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Letrame Editorial.

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© Daniel Canencia González

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1386-352-8

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

Agradecimientos

Reconozco que, a la hora de afrontar esta hoja en blanco, no era en absoluto consciente de la dificultad que esto me iba a suponer. Lo más manido del mundo es hacer una serie de agradecimientos a la familia más allegada, a los amigos íntimos, a nuestras musas imaginarias o a cualquier tipo de pulsión indómita. Pero correría siempre el riesgo de dejarme a alguien o algo en el tintero, con el consiguiente reproche propio y ajeno.

Teniendo en cuenta esta breve reflexión, dedico esta novela a tres personas que me han acompañado durante muchos años y que han dejado y siguen dejando una gran impronta en mí.

A Gosia, que ha dejado al santo Job en un aprendiz en la virtud de la paciencia y que me ha mostrado comprensión y cariño cuando más lo necesitaba; a Víctor, que pese a la distancia he tenido el privilegio de conocerlo y haber compartido pasiones a través de un móvil; y a Eva Schmidt-Heidrich, que me ha llevado de la mano a lo largo de un camino complicado y lleno de aristas a la vez que apasionante.

Y finalmente a ti, querida lectora, querido lector, que ojalá disfrutes de las siguientes líneas, pues de eso trata la vida.

Septiembre de 2020

Prólogo

Aquel al que el resto del mundo conocía como M. F. cerró de golpe la puerta de su camerino y accionó a toda velocidad el pestillo asegurándose de que nadie pudiera entrar. Reprodujo algo que se asemejaba a un suspiro de alivio al notar la inmensidad de la puerta en su estrecha pero robusta espalda. Sin embargo, cualquier esfuerzo por intentar sobreponerse era completamente inútil, y no pudo evitar —ya por enésima vez a lo largo de los últimos interminables días— llevarse las manos a la cabeza en un gesto unívoco de desesperación. Se dejó caer como un cuerpo sin vida en el sofá que tenía a su lado y emitió —por fin— un sollozo prolongado y estentóreo que llevaba removiéndose en su interior desde hacía ya demasiado tiempo.

Lo incómodo de su postura no fue menoscabo para que lograra quedarse inmóvil intentando buscar un resquicio de tranquilidad. Cerró los ojos y se centró exclusivamente en su respiración, notando como su ansiedad iba mitigándose poco a poco. Sacando fuerzas de algún rincón recóndito, torció su mirada al reloj que coronaba aquella habitación y se percató de que aún faltaban más de cuatro horas para el inicio del concierto que iba a dar en aquel estadio de fútbol que tantas noches de gloria le había deparado. Se incorporó lentamente, y dirigiéndose hacia el mostrador de maquillaje se enfrentó con la mirada que despedía el enorme espejo. La intentó evitar dando quiebros, rehuyendo el abismo al que se enfrentaba.

La desazón le iba carcomiendo lentamente, y su pensamiento repetía como un disco rayado la imagen de aquel hombre que apareció en el lugar y en el momento más inesperado y que le reveló lo que él siempre había temido que saliera a la luz. ¿Por qué tuvo que aparecer justo en el momento en que su vida había comenzado a encarrilarse, justo cuando empezaba a recobrar un sentido que se le había esquivado durante tantos años? Sabía que los tiempos de las lamentaciones llegaban demasiado tarde, y finalmente comprendió que todo aquello que se hace mal en el pasado volvería a llamarte a la puerta en el instante más inoportuno, como una súbita tormenta de arena en un día luminoso. Aquel hombre —no podía recordar su nombre— encarnaba un martillo que golpeaba su conciencia sin cesar y que no le permitía tener ni un segundo de descanso. Y llegó a la conclusión de que si su pasado le había atrapado debería enfrentarse con él directamente, y el viaje hacia un pretérito indefinido comenzó cuando sus ojos se cruzaron una vez más con el reflejo de sí mismo.

LIBRO I

Víctor

Capítulo I

A los nueve años de edad

I

Víctor abrió la puerta de su hogar con el ímpetu propio de su edad y se topó de cara con lo que más quería. María, su madre, nada más verlo, alzó los brazos en señal de alegría y acogimiento.

—Mamá, ya estoy en casa —dijo Víctor echándose en sus brazos.

—Ven aquí, ven aquí, mi cariño, que ya era hora… Dime, ¿por qué vienes tan tarde a casa?

