El Grial Cátaro

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El Grial cátaro

Cristina Durán y David Barreras


ISBN: 978-84-15930-37-2

© Cristina Durán y David Barreras, 2014

© Punto de Vista Editores, 2014

http://puntodevistaeditores.com/

info@puntodevistaeditores.com

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Índice

EL AUTOR

AGRADECIMIENTOS

PREFACIO

Madrugada del miércoles 8 al jueves 9 de octubre de 2014

Mañana del viernes 10 de octubre de 2014

Mañana del lunes 13 de octubre de 2014

Mañana del martes 14 de octubre de 2014

Mañana del miércoles 15 de octubre de 2014

Mañana del jueves 16 de octubre de 2014

Mediodía del viernes 17 de octubre de 2014

Mañana del sábado 18 de octubre de 2014

Tarde del domingo 19 de octubre de 2014

Mañana del lunes 20 de octubre de 2014

Martes 21 de octubre de 2014

Jueves 23 de octubre de 2014

Viernes 24 de octubre de 2014

Mañana del sábado 25 de octubre de 2014

Domingo 26 de octubre de 2014

Mañana del lunes 27 de octubre de 2014

Mañana del miércoles 29 de octubre de 2014

Mañana del jueves 30 de octubre de 2014

EL AUTOR

Cristina Durán y David Barreras, nacidos en Ferrol y París, respectivamente, son licenciados, ella en Historia por la Universidad de Santiago de Compostela, él en Tecnología de Alimentos por la Universidad Politécnica de Valencia. David es además ingeniero en Industrias Alimentarias, aunque, no obstante, ha podido dedicarse desde 2007 a lo que es su gran pasión: la historia. Si Cristina se ha especializado en historia antigua, David lo ha hecho en historia medieval. Han colaborado conjuntamente en distintos proyectos de historia, en varios de los cuales se encuentra muy presente el periodo de transición que se sitúa entre la Antigüedad tardía y la Alta Edad Media. Son coautores de cuatro libros (Breve historia de los cátaros, por ejemplo, o Breve historia del feudalismo) y varios artículos, para la escritura de los cuales han aprovechado sus numerosos viajes por buena parte del ámbito mediterráneo.

AGRADECIMIENTOS

A José Luis Ibáñez Salas, director editorial de Punto de Vista Editores, por confiar en nuestros proyectos de Historia y también por brindarnos ahora la oportunidad de que nuestra primera novela pueda ver la luz.

A Alejandro Noguera Borel, director del Museo L’Iber, centro aglutinador de la cultura literaria valenciana, por su inestimable ayuda con el latín.

A Blanca Agut Gago, guía del Real Monasterio de El Puig de Santa María, por mostrarnos todos los secretos que encierra este emblemático edificio religioso en el que trabaja y permitirnos con ello trazar el principal hilo conductor de esta obra.

PREFACIO

El Grial cátaro es una novela. Una novela en la que la trama principal se desarrolla en la época actual y entre la cual se entreteje una historia paralela ambientada en el Medievo. No busque el lector en esta obra poder desvelar los secretos de la herejía cátara que hasta ahora aún no han revelado los historiadores, tampoco persiga hallar toda la verdad sobre el Santo Grial o alcanzar un conocimiento arcano en relación con la temática ocultista que puede sugerirnos su título. Precisamente por ser una novela, a la cual podríamos calificar como novela histórica, en este libro conviven personajes históricos y de ficción, así como se suceden hechos que realmente tuvieron lugar en tiempos pretéritos, junto con relatos ficticios, pero a pesar de que nuestro relato es de ficción, no por ello hemos dejado de ser lo más fieles posible a la realidad, y por eso la mayor parte de las descripciones de los lugares citados en nuestra obra, así como los datos aportados en la misma, son verídicos. No obstante, en ciertas ocasiones el hilo de la narración nos ha exigido algún que otro cambio en relación con estos lugares y datos que puede llegar a distorsionar, aunque solamente sea de manera muy leve, la realidad, histórica y del presente, pero deseamos hacer hincapié en que ello tiene en esta obra carácter excepcional.

