Aventuras en la edad de la madurez

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Aventuras en la edad de la madurez
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CLARA CORIA

AVENTURAS EN LA EDAD

DE LA MADUREZ

Un desafío femenino

ANDROGINIAS 21


Dedico este libro a quienes eligen seguir transitando aventuras, decididas/os a invertir energías para inventarse proyectos disfrutable.

Créditos

Título original:

Aventuras en la edad de la madurez - Un desafío femenino

© Clara Coria, 2016

1ª edición, 2016

2ª edición, 2020

© De esta edición: Pensódromo 21, 2020

Diseño de cubierta:

Cristina Martínez Balmaseda - Pensódromo

Editor: Henry Odell

e–mail: p21@pensodromo.com

ISBN print: 978-84-122077-5-0

ISBN ebook: 978-84-122077-6-7

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Índice

1  A modo de introducción

2 Capítulo 1 La edad de la madurez: una gran aventura con cambios posiblesLa edad de la madurez y sus posibles aperturasLa aventura de la madurez ofrece la posibilidad de un «segundo tomo»Algunos obstáculos que dificultan transitar con satisfacción el «segundo tomo»

3 Capítulo 2 Sobreadaptación y aventura: un conflicto a resolverDescorriendo velosSobreadaptación como destinoOrigen, objetivo y costos de las diversas adaptacionesCuando se hace de la necesidad virtudLa sobreadaptación naturalizada: «El silencio es salud»La sobreadaptación construye vacíos y esos vacíos instalan soledadesLa sobreadaptación acumula «facturas» que alimentan hartazgosDe cara al sol

4 Capítulo 3 La aventura de «pasar la posta»Un final de escenaPasar la postaEl «otro» corte del cordón umbilicalPosesiones supuestamente «inalienables»Revisar el contrato juvenilBarajar y dar de nuevo

5 Capítulo 4 Una aventura de novela«Me quedé sola con mi marido»Nuevos futuros¿De qué está vacío el «nido vacío»?Un «vacío» que no es pérdida sino disponibilidadLa aventura de abordar el «cara a cara»Una novedad anunciada pero descreída: todo cambia¿Se cayó la estantería?Las estrategias circulares son un eterno retornoLas estrategias colaterales y sus nuevas posibilidades¿Horizontes a definir?¿Y de la aventura… qué?

6 Capítulo 5 Una aventura «top»: la propia compañíaCompañías y soledades del vivir en la juventud y en la madurezUna sorpresa que se las trae«No voy sola… voy conmigo»Los cambios inevitables son desafíos impostergables«Ahora que puedo… quiero otra cosa»¿Solita o acompañada?En pos de la propia compañía: un peregrinaje hacia proyectos personalesRecursos viables para que la soledad existencial no entorpezca el disfrute de vivir: los proyectos personalesNuevas posibilidades para resignificar los proyectos del pasadoLa incertidumbre y la inmediatez de los proyectos personales son nuestros aliadosA manera de cierre

7  A modo de epílogo Una ventana abierta

8  Bibliografía

9  Sobre la autora

El espíritu de aventura no tiene edad.

Se nutre de la efervescencia que irradian los desafíos.

La efervescencia no desaparece con la edad

sino con la falta de proyectos.

A modo de introducción

Lo peor es quedarse en el escenario

cuando el acto terminó.1

La vida —al igual que el teatro— es una trama que se va componiendo a través de un sinfín de escenas que se representan en el gran escenario por donde transcurre el vivir. Cada una de las escenas pone en juego lo pasado y también lo que subyace al momento presente. Cada personaje contribuye a darle significado a la escena y los actores (tanto en el teatro como en la vida) siempre hacen —inevitablemente— lo mejor que les es posible hacer.