—Bueno, me he entretenido un rato por el camino con algunos compañeros. Y además, he visto a papá en el bar La Petaca, ya sabes cuál te digo.

Su madre se puso pálida como el marfil al escucharlo, pero actuó como si no fuera con ella:

—Ah, papá estaba en el bar… ¿Y estaba solo o con más gente?

—Puf, con mucha gente, con todos sus amigos, el señor Julián, el señor Paco, ya sabes, los del barrio… No sabes cómo gritaban y bebían, no paraban —contaba Víctor alegremente.

—Ya —se limitó a decir María bajando la mirada y entrando lentamente en la cocina. Se sirvió un vaso de vino de una botella medio vacía, echó un trago y dijo—: Víctor, ven, aquí tienes la cena… Oye, mírame cuando te esté hablando. Mejor. Por favor, en cuanto termines, vete a la habitación de invitados, cierra bien la puerta y a dormir, ¿vale?

La protesta de Víctor no se hizo esperar, pero su madre lo interrumpió inmediatamente.

—Ya te he dicho más de una vez que cuando papá llega del bar se pone muy pesado y de mal humor, y no quiero que presencies algo que… —María se mordió la boca, a sabiendas de que esta vez había hablado más de la cuenta, detalle que no pasó desapercibido.

—¿Por qué, mamá? ¿Qué pasa con papá? —preguntó abriendo los ojos desmesuradamente.

María se esforzó para que una lágrima —de las miles que tenía almacenadas en sus pupilas y que se negaban a salir de su escondrijo— no apareciera sobre su antaño hermosísimo rostro y delatara lo que a toda costa quería evitar. De la manera más prosaica posible eligió el camino más fácil para que no permitiera ninguna objeción:

—Nada, no pasa nada. Venga, Víctor, aquí tienes tu cena.

Se quedaron en silencio durante unos minutos, y, antes de que Víctor diera cuenta de todo lo que había sobre su plato, hizo la resabida pregunta de todas las noches:

—Mamá, ¿cuándo va a venir Laura?

—Ay, Víctor, ya te lo tengo dicho, en verano de vacaciones. Mientras tanto, está muy bien en el internado y te aseguro que es lo mejor que puede pasarle… —Y susurrando en voz baja añadió—: … Y a todos nosotros.

—Quiero que venga Laura, quiero que venga mi hermanita mayor —insistió Víctor dando fuertes golpes con su cuchara a la mesa, en una actitud infantil algo fingida.

Su madre hizo un gesto con la mano indicándole silencio.

—Víctor, Víctor, escucha. Tu padre está al venir. Vete ya a la habitación de invitados. Ahí dormirás tranquilo, como las otras veces. Prométemelo y soñarás con los angelitos.

—Mamá, yo no creo en los ángeles, creo en Dios pero no en los ángeles, te lo he dicho muuuchas veces. Además, es que yo quiero dormir en mi habitación… o en la de Laura… Pero no…”

—No, no y no —dijo su madre alzando la voz involuntariamente y casi logrando asustar al pequeño—. Perdona, Víctor, pero es necesario y no lo entiendes… Claro… Toma, te voy a dar este recuerdo de tu abuela María, mi madre —dijo quitándose una pequeña hermosa cruz de plata que llevaba en el cuello—, y con ella, cuando hagas tus oraciones, reza por Laura, por ti, por mí… y por papá, ya verás qué bien… Quédatela, mira, es el regalo que mamá hace hoy a mi chico favorito… Y ahora lávate los dientes y a la habitación de invitados sin decir un solo pero. Un beso.

II

En la soledad de aquella habitación tan enorme y alejada del resto de la casa por culpa de un interminable pasillo, Víctor, apretando con ahínco la cruz que a partir de ese momento llevaría siempre consigo, se puso de rodillas a un lado de la cama y empezó a rezar. Para Víctor suponía un momento de recogimiento espiritual a la vez que un territorio donde él era el único invitado. Sus oraciones se dirigían en su inmensa mayoría implorando el bienestar de su familia. Rezaba mucho por Laura, su hermana a la que tanto extrañaba y admiraba por todo lo que había hecho por él cuando era muy pequeñito, para que fuera feliz en ese colegio en Inglaterra y que no se olvidara de él. Rezaba mucho por su papá, su héroe intermitente, fábrica de risas y diversiones a tiempo parcial, para que pasara más tiempo con la familia.