Por lo mencionado en el anterior párrafo, cierto es que el lector puede con esta novela conocer cómo se desarrolló la batalla de las Navas de Tolosa, qué fue la herejía catara, qué ocurrió durante la Cruzada albigense o cómo es posible que la inexpugnable Constantinopla cayera tras ser sometida a un breve asedio. Pero, sin embargo, el objetivo principal de este libro no es enseñar historia, sino que, básicamente, como cualquier otra novela, pretende simple y llanamente entretener al lector.

Hemos considerado que es preciso destacar antes de iniciar la lectura de esta obra que todos los personajes de la familia Pertusa que aparecen en la misma son ficticios, excepto el caballero Juan de Pertusa, que combatió junto al rey de Aragón, Jaime I, durante la conquista de Valencia, personaje histórico que sirvió para inspirarnos a la hora de crear esta familia de mesnaderos de los monarcas aragoneses a lo largo de la Baja Edad Media. Debido a ello, todos y cada uno de los hechos relacionados con los miembros del clan Pertusa que aparecen en la novela son mera ficción y carecen de cualquier tipo de base histórica.

Por otro lado, debemos comentar también que todas y cada una de las costumbres, creencias, doctrina, rituales y ceremonial cátaros descritos en la obra son reales, del mismo modo que lo son el proceso judicial, las torturas, las penurias sufridas en prisión, las sentencias, las ejecuciones y las penitencias impuestas por la Inquisición que se incluyen en la narración, información que, en este caso concreto, se ha basado en el contenido recogido en documentos reales del siglo XV pertenecientes al Tribunal del Santo Oficio. No obstante, es preciso decir con respecto a la trama de la novela que transcurre en época actual que los hechos descritos en la misma en los que pueda existir algún tipo de relación con el estamento eclesiástico, a excepción hecha de la descripción propiamente dicha que existe en la obra en relación con la Fiesta Anual del Santo Cáliz, son mera invención.

EL GRIAL CÁTARO

Madrugada del miércoles 8 al jueves 9 de octubre de 2014

En la localidad de El Puig la noche se presenta oscura, a pesar de que hay luna llena, dado que el cielo se halla completamente cubierto de nubes. La madrugada es además fría, un húmedo viento de Levante provoca que cualquiera se quede congelado, la sensación térmica se sitúa incluso unos cuantos grados centígrados por debajo de la temperatura real, algo muy común en el litoral valenciano.

En las proximidades de las ruinas del castillo medieval del municipio, los primeros volúmenes de tierra de lo que es una excavación arqueológica aparecen amontonados en un recinto rudimentariamente vallado que acota la zona de trabajo donde se pretende desenterrar más pistas sobre lo que realmente ocurrió allí a mediados de agosto de 1237. En esta localización tuvo lugar un sangriento combate que enfrentó a dos ejércitos muy diferentes: las huestes de la Cruz contra los infieles musulmanes. El campo de batalla se llenó aquel día de cadáveres. Se trataba sobre todo de jinetes islámicos, el grueso de la caballería de la taifa de Valencia, que allí yacieron incluso con sus cabalgaduras.

Y otro muerto más se añadiría a los ya presentes. Éste tardaría en llegar, pero llegaría, concretamente setecientos setenta y siete años después. Y moriría exactamente en ese mismo lugar, aunque en pleno siglo XXI. Caería en la zanja, abierta por el equipo de arqueólogos del yacimiento, sin yelmo, cota de malla, ni espada. En su lugar una gorra, un uniforme, una porra y una pistola que de poco le servirían.

Un extraño en la noche viste un grueso abrigo claro. Se trata de un individuo de aproximadamente cincuenta años de edad, alto, de unos ciento ochenta y cinco centímetros, y de complexión robusta. Pasea sigilosamente por las afueras del pueblo, bien protegido del frío ¿No lleva demasiada ropa si tenemos presente que estamos en octubre? Refresca, pero tampoco es como para ir cubierto hasta los tobillos ¿Es un abrigo? No, más bien parece un manto o túnica, es más, casi podría afirmarse que se trata de una especie de hábito.

 

Mientras tanto, Félix se enciende un cigarrillo que acaba de liar.

−Me queda nada para acabar el turno −debe pensar−. Con lo ciego que voy paso de hacer otra ronda más, no me tengo en pie ¡Y me estoy meando! −estas dos últimas frases las pronuncia en voz alta.