La vida no se cansa de enseñarnos que las escenas terminan en algún momento y se impone una situación de cierre, ya sea porque se incorpora una circunstancia nueva o porque se diluyen algunos de los pilares que sostenían lo que hasta ese momento era considerado «nuestra vida». Con frecuencia sucede que «el fin de la escena» nos toma por sorpresa y, aun cuando sea posible preverlo, casi nunca resulta sencillo poner el punto final, como tampoco lo es incluirse como protagonista de dicho cierre. Suele suceder que cuando insistimos en hacer perdurar lo que ya dejó de ser, el escenario comienza a perder luminosidad y llegamos a desorientarnos al percibir que las luces menguaron, que los demás actores ya se fueron y que el escenario mismo se convirtió en un espacio sin resonancias. Ha llegado el momento de hacer un cierre, aceptar que la escena ya dio todo lo que podía dar y que inclusive es conveniente cambiar de obra para dar cabida a otros espacios, distintos argumentos y nuevas maneras de hincarle el diente a la vida.

Este libro intenta abordar algunas de las muchas escenas con las que la vida suele sorprendernos cuando ya está promediando el recorrido. La intención es mostrar que todo cierre ofrece la posibilidad de una apertura, siempre y cuando no insistamos en perpetuar situaciones para las cuales tampoco hay actores dispuestos a continuar escenas en las que, de más está decir, ya dieron todo lo que tenían para dar. En esto que conocemos como «vida» resulta ser tan cierto que las escenas se modifican como que también no dejan de sucederse indefinidamente. Y tal vez uno de los aprendizajes más redituables para los humanos consista en aprender a no quedarse último para apagar la luz.

Desearía que este libro pudiera ser leído como un compañero de viaje e interlocutor paciente, por muchas de las que hemos transitado nuestra juventud en el siglo pasado, tan lleno de mandatos, de utopías y de reivindicaciones que se fueron entreverando de las más variadas formas como rizomas inextricables.

Capítulo 1 La edad de la madurez: una gran aventura con cambios posibles

La edad de la madurez es una etapa que comienza a desplegarse al cruzar las fronteras de la mediana edad y que, particularmente en las mujeres, ha adquirido existencia real desde hace poco tiempo. Las generaciones anteriores pasaban casi sin excepción de la juventud procreadora a la madurez contenedora y servicial, casi siempre para satisfacer necesidades y demandas ajenas. Los tiempos han cambiado y con ello también las propuestas sociales para las mujeres. Pero bien sabemos que el ritmo de los procesos subjetivos es más lento que el de los cambios sociales. Estos han impulsado y legitimado nuevos derechos, pero los mandatos tradicionales de la cultura patriarcal, incorporados en la subjetividad, persisten y dificultan armonizar las nuevas propuestas con los «permisos» internos.

No son pocas las mujeres que actualmente se toman la libertad de priorizar sus necesidades pero, casi siempre, con un costo elevado por las culpabilidades que ello les produce, así como también por las contradicciones internas —con frecuencia muy turbulentas— entre los mandatos ancestrales recibidos de la cultura patriarcal y esos nuevos derechos adquiridos. Entre ambos se entablan cruentas luchas en lo más profundo de la subjetividad femenina, lo que contribuye a que la edad de la madurez se convierta en una gran aventura —y en un enrome desafío— en el intento de disfrutar lo que aún es posible y que en tiempos de nuestras antecesoras era totalmente impensable.

Al enfocar la edad de la madurez como una aventura que ofrece la posibilidad de cambios viables, intentaré poner en evidencia tanto las bondades de los desafíos que generan de excitación vital como los obstáculos que pretenden obturar la posibilidad de mayores disfrutes. Los desafíos y los obstáculos constituyen el foco central de este tema y, cuanto mejor develemos los prejuicios y temores que los acompañan, tanto mejor utilizaremos nuestros recursos para transitar con armonía los cambios posibles.

La edad de la madurez y sus posibles aperturas

Se trata de una etapa de la vida que nos desafía a reinventar horizontes y pone a prueba nuestra flexibilidad para los cambios. Es posible comprobar que la mayoría de las personas que actualmente transitan la edad de la madurez habían ido construyendo desde sus tiempos juveniles —a veces sin plena conciencia— el «guion» sobre el cual instalar los proyectos vitales. Al igual que gran parte de las películas, el guion solía contar con un final previsto y cerrado. Si lo esperable incluía construir una pareja disfrutable, el guion concluía con un final que los encontrara unidos y agradablemente acompañados. La posible ausencia de uno de ellos era una escena que pertenecía a «otra» película que no era la propia. Si en cambio, lo esperable era desarrollar un quehacer laboral satisfactorio, la previsión incluía la culminación del trayecto recorrido sin ningún cambio de ruta. La existencia de «otros» posibles quehaceres y/o espacios diferentes a lo conocido en el itinerario laboral ya elegido, y sostenido con compromiso y esfuerzos, eran considerados como imaginaciones surrealistas.