Pero esa noche sintió que era mamá la que debía obtener de él toda su misericordia y, entonando en silencio un Ave María, oró por ella, ya que la había notado preocupada y triste, como si tuviera ganas de llorar todo el rato, haciendo gala de una entereza impostada a punto de derrumbarse en cualquier momento. ¿Serían imaginaciones suyas o percibió que su mamá no era feliz? ¿Acaso no le dio la impresión de que no lo era junto a su papá? Se quitó ese pensamiento mirando de nuevo hacia la cruz, y, llevándosela hacia su pecho, se acostó.

 

Pero esta vez, a diferencia de otras ocasiones, no se quedó dormido a los cinco minutos. Víctor notaba ya de un tiempo a esa parte que algo en él había cambiado. Había empezado a tomar conciencia de sí mismo dejando de ser un mero apéndice de sus padres, empezando a tener sus propias opiniones e inquietudes, y a tomar decisiones sin tener que consultarlo con nadie. Le resultaba extraño poder discernir por sí mismo sin preguntar a los demás qué es lo que estaba bien o mal o si una situación la consideraba justa o injusta. Dicho de otro modo, Víctor se había hecho mayor y se encontraba en el tránsito de abandonar esa infancia que parecía inacabable para entrar poco a poco en una adolescencia que se le antojaba incierta.

Se incorporó en la cama y agudizó el oído para ver si papá ya había llegado. Echó un vistazo fugaz a su coqueto reloj de pulsera y vio que ya eran las doce de la noche. Su padre debía de estar en casa hace ya un buen rato. Pero a Víctor le era imposible adivinar cualquier sonido que viniera de fuera. La distancia y los gruesos muros le impedían distinguir alguna palabra que fuera inteligible. Ni corto ni perezoso y con el mayor de los sigilos, fue hacia la puerta con un paso algo titubeante, entreabriéndola para ver si desde allí podía escuchar algo. La hora de la toma de decisiones había llegado. ¿Debería quedarse ahí intentando entender algo de lo que sus padres decían o por el contrario tomaría el riesgo de adentrarse en terreno vedado? Sin pensárselo dos veces, avanzó de puntillas por el pasillo con la intención de quedarse en el primer lugar donde pudiera escuchar algo con nitidez. A mitad de camino, pudo escuchar por fin las voces de sus padres sin tener que dejarse los tímpanos en el esfuerzo. En realidad, tan solo se escuchaba la voz de su padre porque la de su madre eran apenas unos monosílabos casi imperceptibles.

La inocencia de Víctor desapareció de un plumazo al escuchar por parte de su querido papá frases desde «te pasas todo el día vagueando», «yo rompiéndome la espalda», hasta «maldita borracha» o «puta de mierda». Esas palabras, que ya las había oído en el colegio de muchos compañeros lenguaraces de clase, eran, en boca de su padre, puñetazos en su estómago y en su cabeza. Víctor pensó por un instante que su imaginación le estaba pasando la peor de las jugadas. Pero su padre no dejaba de soltar todo tipo de exabruptos e improperios propios del borracho de una taberna, y Víctor se horrorizó al pensar que su padre podría hablarle así a su pobre mamá.

Tenía dos caminos para elegir. Regresar a su cama y empezar a llorar como un condenado, y, al día siguiente, hacer como si no hubiera pasado nada, o seguir hacia adelante y encararse con su padre y decir un simple: «Papá, papá, por favor, no hables así a mamá. Ella y yo te queremos». Como un explorador que tenía respeto por todo lo que iba descubriendo, se deslizó hacia el final del pasillo y, justo antes de doblar para llegar a la cocina, escuchó un estrépito y un grito que lo dejó clavado. No había duda que era un cuerpo que había caído contra el suelo, tirando todos los objetos que se había encontrado por su camino y causando un gran estruendo. Se armó de valor encaramándose en la puerta de la cocina. Con el mayor de los espantos, comprobó con horror que su madre yacía en el suelo, boca abajo, con la mesa y las sillas de la cocina desperdigadas, mientras su padre la vejaba sin contemplaciones. La bienintencionada frase de Víctor mutó a un escupitajo de odio: «Para ya, hijo de puta, para ya, cabrón de mierda», gritó, preso de una ira indomable y desatada.

