La noche que sangra

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La noche que sangra
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DANIEL FLORENTINO LÓPEZ

La noche que sangra


López, Daniel Florentino

La noche que sangra / Daniel Florentino López. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-2444-7

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA

www.autoresdeargentina.com info@autoresdeargentina.com

Índice

1  Agradecimientos:

2  Sobre el autor

3  Capítulo I

4  Capítulo II

5  Capítulo III

6  Capítulo IV

7  Capítulo V

8  Capítulo VI

9  Capítulo VII

10  Capítulo VIII

Agradecimientos:


Por corrección, comentarios y estilo agradezco a Anarda Gabriela Acosta, Aquiles Dewaele, Dana Babic y Fredy Yezzed (Clínica literaria La otra figura del agua).

Por el diseño de portada, a Luciana Navarro.

Sobre el autor

Daniel Florentino López

Licenciado en Ciencia Política. Especialización en economía política y economías asiáticas. Docente universitario y secundario.

Conductor del programa radial De relatos, música y poesía. FM Marín

Miembro de: Sociedad Argentina de Escritores (SADE)

Sociedad de Escritores de la Provincia de Buenos Aires (SEP)

Asociación de Poetas de la Argentina (APOA)

Obras publicadas:

2016: El domador de recuerdos y otros relatos (relatos cortos). Editorial Autores de Argentina. Buenos Aires.

2017: Palabras que regresan (poemario). Editorial Autores de Argentina. Buenos Aires.

2018: Buenos Aires-Tokio (poemario). Editorial Autores de Argentina. Buenos Aires

2019: Alguien golpea la puerta (relatos cortos). Editorial Autores de Argentina. Buenos Aires.

2020: La tarde del telón azul. Editorial Autores de Argentina. Buenos Aires.

2020: Oilimé, el chico increíble. Editorial Autores de Argentina. Buenos Aires

Todas obras disponibles en su versión e-book en Amazon, La boutique del Libro, Librería Santa Fe y otras librerías digitales.

Premios:

2017: Primera Mención de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores. Género cuentos por el libro El domador de recuerdos y otros relatos.

Antologías:

2018: 8 poemas y un relato para celebrar el Día del Libro. Revista Poémame. Poema “Lectura nocturna” (seudónimo @danill2000)

2018: XXIV Certamen Internacional de poesía y cuento. Homenaje al amor. Poema “Cómplice” Grupo de escritores de Argentina.

2019: Mención de Honor Hacia Ítaca 2019. Sello Editorial Lágrimas de Circe. Mar del Plata.

Contacto con el autor: daniflopez@hotmail.com

El secreto, por lo demás, no vale lo que valen los caminos

que me condujeron a él. Esos caminos hay que andarlos.

JORGE LUIS BORGES

El etnógrafo

CAPÍTULO I
Tres lágrimas de sangre

Inerte, tendido en la acera, con los brazos extendidos como un ángel. Un hombre de silenciosa elegancia, con los ojos abiertos, parecía buscar las estrellas. De su camisa blanca, aún reluciente, se escapaban tres lágrimas de sangre.

Esa madrugada fría de invierno en el barrio de Constitución, un Renault Kangoo se detuvo diez segundos bajo uno de los puentes de la autopista. Bajaron dos hombres, abrieron el baúl del auto y arrojaron un cuerpo. A toda velocidad el bólido desapareció en la bruma de la calle desierta.

Un perro callejero se acercó, olfateó y se marchó rápidamente. El cadáver parecía invisible a los ojos de los automovilistas que, tal vez, lo confundían con un borracho durmiendo.

Un hombre alto de cabello cenizo y piel blanca que revolvía bolsas de basura de la acera lo vio y caminó hacia él. Descubrió el cadáver sin asombro y se santiguó de una forma extraña. Luego se puso en cuclillas para revisar si traía algo de valor. En uno de los bolsillos del pantalón solo había un pañuelo blanco con las iniciales DW bordadas en color azul y una tarjeta en su interior. En su mano izquierda relampagueaba una alianza de oro. El vagabundo miró hacia los costados, tomó el pañuelo y el anillo, y se retiró caminando con pasos apresurados. En el cuello del vagabundo relucía el tatuaje de una cruz ortodoxa.

Después de varios minutos, finalmente, un obrero de un frigorífico se detuvo y llamó a una ambulancia. Diez minutos después llegó un patrullero alertado por un vecino.

Los policías hicieron un cerco alrededor del cadáver y no permitieron el acceso a los transeúntes. Esperaron a que llegaran los peritos, pero primero arribó la ambulancia. El médico agarró su muñeca derecha: no encontró pulso y notó que el cuerpo estaba frío. Certificó la muerte y la hora probable del deceso.

