Argentina 14/25: solo en unión se puede construir

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Argentina 14/25: solo en unión se puede construir
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Oets, Christian

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1. xxxxxx. 2. xxxxxxxx. 3. xxxxxx . I. xxxxxxxxxxxxxxx.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

Diseño de portada: Justo Echeverría

Diseño de maquetado: Inés Rossano

Prólogo

A fines de diciembre de 2013, un artículo de Luis Rappoport en el diario La Nación, que se transcribe en las referencias, inspiró el cuento que el lector tiene en sus manos.

De alguna manera, aquellas breves líneas activaron una angustia que llevo dentro. Como padre que soy, veo que el país que les dejo a mis hijos no es el que me gusta. Como ciudadano, me siento responsable. Encontré en este medio, la escritura, una forma de expresar mi malestar.

Al igual que Carlos, uno de los protagonistas, pertenezco a la generación nacida a fines de la década del sesenta. En mis cuarenta y seis años no he logrado ver, al menos hasta ahora, un país que se proyecte en la grandeza. Por el contrario, veo que cada vez lo que crece es la mediocridad. Una decadencia que, por prolongada, se hace habitual. Nos hemos acostumbrado a exigir cada vez menos y, así, avanzamos o, mejor dicho, retrocedemos.

Creo que la culpa es de todos nosotros, no de un gobierno en particular y así lo expreso en las palabras de mis personajes. El relato es ficticio pero, a lo largo de este, encontrarán muchas charlas sobre nosotros y nuestra historia que, probablemente, sean muy parecidas a las que, ustedes, lectores, mantienen con sus propios amigos. Creo que en ello radica la riqueza del cuento. Una historia ficticia, cruel y exacerbada, pero que refleja nuestras vivencias diarias y que invita (al menos eso espero) a reflexionar y a pensar si le hemos dado al país lo que él necesita.

Encontrarán también muchos personajes públicos que podrán identificar. Insinuados, sin nombres, son usados para anclar el cuento en nuestra historia. Hay también muchos personajes del cuento basados en mis propios amigos o conocidos de la vida. A todos, pido disculpas si mis descripciones o las palabras que pongo en sus bocas no son de su agrado. Sepan que me han ayudado a escribir y, de alguna manera, han colaborado con la historia.

Como dije, no soy un escritor profesional. Este es mi primer intento y fue absolutamente inconsciente. No lo pude manejar. Simplemente, tras leer el artículo del diario, me puse a escribir. Fueron varios meses obsesivos, en los cuales casi suspendí mi actividad profesional y me dediqué (día y noche) a escribir y a leer. Como tal, no como escritor, sino como alguien que necesitó escribir, me he tomado muchas libertades. He puesto en palabras de mis personajes, fundamentalmente en lo que hace al análisis histórico-político del cuento, conceptos e ideas de autores especializados en estos temas. Entre otros, debo mencionar a Beatriz Sarlo, Tomás Eloy Martínez, Tulio Halperín Donghi, Juan José Sebreli, Juan Bautista Yofre, Luis A. Romero, Rosendo Fraga y Rodolfo Pandolfi, cardenal Jorge Bergoglio y de su santidad, el papa Francisco. La lectura de varios de sus textos me ha permitido fundamentar mis ideas para enriquecer las discusiones de mis personajes.

Espero que les guste y especialmente que los desafíe a reflexionar.

1.

Diciembre de 2014. Casa Rosada

La sala, de reluciente boisserie, era el mudo testigo de lo que estaba pasando. Sus paredes crujían, en señal de repudio, pero nadie parecía enterarse. En torno a la gran mesa oval, estaban reunidos todos los representantes de la vieja patria. “Ella” presidia la reunión, a su lado, la escoltaban dos desconocidos de impecable traje de marca. Todos callados, leían el documento que estaban por firmar. Monseñor levantó la vista y, confundido, balbuceó:

—¡Pero esto no es lo acordado!

—Padre, los tiempos han cambiado —contestó uno de los desconocidos—. ¡Se necesitan soluciones drásticas!

—Y usted, ¿quién es? —se atrevió, indignado, a preguntar monseñor.

—Ferluci, un servidor —dijo sonriente—, pero en realidad, no importa quién soy. Lo que tiene que entender es que este es el único camino para detener lo que está pasando. O acaso, monseñor, prefiere que la ola de saqueos y matanzas continúe...