La mirada de los padres se dirigió hacia aquella figura frágil e indefensa que buscaba amparo desesperadamente. Ambos gritaron al unísono un «Víctor» que sonaba a censura, conmoción y culpabilidad. Víctor, corriendo como un descosido, desapareció hacia aquella alejada habitación de invitados que en un segundo se convirtió en un refugio irreductible. Y, cerrando el pestillo asegurándose de que nadie pudiera entrar, se desplomó en la cama, como si fuera un cuerpo sin vida. Y mirando la cruz, empezó en voz alta a maldecir a su padre. Cuando ya no le quedaba ni una lágrima por ser derramada, se quedó finalmente dormido, no sin antes haberse dado cuenta de que todo el halo de amor hacia su padre se había roto en mil pedazos y que los fundamentos que conformaban su vida se habían desmoronado y hundido en el más profundo de los océanos.

Capítulo II

A los dieciséis años de edad

I

Víctor abrió de sopetón la puerta de su clase no exento de cierta arrogancia y chulería y casi se dio de bruces contra Lucía. Ya había reparado anteriormente en ella, siempre se sentaba en el segundo pupitre al lado de la ventana junto a Carlota, la horripilante pelirroja de pecas, y desde el minuto cero la había colocado en su imaginario en el grupo de las intocables, en aquellas del que uno jamás aspirará a tener la remota posibilidad de conquistar. Seguramente fue la colisión de muchos astros la que ocasionaron este fortuito encuentro, y pensando que se iba a ganar una reprimenda con humillación incluida delante de toda la clase, tan solo recibió de ella —o al menos eso le pareció a él— una sonrisa arrebatadora. Un inmediato «perdón» y un «no importa, no pasa nada» fue el detonante de que Víctor cayera en los brazos de un Cupido que ya se demoraba en demasía.

Johnnie, testigo de toda la escena, le espetó de manera burlona:

—Ey, Víctor, estoy aquí, aunque te parezca mentira. Vaya, vaya, parece que esa chica te ha dejado atontado.

No le faltaba razón, ya que Víctor estaba en ese estado en el que le dijeran lo que le dijeran no iba a responder, pero no por no haberlo escuchado, sino porque su ensimismamiento le impedía reaccionar.

—Sí, sí, Johnnie…, ¿qué me decías?

Johnnie era el confidente de Víctor desde hacía algunos años y desde entonces se habían hecho inseparables, tanto, que infundían un hermetismo que a los demás les resultaba infranqueable.

—Algo me dice que esa chica… Lucía, te ha dejado obnubilado —continuó sin dejar de burlarse.

La cursilería del adjetivo utilizado por Johnnie irritó a Víctor y lejos de admitir lo que era evidente, rompió la regla no escrita de que a su amigo del alma debes confesarle todo.

—Te has enamorado, te has enamorado —siguió mofándose Johnnie machaconamente, pero con cuidado para que no los viera nadie y que Víctor no se sintiera ofendido más de la cuenta.

—Pero qué dices, de qué estás hablando —dijo Víctor con el disimulo propio de alguien del que ya no tiene escapatoria.

—Venga ya, lo dejo para que no te pongas aún más rojo de lo que estás. Ya me confesarás todo cuando tengas la cabeza de nuevo en su sitio. Ah, y no te olvides de que mañana es el examen de Química. Y Johnnie salió disparado dejando al mejor de sus amigos con aire pensativo.

Al terminar las clases, Víctor solía entretenerse por el camino en numerosas tiendas antes de llegar al domicilio de su tía Carmen, la hermana mayor de su madre. Ya habían pasado cuatro años desde que su madre María falleció y su tía se encargó de su mantenimiento y educación.

Víctor se había convertido en el mayor de los fanáticos de música rock desde que Johnnie le dejara la discografía completa del grupo inglés Queen, y en un coleccionista de música casi enfermizo que pasaba las horas muertas buscando tal o cual novedad de cualquier grupo que comulgara con su música favorita. La devoción por este arte le tenía casi obsesionado y desde hace un tiempo intuía que estaba en posesión de un don que aún estaba por explotar.

