La Vieja de los Chimangos

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La Vieja de los Chimangos
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DAVID RODOLFO ALTONAGA

La Vieja de los Chimangos


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EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA

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Índice

1  Capítulo 1 El sueño

2  Capítulo 2 Porteños

3  Capítulo 3 El Edén

4  Capítulo 4 Joaquín, el que calla y otorga

5  Capítulo 5 Marco, el que faltó...

6  Capítulo 6 El viaje

7  Capítulo 8 Déjà vu

8  Capítulo 7 ¿Dónde está Juanse?

9  Capítulo 9 El mensaje de las aves

10  Capítulo 10 El enemigo está entre nosotros

11  Capítulo 11 El encuentro

Landmarks

1 Table of Contents

A mi hermana, que me leyó a Elsa Bornemann, Horacio Quiroga y Edgar Allan Poe, en las noches de mi infancia.

A mis padres, por apostar y construir esa biblioteca llena de aventuras y tenerla siempre al alcance de mi imaginación.

A mi hijo y a mi esposa, por compartir la vida y por animarnos a crear un mundo mejor.

Capítulo 1
El sueño

La madrugada del 15 de julio, Emilio soñó con aves revoloteando encima de su cabeza.

Al principio, estaban bien alto, casi tocando las espesas nubes del invierno. Luego, comenzaron a descender y a perseguirlo.

Se veía corriendo de manera desesperada, atravesando una vasta llanura de pastizales cortos, crujientes y de color ocre que se doblaban hasta quebrarse, al compás de un fuerte vendaval.

Los cúmulos pendían cargados de agua. La tierra estaba húmeda y en algunos sectores inundada, con olor a podrido. Sus pies se sumergían en el barro, haciendo más angustiante y desesperante su huida.

Los aguiluchos dibujaban ligeros círculos en el aire, ascendiendo y descendiendo en espiral. El sonido de las aves se confundía con el silbido del viento, tan agudo que podría asemejarse al chillido de un cerdo a punto de ser degollado.

Con un frondoso plumaje color marrón y las alas extendidas de par en par, desfilaban amenazantes y calculadores, tensionaban las garras y sus uñas negras. El pico curvo de color gris y la mirada intrigante completaban la fisonomía tenebrosa de los monstruos plumíferos.

En esa carrera extensa y agobiante, Emilio Fernández Fierro se veía acechado y corriendo en cámara lenta, con sus cabellos arremolinados por el viento y el rostro tensionado.

Mientras esquivaba los charcos más grandes y profundos, volvió a mirar hacia atrás.

—¿Cuántos eran? ¿Dos, tres?

—Eran seis —los contó en su pavorosa carrera. Aunque tuvo que empezar más de una vez, porque, al desplazarse por el campo, se le confundía la cuenta.

Dos de ellos lo perseguían por los laterales y cuatro observaban la cacería desde una alambrada.

De un momento a otro, percibió olor a quemado, pero no logró entender el origen. Podía sentirse en un estado de desesperación absoluta, fatigado, haciendo un esfuerzo tremendo por inhalar oxígeno y encontrar un lugar seguro para guarecerse.

A lo lejos divisó un galpón, aunque con la visión nublada y la mente perturbada por la adrenalina y el cortisol, se le hacía casi imposible calcular cuánto le costaría llegar a ese sitio. Además, cuando creyó que el tinglado era la salvación, comenzó a arder.

Observó la evolución de las llamas sobre el galpón, y una columna de humo negro que se desintegraba en el cielo. También, vio caer pedazos de mampostería y chapas retorcerse, al tiempo que se desprendían chispas incandescentes, como una erupción volcánica.

Él, igualmente, seguía corriendo asustado y sin mirar hacia atrás.

De repente perdió una zapatilla y tropezó con un alambre suelto, que se enredó en sus pies como si se tratara de una serpiente. Lo hizo caer de golpe, impactando su rostro sobre la tierra húmeda, sin llegar a amortiguar la caída con sus manos.

Tan de repente apareció en escena ese alambre de fardo que parecía haber caído en una trampa tendida por el destino.

Uno de los aguiluchos descendió como un misil, se precipitó sobre su espalda y le clavó las garras en su omóplato derecho. El resto de las aves se abalanzó sobre su cabeza y también lo abordaron por las piernas, picoteando y arrancándole trozos de su pantalón.