Fue un golpe difícil de digerir. Él sabía lo que pasaba afuera. Hacía un año que sufría viendo a su país desgarrándose debido a la lucha de unos contra otros. Pero lo que le hacían firmar era inadmisible. Inconsciente, quizás envalentonado por sus investiduras, exclamó:

—Señores, ¡esto es el fin de la república! ¡Están entregando el poder absoluto a un gobierno y sin límite de plazo!

El silencio reinó en la sala. Como respuesta, solo se escuchó el seco sonido de su nuca al quebrarse.

—Entiendo que estamos todos de acuerdo —dijo ella, sacándose los anteojos Chanel—, procedamos a firmar...

Aquel fin de año fue violento como ninguno. Quizás por eso las noticias no generaron la reacción de nadie. Tal vez, ya no había quién pudiera reaccionar. El documento que acababan de firmar le daba superpoderes al presidente. Un Poder Ejecutivo que a criterio de todos, menos de ellos claro, estaba en retirada. La clase política esperaba su salida, pero nadie ofrecía soluciones. La vieja regla política de esperar el momento adecuado regía todas las acciones. Adelantarse significaba arriesgarse a sufrir la sequía e ira del gobierno federal. Separarse muy tarde podría significar quedar “pegado” al modelo. Así, todos esperaban. Gobernadores, intendentes, ministros de la Corte, legisladores, todos “dejaban hacer”. Nadie, excepto algunos que emitían tibios reclamos, intentaba nada más que esperar el “timing del Tigre”. Mientras tanto, la ciudad ardía. Las altas temperaturas, como todos los años, habían hecho colapsar el sistema eléctrico. Los saqueos espontáneos o dirigidos jaqueaban el orden público. Las fuerzas de seguridad dejaban las calles liberadas para ladrones y oportunistas mientras aprovechaban para hacer sus propios reclamos, justos quizás, pero a costa de los ciudadanos. Los piquetes abundaban y los cacerolazos también, pero los oídos estaban acostumbrados, habían sonado tantas veces que parecían parte del mobiliario urbano.

Tanto en la prensa escrita como en las redes sociales apenas se mencionaba el fatal accidente del monseñor y solo en una carta de lectores se hacía mención del cierre del único diario no oficial que quedaba. En un país donde los gobernantes eran impunes por excelencia, la impunidad vigente era alarmante. Las leyes, como siempre, se votaban en forma maratónica en la última sesión extraordinaria del año y, entre la variopinta cantidad de temas sobre los que legislaban, se colaban los que el Ejecutivo necesitaba. Siempre había sido así y a nadie sorprendía, solo que esta vez ya no había retorno. Los congresistas no lo sabían, pero ya no habría más reuniones, aquella sería la última vez que sesionarían. La república se extinguía ante la pasividad de sus ciudadanos.

Con el fin de diciembre y el éxodo a las costas, la sociedad entera, como siempre lo hacía, se olvidó de todo. De los saqueos y las muertes, de las cacerolas y los reclamos. El verano calmó las aguas e, ingenuos, los ejecutivos de la City porteña, festejaban desde algunas de nuestras playas las noticias de fondos frescos que comenzaron a llegar del exterior, los recursos extraordinarios que se obtendrían por Vaca Muerta, el fin del cepo y la baja del dólar...

2.

Año V del Régimen. Colegio José Héctor

Mariano presidía la entrega de premios con la bandera en mano. Terminaba el colegio siendo abanderado y medalla de honor, pero no disfrutaba del momento. Odiaba ser exhibido como el representante de un régimen que tanto le había quitado. El colegio había cambiado desde que ingresó. Su nombre, de santo irlandés, había sido reemplazado por el de José Héctor. La enseñanza del inglés, reducida al mínimo, fue cubierta por la “doctrina social del régimen”. De sus amigos, con los que ingresó al cole, ya no quedaba ni uno. Solo necesitaron de una fría mañana para llevárselos. Los pocos que aquel día no estaban ya no volvieron. Algunos se habían ido a otros suelos. De otros, no se sabía nada y el resto había sido distribuido igualitariamente y de acuerdo a un preciso cálculo social del régimen, en otros establecimientos. No fue fácil retomar el colegio luego de aquella nefasta mañana. Tampoco superar la muerte de su madre en aquella noche de “los Corderos”. Pero, obligado por su padre, finalmente lo terminó. “No hay que rendirse” o “para recuperar lo nuestro hay que educarse”, le decía su padre y quizás tuviera razón. Para él, el colegio era el recuerdo vivo de los que ya no estaban. Era la cabal demostración de lo que “ellos” podían hacer. Lógicamente durante un tiempo los colegios estuvieron vacíos, ya nadie quería enviar a sus hijos y parecía que la educación sería otra de las tantas cosas de las que ya no habría más.