 

Asimismo, en el caso de haber comprometido las energías en la construcción de una familia amplia, lo previsto en el guion era el mantenimiento de toda la red familiar sin que se produjeran deserciones. La expectativa de «la vida en familia» no consideraba que los miembros de la misma pudieran terminar repartidos a lo largo y a lo ancho de un mundo que actualmente carece de fronteras.

La realidad de los tiempos actuales dista mucho de los programas vigentes en aquella juventud y se impone la necesidad de revisar esos guiones porque los finales cerrados y previstos ya no son viables, entre otras cosas, porque las garantías no existen. En pocas palabras, independientemente de nuestros deseos, la vida es impredecible y, por eso mismo, suele resultar muchísimo más provechoso estar dispuestos a la apertura de nuevas experiencias. Al cabo de varios años de indagar sobre este tema en los Talleres de Reflexión he podido recoger no pocos comentarios que dan cuenta de las movilizaciones subjetivas que se producen en la edad de la madurez y de los cambios que no pocas mujeres decidieron llevar a adelante. Veamos algunos de estos comentarios:

Cuando tomé la decisión de jubilarme antes de la edad obligatoria, me sentí como perdida porque se me abría un horizonte de tiempos disponibles. No sabía lo que quería hacer pero sabía que quería «otra cosa».

Mis hijos ya tienen más de 20 años y cada uno está en lo suyo, en sus estudios y en la vida. Me doy cuenta de que ya no me necesitan pero me cuesta dejar de estar pendiente de ellos a pesar de que me vendría bien disponer de esos tiempos ahora que pueden ser totalmente míos.

Las amistades que compartí durante mucho tiempo dejaron de ser acompañantes en la manera de sentir y pensar. No soy la misma y me veo en la necesidad de abrir otros horizontes. Eso me atrae y me asusta al mismo tiempo.

Parte de mi familia me critica porque estoy modificando mis intereses profesionales. Me siento rara haciendo estos cambios y me digo que es una aventura cambiar mi profesión tradicional por esto que es nuevo. Pero gracias a esto nuevo he vuelto a sentirme entusiasmada.

Durante muchos años desplegué mis actividades con éxito. Y ahora que ya soy reconocida y demandada no tengo más ganas de seguir haciendo lo mismo que hacía antes. A veces siento que es como desperdiciar lo sembrado pero lo cierto es que ahora quiero otras cosas, nuevos estímulos y otros desafíos.

Ahora es tiempo de dejar de sostener el hartazgo que me produce cargar con «canastas ajenas» y esperar supuestos beneficios que son ilusorios. Estoy cansada de ocuparme de «todos» y de «todo» por la pretensión de mantenerme vigente.

Nunca imaginé que iba a estar tan contenta conmigo misma haciendo cosas que nunca se me ocurrieron en la juventud porque estaba aprisionada cumpliendo con los compromisos asumidos. Lo siento como una aventura sin necesidad de subir al Himalaya.

A esta edad yo no quiero estar acompañada por alguien porque me necesita sino solo porque ese alguien me quiere. ¿Es mucho pedir?

Pasé los sesenta y ahora me he permitido hacer actividades que disfruto mucho. Me divierto más divertida, me siento más satisfecha y mis antiguos colegas dicen que me ha cambiado la cara. La mayoría quiere pensar que es un nuevo novio el responsable de mi disfrute y no se les ocurre que el motivo soy yo misma.

