Buch lesen: «23 cuentos para no dormir»

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Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

Fotografías: Amanda Watt

ISBN: 978-84-1386-840-0

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DEDICATORIA

Este es mi primer libro y está dedicado, con todo mi Ser, a mi Madre, porque con ella he aprendido que el Amor es el Fin y que también es el Camino.

PRÓLOGO

¿Qué tienen en común un violinista y un espetero? ¿Una estudiante de español alemana, un médico y dos practicantes de yoga? ¿O un ciego, un sordo y una pareja de ancianos franceses? Emociones. Sentimientos. Sexo y Erotismo. Porque son como tú y como yo, no miden 90-60-90 ni tienen una tableta de chocolate como barriga, pero sí viven situaciones excitantes que te pondrán a mil por hora.

Estos personajes, y muchos más, son los que vas a encontrar en estos 23 cuentos. Ellos son los que se te van a meter en la piel, en el corazón, en la cabeza y en las partes bajas, y no te van a dejar dormir sin que tu mano baje por tu pijama… Porque el erotismo está en todas partes. Solo hay que sentirlo y dejar que penetre en todo tu Ser.

CUENTO NÚMERO 23:

NAMASTÉ

No era la primera vez que iba a la clase de yoga, pero sí era la primera vez que aquella chica se unía al grupo. La había visto varias veces, cuando pasaba hacia la sala donde hacían la práctica, en medio de las máquinas del gimnasio. Sin querer, la había juzgado. En su archivador mental la había clasificado como «pija repelente» solo por su apariencia. Era rubia, de mechas tan perfectas que parecían naturales. La piel bronceada, no de solárium, sino de largas tardes al sol con cremas caras que le protegerían la piel hasta convertirla en sedosa al tacto y a la vista. El cuerpo perfecto, acentuado por unos leggins negros hasta la rodilla que solía llevar, y siempre una camiseta fluorescente en la parte de arriba. A veces verde, a veces naranja, y Ana, que siempre había odiado esos colores, no podía evitar sentirse fascinada por ellos cuando los vestía esa chica.

Cada lunes, miércoles y viernes pasaba su lado, la veía sudar y podía incluso percibir un poquito de su olor… «Las pijas huelen bien hasta cuando sudan», se dijo a sí misma con un pelín, (grande) de envidia. Luego, seguía hacia la sala. Ella iba con los pantalones bombachos y una camiseta de tirantes, la esterilla bajo un brazo y la mochila de Greenpeace en el otro.

Hasta que, una tarde, la pija decidió unirse a la clase. Hicieron la ronda de presentaciones, porque había un par de chicos nuevos también, y así supo que se llamaba Marta y que había decidido probar el yoga porque sentía que le hacía falta estirar los músculos. Casualmente, le tocó a Ana tenerla delante. Así pudo observar la espalda, el cuello y las piernas de Marta sin ser vista. A Ana siempre le habían gustado las mujeres, pero nunca le habían gustado las pijas. Es más, sentía una especie de agudo rechazo hacia ellas y nunca había conocido a una lo suficiente como para dejar atrás ese juicio.

Hicieron las asanas y, en cada una de ellas, Ana no podía evitar estar pendiente de Marta. Para ser la primera vez que hacía yoga, no se le daba muy mal. Pero, aparte de la técnica, lo que Ana veía era un cuerpo que quería hacer suyo. Sentía que quería acariciar esa piel morena y aterciopelada, quería lamer ese cuello que se veía descubierto gracias a que el pelo estaba recogido en una coleta, quería soltarle el moño (nunca mejor dicho) y hacerla disfrutar como nunca nadie lo había hecho.

«Difícil lo tengo, esta es hetero seguro», pensó Ana.

Terminó la clase, dieron las gracias con las manos en Namasté y, al salir, Marta le cedió el paso a Ana, porque la puerta era un poco estrecha. «Gracias», musitó Ana rozándole el brazo sin querer, pues era inevitable el contacto. La sonrisa de Marta, que le reveló unos dientes blancos perfectos, unida a ese leve roce de pieles, la hizo estremecer.

Todo el fin de semana, Ana estuvo pensando en Marta. Se imaginaba practicando posturas con ella, pero no precisamente de yoga. Se imaginaba besándola y acariciándola, utilizando sus juguetitos con ella y estallando las dos a la vez en un grito de placer.