Víctor, al provenir de una familia pudiente, tenía también por costumbre, como si fuera un policía sin orden de registro, indagar por las tiendas de teléfonos móviles en busca de la novedad de turno o en la ropa de última moda. Contra todo pronóstico, aquella tarde ni la música, ni la moda ni la tecnología eran capaces de competir con la chica que le había dejado completamente noqueado y se fue deambulando a casa dando rodeos como un sonámbulo buscando cobijo.

Una sonrisa bobalicona se quedó estampada en su cara durante todo el camino, y solo desapareció hasta que se encontró de golpe la puerta de la casa abierta. Observó que había al menos media docena de maletas apelotonadas que impedían su paso, y tras sortearlas, identificó las dos voces que venían del salón. Una de ellas era la de su tía Carmen, y la otra era la de su hermana Laura.

Que Laura estuviera ahí, sin más, era la más grata de las sorpresas, pues contaba con su presencia con el inicio del verano coincidiendo con el final de curso y aún quedaban unas semanas. Aunque fuera por unos segundos, la imagen de Lucía, su chica de ojos azules, se desvanecieron por completo.

Laura era para Víctor más que una hermana. Era una referencia a la hora de pedir consejo, más que un amor a la hora de pedir consuelo y todo comprensión a la hora de pedir ayuda. Tenía veintidós esplendorosos años y la adolescencia hacía tiempo que se había despedido definitivamente de ella. Aquellos que habían conocido a su madre hubieran exclamado que sus rostros estaban calcados como dos gotas de agua, pero mientras una estuvo revestida de tinieblas en los últimos años de su vida, la otra irradiaba sol y alegría. Laura poseía una voluptuosidad casi obscena, por lo que vestía muy recatada para no sobresaltar lo que a ojos de todos ya era obvio. Su fuerte personalidad e inteligencia eran el complemento perfecto que hacían de ella ya toda una mujer que tenía que luchar continuamente para que el género masculino no se propasase con ella.

—¡Laura, Laura! —dijo Víctor casi gritando y yendo a toda velocidad para recibir el abrazo de su hermana. Se paró en seco al observar que una tercera persona se hallaba ahí presente.

—Oh, perdón… Hola, soy Víctor —dijo al ver a un joven alto, bien parecido y que tanto el color de su piel y unos ojos verdes como aceitunas evidenciaban que no era español.

—Víctor, Víctor —se adelantó Laura—, dame dos besos, hermanito. Sigues tan guapito como siempre. Mira, te presento a Mark, Mark Dobson, un amigo mío de la universidad de Londres. No habla español pero ya me encargaré de que aprenda rápido. Mark, this is my brother Víctor.

Se chocaron la mano con cierta reticencia, y una mueca de desagrado por parte de Víctor no le pasó inadvertida a Mark. Era evidente que la larga mano de los celos había acariciado a Víctor con ligereza, sin que este fuera completamente consciente de ello.

—Pero qué pronto has… Perdón, quiero decir, habéis vuelto… Y no me avisaste ni nada… Seguro que la tía sabía que venías hoy —dijo Víctor a modo de regañina mirando casi inquisitorialmente a su tía y causando que esta se pusiera algo colorada.

Laura le cortó en seco.

—No le eches la culpa a ella, en realidad fui yo la que quería ver la cara de tontuelo que se te ponía, así que no la regañes. Este último año académico ha sido más corto que los habituales. De hecho, ya hemos hecho los exámenes y hemos aprobado con nota. Tenéis delante de vosotros a dos titulados en Dirección y Administración de Empresas. Ahora pienso instalarme aquí en Madrid para trabajar… con Mark. Nuestra idea inicial era montar conjuntamente una empresa de importación…, pero ya veremos. Espero que no os importe que de momento nos quedemos a vivir aquí. —Al decir esto, le plantó un beso en la mejilla a Mark.

Había días, incluso semanas, que no acontecía nada digno de resaltar, donde la cotidianidad se apoderaba de todo como una especie de letargo que no terminaba de despertar, y, en contraposición, había algún día donde los acontecimientos se amontonaban y eran casi imposible de digerir sin sufrir una indigestión. Parecía que ese era uno de esos días y Víctor sintió que por hoy ya tenía bastante. Le invadió una especie de agobio, pero se sobrepuso añadiendo un simple comentario:

—¡Qué bien! —Y viendo que su hermana lo miraba de forma interrogativa, añadió—: Quiero decir que encuentro estupendo que te instales, es decir, os instaléis aquí en Madrid…, con nosotros…

La tía Carmen se encontraba en todo momento en segundo plano escuchando atentamente todo lo que se decía, debido a que todo lo que se estaba comentando le incumbía directamente.