Los autos que pasaban por el lugar lo hacían en forma muy lenta para mirar el cadáver y la escena que lo rodeaba. El tránsito comenzó a congestionarse al compás de la cumbia y el cuarteto que algunos jóvenes —que retornaban de los boliches— escuchaban a todo volumen.

Cuando los profesionales llegaron en una camioneta de la División de Investigaciones buscaron casquillos, huellas y otras pruebas. Notaron un olor nauseabundo lejano, que resultó ser el vómito, probablemente, de un borracho. Un ruido deslizándose sobre las hojas desvió la luz de sus linternas hacia una rata que, incómoda por los movimientos, se escapaba del lugar. Tres horas más tarde se llevaron el cadáver y liberaron la zona. Marcada en blanco sobre el suelo, y salpicada de sangre, quedó la silueta del hombre con los brazos abiertos.

Luego de unos minutos el tráfico recobró su normalidad. En el horizonte de líneas de cemento, un naciente sol rojo asomaba con timidez. Los primeros colectivos transportando trabajadores casi dormidos comenzaban a circular. En ese momento, el Renault de vidrios polarizados regresaba al lugar, encendió sus balizas y se detuvo a una distancia prudente.

El Renault

Dentro del auto, tres ocupantes miraban la figura dibujada en el piso, como quien observa una obra propia, que ya no le pertenece. Dos hombres y una mujer hermanados en el silencio y en el crimen.

Ceferino Robledo, con una cicatriz en diagonal en su cuello de toro. Sus manos enormes sobre el volante, y un pie casi acariciando el acelerador. Le decían Roña, era de hablar poco, de unos treinta años, tenía una mirada entre torva y triste. Desde los catorce años era un criminal. A los diecisiete años cometió su primer asesinato. Le gustaba escuchar cuartetos, lo que delataba su origen cordobés, aunque ya casi no tenía tonada. Cuando salía a trabajar de noche acostumbraba a consumir una rayita de cocaína para no quedarse dormido y para ejecutar las órdenes sin remordimientos.

El otro hombre era Eulogio Escalante, alias el Mono. Joven, de unos veinticuatro años, pero de un frondoso historial delictivo. Dicen que nació en Rosario donde se inició como integrante de una banda de arrebatadores que operaba en las estaciones, hasta que se pasó al narcotráfico. Allí, su lealtad y talento para el crimen fueron reconocidos por el Manco Vargas, el líder de una de las bandas más famosas de Rosario. Cuando el Manco cayó en la cárcel, por seguridad, decidió venir a Buenos Aires y ponerse a las órdenes del Mudo, su actual jefe.

La mujer, una chica de unos treinta años, morocha, cabello recogido, bonita, un tatuaje con inscripciones chinas en su mano derecha. Poco se sabía de su pasado. No le gustaba hablar de eso. No parecía nerviosa, se manejaba con aplomo. Vestía prendas de jean, sentada sobresalía de su cintura la culata de un revólver calibre 38. Era la persona de confianza del Mudo. Algunos sospechaban que también era su amante. Le decían la Negra. No eran amigos, pero ya habían realizado varios encargos juntos.

Aquella noche el jefe los convocó para un trabajo. Se realizaría una reunión con un novato que reclamaba un pago. Tal vez habría que «enfriarlo» y arrojar su cuerpo de forma tal que no generara sospechas.

El Roña pasó a buscar al Mono por la esquina de avenida Directorio y Montiel, del barrio de Mataderos, en el horario acordado.

—Hola, ¿cómo estás? —le dijo el Roña al Mono.

—Bien, ¿vos? —respondió el Mono.

—Esta noche es muy probable que nos manden a deshacernos de un paquete —anunció el Roña.

—Linda noche para tirar paquetes —respondió el Mono con una sonrisa cómplice.

—Ya cambié la patente —señaló el Roña.

 

—Creo que no vamos a tener problemas, casi no vi canas por la calle. Parece que esta noche no va a haber operativos de control. El Mudo arregló con los canas. Van a realizar operativos, pero en otros barrios —afirmó el Mono.

—¡Ojalá! Espero que sea rápido, conocí a una minita y podría verla si terminamos temprano. Bueno, ya llegamos. Esperemos las indicaciones del jefe —dijo el Roña.

—Okey —respondió el Mono.

En un PH, a unos pocos metros de donde esperaban los ocupantes del Renault, estaba a punto de celebrarse una reunión en la que el destino de uno de sus asistentes quedaría marcado por la muerte.

