo norte en la línea cuatro; Eugeniusz y Ludwik iban al sur.

Luego de revisar documentos dejaron libres a unos pocos. Al resto lo echaron contra la pared. Lo normal era trasladarlos a la prisión de Pawiak y posteriormente ejecutarlos. Ahora la cosa se haría en caliente. Cualquier hombre que no estuviese en la recua de los condenados ya se había echado a correr. Tan sólo se congregaban mujeres y niños para pedir clemencia.

Cincuenta de ustedes, gritó el oficial, por cada uno de los nuestros.

Los nazis esperaban que los varsovianos entendieran alemán; sin embargo, algunos soltaban órdenes y amenazas en polaco. La regla era conocida, aunque había tenido variantes desde veinte hasta cien por uno. Una anciana se puso a entonar el himno nacional con la intención de que la multitud la acompañara. Con su voz de solista, lo único que consiguió fue que las futuras viudas se le echaran encima.

Estamos negociando con el enemigo y usted viene a provocarlo.

La mayoría de los que iban a morir rezaba por un milagro que no iba a llegar; otros buscaban el modo de despedirse de sus mujeres o sus hijos.

La oportunidad se presentó y Feliks tomó al oficial de la manga. Herr Komandant, wir sind fierundfünfzig.

El alemán lo empujó fuera del grupo y se acercó para señalar a Kazimierz, a Ludwik y al padre Eugeniusz. No hubo órdenes, pero los tres entendieron que debían ir tras Feliks. Él les hizo una seña para que fueran hacia los tranvías. Ambos vehículos habían quedado vacíos y en ellos permanecían tan sólo los conductores, que tramposamente no se sintieron llamados al desembarque. Subieron al tranvía que iba rumbo al sur y fue Ludwik el que habló con el conductor.

Si no arrancas te arranco la cabeza.

El hombre en los controles era joven y robusto; no tenía por qué hacer caso a un viejo; no obstante, hizo avanzar el vehículo a toda prisa, siguiéndose de largo en las paradas. Quienes más adelante esperaban su tranvía, ajenos a lo que estaba ocurriendo, le lanzaban insultos y algunas mujeres hacían aspavientos con sus paraguas cerrados.

Ninguno de los cuatro habló en el trayecto; ninguno pidió bajarse. Entre más se alejara el vehículo, más seguros se sentirían. Plaza Zbawiciela, Unii Lubelskiej, Rakowiecka…

Lejos, más lejos.

El conductor saludaba a los tranvías en dirección contraria y hacía sonar la campanilla. Parecía feliz con su travesura de no detenerse.

Feliks sacaba la cabeza por una ventana. Ah, el viento.

Ludwik miraba atrás. No dejaba de pensar en una motocicleta con un soldado que venía por la presa que se escapó.

El padre Eugeniusz había visto a un tipo rojizo y lloroso que se despedía de unos niños. Debió intercambiar su vida. Es lo que hacen los curas que pasan a los libros de devoción; aquellos a quienes beatifican o les montan una placa.

En él habían advertido su cara de espanto, la forma de apretar la mochila con óleos y de alejarse como quien escapa de una inmensa ola. Y una vez abandonado su deber esencial, también omitió el segundo, pues ni siquiera se acordó de sacar sus mejunjes de la mochila, de recetar algunas oraciones, expedir pasaportes al cielo. Dejó que algunas almas se fueran junto con la sangre por la cloaca.

El tranvía se estacionó en la terminal. Servidos, caballeros, dijo el conductor, el expreso de Varsovia llegó a su última parada. Pasaron unos segundos antes de que Kazimierz los invitara a descender.

Ninguno había arribado a su destino, mucho menos los que originalmente iban con rumbo norte. Se echaron a caminar junto a las vías y, al pasar por un café, Ludwik sugirió: ¿Por qué no nos sentamos un rato?

Eran los únicos clientes. Se estuvieron en una mesa oscura sin hablar, conscientes de que algo trascendente había ocurrido ese día y más valía desentrañarle el sentido. Uno no se salva así porque sí.

Hubo sucedáneo de café para todos.

¿Oyeron los tiros?, preguntó Ludwik.

Sonrisas nerviosas.

¿Y tú, niño, qué edad tienes? Kazimierz le pellizcó una mejilla a Feliks.

El triple de la que aparento, respondió.

¿Qué le dijiste al nazi?

Feliks alzó los hombros.