Con las garras clavadas en su piel y lanzando chillidos ensordecedores, las aves lo fijaron para no poder moverse, y con sus picos lo trozaron, para después comer jugosos pedazos de carne.

Seguramente cortaron alguna vena o arteria, porque su líquido vital salía bombeado con fuerza y teñía de rojo todo el pastizal, mientras se escurría por los charcos, inundando las huellas en el barro.

No cabe dudas de que eran pájaros fuertes y entrenados para la caza. Tenían más de cincuenta centímetros de largo, con un voraz apetito caníbal. Además, olían de una manera muy particular; desprendían un aroma a pólvora mezclado con amoníaco que desvanecía las ganas de luchar de Emilio Fernández Fierro.

Le desgarraron la piel del cuero cabelludo y arrancaron a picotazos partes de su rostro. Por más que la víctima luchara para liberarse, estaba casi desmayado, con muy poca fuerza para darles batalla.

En el sueño, Emilio se observó desde lo alto. Vio su cuerpo tendido en el suelo, con las aves encima disfrutando de su sangre, mientras el alma lentamente, se separaba de su envase y se elevaba hacia los cielos.

Se despertó de un salto, empapado de transpiración. Respiraba agitado, abriendo la boca y los ojos, intentando que el oxígeno llegara lo más rápido posible a sus pulmones.

Podía sentir un hormigueo en sus piernas y brazos. Recordaba los picotazos como si aún los sintiera en carne viva. No lograba entender con claridad de qué se trataba; si estaba en el limbo o ya había despertado en el paraíso.

Cuando comprendió que todo había sido una vívida pesadilla y que se hallaba tendido en su cama, en la negrura absoluta de su cuarto, quiso incorporarse completamente ciego, pero la oscuridad lo mareó y cayó al suelo.

Con un hilo de voz intentó gritar el nombre de su madre, aunque la puerta de su habitación estaba cerrada y veía destellos de luces que daban vueltas a su alrededor.

Decidió nuevamente cerrar los ojos y dejarse caer en sí mismo, prestando atención a su respiración alterada y su pulso acelerado. Tomó aire por la nariz, lo retuvo y lo guardó unos segundos, uniendo pulmón con diafragma, para luego liberarlo lentamente. En sus oídos se mantenía un chillido de acople insoportable, de esos que aparecen luego de escuchar música fuerte por un largo período de tiempo.

Un rato después, creyó que su saturación de oxígeno se volvía cada vez más baja, y se terminó convenciendo de que estaba en una situación más complicada que la del sueño.

—Quizás haber soñado mi muerte sea el detonante de mi ataque cardíaco —pensó.

Podía sentir realmente que estaba muriendo. Analizó cómo se apagaban sus signos vitales, los sonidos a su alrededor y los movimientos de sus extremidades...

Por fin se convenció de que no podía hacer nada y decidió quedarse así como estaba, tendido en el suelo, sobre una alfombra sucia, pisoteada y con un olor similar al de los aguiluchos.

Tal vez si no se movía, la sensación pasaba más rápido y la muerte llegaba de un tirón, sin hacerse esperar. Poco a poco, los latidos de su corazón ganaron sus oídos y se fundieron con su existencia.

Emilio se dejó alcanzar nuevamente por el sueño y se entregó a la muerte sin resistencias. Pero encontró un descanso profundo y relajante, del lado de la vida, aunque él estaba totalmente convencido de que era el final.

A la mañana siguiente, despertó y evidenció que no había muerto y que seguía en el piso de la habitación, con un insoportable dolor de espalda que no lo dejaba incorporarse. Entendió que tenía la columna apoyada en una zapatilla y el cuerpo estremecido por el frío.

Aguantó la respiración para no sentir ardor en las costillas. Se tumbó de costado y miró la rendija debajo de la puerta, advirtiendo movimientos del otro lado.

 

Se oían pasos apresurados que iban y venían. Tacos que repicaban y voces muy conocidas. Cosas que se arrastraban por el piso y sonidos de aerosoles que se activaban para rociar quién sabe qué. Más arriba, la persiana dejaba ver pequeños reflejos de luz en el cielorraso; ya era de día.

De a poco, fue identificando las voces de su familia y su audición se tornó cada vez más nítida, al mismo tiempo, se despertaron sus músculos entumecidos y tensionados.

Pasó varios minutos sentado con la cabeza entre sus manos. Tenía los pelos engrasados de transpiración y una remera agujereada que añoraba el lavarropas.