Un hombre flaco, alto y muy elegante tocó el timbre. La Negra le abrió la puerta y lo acompañó donde presumiblemente se encontraba el jefe. Luego de quince minutos, el Roña recibió un mensaje del Mudo. Entonces acercó el auto a la puerta, bajaron y fueron a buscar al hombre. Estaba sentado mientras la Negra lo encañonaba. Lo llevaron al vehículo. El sujeto parecía resignado. Se sentó, sin preguntar nada, con la mirada perdida como si se hubiera dado cuenta de que había cometido un error muy grave. Arrancaron y a unos quince minutos de allí, en una fábrica abandonada, lo hicieron bajar y ponerse de rodillas mirando al piso.

El Mono sacó su pistola, una Bersa Thunder calibre 9 mm; el Roña, que también tenía un arma similar en la cintura, observaba la escena junto con la Negra.

—Tratá de liquidarlo de un tiro en la cabeza a corta distancia con la almohada, para no hacer mucho ruido. Tenemos una en el baúl —le dijo el Roña al Mono.

—¡Me estás diciendo cómo hacer mi trabajo, pedazo de inútil! —le respondió furioso el Mono.

—Pará, solo te estaba haciendo una sugerencia. Tranquilizate —le respondió el Roña.

—¡No me tranquilizo un carajo! ¡Yo me voy a encargar de este tipo de la forma que a mí se me cante! ¿Acaso querés que me salpique sangre? —afirmó el Mono desafiante y desencajado.

—A mí no me levantás la voz. ¿Quién te creés que sos? Yo podría liquidar a este gil de la forma más rápida y limpia —le respondió el Roña tomando su arma de la cintura.

Mientras este inconcebible diálogo ocurría, el cautivo pensaba en lo ingenuo y estúpido que había sido, y en cómo la realidad puede superar a la ficción cuando de absurdos se trata. Ellos discutían sobre la manera de matarlo y él estaba viviendo sus últimos segundos. Sentía que la muerte se acercaba con una sonrisa socarrona.

En ese momento el Mono giró su arma en dirección al Roña. Ambos se miraron fijo y en silencio mientras se encañonaban. Fueron unos segundos que duraron una eternidad, hasta que se escucharon tres estruendos.

El hombre arrodillado se desplomó sobre su propio cuerpo.

Los contendientes, perplejos, dirigieron sus miradas hacia la Negra que aún sostenía en su mano el revólver 38 Smith & Wesson.

—¡Pedazos de boludos! Tuve que matarlo yo, antes de que se maten entre ustedes —dijo la Negra mientras devolvía el arma a su cintura.

El Roña y el Mono se miraban confundidos. La Negra, visiblemente enojada, les ordenó que metieran el cuerpo del difunto en el baúl del auto. Así lo hicieron y partieron rumbo al barrio de Constitución.

Cinco años antes

Solo tres veces sonó el teléfono, antes de que una mano ansiosa levantara el tubo.

—Buenos días.

—¡Hola! Sí...

—Soy el doctor Restrepo...

—Habla Horn… ¡Qué bueno! ¿Ha podido confirmarse la entrevista?

—Sí, señor, tiene que estar usted el próximo lunes a las 11:00 a. m. en el Penal de Villa Devoto.

—Perfecto, buen trabajo.

—El nombre del interno Jacinto Benavides.

—¿Juan Benavides? No le escuché bien...

—No, Jacinto… Jacinto Benavides.

—Okey, allí estaré.

—Hasta luego…

—Un momento, señor Horn, no se le olvide que este dato es confidencial…

—Sí, claro, lo olvidaba…

—Si alguien le pregunta… diga que fue su investigación…

—Okey, gracias por recordármelo…

—Y una cosa más, me dijo el interno que no se apareciera por allá sin un cartón de Particulares 30.

—Pero, doctor Restrepo, ¿todavía existe ese tabaco?

—Y, parece que sí...

—Okey. No olvide mandarme sus honorarios.

—Sí, mi secretaria se los enviará esta tarde.

—¡Muchas gracias!

—Hasta luego.

En un departamento de cuatro ambientes en la calle Azcuénaga, del barrio de Once, Samuel Horn concretaba telefónicamente un encuentro que sería trascendental para su vida.

Paredes blancas, la luz solar contenida por cortinas marrones, un retrato de Edgar Allan Poe. Los muebles de color oscuro, un sofá de dos cuerpos lleno de libros, un ejemplar de Los lanzallamas de Roberto Arlt en el piso.