Llegó el lunes y Marta volvió a la clase. Y el miércoles, y también el siguiente viernes. Ana no buscaba estar a su lado en las clases, pero, por h o por b, siempre acababan juntas. La ley de la atracción, sonreía Ana al pensarlo. Y siempre el mismo roce al acabar la clase, las miradas cada vez más directas, las sonrisas ya cada vez menos tímidas. Ana deseaba, cada vez más, que pasara rápido el fin de semana para que llegara el lunes.

Y llegó. Con sorpresa incluida. Aquel día, de nuevo, habían coincidido en las esterillas una al lado de la otra. Entonces, el profesor anunció que ese día probarían el yoga en parejas, por lo que pidió que se pusieran frente a frente con la persona que tenían al lado. Ana estaba flipando, no podía creerse su suerte. Le tocaba, por supuesto, Marta. Empezaron a hacer las posturas sentadas, con las piernas abiertas, pies con pies y las manos cogidas, viniendo una hacia la otra en movimientos rítmicos. Ana tenía mucha elasticidad y, al doblar su espalda, casi rozaba la entrepierna de Marta. Al volver, Marta no llegaba, pero se agarraban de las manos y Ana la sujetaba, sintiendo que quería que ese contacto con ella no acabara nunca. Se miraban y reían, como la mayor parte de las parejas de la sala, aunque para Ana estaban solas, no había nadie más en esos momentos, ni en la sala ni en el planeta.

Después practicaron de espaldas. La una apoyada en la otra. Tan distintas y, a la vez, tan iguales. Como dos caras de la misma moneda. Ana de piel blanca, el pelo naranja natural, muy irlandés, y las pequitas cubriendo sus mofletes y dándole una apariencia de niña-bruja que encandilaba a todo el mundo. Sin maquillar, los labios carnosos, la mirada envuelta en unos ojos verde gato que no daban miedo, pero que hipnotizaban aunque ella no quisiera. Y es que Ana, casi toda su Vida, había vivido en su fantasía. Sus relaciones habían sido pocas porque siempre se quedaba ahí, en la antesala del deseo, donde nada pasaba pero tampoco nada la hería.

El final de la clase, esta vez, fue con las parejas sentadas frente a frente, manos en el corazón en posición de Namasté, los ojos cerrados y el canto del «Om» al unísono. Al terminar, Ana y Marta se quedaron mirándose. Al principio sin hacer nada y luego esbozando, juntas, una sonrisa con mirada de espejo que a Ana le reflejó un deseo mutuo. «Imaginaciones mías», pensó enseguida.

Esta vez, la salida de la sala también fue distinta. Mientras enrollaban la esterilla, Marta le dijo a Ana:

—Que guay la clase de hoy, ¿no?

—Sííí, ¡me ha encantado! —Los ojos verdes de Ana chisporroteaban por la emoción de aquella inesperada charla.

—Me encantaría poder practicar un poco fuera de la clase… Todavía no conozco bien las posturas y a veces me siento torpe. A ti, en cambio, se te da muy bien —dijo Marta, con sus enormes ojos castaños, almendrados, mirando a Ana.

Ana no se lo pensó. Recogió el testigo y contestó:

—Bueno… Llevo años haciendo yoga, así que… si quieres, podemos vernos algún día fuera de clase y practicamos juntas. ¿Qué te parece?

—Me parece genial —dijo Marta—. ¿Me das tu WhatsApp ahora a la salida?

—Claro —dijo Ana.

Se intercambiaron los WhatsApp y Marta le dijo:

—Pues te doy un toque si eso este finde, ¿te parece?

—¡Claro! Cuando quieras.

A Ana le encantaba eso de no tener que hacerse la ocupada, como cuando escuchaba hablar a sus amigas de las relaciones con los chicos y pensaba que, en un mundo así, ella no encajaría. Lo que le gustaba del mundo lésbico era que se entendían mucho mejor. Hablar de emociones y de sentimientos no estaba prohibido, tener que explicar los cambios hormonales era tan fácil como lavarse los dientes y ser auténtica, también.

Así que, cuando recibió el mensaje el sábado por la mañana, no tardó en contestar para quedar con Marta. Al día siguiente, domingo, quedaron para ir a pasear por una ruta corta en la montaña que estaba cerca de la ciudad y luego harían yoga en casa de Marta. Ella tenía un jardín, según le dijo, que era el lugar ideal para hacerlo. El vocabulario de Marta había dejado de molestarle, y palabras como ideal, supermegaguay o ese acortar los nombres propios (el profesor de yoga, Gonzalo, siempre sería Gonza para Marta), también.