Es entonces cuando se quita hasta el cinturón, lo deja por ahí tirado y se marcha hacia un montículo de tierra, lugar que no le queda demasiado lejos. Menos mal, pues su estado de embriaguez no le permite caminar demasiado. En esos momentos comienza a orinar para dar salida a las cervezas que todavía no ha evacuado. Tiene la boca seca después de tanto porro de marihuana y, en el fondo, es normal que haya bebido algo. En el estado en el que está no es de extrañar que no llegue a escuchar nada cuando alguien se le aproxima por la espalda y le corta la garganta con un afilado cuchillo. No obstante, antes de caer a la zanja ensangrentado y prácticamente sin vida este hombretón de más de cien kilos de peso aún tiene tiempo para aferrarse con fuerza a una de las mangas de la extraña indumentaria del asesino, la cual finalmente se desgarra y cae junto a Félix en su improvisada tumba. Un silencio sepulcral rodea la excavación y al municipio entero. Nadie ha reparado en lo que le ha pasado al desgraciado Félix ¡Era un buen día para dejar de fumar! Al menos podría haber evitado meterse en el cuerpo esos “cigarritos de la risa” que hacen que uno no esté en lo que tiene que estar.

Dan las cuatro y media de la mañana.

Javier Claramunt se despierta entonces. Se trata de un personaje atípico, alguien extremadamente reservado, muy celoso por guardar para sí no sólo cuestiones relacionadas con su vida privada, sino que, además, también incluso habla muy poco acerca de su trabajo con los que le rodean. Básicamente es una persona que, en condiciones normales, realiza poco o ningún uso de la dialéctica, excepto cuando debe de hablar en público por cuestiones relacionadas con su profesión, menester en el que entonces demuestra ser extremadamente resuelto.

Pero sin duda, el aspecto que más caracteriza a Javier Claramunt es ser un hombre feliz. Eso es lo que piensa todo el mundo y como él mismo afirma sentirse. Feliz porque se dedica a lo que ha sido su pasión desde niño. Es arqueólogo y a sus cuarenta y dos años acaba de iniciar el que puede ser el proyecto de su vida, una excavación que está desenterrando más pistas sobre la conocida como batalla de El Puig, un enfrentamiento bélico medieval cuyo desenlace resultaría decisivo a la hora de despejar el camino hacia la capital del reino de Valencia para los ejércitos del rey de Aragón, Jaime I.

Javier dedica cuerpo y alma a la historia y la arqueología, tanto es así que es soltero y no tiene demasiadas relaciones personales, a excepción de las estrictamente laborales, aunque incluso en estos casos trata siempre de no establecer vínculos demasiado estrechos con sus colegas. Admira profundamente a aquellos con los que comparte profesión, pero no a todos, solamente a los que, a su entender, contribuyen de manera decisiva a reconstruir nuestro pasado. Para Javier hay demasiados historiadores que se aferran a verdades consideradas como absolutas, que no admiten discusión, y que no están en absoluto dispuestos a mancharse las manos para escudriñar más en nuestro pasado y tratar de dar respuesta a múltiples cuestiones que aún quedan en el aire sobre los tiempos pretéritos. Por todo ello, Javier prácticamente ignora a la mayoría de los mortales que le rodean, y casi podría afirmarse que no es capaz de apreciar el trabajo desarrollado por los demás. Podría decirse de él que vive encerrado en su propio mundo, todo un universo de piedra, metales corroídos, trozos de vasijas, restos humanos, mucha tierra y polvo, bibliotecas y también libros, muchos libros de historia y arqueología, con los que, en la mayoría de ocasiones, se muestra no poco crítico. Y es que Javier, esbelto y apuesto, se halla inmerso cuasi constantemente en nuestro pasado, en un tiempo que le hace rememorar no sólo los acontecimientos históricos fundamentales del Medievo, sino que también incluso le conduce a evocar escenas cotidianas que debieron formar parte de la vida más mundana de personajes anónimos, tales como bien pudiera ser un sencillo campesino, un simple fraile o un minucioso cantero. A Javier, además, le interesa más saber todo lo posible acerca de aquellos hombres y mujeres que llevan ya muchos siglos muertos que conocer, aunque sólo sea mínimamente, a la gente que le rodea e incluso le aprecia, y no sólo por su trabajo, sino por sus valores humanos, pues aunque sea en lo más profundo de su ser, Javier, como el resto de las personas, también los posee.