Una enorme biblioteca se había apoderado de una de las paredes del antiguo departamento. En los estantes más bajos se destacan las obras más recientes de los autores modernos de su preferencia, como Rodolfo Fogwill y Héctor Tizón. En los centrales, relucen los libros más viejos, clásicos norteamericanos, que denotan claramente el trajín de la lectura: John Dos Passos, Truman Capote, E. E. Cummings y F. Scott Fitzgerald.

Samuel Horn nació en los alrededores de la Plaza Miserere. Vive en el departamento que le cedieron sus padres alemanes, cuando cumplió veintiún años. Pudo irse con ellos a Hamburgo, de donde es toda la familia materna, pero decidió quedarse en Buenos Aires. Cuando los despidió en el aeropuerto de Ezeiza les prometió que iba a triunfar como escritor en pocos años. Han pasado más de dos décadas y aún no ha cumplido su promesa. Ninguno de sus emprendimientos literarios se ha transformado en éxito editorial y teme que sus padres fallezcan antes de ver sus libros en las vitrinas europeas.

Un metro ochenta, flaco, desgarbado, cabellera entrecana, cuarentón al borde de los cincuenta. Le gusta vestir de saco y corbata por lo general de tonos oscuros, la camisa siempre blanca. Hace un par de décadas que es vendedor de seguros, tiene una sólida cartera de clientes y un horario relajado y flexible que le permite disponer de una cantidad de horas interesante para su verdadera pasión.

Lo que había comenzado como una distracción, un hobby, lentamente fue transformándose en una obsesión. Sobre todo, luego de aquella promesa a sus padres en el aeropuerto.

Le llevó varios meses escribir La silla vacía, su primera novela. Una vez que se sentaba frente a su computadora, le costaba levantarse. Una palabra llevaba a la otra y un personaje lo llevaba a otro personaje. Las situaciones se le representaban mentalmente con minuciosidad, en formas muy vívidas. A veces maldecía el no poder escribir más rápido, para que no se le escaparan los detalles de esas visiones que lo ataban a la silla y a la computadora.

Cuando iba a trabajar no podía dejar de pensar en sus personajes. Parecían morar en su mente. Atormentado por sus desgracias, sentía un placer extraño. En sus sueños sus personajes continuaban desarrollando incansables tramas, que cuando despertaba se apresuraba a registrar en su computadora.

Poco a poco, la literatura fue ocupando todos los espacios de su vida. La decepción vino cuando intentó publicar su novela. Estaba seguro de que era excelente y pensaba que le resultaría fácil encontrar un editor. Comenzó a recorrer las editoriales y se encontró con todo tipo de reparos. La obra era muy larga o muy aburrida. Demasiados detalles intrascendentes. A Horn le pareció que ellos no entendían su obra y que le estaban cerrando la posibilidad de encontrarse con su público.

Luego de batallar largo tiempo, finalmente pudo conseguir una entrevista con el director de una gran editorial. Estaba muy nervioso y emocionado por la gran oportunidad.

Eran las tres de la tarde en el cuarto piso de un edificio de la avenida de Mayo. Samuel asistió con un impecable traje y corbata. Esperó casi veinte minutos, finalmente lo recibió Arturo Henri, el responsable de la Colección Platino de Narradores Latinoamericanos, un hombre de unos sesenta años, con cabellera y barba casi enteramente blancas, salvo unos pequeños y caprichosos mechones negros.

El hombre le habló con voz cordial y pausada.

—Gracias, señor Horn, por venir hasta la oficina. Lo convoqué porque me pareció que usted tiene un gran potencial, pero lo que nos presentó no cubre las necesidades de la editorial. Buscamos una novela con una temática menos metafísica. Deseamos un relato con más acción, que sea creíble, quizá algo escabrosa…

—Entiendo. Supongo que usted tiene razón. Debo adaptarme al mercado. Acción creíble… voy a tratar de hacerlo. Le agradezco que me haya recibido —dijo Horn.

—Cuando tenga algo parecido a lo que describí, vuelva. Prometo recibirlo y leer su obra —afirmó Henri.

Samuel se retiró con el orgullo herido. Había leído algunas de las novelas publicadas por esa editorial y le parecía que su novela estaba a un nivel muy superior. Pensaba que al público le estaban ofreciendo basura. Sin embargo necesitaba de esa editorial. Al menos le habían prometido leer su novela, si se ajustaba a los parámetros de crímenes, violencia y sexo que le habían pedido.

Juró que volvería con una novela policial de jerarquía y que, por fin, accedería al gran mercado.

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