¿Tienes algo que ver con ellos?

Le dije que éramos cincuentaicuatro.

Se rompió la solemnidad. Brotaron sonrisas y risas. A Feliks le palmearon tanto la espalda que hubo de pedir clemencia.

Kazimierz agradeció ese rostro de niño, esas mejillas a punto de reventar, pues así lo pudo besar sin reparos.

Luego volvió un estado de ánimo sombrío. Las reflexiones.

¿Alguien se atreve a tomar otro tranvía?

Yo prefiero seguir a pie, así me tarde tres horas en regresar a casa.

La voluntad del señor… Eugeniusz se silenció sin continuar su idea. Tenía ganas de arrancarse los hábitos. Al diablo con la voluntad del señor.

Quizá yo vuelva a ver a los muertos, dijo Ludwik, y ante las miradas interrogantes, aclaró: Trabajo en el cementerio Powązki.

¿Eres sepulturero?

Así me dicen, aunque el nombre del puesto es otro.

¿Y es verdad que…?, comenzó Kazimierz, pero Ludwik le marcó el alto con la mano.

Conozco todas las preguntas. La gente siempre quiere saber.

Lo mío era distinto. Kazimierz se sentía avergonzado.

¿Qué ibas a preguntarme? ¿Si a los muertos les crecen las uñas?

Se miraron en silencio. Kazimierz se echó los lentes al bolsillo para evitar un arranque de cólera. Llevaron las tazas vacías a los labios para romper la tensión.

Feliks fue el primero en decir lo que los demás querían expresar y acaso callaban por vergüenza.

Se puso de pie, con los puños en alto. Estamos vivos, gritó. Allá afuera hay un montón de muertos, hay mil o cien mil; la guerra ha acabado con millones, y nosotros cuatro estamos aquí sentados tomando café. Un roñoso café. Necesitamos vodka, litros de alcohol. Vamos a festejar, compañeros. Hoy la muerte nos guiñó el ojo y le dimos una bofetada. ¿Por qué hemos de sentirnos tristes por los difuntos? Allá ellos. Señor cantinero, sírvanos de beber. En esta ciudad hay que celebrar cada día que se está vivo. Aquí no se llora a los muertos; se aclama a los vivos. Queremos vodka, señor cantinero, quiero emborracharme con mis amigos más queridos, porque eso son desde hoy, aunque no sepa sus nombres. Ande, señor cantinero, que corra el vino, la cerveza, brindemos hasta desplomarnos. Mozo, mesero, tráiganos un buen alcohol.

Se acercó el propietario y les ofreció más café.

No hacía falta vodka para sentirse embriagados. Brindaron con las tazas por el privilegio de estar vivos.

Se echaron a cantar una polka, y el propietario, para afinarlos, puso ese disco en un aparato.

¿Bailamos? Feliks le extendió la mano al padre Eugeniusz.

La siguiente pieza fue un tango. El disco estaba rayado y la voz de Mieczysław Fogg repetía un mismo estribillo. La música era triste, pero Feliks hacía girar velozmente al padre Eugeniusz para que la sotana flotara como enaguas de doncella.

En la mesa, Kazimierz y Ludwik seguían el ritmo con sus torsos. Silbaban al ver las piernas del cura.

Eugeniusz se sintió feliz de no estar con unos estúpidos fieles, sino con compañeros de parranda.

Hazme girar, niño, más rápido, hasta que se miren mis calzones.

Feliks estaba en éxtasis. Nunca con su mujer había bailado con tanta delicia.

Ya había anochecido cuando alguien pagó la cuenta y caminaron por la avenida Puławska hacia el norte.

¿Qué llevas, padrecito, en esa mochila?

Una botica para la vida eterna.

¿Algo más?, preguntó Kazimierz con malicia.

Una Biblia, dijo él.

Anda, Ludwik le pasó el brazo por el hombro; para nadie es un secreto.

Un poco avergonzado, un poco contento de abandonar las apariencias, el padre Eugeniusz apoyó la mochila en el marco de una ventana y sacó una botella.

La pasaron de mano en mano y de boca en boca.

Las cuatro siluetas se dejaron tragar por la oscuridad.

Feliks se había cuidado de no poner horarios de apertura en la puerta de su tienda. Así podía llegar y marcharse cuando quisiera. También se cuidó de no colgar ningún cartel porque ¿cómo le llamaría a su local? ¿Pillajería? ¿Comercializadora de saqueos? ¿Mercadería de los vencidos?