Estuvo así somnoliento media hora, hasta que, por fin, de un impulso nervioso revoleó la zapatilla contra el escritorio y entendió con bronca que ese era el límite.

Su psicólogo tenía razón, pensó. Era evidente que necesitaba salir más seguido del departamento. Ir a la naturaleza, distenderse con amigos. Por más miedo que le significara el exterior en épocas de pandemia, la vida continuaba y tarde o temprano el COVID-19 se iba a convertir en parte de la realidad cotidiana. Advirtió que dos años de encierro absoluto lo habían desbordado.

Incluso, encontró reemplazo a sus ansiolíticos. La marihuana aparecía en su vida como un aliciente a la ansiedad. Era suministrada por “envíos secretos” de su gran amigo Juan Sebastián González García. Él mismo se ocupaba de llevar los porros a la puerta de su hogar, pero por razones sanitarias y de confidencialidad, casi nunca los recibía Emilio en persona.

Esa mañana de invierno, en que subjetivamente volvió de la muerte y mientras desayunaba, se quedó pensando en el sueño y lo reinterpretó.

Entendió que los pájaros habían venido con un mensaje y que la terrible escena lo enfrentó cara a cara con sus miedos: las aves y la exposición al peligro de una situación que él no podía controlar. ¿Qué le hubiera dicho su psicólogo sobre el sueño? —Significa lo que vos pienses que signifique. —Así le respondía cada vez que Emilio le confiaba sus sueños, para que lo ayudara a interpretarlos.

También se alegró porque los ejercicios de respiración que el licenciado le había enseñado, estaban dando frutos. La próxima vez no necesitaba llegar a pensar que se moría de un paro cardíaco, como en la mayoría de los episodios que solía tener.

Aunque más allá de ese razonamiento lógico que había ganado gracias a las sesiones de terapia, Emilio sabía que el pensamiento mágico era impredecible y que poco podía hacer cuando llegaba sin avisar, sobre todo en los sueños.

Se fue a duchar pensando una y otra vez en la escena. Y mientras el agua caliente le devolvía la temperatura vital y el vapor le despegaba los mocos de los bronquios, se juró que lo intentaría nuevamente y que saldría de la situación de vulnerabilidad en que había caído.

Había tenido varios ataques de pánico en su vida y la pandemia lo desbordó por completo. Por momentos, sentía ahogarse cuando comía o se incomodaba con alguna situación. Sufría falta de aire, sudor en sus extremidades y temblores corporales. Desde los cinco años vivía con síntomas de ansiedad y, desde entonces, se encontraba en tratamiento psiquiátrico.

Esa misma tarde volvió a reunirse con sus amigos en un parque de la Capital Federal, y si bien no era lo más arriesgado del mundo, a juzgar por el hermetismo con el que se guardó hasta ese entonces, sin dudas fue un gran paso.

Cuando los barbijos invadieron nuestros rostros, el padre de Emilio Fernández Fierro se quedó sin trabajo. En el banco que fundó su abuelo, Aurelio Fernández Fierro, y en el que trabajó por más de veinte años, “unificaron gerencias”. Lo “aguantaron” en su puesto hasta que se pudo despedir a empleados. Cuando pudieron, le dijeron chau.

Por suerte, para Franco Fernández Fierro —el padre de Emilio—, la salida del trabajo fue una bocanada de oxígeno. Como venía avisado con tiempo, se recicló y se convirtió en un distribuidor de alimentos orgánicos para gente regia. Nunca se deprimió, o al menos sus hijos no lo notaron.

Ese departamento, donde Emilio vivió desde que nació, lo habían heredado de los padres de Franco. Un piso de cinco ambientes exclusivo, que se transformó rápidamente en un centro de acopio improvisado, lleno de mercadería vegetal y no perecedera. En cada entrega de productos, esta nueva labor fue desdibujando la conservadora y elitista rutina familiar.

Tanto fue así que las dos mujeres afectadas a las tareas domésticas se convirtieron en “pickeadoras de pedido” y ayudaban a envolver y clasificar los productos.

Todo se volvió surrealista. Convivían en el mismo sitio las pinturas de reconocidos artistas, las esculturas y colecciones compradas fuera del país, con las bolsas de castañas de cajú, el humus de garbanzos y las harinas orgánicas, entre otros productos.

Lo que mejor quedaba en esa decoración posmoderna era la escultura de Marta Minujín y sus cabezas facetadas.