Hicieron la ruta mientras se contaban un poco de sus vidas. Los padres de Marta estaban separados y ella trabajaba en un bufete de abogados (amigos de papá) como secretaria desde hacía poco más de un año. Ana estudiaba Bellas Artes, vivía con 2 amigas más en un piso cerca de la facultad y algunos fines de semana trabajaba en la barra de un garito alternativo donde hacían exposiciones y conciertos. Sus vidas eran muy diferentes y, sin embargo, se sentían muy cómodas la una con la otra.

Subieron una cuesta. Marta estaba muy en forma y acostumbrada a hacer ejercicios de cardio. Ana no se ahogaba porque controlaba bien las respiraciones, pero aun así se detuvo un par de veces. A la tercera, Marta le tendió la mano.

—Venga, te ayudo —le dijo. Ana se la cogió y siguieron de la mano todo el trayecto.

Ana no quería hacerse ilusiones, pero tampoco le parecía normal que una hetero (había supuesto que lo era) se le colgara así de la mano. Le daba miedo dar un paso en falso. Además, Marta tenía una personalidad fuerte, por lo que no le cabía la menor duda de que su mejor opción era dejarse llevar.

Bajaron de la montaña y se fueron para la casa de Marta. Vivía en una casa propiedad de sus padres, con un jardín pequeñito pero muy coqueto. Ana había llevado las esterillas y las puso una al lado de la otra.

—¿Quieres que empecemos ya?

—Vale —dijo Marta—. Hacemos un poquito y luego comemos algo, ¿te parece?

—Genial —contestó Ana—. ¿Empezamos con un saludo al Sol?

—¡Venga!

Se pusieron al principio de las esterillas. Ana guiaba las posturas porque se las sabía muy bien, Marta le seguía. La temperatura era muy agradable, pues era uno de esos días de primavera en los que el invierno va quedando atrás pero aún no hace demasiado calor. Hicieron un par de rondas y, entonces, Marta propuso:

—¿Te gustaría que ensayáramos las posturas en pareja, como en la última clase? —La mirada con la que acompañó esta frase era bastante intensa y Ana se quedó un poco bloqueada. ¿Se le estaba insinuando o eran imaginaciones suyas?

—Eh, sí, claro. Las de suelo, ¿no?

—Sí, esas. Me conviene mejorar mi elasticidad.

—Vale —dijo Ana.

Se sentaron frente a frente, de nuevo con las piernas abiertas, apoyadas la una en la otra en los pies, las manos cogidas por los antebrazos, la respiración agitada. Marta se echó para atrás y empujó a Ana hacia ella. Ana era muy flexible y metía prácticamente su cabeza entre las piernas de Marta. Lentamente, cambiaron. Ahora Ana la empujaba y, aunque Marta no llegaba tanto, casi llegaba también a tocarle su sexo. En ese momento, levantó la mirada y se encontró con la de Ana. Chispas.

Continuaron. Esta vez, cuando le tocó a Ana aproximarse, notó cómo Marta la atraía un poco más hacia su sexo hasta casi rozarlo. Debían sostener la postura durante unos segundos y Marta empezó a respirar de manera muy sonora, exhalando con un gemido. Ana iba sintiéndose más y más excitada, cada vez más desconcentrada. Acabaron la asana y le tocó a Marta inclinarse. Cuando iba a medio camino subió la cabeza y le dijo:

—Empiezo a tener un poco de hambre… No me importaría comerte un poquito —dijo con sus ojos castaños fijos en los gatunos. Sin pestañear, desafiante y sin miedo. Burlones, como su media sonrisa insinuante.

Ana flipaba. La seguridad de las pijas, que siempre le había molestado, ahora le parecía alucinante. Ese «el mundo es mío porque yo lo valgo», ahora jugaba a su favor. En la partida de póker, ella tenía los 4 ases. No dudó mucho, su respuesta salió inmediata.

—Pues hazlo.

Se lo dijo sosteniendo la mirada, con nervios pero sin miedo. «Alternativa versus pijus», pensó Ana con una sonrisa.