Esa mañana lo esperaba una mujer frente al escaparate. Él la saludó con una sonrisa, quitó los candados, subió la malla metálica. Tengo medias de seda, dijo, cuchillería de plata, café de verdad. La mujer pronunció algo en lengua extranjera y señaló unos aretes. Sí, respondió Feliks, son zafiros, y se sabe que adornaron las orejas de una Habsburgo.

Minutos después, Feliks estaba metiendo en una caja metálica un manojo de zlotys. Había que gastarlos pronto, pues sólo el diablo sabía cuánto valdrían mañana.

No tenía idea del origen de los aretes, pero las mujeres pagaban mejor cuando se mencionaba a la realeza. Era la historia del mundo: los hombres salían a hacerle la guerra a los reyes mientras ellas seguían soñando con príncipes.

Muchos curiosos se detenían a poner los ojos en el escaparate, aunque pocos se animaban a entrar. Para Feliks la exhibición estaba al otro lado del cristal. Por la avenida Marszałkowska transitaba gente que no la pasaba muy bien. La guerra había dejado mutilados, ciegos, tullidos.

Feliks pensaba que si a él le faltara una parte del cuerpo, su único anhelo sería recuperarla. Ahora tenía frente a su local a un hombre sin pierna que admiraba los relojes. Se preguntó si también pensaba en el amor.

Brincoteó e hizo cabriolas hasta que el cojo se marchó.

Aunque Feliks era hombre con mujer y dos hijos, su baja estatura, escasa cabellera, tersura y eterno gesto de felicidad le daban el aspecto de un formidable bebé. En la calle alguna anciana podía verse impelida a agarrarle un cachete.

Qué bonito niño.

Él mismo sabía reírse de su aspecto y, sin que viniera a cuento, le decía a algún cliente: No crea que soy el hijo del dueño.

Su segundo visitante fue un funcionario del nuevo gobierno que se interesó por un reloj. Sí, señor. Suizo. Quince joyas. Correa de piel exótica. El hombre lo miró con cautela.

Tiene una inscripción.

A. Goldberg. Mayo 6, 1937.

Podía ser Adam, Alfred, Abram, Aron… Vaya uno a saber si de aquí mismo o de Cracovia o Kielce o Lublin.

Feliks hubo de malbaratarlo. Por tratarse de usted, le dijo, y lo despidió con una sonrisa.

Prefería a las mujeres de los funcionarios. Sin importar cuánto elevara los precios, para ellas todo era barato. No para sus maridos. Ellos tenían algo de amenazante. Aún no se esclarecían las nuevas reglas para hacer negocios o pagar impuestos. Cada día se publicaban nuevos bandos: prohibiciones, racionamientos, castigos, amenazas.

A ese paso, el funcionario que ahora le compró el reloj simplemente lo tomaría del mismo modo que se lo quitaron al señor Goldberg.

Feliks no tenía cuentas pendientes con la vida ni sentía rencores contra nadie. Él y Olga habían sobrevivido sin un rasguño junto con sus dos hijos. El mayor había venido al mundo de manera anticipada durante el primer bombardeo aéreo. Por eso Feliks le cambió la versión de la cigüeña por una de aviones. Olga se molestaba. Le estás diciendo al niño que lo trajeron los alemanes. Mas él no dejaba de divertirse con la idea de un hijo llegado del aire a velocidad de Stuka.

Vivían al sur de Varsovia, lejos del centro. La casa había sido un regalo de los padres de ella y pudieron recuperarla al terminar la guerra. El interior había sufrido todo el desorden, la suciedad y los hurtos que puede provocar una partida de cosacos que pasó ahí una temporada. La fachada mostraba muescas de metralla que Feliks no tenía intención de reparar.

Así nadie dirá que no fuimos parte de esta gesta, le explicó a Olga.

Lo peor que padecieron durante los años de guerra fueron humillaciones, sustos y escasez. Comoquiera a Olga le correspondió temer y llorar. Feliks tenía la cabeza quién sabe dónde, y vivió el asunto como un juego emocionante. Aprendió algo de alemán, se familiarizó con los trucos de los mercados negros de alimentos, alcohol, cigarros y objetos de valor. Jugó a la guerra con sus hijos y llegó a treparse en la azotea para mirar los ataques nocturnos.