Javier Claramunt, todo un personaje que sería diagnosticado por cualquier psicólogo de padecer fobia social, se levanta siempre al alba. Acto seguido se asea con extremada rapidez, básicamente se lava la cara, mal peina su espeso pelo rubio y se viste en un santiamén, siempre de manera informal. Todos los días elige para ello ropa limpia pero, sin embargo, solamente puede lucirla el tiempo que transcurre entre que sale de casa y se toma el primer café, momento en el que, frecuentemente, ya se ha manchado con su frugal desayuno express, lamparón que no tarda en ser adornado con otros más cuando al poco comienza a manipular sucias muestras de la excavación.

El rostro de Javier Claramunt es bastante lampiño pero a medida que avanza la semana se va poblando de una especie de barba de adolescente que parece como si fuera comiéndose sus grandes ojos azules, y la cual, además, únicamente se afeita los viernes por la mañana, independientemente de que su agenda, de la que no puede separarse jamás, le indique que debe acudir a un acto importante o de que sepa de cualquier otro motivo que merezca del máximo decoro. En definitiva, cuida poco su imagen, siempre anda desaliñado, lo que a buen seguro le facilita las cosas para que tan sólo transcurridos unos diez minutos desde que se despierta parta ya en coche hacia su puesto de trabajo en la excavación, lugar al que es el primero en llegar de todos sus compañeros, incluso antes que los peones.

Hoy, 9 de octubre, salta de la cama todavía más temprano que de costumbre, ya que ni tan siquiera ha amanecido. Porque Javier es así, puro nervio. Es un día especial, es festivo en la Comunidad Valenciana, se conmemora el día en el que el rey Jaime I el Conquistador entró triunfal en la ciudad del Turia en 1238, poniendo fin a cinco siglos de predominio musulmán en esta urbe. Por ello nadie acudirá hoy a la excavación, están todos disfrutando del día de asueto. Aunque Javier, que este día se encuentra radiante como consecuencia de los actos que se conmemoran, sí que asiste al lugar, para realizar personalmente una criba entre las muestras de tierra extraída durante las jornadas anteriores. Hoy trabajará, sin ningún genero de dudas, con suma tranquilidad. No tendrá que pelearse con nadie y nadie podrá fijarse en los típicos lamparones de su polo o su camiseta. Por el contrario, sí que podrá dedicar todo su tiempo a hacer lo que considere sin que constantemente alguien le interrumpa cada vez que, sumamente concentrado, se haya conseguido meter de lleno en el siglo XIII, que es a lo que se dedica su mente con mayor frecuencia.

Así, mientras buena parte de los valencianos en unas horas estarán viendo por televisión o en vivo y en directo el descenso de la real senyera desde el balcón del ayuntamiento de Valencia, por la cabeza de Javier pasa constantemente la imagen del pendón real de Aragón, aquel que se conserva en el Museo Histórico Municipal de la capital, supuestamente el mismo que los musulmanes que rindieron la ciudad ante Jaime I el día 28 del mes de septiembre de 1238, víspera de la festividad de San Miguel, colgaron, una vez fijados los términos de la capitulación, en la conocida como torre de Barbacazar, punto de la muralla, actualmente inexistente, que hoy en día ocupa la llamada iglesia del Temple.