Marta se inclinó y, con los dientes, mordió suavemente el coño de Ana por encima de la tela del pantalón. Las manos de ambas pasaron de agarrarse por los antebrazos a entrelazar los dedos con fuerza. Ana veía la coleta rubia de Marta subir, dando pequeños y suaves mordiscos que fueron desde su coño hasta sus pechos. Cuando llegó a la altura de la garganta, cambió para acariciarla con la nariz. Rozaba la punta absorbiendo su olor y le recorrió todo el cuello, suavemente, solo con esa parte del rostro. Cuando llegó a los labios, sacó la punta de la lengua y con su humedad caliente le recorrió las líneas que formaban su boca. Ana gemía y suspiraba quedadamente. En susurros, empezó a decir:

—Me encanta, me encantas… No pares, por favor…

—Shhhhhh. —Marta le puso un dedo en los labios para hacerla callar. Ana, sacando la lengua, atrapó el dedo y se lo llevó a la boca.

Empezó a acariciarle el pelo a Marta y, suavemente, le soltó la coleta. Ese gesto de querer verla libre la incitó a acariciarle el rostro por completo, bajar por su cuello con las manos, tocar sus brazos. Ambas se acariciaban con lentitud, como si fueran un espejo la una de la otra, leyéndose con la mirada y trazando el camino con gemidos. Se acariciaron las piernas, los pies. Ana utilizó su flexibilidad para inclinarse hacia el pie derecho de Ana y, mirándola, meterse el pulgar en su boca. Le excitaban esas uñas pintadas de color dorado que hacían que Marta, a sus ojos, fuese lo más parecido a una diosa. Subió con la boca por el tobillo, la rodilla… Ahora era ella la que mordisqueaba por encima de la ropa sus ingles y, cuando llegó a la cintura, mordió el elástico de los leggins haciendo que bajaran por un lado, mientras con la mano ayudaba a que descendieran por el otro. La piel morena de Marta resaltaba aún más con las braguitas brasileñas de encaje fino que le tapaban un coño que se adivinaba depilado y que Ana estaba deseando probar. Con la lengua volvió a las ingles y la metió un poquito por debajo del tanga, buscando los labios que sentía también palpitantes de deseo. Mordiendo el lateral las bajó, como había hecho antes con los leggins… Y ya no pudo esperar más. Se lanzó a lamer aquel manjar de los Dioses, aquel clítoris que la llamaba con latidos y que crecía mientras lo acariciaba con su lengua. Marta se recostaba para atrás, apoyada en los codos y con la cabeza mirando al cielo, tocándolo aunque sus manos estaban en la cabeza de Ana.

Esta se levantó para seguir recorriéndole el vientre, subirle la camiseta para tener su cuerpo desnudo frente a ella. La piel morena de Marta contrastaba con el pelo naranja de Ana y con su piel de nieve, creando un hermoso yin-yang. Ana seguía dibujando con los labios los surcos de Marta, hasta que llegó a los pezones y los lamió suavemente, mordisqueándolos también de manera muy suave, mientras con sus manos seguía acariciando el cuerpo de Marta. Sus bocas se buscaron, sus lenguas se entrelazaron con pasión mientras las dos recorrían sus cuerpos y llegaban, a la vez, al coño de la otra. Ana se quitó los pantalones sin dejar de besar a Marta, mientras esta la ayudaba a deshacerse de la camiseta, mojada por el sudor y la excitación.

—Espera —dijo Ana—. Vamos a hacer el amor con un toque de tantra. Voy a llevar tu energía al corazón.

Y, diciendo esto, se mojó los dedos y empezó a acariciar el coñito de Marta con ellos, empapándose de los jugos que lo humedecían de manera continua. Con la mano extendida, sin separarla de la piel, la llevaba al pecho, como si fuera un masaje y quisiera llevar una parte del coño al corazón. Presionaba suavemente todo el recorrido, deteniéndose un poquito más en el clítoris.

—No puedo más, Ana… Me voy a correr en segundos… —dijo Marta en un susurro.

Ana decidió entonces incrementar su placer. Cuando jugaba con ella misma tenía orgasmos bestiales al acariciarse el punto G y quiso explorar también el de Marta. Sin dejar de besarla, le introdujo los dedos en la vagina en forma de gancho. Palpando suavemente, sentía crecer el placer en Marta. Separaron sus bocas hasta dejarlas a unos centímetros de distancia, mientras los ojos de ambas, brillantes y entrecerrados, se sostenían la mirada. Marta empezó a acariciarse el clítoris con los dedos de Ana aún en la vagina, hasta que estalló en un orgasmo apoteósico, un grito que salió de lo más profundo de su cuerpo. Se estremeció, se sacudió, cerró las piernas dejando la mano de Ana atrapada en ellas. Las caras juntas, apoyadas la una en la otra. Marta descansando y Ana sosteniendo. Sin hablar, se separaron lentamente, sonriendo.