Un espectáculo terrible. El más hermoso.

Si Olga quería hablarle de algún bando de los alemanes, de la posición de las tropas soviéticas o cualquier otro asunto que le pareciera relevante, él le pedía que mejor le contara un cuento. El de las bellotas mágicas, le decía. El de la princesa y el ganso.

Ella detestaba la actitud despreocupada de su marido, y fue acumulando cada vez más resentimiento contra él.

En lugar de apoyarme en un hombre, le decía, tuve que cuidar a tres niños.

Él opinaba distinto sobre sí mismo. Salvé a tres polacos de ser ejecutados y fui pieza clave en las operaciones militares.

Si bien su cuerpo blandengue y pequeño nunca sirvió para andar corriendo con fusil, Feliks entendía de cables, electrodos y señales. En 1944 se alzaron los varsovianos contra sus ocupantes, y él puso la parte que le correspondía.

Un líder de la insurrección los había visitado cierta tarde.

¿Tienen electricidad?

Olga titubeó. Feliks fue hacia el interruptor y se puso a encender y apagar la luz.

Señora, el comandante no quiso exigir, sino pedir, necesitamos conectar un radio y enviar algunos comunicados.

Hágase la luz, váyase la luz, era la cantinela de Feliks. El interruptor claqueaba.

No lo sé, el rostro de Olga iba del claro al oscuro. Puede ser peligroso.

Hágase la luz, váyase la luz. Soy dios, y luego antidiós. Hágase la luz…

El comandante se impacientó. Dígale a su hijo que deje de jugar.

Ella se sonrojó. Es mi marido.

Conecte cuantos radios quiera, dijo Feliks. Tenemos suficiente energía para electrocutar a medio Reich.

Entraron otros tres hombres, instalaron un artefacto y se pusieron a transmitir en clave Morse. En los siguientes días estuvieron yendo y viniendo. Se enteraron de que Feliks conocía el lenguaje de los puntos y las rayas y le permitieron enviar algunos mensajes a Londres.

Ya no cifraban los comunicados. Informaban sobre retiradas y avances de los que estaban al tanto los nazis. Más importante era que la transmisión tomara pocos minutos para que el enemigo no pudiera ubicarlos. Del otro lado, un compatriota recibía los mensajes y los traducía al inglés.

Diles que el enemigo retrocedió, dictaba el comandante a Feliks.

Corrieron como liebres, escribía él.

Diles que necesitamos pertrechos.

Escopetas y albóndigas, leían en Londres.

Los soldados se ausentaban y Feliks les ofrecía que dejaran el radio. Lo podemos esconder debajo de la cama.

Olga se negaba. Hay pena de muerte para quien posea un aparato de esos.

Querida mía, le decía él, la guerra es cosa de hombres.

Dejaban el transmisor envuelto en una sábana y Feliks no se aguantaba las ganas de encenderlo y enviar algún mensaje por su cuenta. Le gustaba imaginarse en medio del fuego enemigo, con la pieza clave de información. Mas como nada tenía que reportar, enviaba alguna línea de sus cuentos preferidos. En Londres, un equipo de criptógrafos trabajaba jornadas enteras tratando de esclarecer el significado de “La princesa Sigfrida amaneció con hambre” o de “Cuatro osos salieron de su cueva al terminar el invierno”. Acabaron por echar los mensajes en la bandeja de los apócrifos, aquellos escritos por agentes alemanes precisamente para hacerles perder el tiempo.

Al final, los sublevados se quedaron sin electricidad.

Sin armas.

Sin radio.

Sin fuerzas.

Muchos de ellos, sin vida.

Al final, aunque todo salió mal, todos se creyeron héroes.

También Feliks.

Una vez terminada la guerra, el Ejército Rojo pasó de nuevo por Varsovia de retorno a su lugar. No parecía una tropa victoriosa sino una caterva de expatriados. Cargaban colchonetas, lámparas fundidas, teléfonos inservibles, bañeras de cobre, camas de latón, cobijas y tapices, también vestidos, sombreros de copa y casi tantas máquinas de coser como relojes. De pulsera, de pedestal, cucús. Llevaban carretones para llevarlo todo.

Daban ganas de echarles un trozo de pan.

Pero había que tener cuidado. Todavía estaban armados y eran capaces de matar por un trago.