Y no sólo eso, sino que su imaginación es capaz incluso de llevarle hasta agosto de 1237, al mismo lugar en el que ahora está excavando, para ver cómo el tío de Jaime I, Bernardo Guillermo de Entenza, conducía a la guarnición del castillo de El Puig hacia la victoria. Dicho enclave estratégico, El Puig de Santa Maria, se encuentra a tan solo quince kilómetros de Valencia y su pequeña fortaleza servía desde la primavera de aquel año 1237 como posición avanzada a partir de la cual una pequeña hueste de cien caballeros cristianos lanzaría razias por las alquerías moras de Valencia, con dos objetivos fundamentales: minar la moral de los musulmanes y amasar un buen botín. Mientras el tío del rey se dedicaba a estos menesteres, Jaime I empleaba casi todo su tiempo en reclutar al ejército necesario para llevar a cabo el asedio definitivo de la capital. Ahora bien, cien caballeros podían resultar ser tropa suficiente para realizar correrías por la huerta valenciana pero, sin embargo, esta hueste, aún teniendo en cuenta la presencia adicional en esta fortaleza de una guarnición de unos dos mil soldados cristianos de infantería, exigua se antojaba a la hora de defender su posición en el castillo de El Puig frente a un posible ataque organizado por el rico rey moro de Valencia, Zayyan. Y es más, la herida en el orgullo que para el rey Zayyan podía suponer esta incómoda presencia, prácticamente a las puertas de su palacio, así como la amenaza que para sus súbditos representaban las operaciones de castigo emprendidas por los caballeros cristianos, provocaron, finalmente, que el caudillo musulmán se jugara el todo por el todo y preparara un ataque sobre El Puig, muy consciente, además, de la ausencia de la mesnada real. Para ello lanzaría a lo más granado de su ejército, es decir, a su caballería ligera, constituida por seiscientos jinetes, y a unos once mil peones, contra los hombres comandados por Bernardo Guillermo de Entenza. Cierto era que los cristianos podían contar con la defensa que les proporcionaría la colina de El Puig, así como su castillo, pero la realidad hacía así mismo patente que las diferencias entre los dos ejércitos eran abismales en cuanto a número se refiere. Se podían contar aproximadamente seis guerreros moros por cada combatiente catalano-aragonés ¿Cómo pues pudieron las tropas dirigidas por el tío de Jaime I vencer a su enemigo? Javier Claramunt, gran admirador de la figura de Bernardo Guillermo, siempre que se le presentaba la oportunidad lo explicaba de la siguiente manera:

−Bernardo Guillermo de Entenza, en lugar de esperar con toda la guarnición del castillo de El Puig al abrigo de sus murallas, decidió sacar de allí a la mitad de su ejército antes de que llegara el enemigo. De esta forma, cuando las huestes procedentes de Valencia arribaron para iniciar el asedio creían que se enfrentaban a la totalidad del ejército cristiano, pero lo cierto es que la mitad de las tropas de Bernardo Guillermo se hallaban ocultas hasta que, llegado el momento, hicieron acto de presencia en el campo de batalla. Los musulmanes fueron entonces cogidos por sorpresa y el pánico no tardó en apoderarse de la mayoría de ellos, que rompieron pronto la formación y huyeron en desbandada al creer que Jaime I en persona acudía con un gran ejército a socorrer a los defensores del castillo. No obstante, como bien podemos imaginar, no se trataba del ejército del rey Jaime, sino de un puñado de jinetes junto a algunos infantes montados sobre mulas, que aparentaban ser una tropa de caballería mucho mayor de lo que realmente era. El resultado para Zayyan sería nefasto. Perdió la práctica totalidad de su caballería, motivo por el cual la Valencia musulmana estaba condenada a ser asediada por Jaime I ante la imposibilidad de emprender nuevas iniciativas militares extramuros de la ciudad. El camino, por lo tanto, quedaba abierto para que Jaime I conquistara Valencia.

Estos son los pensamientos que constantemente rondan la inquieta mente del arqueólogo Javier Claramunt. Con ello es capaz de subirse a su coche y recorrer la aproximadamente media hora que invierte en realizar el trayecto entre su apartamento, ubicado en el centro de Valencia, y la excavación, sin apenas darse cuenta de lo que ocurre a su alrededor, inmerso en su mundo de reyes, caballeros, castillos, batallas y demás que capturan perpetuamente su cerebro. De esta forma todas las mañanas que Javier acude a su puesto de trabajo entra con su coche en la autovía V-21 y aunque a su izquierda puede divisarse la cada vez más escasa huerta valenciana, con sus típicas alquerías y cultivos característicos, mientras que a su derecha los ojos de cualquiera se deleitarían contemplando la inmensidad del mar, para él nada de esto parece existir.

 

Aquel día tras su desplazamiento por carretera Javier entra en el recinto de la excavación, todavía inmerso en las fantasías medievales de su cabeza. Tan sólo son las seis de la mañana y, como de costumbre, su testa continúa fantaseando con estas historias del pasado. Sin embargo, de cuando en cuando nuestro arqueólogo presenta algún instante de lucidez, que si bien escasos, durante los mismos su alma consigue regresar a la época actual. De tal manera que nada más abrir la puerta del recinto de acceso restringido se queda extrañado de que el guarda no acuda a recibirle y le dedique su típico amable saludo matinal.