Marta empujó suavemente a Ana hacia atrás y empezó a acariciarle todo el cuerpo.

—Ahora la energía te la voy a subir yo —le dijo.

Empezó por los pies, los dos a la vez, subiendo por las rodillas y metiéndose en los muslos.

—Pero que coñito más rico —murmuró.

Y es que el sexo de Ana era como un pastelito de cabello de ángel, con el vello rizado de color naranja y reflejos dorados formando un triángulo de Venus de Botticelli. Apetecible al máximo. Marta se inclinó y, con la lengua, empezó a acariciar los labios, abriéndolos con sus dedos. Localizó el clítoris y lo recorrió suavemente, sabiendo que lo hacía bien por los gemidos de Ana, que abría las piernas dejándose llevar cada vez más. La espalda arqueada facilitaba que Marta le tocara las nalgas y las caderas, mientras seguía con su trabajo bucal. Hasta que, al cabo de poco, los gemidos se convirtieron en gritos y luego en un potente aullido.

—Me corro, Marta, me corrooo.

Ante esa declaración, Marta no paró, sino que incrementó el ritmo de su lengua, notando en ella los espasmos que el sexo de Ana estaba sintiendo. El último alarido que salió de la garganta de Ana dejó latente la explosión de placer en la que se veía inmersa. Esta vez fue ella la que se dejó caer, exhausta, en la esterilla, los brazos abiertos mirando al cielo, los ojos cerrados mirando hacia dentro.

Marta subió hasta ponerse a su lado y se tendió en su esterilla. Sus manos se buscaron, sus dedos, que ya sabían el camino, se entrelazaron. Sus rostros se volvieron, buscándose la mirada. Se quedaron así unos segundos y luego, al mismo tiempo, como si lo hubieran ensayado, las dos dijeron: «Namasté» al unísono.

Y su sonrisa, convertida en risa y luego en carcajada, inundó el pequeño jardín convertido en Edén de placeres terrenales.

CUENTO NÚMERO 22:

VIVAN LOS NOVIOS

Me invitaron a una boda en el Cabo de Gata que prometía ser, cuando menos, sorprendente… Aunque yo, en ese momento, no me imaginaba cuánto. Sería en octubre, en un castillo al lado de una playa muy conocida, mitad nudista mitad como se quisiera, porque en esa zona de España el naturismo prevalecía. Solo por eso accedí a ir, agradeciendo además el poder acompañar en ese día tan especial a una de mis amigas más queridas de la infancia.

Me cogí una habitación cerca de una calita a la que iban los barcos a faenar desde bien temprano para pasar allí todo el fin de semana. La boda sería el sábado, pero yo me había ido el viernes al salir de trabajar y pensaba volver el domingo lo más tarde posible, incluso teniendo en cuenta que al otro día trabajaba. En esos momentos estaba al cuidado de una señora mayor muy enrollada, Angustias, que, al pedirle el fin de semana libre, me dijo que no fuera como su nombre y que disfrutara todo lo que pudiera. Así que metí en el maletero de mi Clio la bolsa de playa (imprescindible), la neverita para mis picnic, un libro y una pequeña bolsa de viaje en la que iban el vestido para la boda, los zapatos, un par de camisetas, unos pantalones, la bolsa de aseo, la toalla y el bikini. Cuando lo tuve todo listo, me encaminé rumbo a Almería. Yo había estado un par de veces, pues viviendo en Málaga me pillaba relativamente cerca, pero el Cabo está lleno de rincones paradisíacos escondidos que te van sorprendiendo y que nunca terminas de conocer.