 

El director subió al estrado, solemnemente acomodó el brazalete negro con los martillos que Mariano odiaba tener que portar y se dirigió a los padres y alumnos.

—Hoy, esta casa cumple sesenta años desde que fue fundada por mi padre...

Hizo una pausa, se lo veía cansado, triste. Sobrevivir puede llegar a ser una dura carga y, sin dudas, lo era para él. Desde entonces, desde aquella mañana de abril, cuando en vano intentó proteger a sus alumnos, arrastraba su lado derecho como secuela del ACV. Un minúsculo coágulo que explotó en su cerebro en medio de las tensiones del momento. Una lesión cerebrovascular que probablemente le haya salvado la vida. Terco y obstinado, luchó contra las aulas vacías y el coágulo de su cabeza para seguir. No estaba en su ADN rendirse y no lo hizo. Cuando lo dejaron, retomó sus funciones. Sufrió con los cambios que le impusieron y nunca olvidó a sus alumnos. Solo su alma de docente, esa necesidad de enseñar, de transmitir, que había heredado de su padre, le permitió seguir. Lentamente, a medida que las aulas se llenaban, encontró en esos nuevos chicos la esperanza de poder ayudar. De intentar sembrar en aquellas cabezas los valores que de chico mamó. Una esperanza que el tiempo, y el régimen, fue matando. Ya no quería seguir. Miró nuevamente a su público. Los padres y alumnos esperaban que continuara. Estaba cansado pero, en sus ojos, se podía ver un brillo de renovada confianza.

—Por eso y por respeto a él, ¡hoy quiero pedirles perdón! Sí, ¡perdón! Perdón, a todos mis alumnos, perdón a sus padres y especialmente perdón a mi padre quien fundó este colegio pensando en la excelencia académica, la cual me vi obligado a resignar y que ya no estoy dispuesto a seguir haciéndolo...

Fue interrumpido, entre el murmullo del público, por uno de los representantes del régimen. Violentamente retirado, fue reemplazado por el señor secretario del Distrito, quien terminó el acto con las formalidades correspondientes.

Mariano le entregó el premio a su padre. Las lágrimas caían por su rostro. Carlos bajó la cabeza y lo abrazó. Mariano estaba por cumplir dieciocho años, era el segundo de tres hermanos. Carmen, la mayor y Augusto, Tuto para él, el menor. Rápido para los números y dotado para los deportes, su mayor virtud era su corazón. Sensible al extremo, guardaba todas sus desilusiones en su interior y solo las sacaba en un llanto silencioso y profundo. Carlos era un tipo normal, sin mayores virtudes que su constancia y su tesón. No era brillante, ni exitoso, solo un luchador. Amaba a su familia profundamente. Prefería escuchar a hablar, hacer a esperar. En otros tiempos, fue arquitecto y dejó en la ciudad varios edificios que llevan su impronta.

—Viejo, ¿cómo puede ser? ¿Cómo es que nadie hace nada? ¿Cómo es que ustedes, la gente de tu generación, no hicieron nada?

Ya conocía la respuesta, pero su indignación era antigua y, a pesar de su corta edad, crecía con cada año que sumaba. Era profunda a medida que tomaba conciencia de lo que le esperaba. No aguantó más y explotó en llanto.

—Vamos al club —le dijo Carlos.


Tomándolo de la mano, caminaron en silencio las cuadras del barrio donde había nacido.