−¡Ah no! −piensa al poco Javier−. Hoy le tocaba el turno de noche “al otro” y como todavía no son las siete Julián aún no ha debido de relevarle. Este inútil debe de estar por ahí perdido, voy a la caseta a hacerme un café. No sé para qué lo han traído, es como si no estuviera. Le sería de más provecho quedarse en casa durmiendo que estar aquí toda la noche.

Javier entra entonces en una caseta prefabricada, donde tiene su despacho, dispuesto a preparar el desayuno, pero pronto cambia de opinión y sale de nuevo. No sabe porqué pero decide aproximarse a una de las zanjas de la excavación para echar un vistazo. Se acerca al lugar en cuestión pero continúa sin ver a Félix, el guardia de seguridad, por ninguna parte.

−¿Dónde se ha metido el tipo este? −se pregunta para sus adentros.

Sin embargo, lo que si aparece pronto es el cinturón del guardia, revólver incluido, sobre una caja de herramientas en la que los operarios de su equipo de arqueólogos tienen guardados sus utensilios de trabajo.

−¡Será estúpido el segurata este, pues no se deja por ahí tirada la dichosa pistolita! −exclama Javier en esos precisos instantes.

Pero el arqueólogo calla inmediatamente cuando descubre que ahí está Félix, o al menos lo que queda de él: un bonito cadáver con algo menos de sangre en su interior que un ser humano vivo. Al parecer el rojo y vital fluido que manaba de forma abundante por la herida de su cuello y por su boca ha sido absorbido por la tierra. Para Javier resulta evidente que Félix está muerto, ya que el amplio corte que presenta su garganta así parece confirmarlo.

Transcurre un tiempo incierto en el cual el director del yacimiento arqueológico de El Puig permanece inmóvil. Debe de haberse quedado bloqueado, no ya por sus habituales fantasías medievales, sino como consecuencia de la trágica experiencia que está viviendo. Por fin se retira unos pasos y realiza una llamada con su teléfono móvil. Minutos después llega al lugar del crimen la policía.

Mañana del viernes 10 de octubre de 2014

Día laborable, a pesar de que siendo viernes mucha gente ha hecho “puente” tras el jueves festivo.

En la prensa local y nacional destaca una noticia que hace que todos se pregunten: ¿ha asesinado un fraile a un pobre guardia de seguridad que vigilaba una excavación arqueológica? El asesino ha dañado además una losa medieval hallada en el lugar semanas antes ¿Por qué habrá matado al guardia de seguridad? ¿Qué ha llevado al “monje” a destruir las palabras grabadas en la piedra del siglo XV hallada por el equipo de arqueólogos? En el momento de ser descubierto el cadáver, la víctima portaba aún en la mano, como consecuencia del rigor mortis, la manga de un hábito blanco, posiblemente perteneciente a un monje mercedario, cuya orden monástica fue fundada en el siglo XIII con el objeto de redimir a los cristianos cautivos en tierras del islam. Los diarios también se hacen eco de la proximidad al lugar de los hechos del monasterio de frailes de la orden de la Merced en la localidad de El Puig.

Mañana del lunes 13 de octubre de 2014

Transcurren los días y nada esclarecedor se conoce del crimen ¿Qué ha podido llevar a un fraile a asesinar de una manera tan sádica a aquel pobre guardia? ¿Por qué además se dedica a dañar los hallazgos de la excavación arqueológica próxima al castillo y al monasterio de El Puig? Eso mismo precisamente tiene intrigado a Mario Tejedor, el sepulturero municipal de Massamagrell, localidad cercana a El Puig, a quien, curiosamente, a pesar de ejercer este oficio no le hace demasiada gracia que le llamen “enterrador”, dado que ha tenido que estudiar muchos años y ha trabajado muy duro para, antes de ejercer como funcionario en este puesto, llegar a ser arqueólogo.

−Parece que se dirijan a mí empleando el nombre de esa estrella estadounidense del Pressign Catch, The Undertaker −acostumbra a decir con mucho humor.