A medio camino paré en un área multiservicios llena de camiones (de sobra es conocida esta referencia en el mundo de los viajeros), lo cual denotaba que era un buen sitio. Yo solo quería un café, me había hecho unos bocatas estupendos para el camino y estaba deseando zamparme uno. Así que detuve el coche en el parking, salí a estirarme un poquito y, después de echar una ojeada, volví a sentarme en el coche con la puerta abierta, bocata en una mano y libro en la otra. Hacía un sol estupendo. En Andalucía estamos de verano casi hasta Navidad, y ese año no era la excepción. Entré a tomarme un café sin el libro, porque no quería perderme la realidad de lo que pasaba a mi alrededor. Un parque infantil al lado de la cafetería, vigilada por los cristales que daban a las mesas en las que se sentaban las familias que estaban acabando de comer, varios camioneros en mesas individuales terminaban su menú y, en la barra, otros tantos trabajadores de una obra cercana tomaban café. Yo elegí una mesita estratégicamente apartada, desde la que podía observar la mayor parte del local, para saborear el café. Ese día no había nada que llamara particularmente mi atención, ningún chico guapo ni tampoco nadie interesante, así que, cuando terminé, volví a emprender el camino rumbo a ese mar que me esperaba.

Encontré el hostal fácilmente, maravillas de la tecnología que, con voz autómata, me llevó hasta la puerta. Todavía podía aprovechar la tarde para dar una vuelta por la playa, pues, aunque eran las seis, el sol estaba alto. Además, no quería molestar a mi amiga, que debía estar ocupadísima con todas las tareas de la boda. Dejé la bolsa de viaje y coloqué el bikini, el libro y la toalla en la cesta de playa, encaminándome hacia allí. No había mucha gente y, atravesando la primera calita, llegué a otra prácticamente desierta, poblada solo con una parejita de gais que hacían nudismo. Así que esa fue la elegida. Puse mi manta-pareo en la arena, me quité la ropa y me tendí, dejando que el sol acariciara y llenara todo mi cuerpo. Los gais estaban detrás mío y a su rollo. A mí me gustaba abrir las piernas y sentir el calor en mis labios inferiores, incluso, a veces, había tenido fantasías pensando que, igual que en la mitología griega los dioses se transformaban en animales o cosas para poseer a las mujeres que les atraían, al dios Sol que tenía enfrente de repente le salía una polla y me follaba viva ahí en la playa, sin compasión. Con los ojos cerrados imaginé la situación. Casi podía sentir el tacto de una suave piel de polla por mis muslos, cuando, de repente, empezó a sonar un violín. Yo abrí los ojos alucinada, pues pensaba que se trataba de otra de mis fantasías. Pero no. Al lado de la orilla había un chico desnudo, con un cuerpazo tremendo, tocando el violín.

«Esto no está pasando», pensé.

Me incorporé y me quedé sentada. El chico miraba al mar y yo veía un culo perfecto de piel morena, lo cual lo delataba como un visitante asiduo de las playas nudistas. Estaba flipando. Su música era envolvente, su silueta, en contraposición con el mar, era un cuadro que la Vida me había puesto ahí de repente para que yo (y los gais, que estaban flipando aún más que yo) lo disfrutáramos.

El concierto llevaba ya 15 minutos y la piel me abrasaba, así que decidí meterme en el agua y, ya de paso, ver la cara del violinista marino. En ese momento estaba tocando el Bolero de Ravel, llevaba gafas de sol, un poco de pelito en el pecho, en las piernas y en su sexo. No me detuve mucho en mirarle porque me daba corte, pero sí que creí que, por unos instantes, nuestras miradas se cruzaron, aunque no pude verle los ojos. Sonreí y me metí en el agua despacio, aunque enseguida di un saltito y, tipo sirena, me metí entera. Me encantaba la sensación del agua en todo mi cuerpo, me movía nadando y me miraba los pezones duros por el frío…

Salí y él seguía tocando. Me tendí en mi manta de playa y entonces la música cesó. El violinista debía estar pasando mucho calor, pues, dejando su violín en la toalla que había a su lado, corrió hacia el agua y se metió de lleno en cuestión de segundos. «Este no se piensa las cosas», pensé. Yo tenía la teoría de que según cómo las personas nos metemos en las piscinas y en el mar así somos en la Vida. Y, por lo que veía, este chico era bastante lanzado.

Me puse a leer y, cuando salió del agua, lo observé, porque esta vez era yo la que llevaba las gafas de sol. Era bastante delgado, de altura mediana, pude fijarme en que tenía una buena polla, ya que, a pesar del cambio de temperatura al salir del agua, su tamaño era bastante bueno… Otra cosa es que supiera usarla, pensé con malicia.

El violinista se tendió en la toalla y yo empecé a recoger para irme. Al otro día era la boda y quería dar una vuelta por la zona antes de meterme en el hostal. Subí el caminito de rocas y, cuando llegué arriba, me volví para mirar al chico del violín. Él, a pesar de las gafas de sol, también parecía mirarme.