Estos comentarios provienen de mujeres muy distintas que tienen en común estar transitando la madurez y que han comenzado a reconocer —y a respetar— el deseo de experimentar otras cosas. Algunos de estos comentarios dan cuenta de ciertos deseos juveniles que fueron postergados porque los compromisos de la juventud (y en muchas de ellas la crianza de los hijos) no les dejaba tiempo, tampoco espacio ni energías para satisfacerlos. Otros hacen referencia al deseo de permitirse cambiar una ruta que dejó de ofrecer entusiasmos. Es el caso de profesionales que dieron por concluidas carreras importantes que, si bien fueron muy satisfactorias en su momento, habían llegado a convertirse en rutinas poco estimulantes. Tampoco faltan comentarios que hacen referencia a la necesidad de dejar de hacerse cargo de las «canastas ajenas», de «todo» y de «todos» con la ilusión (por supuesto ilusoria) de que ello les permitiría mantener vigente un protagonismo, generalmente asociado a lo familiar, como el que tuvieron en otros tiempos. Son mujeres que descubren que la insistencia en perpetuar lugares protagónicos propios del ámbito doméstico —que además ya no son necesarios— tiene altísimos costos y ya no ofrecen disfrutes saludables.

Para comenzar es necesario dejar constancia que el tránsito de la vida es una perpetua aventura pues el movimiento es constante y hace que todo sea siempre nuevo, poco conocido o totalmente inesperado. Es sabido que la vida cambia permanentemente y que los cambios se instalan sin pedir permiso planteando desafíos en todas las edades; pero, en la edad de la madurez, estos desafíos adquieren dimensiones inesperadas. Las personas que llegan a la madurez en buenas condiciones físicas y psíquicas disponen, paradójicamente, de mucho más tiempo del que disponían en su juventud cuando tenían «todo el mundo por delante».

En las épocas juveniles suele ser difícil disponer con libertad de esa inmensidad temporal porque los compromisos que se van asumiendo, tanto laborales como económicos, familiares, sociales, etc., no dan tregua y el tiempo cotidiano es fagocitado sin piedad. Por el contrario, las ya «maduras», suelen haber concluido con dichos compromisos y una de las preocupaciones reside en hacerse cargo de una disponibilidad espacio-temporal que aún no tiene destino. Son «tiempos disponibles» como surgidos de la lámpara de Aladino, que tampoco fueron anticipados y que presentan el desafío de asumir una libertad para la cual no hubo preparación.

Son tiempos para los cuales no hubo proyectos porque estaban incluidos en un espacio de la vida que había sido previamente descalificado, desvalorizado y vivido como si fuera un estigma. Son los tiempos de la «no juventud» que quedaron marginados del imaginario colectivo por el simple hecho de haber dejado de ser joven. Los tiempos postjuveniles no han sido contabilizados como capital vital porque formaban parte de la marginalidad de la vida.

Es justamente en esta marginalidad donde es posible instalar nuevamente la vivencia de una aventura hecha a medida, porque no es ninguna novedad que, en las distintas etapas de la vida, la aventura estrena rostros diferentes. El sentido genuino de la aventura no está en la forma en que estamos acostumbrados a pensarla desde el modelo juvenil sino en su contenido. Es decir, en lo que genera como energía vital.

Una de las expresiones de dicha energía vital suele aparecer bajo la forma de efervescencia. Ciertamente, la efervescencia de la aventura juvenil es diferente a la de la aventura en la edad madura. Sin ninguna duda, escalar el Himalaya genera efervescencia, pero ello requiere de una potencia muscular propia de la juventud, muy distinta de la potencia de la sabiduría o de la calidad afectiva que es posible lograr con el condimento de los años.

No estamos acostumbrados a pensar que lo esencial de la aventura no está en la forma sino en su contenido. Con sorpresa solemos descubrir que, cuando nos hacemos cómplices de la aventura, la efervescencia que le es propia se mantiene incólume con el paso del tiempo. Me refiero a que el atractivo de la aventura (cualquiera sea su naturaleza y la forma que adopte) reside fundamentalmente en la excitación que provocan los desafíos frente a lo desconocido, independientemente de las formas que, ellas sí, son las que suelen cambiar con el tiempo. Esto es válido tanto para la aventura de amar, de indagar en la ciencia, de investigar el espacio interestelar, de dar respuesta a las eternas incógnitas humanas, de inventar maneras distintas de resolver problemas concretos, como así también de animarse a experimentar con uno mismo otras nuevas maneras de vivir y de instalarse en la vida.

El nudo central de la aventura reside en animarse a seguir tomando desafíos y, con ello, continuar disfrutando del sabor de la efervescencia. Me atrevería a decir que muy probablemente sea esta situación de efervescencia lo que mejor define el «espíritu juvenil», cualquiera sea la edad que se porte.