No obstante, Mario, a sus treinta y cinco años, trata de disfrutar de su trabajo, sobre todo cuando tiene que exhumar restos humanos, tarea a la que estaba acostumbrado cuando ejercía como arqueólogo. Pero las becas se acabaron y hubo que buscarse la vida. Y la oposición de sepulturero fue una buena opción para un tiempo de crisis y recortes. Mario es un tipo muy afable, con don de gentes, extremadamente educado y tranquilo, así como profundamente culto. Posee una estatura y peso medios, unos profundos ojos oscuros y uno no sabe a ciencia cierta cuál debe de ser su grado de calvicie, pues afeita constantemente su cabeza, al igual que su barba. Tanto es así que Mario, a diferencia de Javier, emplea cerca de una hora cada mañana para asearse antes de partir a desempeñar su trabajo, menester que realiza concienzudamente.

Sin embargo, Mario Tejedor no deja de tener otras inquietudes derivadas de su amplia formación intelectual. Persona curiosa por naturaleza, no duda un buen día, este lunes 13 de octubre de 2014, en encaminarse a la excavación de El Puig, pues con ello logrará satisfacer dos anhelos al mismo tiempo. Por un lado, si se lo permiten, podrá observar cómo prosperan los trabajos del equipo dirigido por Javier Claramunt. De otra parte, Mario no es malo a la hora de ayudar a reconstruir los hechos del pasado a partir de las pistas halladas en una excavación arqueológica, entre las cuales están incluidas las tumbas ¿Y por qué no, además, ayudar a esclarecer tan misterioso asesinato? Pero con lo que no cuenta Mario es que Javier Claramunt es un hueso duro de roer y, además, no le gusta nada el intrusismo.

−Mario Tejedor, sepulturero −se presenta ese día el “enterrador”, humilde como el solo, ante el director de la excavación de El Puig. Después añade que es también arqueólogo.

Mario conoce a la perfección el currículum de Javier Claramunt, trata de estar al día en todos esos asuntos, y aunque no tarda en detectar la falta de interés de su colega, es mayor el deseo por conocer más sobre el apasionante mundo de la historia y la arqueología que la vergüenza por meterse uno donde no le llaman. Javier, aún desconfiando y con más ganas de enviar a “freír espárragos” a Mario que de cualquier otra cosa, accede, sin embargo, a mantener una conversación con él, aunque solamente sea en la puerta del recinto. Es, al igual que Mario, sumamente educado, aunque, en ocasiones, puede llegar a resultar antipático. En cualquier caso, espera que pronto esa especie de friki se dé por vencido y al no obtener mucha más información se dé la vuelta y se marche por donde ha entrado. No obstante, aunque no lo parezca y en ciertos aspectos sean como la noche y el día, ambos tienen mucho en común y, a pesar de las reticencias de Javier, éste no tardará en conectar intelectualmente con el sepulturero. Verdad es que Mario puede parecer en principio un pedante entrometido, pero no es menos cierto que la tranquilidad que este chico rezuma por todos los poros de su piel, su bondad, su profundo interés cultural, así como sus amplios conocimientos en historia y arqueología provocan que Javier, aunque ni para sus adentros quiera reconocerlo, tarde poco tiempo en caer rendido a sus pies. En un instante pasa de hablar en un tono malsonante e incómodo con su colega sobre cómo resultó ser la experiencia del hallazgo de la primera pieza importante de la excavación, a invitarle a visitar un día el monasterio de El Puig. No obstante, a pesar de ello, Javier continúa tratando de mantener las distancias con Mario, al tiempo que intenta salvar las apariencias, motivo por el cual, con todo, no deja de resultar todavía un punto antipático.

Y es en estas condiciones los dos continúan conversando sobre el asesinato, la batalla del siglo XIII que allí mismo tuvo lugar, Jaime I el Conquistador y un sinfín de temas que les inquietan. La tertulia a las puertas del vallado de la excavación está resultando ser de sumo interés para Javier. Si a esto le añadimos que lleva levantado ya más de cinco horas y que su habitual dolor de espalda últimamente le está matando, es fácil entender porqué decide finalmente proponer a Mario dar un paseo hasta el monasterio e iniciar inmediatamente la visita, por supuesto, sin dejar ni un segundo de dialogar los dos.

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