Su madre, Solange Mancini, era una regia divina, de esas que desfilan por la avenida Alvear o Libertador. Siempre de punta en blanco y a la última moda, destilando perfumes franceses por su piel. Podías verla modelando y posando, siempre montada y exhibida como un producto, aun cuando hacía ejercicios en el balcón.

Con la nueva estructura económica familiar comenzó a liderar a las domésticas desde un escritorio estilo inglés, que se ubicó oportunamente cerca del toilette de la sala de estar.

Su celular estuvo activo casi las veinticuatro horas. Manejaba Instagram a la perfección. Organizaba sorteos y creaba promociones. En algunas oportunidades, recibía llamados privados que atendía en el baño, para que las empleadas no la escuchen.

Al hermano de Emilio, Federico Fernández Fierro, de quince años, no le agradó que la casa se hubiera convertido en un centro de distribución alimenticio, y por eso, no colaboraba con la causa ni para acomodar las cajas. No disfrutaba del negocio familiar porque las discusiones del trabajo se mezclaban con las diferencias maritales.

Como, por ejemplo, esa mañana en que Franco tenía un partido de tenis a las diez y Solange estalló de rabia.

—¿A esta hora te vas a jugar? Está por llegar el pedido de ayer, con Raquel y Jennifer estamos agotadas de armar paquetes. Si aunque sea te los llevaras a Emi y a Fede que están metidos todo el día en su cuarto.

—Es mi momento, Solange, ¡no me rompas las bolas, please! Es mi sesión de coaching, respetá mis tiempos —respondió Franco a los gritos, desde la habitación, aún en calzoncillos y buscando las raquetas, para luego vestirse con chomba, short y zapatillas de lona.

—Rachel, mi campera de plumas de aves, ¿la viste?

—Señor, está en el lavadero, ya se la traigo —respondió Raquel, una de las empleadas más antiguas que tuvieron. Trabajó de joven en la casa de Solange y la heredó junto con sus bienes. Considerada de extrema confianza de los Mancini, la emplearon desde muy chica, casi al borde de la ilegalidad. Sólo se llevaban 5 años de diferencia con Solange. Durante mucho tiempo vivió en un cuarto de la casa de los Mancini, en San Isidro, compartiendo la adolescencia con su actual patrona. Su vida fue como la de Cenicienta, pero sin final feliz.

Con la salida del banco, el padre de Emilio encontró, de un día para el otro, la libertad de manejar sus tiempos y realmente lo disfrutaba. Toda su vida había trabajado en relación de dependencia. Al principio, con su padre, socio fundador y luego como empleado, cumpliendo horarios y objetivos de los nuevos accionistas. Ahora, se cuestionó toda la energía invertida en esos años y se sentía bendecido por la libertad ganada.

Además, dentro del outplacement del banco, había un servicio de coaching, y la cancha de tenis le resultaba de diez para intercambiar ideas con su entrenador deportivo y espiritual.

Mientras tanto, en el living del departamento, las empleadas contemplaban la escena de sus patrones sin decir una palabra de más. Estaban acostumbradas a presenciar discusiones entre el matrimonio y a resguardar a los hermanos adolescentes para que no fueran testigos de conversaciones difíciles.

Cuando Franco salió del departamento, sonó el teléfono y Solange atendió de inmediato. Tomó una bocanada de aire y respondió:

—¿Aló?

Inmediatamente, observó que Raquel y Jennifer la miraban de un modo intrigante. Pidió disculpas a su interlocutor secreto, volvió y se dirigió a ambas…

—¿Ustedes qué miran? ¿Les pagamos ayer? ¿O se nos pasó? —consultó Solange tapando el micrófono del iPhone.

—Señora, discúlpenos, con todo respeto, pero nos quedamos sin bolsitas para armar el pedido de las nueces y las pasas de uva… —dijo temerosa y con voz baja Raquel.

—Y la señora Martha está a punto de llegar a buscar la mercadería... —completó Jennifer.