 

—Bueno, bueno —dijo Laura con cierto aire de condescendencia y mirando a todos los presentes—. …Víctor, te estás poniendo muy serio… Supongo que más pronto que tarde Mark y yo nos iremos a vivir juntos —al decir esto, Víctor notó que quizás su hermana no estaba siendo sincera del todo—, buscaremos trabajo para que la tía no tenga que sufragar todos los gastos; de hecho, de Londres tenemos unos ahorros de algún trabajillo y espero que no sea ningún problema alojarnos aquí. —Miró a su tía, y esta asintió con una sonrisa de oreja a oreja mientras no dejaba de quitarle ojo a Mark.

—Por supuesto que os podéis quedar aquí el tiempo que necesitéis. Víctor, estarás encantado, ¿verdad? —preguntó la tía Carmen.

Que Laura se quedara le parecía estupendo, pero tener al energúmeno inglés merodeando por ahí no le hacía ni puñetera gracia. Y que su querida hermana iba a presentarse con el fulano de turno algún día era inevitable, sin embargo, un aire de amargura que provenía de la nueva pareja alcanzó sus entrañas que le dejaron al borde del llanto. Haciendo un penúltimo esfuerzo, sus dotes de actor le echaron un cable y, sin perder la sonrisa, respondió con un lacónico «Sí, claro que estoy encantado».

La tía Carmen continuó:

—Pues no hay más que hablar. Venga, estaréis los tres hambrientos. Comemos y después os instaláis cómodamente. Por cierto, Laura, ¡qué guapo es Mark! —dijo guiñándole un ojo. Mark soltó algo parecido a una carcajada al escuchar la palabra clave, «guapo», constatando que conocía el significado.

La comida fue prácticamente un monólogo de Laura mezclando diferentes temas: sobre los estudios, cómo conoció a Mark, por qué ya estaba harta de vivir en Londres; todo era un galimatías en el cual a Víctor se le vio más distendido y disfrutando de todo lo que allí se contaba. Aun con todo, Víctor escrutaba de reojo continuamente a Mark, pues le había parecido ver en él un gesto que le desagradaba y que le hacía desconfiar, admitiendo no obstante su indudable atractivo.

Tras la sobremesa, Laura le dijo a Mark que le gustaría disfrutar de un paseo con su hermanito, propuesta aceptada con entusiasmo por Víctor.

II

Mientras la tía Carmen se empeñaba en seguir engordando a base de chocolate y pasteles a Mark, Laura y Víctor emprendieron un camino por el parque y se les veía relajados y de buen humor. Laura era la que llevaba la batuta en la conversación, pero dejando aire a Víctor para que intercalara algún comentario o alguna pregunta. En un momento dado, y aprovechando una pausa de medio minuto sin decir nada, Laura se dirigió a Víctor haciendo un gesto muy serio y poniendo énfasis en la siguiente pregunta:

—Dime, Víctor, ya sé que a lo mejor piensas que no viene a cuento…, pero… ¿piensas mucho en papá?

Víctor no se esperaba semejante cambio de tema y tan solo negó con la cabeza. Un gesto interrogativo invitó a que Laura insistiera.

—¿En serio? ¿Nada de nada? Yo sí, Víctor, yo sí. Porque…, ¿no te parece raro que desapareciera así sin más tras la muerte de mamá? No me digas que no. En su día apenas hablamos de esto, pero por entonces eras pequeño, apenas tenías doce años y no sabía cómo abordarlo contigo. Ahora, ahora es diferente, ya tienes los dieciséis, en realidad eres todo un hombre y necesito hablarlo contigo.

—Laura—dijo Víctor extrañado—, ¿qué me quieres decir exactamente? Es evidente que papá, al morir mamá, ya no quería ni vernos. Ya sabes lo que pienso de él. Es un hijo de la gran puta. Esté donde esté.

—Víctor, entiendo tu resentimiento bestial hacia papá. Y a lo mejor yo tengo más motivos que tú… —Hizo una pausa no queriendo hablar más de la cuenta—. Ay, Víctor, nunca te he dicho cómo lo siento. Siento tanto que hayas estado solo durante ese tiempo.