Llegué al hostal, me duché y me fui a dar una vuelta por la zona. Al lado de donde estaba había un pueblo llamado Guadalquilar, con varias pinturas en las paredes que me habían llamado la atención y tiendas de artesanía. Sin embargo, había poco ambiente. Después de tomarme un vino con una tapa en una de las terrazas, volví al hostal.

Al otro día me atavié con un vestido parecido al de Marilyn en Con faldas y a lo loco, pero en versión rojo pasión. La verdad, me quedaba superbién. Además, era muy cómodo y más o menos pegaba con las zapatillas, porque para llegar al castillo había que atravesar un camino de rocas (justo el que había transitado el día anterior) y con tacones era imposible. Como dije al principio de la historia, la boda era, como mínimo, sorprendente. Entre el sitio donde dejábamos los coches y el castillo había una distancia bastante considerable. Una chica que pertenecía a la organización del evento repartía sombreros para los caballeros y sombrillas tipo japonesas para las damas, ya que el calor que hacía, a pesar de ser octubre, era digno del mismo julio.

El desfile de invitados también era muy peculiar. Damas emperifolladas con pamelas, vestidos brillantes de tejidos de raso con amplios escotes y, para terminar, zapatillas de deporte. Niñas que odiarían a sus madres cuando volvieran a ver las fotos de esa boda: medias calcetines azules, moños por doquier y tirabuzones de peluquería que habrían sido un martirio para las pobres criaturas.

Me encontré a un par de parejas amigas y subimos juntos hasta el castillo, donde nos esperaba un cocktail fabuloso. Camareros y camareras que servían deliciosos canapés en bandejitas plateadas decoradas con flores, copas de champán y vinos rosados. De fondo, una música de violín. Miré hacia el escenario y vi a un chico vestido con una camisa roja, pantalón negro y corbata también negra. Zapatos de deporte rojos y negros, perfectamente conjuntados y, como colofón, el violín que parecía formar parte de él. Era el mismo chico que el día anterior me/nos había ofrecido un concierto particular. Nos miramos y sonrió. A la siguiente canción, tocó el Bolero de Ravel, mirándome de nuevo. Yo tenía una copa de champán en una mano y un canapé en la otra. Mi vestido rojo ondeaba un poco con la brisa y parecía bailar con su música. Observé la armonía del momento, el improvisado baile de elementos en el que todo parecía estar perfectamente sincronizado. Su ropa, los colores comunes. Su música, el viento, mi vestido. Su mirada y su sonrisa buscando la mía.

Llegaron los novios y, por supuesto, la melodía acompañante fue la Marcha Nupcial. Después del momento de alegría y de los vítores de «Vivan los novios», pusieron música de fondo y el violinista se tomó un descanso. Cogió una copa de champán y vino hacia mí.

—¿Qué tal? ¿Te está gustando la fiesta?

—Sí, está genial, sobre todo la música —le dije sonriendo.

—Por lo menos aquí no hace tanto sol… —dijo él guiñándome un ojo con complicidad.

—Cierto, cierto —correspondí yo con otra sonrisa.

—Bueno, tengo que volver al trabajo… Nos vemos por aquí, ¿vale?

—Sí, sí, creo que me quedaré un buen rato… —contesté sin dejarle de sonreír.

Me hacía gracia la situación y me hacía gracia él. No era terriblemente guapo, pero sí tenía ese no sé qué que me atraía y que por eso no podía dejar de mirarlo. Un aire de niño travieso, un toque de despistado, otro de divertido y un mucho de artista formaban un compendio que, sin ser mi tipo, sí me hacía desear volver a estar con él cerca y a solas.

La fiesta siguió. Estaba con un grupito de gente cuando le vi, de nuevo, mirándome desde una esquina del escenario. La noche ya estaba avanzada, la euforia contagiada y la libido (creo que de todo el mundo), subida. Nuestras miradas cruzadas se quedaron ahí, colgadas una de la otra, hasta que yo musité un «disculpad» al grupo y me fui al baño. Con una mirada le invité a seguirme y él, aceptando la invitación, vino detrás. Para llegar al baño había que recorrer un pasillo ancho, normalmente bastante transitado, que luego se dividía en derecha o izquierda según el sexo: mujeres a la izquierda, hombres a la derecha.