Al escucharlas, Solange abrió los ojos azules de par en par. Parecían desprendérseles de la cara. Con las pupilas estalladas, se dirigió hacia sus empleadas manteniendo una dicción paciente, pero muy sobreactuada:

—¡Por favor, “Rachel”, avisame antes de estas cosas, please! Me van a matar de los nervios. Escuchame y prestá atención. Andá al kiosco de abajo, comprá caramelos y pedile que te los dé en varias bolsitas. Que te ponga de a cuatro o cinco en cada una. Así tenemos stock, hasta que llegue el pelotudo de Franco y se digne a comprar más bolsas. Pediles de miel y de menta, por favor, así organizo una promo, y porfa, pagales vos, porque no tengo efectivo y seguro tenés encima algo del pago que te hicimos ayer. ¿Dale? Andá... Sé buena… Andá ya mismo. Te presto un tapabocas que tengo ahí en la recepción. Ese de leopardo, ¿viste?, que te queda brutal...

—Jenny, vos, please, haceme un té y despertame a Fede y a Emi que seguro están durmiendo y son las diez y media… son unos vagos igual que el padre…

Las dos mujeres desocuparon la sala de estar, dejando sola a Solange con el enigmático llamado.

Unos minutos más tarde “Rachel” regresó con el pedido de los caramelos en varias bolsitas y, como evidenció que Emilio no había salido de su habitación, aprovechó además para llevarle la encomienda de su amigo.

—Emi, papito, ¿puedo entrar? —le susurró Raquel entreabriendo la puerta de su cuarto.

—¿Qué pasa, “Rachel”? Adelante… —le respondió Emilio, feliz de verla aparecer.

Raquel entró silenciosa al cuarto y cerró la puerta. Luego se arrimó a un puff firme y se sentó mientras observaba a Emilio jugar a la Play, pensando en cómo expresar lo que tenía para decirle. Se metió las manos curtidas en los bolsillos del uniforme y sacó unos caramelos de menta que le convidó.

—Recién los compré, Emi, disfrutalos.

Le extendió un puñado con la mano y le hizo seña para que se ponga el barbijo. Emilio peló el caramelo, se subió el barbijo y siguió concentrado en el juego con los ojos pegados al televisor...

—Oíme, Emi, tengo la bolsita que te mandó Juanse.

—Buenísimo, Rachel, dejala ahí en la mesita de noche, gracias.

—Emi, quiero decirte algo…

Emilio regresó su atención hacia Raquel y se puso tenso. No era la primera vez que Raquel le hablaba de manera tan directa e intrigante, pero el contexto lo preocupaba mucho. Pausó el juego, se sacó los auriculares y se reclinó en la silla gamer. Respiró hondo para escuchar una mala noticia que ya no podía esperar por saberse...

—Por la cara que tenés, alguien se fue de este mundo… ¿Qué pasó?, ya me estoy acostumbrando...

—No, hijo, no, por suerte no, nadie se fue a ningún lado. Oíme, Emi, yo te crie a vos y a tu hermano y los quiero como si fueran mis sobrinos. Pero la verdad es que ya sé qué es lo que te manda Juanse en la bolsita…

Emilio sorprendido respiró aliviado al enterarse de lo que Raquel le quería decir…

—Raquel, no te puedo creer que era eso, me vas a matar de un infarto… Son porros, Rachel. ¿Qué tanto misterio? ¿Querés uno? No digo nada, será nuestro secreto...

—¡No! Dios me libre y me guarde. Escuchame bien, no me gusta ese chico, te lo tengo que decir, es un “drogadicto”. No sé, nunca me gustó, tiene actitudes raras. Cuando eran chicos me acuerdo que venía a jugar y te pegaba. Un día te agarró del cuello y los tuve que separar, no sé si te acordás…

—Ja, ja, ja —rio Emilio—. Raquel, pero ¿qué te pasa? Teníamos 8 o 9 años...

—No sé, tengo como un presentimiento, Emi, de que algo malo va a pasar. Además, vos no estás tomando las pastillas, y lo sé. Le estás dando a esto… —le reclamaba Raquel mientras tomaba un porro con la mano y le buscaba el principio y el final, achinando los ojos.

 

—Tu mamá pregunta qué es ese olor. El otro día le tuve que decir que estábamos haciendo coliflor y suerte que nunca entra a la cocina, por eso que dice que los olores culinarios le dan mareos, y no sé qué corno. Yo no le puedo mentir todo el tiempo. Acá trabajamos con mi hija y me conoce desde que teníamos tu edad, Emi...

—Las pastillas no sirven y esto me calma, Rachel —le respondió Emilio, gestionando las palabras de un alegato verosímil, pero corto de sustento.