Las lágrimas afloraron en sus mejillas y Víctor le cogió la mano en señal de sincero afecto.

—Laura, no pasa nada. No viene a cuento hablar de esto ahora. Todo está bien. Para mí esto ya es agua pasada, prefiero mirar hacia adelante. La tía Carmen es la mejor tía del mundo y me siento genial con ella. No hablemos de cosas tristes, ¿vale?

—Sí, no quiero remover algo que ya pasó, pero… Quiero hablar contigo de algo que no me queda claro…, e…, insisto, tú ya no eres un crío, ya eres todo un hombre…Víctor, ¿no te pareció raro que mamá muriese de un ataque al corazón? Quiero decir, que era aún tan joven y no es lo más habitual.

La sorpresa afloró una vez más en la cara de Víctor y dijo:

—Hombre, Laura, con toda la presión de esos años, pues imagínate, es lo más normal del mundo, ya sabes que papá era un hijo de la…

—Gran puta… —le interrumpió Laura—. Ya, ya lo sé, pero tengo que decirte algo. Una semana después de su muerte, recibí en Londres una carta. Una carta de mamá. —Y continuó sacando un sobre viejo muy manoseado—. No te la voy a leer entera, solo a grandes rasgos con mis propias palabras, pues el contenido es muy íntimo, pero hay algo que debes saber…

Víctor hizo el ademán de coger la carta, pero Laura se la llevó hacia su pecho, mostrando que lo que tenía entre sus manos era personal e intransferible.

Víctor captó su mensaje y se quedó en silencio expectante sabiendo de antemano que iba a recibir una noticia que tenía la impronta de siéntate o te caerás de bruces al suelo. Se sentó temblorosamente al banco que tenía al lado y puso sus sentidos alerta.

—Antes de leer, te adelanto que mamá no murió de un ataque al corazón. Mamá se suicidó.

III

—Tenía que haberlo sospechado, tenía que haberlo sabido —se reprochaba Víctor en su cama ya bien entrada la madrugada. Toda su cólera se focalizó en un padre que ya pensaba que había desaparecido de su vida para siempre. Un dolor antiguo, podrido y dormido en su interior despertó con fuerza esa noche con una intensidad brutal, y apretando con fuerza su cruz de plata, intentó tranquilizarse, pero Víctor no encontraba el bálsamo idóneo en ese momento de estupefacción. Le parecía peor que una broma de mal gusto que su día hubiera comenzado tocando el cielo con los dedos y que hubiera terminado habiendo bajado a los infiernos como un ascensor averiado en caída libre. Tras repetirse una y otra vez «cálmate, Víctor» y un «respira hondo», encontró por fin un pequeño oasis de sosiego. Intentó analizar la bomba que dejó caer su hermana unas horas atrás y notó en su interior que esa bomba estaba causando estragos.

Se centró en la carta que recibió su hermana. La carta de su madre contando a Laura cómo era su vida y cómo esta ya no merecía la pena de ser vivida. Quería tan solo despedirse de su querida hija pidiéndole que no hiciera nada por evitarlo, que la depresión en que había caído era la de un callejón sin salida y lo único que le quedaba era dar la bienvenida al reino de los cielos esperando que Dios todopoderoso la perdonara por su debilidad por no poder seguir aguantando el purgatorio que le quemaba un poco más cada día.

Víctor echó mano de su memoria y recordó que su tía no se separó ni un minuto de él desde el mismo funeral y que su padre desapareció sin decir nada. Nunca se lo preguntó, pero sin duda, su tía Carmen habría tenido que vérselas con su padre para que él se quedara a vivir con ella y supuso que lo arreglaron todo para que eso fuera posible. Su tía jamás volvió a mencionar a su padre y Víctor tampoco le preguntó por él, tan solo quería olvidarlo, sin querer saber siquiera su paradero. Víctor le insinuó a Laura la posibilidad de preguntarle a la tía Carmen si sabía de la terrible decisión que había tomado su madre, pero Laura le hizo jurar y perjurar que no preguntase nada de nada a la tía sobre todo lo relacionado con su hermana, pues lo había pasado fatal y no quería abrir una herida que en ella parecía cicatrizada. Víctor se extrañó por este requerimiento de su hermana, pero en absoluto quería contrariar sus deseos, y le prometió que no le preguntaría nada.