Luego llegó la noticia de que su gobierno los usaba como bestias de carga. Tan pronto cruzaban la frontera se les confiscaba cuanto trajeran encima. Se cuenta que las lágrimas más enternecedoras de la guerra fueron las de esos hombres al entregar sus trastos a la implacable aduana.

No eran guerreros con ideales abstractos. Su ansia de pelear y mantenerse vivos era para volver a casa y mostrarles a sus hijos esa pequeña locomotora mecánica que avanzaba de verdad y hacía sonar un silbato, entregarle a su mujer la máquina de coser y un reloj al anciano padre. Entonces tomarían de nuevo el azadón y a trabajar de vuelta su parcela sintiéndose los amos de la tierra entera.

En cambio, regresar a casa sin un cacharro, equivalía a haber perdido todas las batallas.

Las columnas rezagadas fueron trocando su preciosa carga a lo largo del camino por la única moneda con valor universal: vodka. Y así, antes de que en Varsovia hubiese mercancías básicas, se comerciaba ya con artículos de lujo.

Pase a ver nuestros relojes suizos de alta precisión.

No se decía que fueran de segunda mano, sino de mano amputada.

Compre, caballero, mancuernillas de civil asesinado. Compre, señora, vestidos de noche de mujer ultrajada noche y día.

Si nota rasgaduras en las medias de seda es porque las arrancaron entre pataleos.

Máquinas de coser de abuela despojada.

Y con tanto anillo en la vitrina, uno podía imaginar igual cantidad de dedos arrojados al lodo como bachas de cigarro.

Collares que vale más no decir cómo se obtuvieron.

Juguetes mecánicos, porque los niños están castigados.

Plumas finas que escribieron testamentos.

Cuchillería, vajillas a medio quebrar; al fin que ya tuvieron su última cena.

Gramófonos, damas y caballeros, porque es hora de bailar.

Cuando había noticias sobre soldados que atravesaban la ciudad, Feliks se dirigía al derruido puente Poniatowski con garrafas de vodka y algunos billetes.

Compraba cualquier cosa, excepto sombreros de copa.

¿Asaltaron a la sociedad de magos?, le preguntó a un soldado rojo.

Luego trascendió que había sido una broma de los austriacos.

Sacaron ropa antigua de los desvanes e hicieron creer a los soviéticos que era el último grito de la moda.

A Feliks no le eran indiferentes los juegos, y acabó por comprar tres sombreros.

Puso dos en venta, y se acostumbró a usar el tercero, de terciopelo, con una banda gris que remataba en moño. Hasta le llegaron a decir que lucía elegante, todo un señor. Pero ni siquiera entre los diplomáticos hubo quien comprara el otro par.

Desde el día en que Feliks abrió su tienda en la avenida Marszałkowska se acumularon curiosos en el escaparate. Le llamaban la tienda de rapiña, y al parecer nadie echaba de menos la librería que existió en ese mismo lugar hasta el momento en que la visitó un soldado de la Wehrmacht con lanzallamas.

El mercado negro había florecido desde que cayó la primera bomba sobre Varsovia, pero sus operaciones se realizaban en cafés y traspatios. Ahora la mercancía se mostraba en un aparador.

Feliks se llenó los bolsillos con zlotys y divisas extranjeras sin querer pensar en que su negocio habría de cerrar muy pronto, salvo que llegara el beneficio de otra guerra.

Al llegar a casa, Feliks alzó los brazos. Soy un héroe de Varsovia, proclamó ante sus hijos.

Y mirando en el espejo su reflejo de rostro infantil le vino una sensación de inmortalidad.

Era uno de los pocos barrios a la izquierda del Vístula con energía eléctrica. Así es que echó a andar el gramófono y bailó sin pareja delante de la familia.

Ah, hijos míos, les dijo mientras se secaba el sudor. Vivimos días maravillosos.

Ellos sonrieron, no porque entendieran sus palabras, sino porque les divertía ese hombre de aspecto acogedor con sombrero de copa y meneos que pretendían ser un baile. Cada uno se abrazó a una pierna. Olga los miraba con tibieza, sin darse permiso de también ser una niña.

Sobre la avenida Krucza, Kazimierz entró en un edificio con la fachada apenas baleada. Le extrañó ser el único visitante en el vestíbulo; hubiese esperado hordas de solicitantes. Poco antes había hallado un cartel en un muro. Tomó los lentes por el armazón y los adelantó más allá de la nariz para ver bien. “Se solicita conserje para liceo.”

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