La aventura de la madurez ofrece la posibilidad de un «segundo tomo»

Como la vida es movimiento y el movimiento —inevitablemente— es cambio, las experiencias del vivir nos presentan situaciones para las cuales siempre respondemos por «primera vez». Gran parte de la vida, por no decir casi toda, fue una sucesión de «primeras veces» y la edad de la madurez no escapa a la regla general. En esta ocasión en que somos distintas aunque sigamos siendo «nosotras», esta «primera vez» se presenta con gran contundencia.

Los cambios son por demás significativos y obligan —a gusto o a disgusto— a repensar la propia identidad, resignificar los deseos, reubicar los objetivos y decidir el empleo y la distribución de las energías disponibles. Vuelve a presentarse un clima de desconcierto comparable al que acompaña el final de la adolescencia cuando, consciente o inconscientemente, las personas se ven obligadas a proyectarse hacia un futuro no conocido. No es descabellado pensarlo como un momento de la vida que requiere, nuevamente, de una «orientación vocacional» frente a preguntas clave que surgen irresistibles como en el pasado: «¿Quién soy yo ahora? ¿Qué quiero? ¿Qué puedo? ¿Qué hago con todo el espacio-tiempo (infinito para la juventud y claramente finito para la madurez) que se me presenta de acá en más?»

Con la idea de reinstalar la aventura en la edad de la madurez podemos imaginarnos, y suponer, que entre muchas otras cosas, es posible comenzar a transitar un «segundo tomo» de la historia personal que esté mucho más orientado a satisfacer anhelos íntimos que al cumplimiento de los mandatos recibidos y de los imperativos de los proyectos juveniles.

Afortunadamente, este «segundo tomo» no cuenta con el manual de instrucciones que en la juventud venía adosado por default con la cultura y el tiempo que a cada cual le tocó vivir. En aquellos tiempos de iniciación, la vida empujaba hacia lo desconocido como lo más natural, irreversible e insoslayable. Los años juveniles son de puro aprendizaje forzado. En ellos, organizar proyectos que mantuvieran cierta estabilidad en medio de la turbulencia vital era todo un malabarismo. Suele ser una etapa bastante caótica y sin embargo no son pocos los adultos que terminan idealizándola porque, entre otras cosas, la enorme cantidad de desafíos —la mayoría de ellos inevitables— produce también un grado de efervescencia excitante y atractiva. En pocas palabras, y como ya lo vimos, lo que hace de la aventura una experiencia atractiva y vigorizante reside en la efervescencia y excitación que promueven sus desafíos.

En los años de madurez, los desafíos son otros. Ya no se trata de responder a los mandatos recibidos ni tampoco de rebelarse abiertamente para demostrar que la vida y el mundo pueden —o deberían— ser diferentes. Es una etapa de culminaciones y la efervescencia ya no es producto de las luchas vitales, sean estas individuales o colectivas, sino de una construcción laboriosa que en esta edad tiene otros objetivos. Los desafíos excitantes de las edades maduras respiran otros aires, tienen otras fuentes de inspiración, requieren otras habilidades y se plantean otros destinos. En algún sentido es un «volver a empezar». No se trata de reproducir un pasado pretendiendo actualizarlo con la cosmética de los nuevos tiempos. La vida sigue su curso y ello requiere transitar nuevas y distintas experiencias porque ahora —para bien o para mal— ya no somos las de ayer. Son épocas diferentes que no invalidan la pretensión de seguir disfrutando de la efervescencia y excitación que promueven los desafíos porque la efervescencia no desaparece con la edad sino con la falta de proyectos.

A pesar de la mala prensa que suele tener lo desconocido, es justamente la ausencia del «manual de instrucciones» lo que ofrece la oportunidad de experiencias nuevas y diferentes que impriman un sello más personal y menos condicionado por los mandatos y expectativas del entorno. Es aquí donde comienza a vislumbrarse la posibilidad de transitar la edad de la madurez como un «segundo tomo» que incluya desafíos que estén insertados en un devenir que, en lo posible, haga todo lo que esté al alcance para jerarquizar lo lúdico.

 
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