—Emi, tu mamá y tu papá las toman. En esta época es fundamental que las sigas tomando. Está todo dado vuelta. ¿O vos te creíste la del murciélago? Esto está creado, Emi, a propósito. Lo hicieron para exterminar a los viejos. No me mires así, mirá, yo seré empleada pero no bruta. Todas las mañanas escuchaba la radio cuando venía para tu casa con la Jenny en el tren. En 2018 las cajas de jubilaciones de Europa estaban en la miseria, los viejos no se morían, entonces no había un mango para pagar jubilaciones. Emi, esto fue creado y se les fue de las manos, vos y todos los que podemos, tenemos que estar sanos de cuerpo y mente. Necesitás tomar el remedio para estar atento a la vida, la cabeza se da vuelta en un santiamén...

—Rachel, ¿vos ves a mis viejos? Mi papá parece que tiene la edad de Fede; está todo el día en las nubes y se cree libre, cuando en realidad lo rajaron del trabajo. Mi madre está nerviosa con el negocio de la dietética familiar porque mi papá lo descuida y se desinteresa. Vos que me caés acá, toda misteriosa, con esa teoría conspirativa de exterminio de viejos… Además, ¿qué hay con lo que me manda Juanse? Es como mi hermano, Rachel, ¿vos viste lo parecidos que somos físicamente? Me da impresión a veces…

—¿Y a mí, entonces?, que los cuidaba de chiquitos… parecía que llevaba mellizos a la plaza. Yo conocí mucho al papá de Juanse, ¿sabés? Cuando vos no habías nacido, eran muy amigos de tus padres, después se distanciaron —comentó muy nerviosa Raquel, tanto que trastabilló con alguna palabra mientras las decía, como si se tratara de un trabalenguas.

—Yo al padre de Juanse nunca lo vi, ¿no?...

—Sí que lo viste, lo tenés visto. Sólo que en los cumpleaños se mantenía en un rincón hablando con todos y acaparando mucho la atención de los adultos. Vos estabas en otra, jugando con los chicos. Aunque después, de más grande, ni al cumple de Juanse ibas. ¿Te acordás? Y muy pocas veces fuiste a la casa, ¿no?

—En la casa no estaba casi nunca, por eso no lo recuerdo... ¿Y vos cómo sabés tanto, Rachel?

—Emi, qué gracioso, ¿no te acordás que yo te llevaba a jugar porque tu mamá no quería ir? Después, tus padres se dejaron de visitar y se cortó la relación, sólo siguieron ustedes dos, lamentablemente.

—Rachel, disculpame, pero mírense ustedes. Están los cuatros envolviendo castañas de cajú debajo del Quinquela y del Miró. Si mi abuelo se levanta de la tumba los mata a todos. Mi querido abuelo creó un imperio y el hijo no solo le vendió el Banco, sino que terminó siendo empleado y lo rajaron, decime: ¿quién está peor que quién?

—Emi, yo pienso en vos. En serio, ese chico no me gusta para nada. El otro día bajó la Jennifer a buscarte la bolsita esta y yo los vi desde el portero. ¿Sabes qué le hizo?

Emilio negó con la cabeza, sorprendido de que Raquel se hubiera convertido en investigadora.

—¡Le convidó un porro, Emi!, y me la sigue por Instagram… ¡Una pitada le ofreció a la muy pelotuda!, que casi la mato también. Además, le mandó un mensaje al WhatsApp muy feo, sé que no me tengo que meter, pero no hablaba bien de Marco, de Joaquín y de vos…

—Rachel, sorry, pero en esta no te banco. Juanse es mi amigo, casi un hermano de la vida, y Jennifer, tu hija de la puerta para afuera, pero acá es también nuestra empleada. Sorry, pero no me veo lo que me decís...

Raquel, sorprendida y avergonzada con la respuesta de Emilio, se incorporó del puff apretando su entrepierna y frunciendo su ceño le respondió:

—Tenés toda la razón del mundo, Emi, soy una metida, te pido disculpas, no va a volver a pasar.

—Pero no, no te preocupes. Sé que lo decís con buena onda, Rachel, pero no creo que haya nada para preocuparse —le respondió Emilio sonriendo, poniéndose los auriculares nuevamente y encendiendo el juego.

Raquel abandonó en silencio la habitación con los ojos vidriosos de lágrimas y la desesperanza en su corazón. Volvió al lugar que siempre ocupó. Al silencio de los que hacen, para mantener la alegría de los que disfrutan y llevándose un secreto que nunca encontrará la luz…

¿O sí?

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