Fundado, tras el prolongado gobierno de Juan Manuel de Rosas, en 1855 fue pueblo, ciudad, capital federal y barrio. Denominado en honor al creador de la bandera, fue uno de los barrios más tradicionales de la capital. Las tradicionales casas estaban dejadas, abandonadas. Sus fachadas, antiguamente orgullosas, mostraban en silencio las virtudes del régimen. Las que fueron abandonadas estaban ocupadas por numerosas familias que convivían hacinados como en “los conventillos del 900”. Otras, ocupadas por funcionarios, lucían sus pancartas identificadoras que los hacían inmunes a las prácticas vigentes. Las que aún quedaban habitadas por sus antiguos dueños eran pocas. Se mantenían cerradas para ocultar su vergüenza, ya que conservarlas implicaba su funcionalidad para con el régimen. Eran parias atacados por ambos lados, traidores para unos, cajetillas para otros. El centenario club, fundado por aquellos ingleses del ferrocarril, también había cambiado. Ahora, era un club social. Su cancha de rugby había sido reemplazada, años atrás, por un playón para la práctica de fútbol o básquet. El pabellón fue transformado en salón de adiestramiento y de la verde tribuna solo quedaba la placa en memoria de los “mártires de la revolución que murieron en la toma de un reducto de oligarcas vende-patria”. De sus socios no quedaba nadie y Carlos hacía años que no entraba. Caminaron hasta los árboles. Dos viejos robles que aún quedaban en pie, estoicos, ya que nadie sabía lo que representaban.

—¿Sabés qué son? ¿Te acordás de ellos? —preguntó Carlos señalando dos grandes robles—. Eras chico y nos sentábamos acá bajo su incipiente sombra. Yo te contaba del club, su historia y sus valores... Te contaba de Guille.

—Sí, viejo, me acuerdo. Uno es el del centenario, vos todavía jugabas en la primera. El otro es el que se plantó en memoria de Guille, cuando murió. Pero creo que de todo eso ya no queda nada...

—No es así. ¡¡Siguen en pie!! Uno de ellos expresa que el club, más allá de lo que hayan hecho con él, tiene ciento veinticinco años. Sus raíces son profundas y no pueden cambiarlo. Y a nosotros tampoco. El otro habla de los valores del ser que se lo ganó. De la amistad, el sacrificio y la honradez que esgrimía, por los cuales a su muerte se lo honró con ese árbol.

—Mamá no tiene un roble... —interrumpió Mariano.

—¡Mamá murió peleando! —contestó su padre.

Carlos cerró los ojos, recordando aquellos terribles momentos. Mariano esperó, viendo en su padre el sufrimiento en su cara.

—La verdad es que no sé por dónde empezar. Fue todo tan maquiavélico que no nos dimos cuenta. De a poco, quizás por no involucrarnos, nos robaron el país.

Despacio, a medida que sus recuerdos fluían, le contó sobre los saqueos del 14, las leyes de inmunidad del Estado, la modificación del Código, el avasallamiento a la independencia de la justicia y la persecución de los fiscales independientes. Como pudo, le explicó la compra de la Corte Suprema y su disolución, la declaración del estado de sitio, la nueva Constitución y la instauración del régimen.

—Eran tiempos violentos, quizás generados por ellos, pero las leyes iban saliendo y, salvo muy pocos, nadie se oponía. La oposición era tan nefasta como el gobierno y nosotros, los ciudadanos comunes, no queríamos saber nada con involucrarnos en la política. La verdad es que la entregamos. No nosotros, sino nuestros padres, muchos años atrás. Le entregaron el ejercicio de la actividad política a gente que no pensaba en el bien común, sino en sus propios intereses. La política, para la gente común, era un nido de corruptos, vinculados con barras bravas y el narcotráfico, de la cual había que mantenerse lejos. Bastaba con cumplir (mínimamente) con nuestras obligaciones, quejarnos cuando nos juntábamos con amigos y apoyar alguna campaña de las que en aquel momento, cuando las redes eran libres, alguna ONG publicaba.

Carlos sabía que en ese no involucrarse estaba la causa de lo que hoy vivían. Sabía que, en su generación, recaía la culpa de la desazón de su hijo y sintió vergüenza. ¡Cuántas veces había discutido con Juan, su amigo, la indiferencia de la sociedad argentina y siempre terminaba con su frase favorita, “... las sociedades tienen el gobierno que se merecen”, ¡pero qué poco había hecho al respecto!

—Yo tenía cuarenta y seis años en aquel entonces —seguía relatándole Carlos a su hijo Mariano— y no había vivido nunca un gobierno que realmente pensara en el país. Todos eran cortoplacistas. Implementaban políticas pensando en sacar la mejor tajada durante su mandato, pero ¿armar un proyecto de país?... ¡Nunca! Viví, de chico, la guerrilla y la dictadura, la vuelta a la democracia, hiperinflaciones, convertibilidad, derrocamientos de gobiernos. Sí, ¡hasta tuvimos tres presidentes en un día! Viví la apertura de los mercados y su cierre. Los apagones de luz, la exportación de petróleo y su importación. El último gobierno parecía uno más y la verdad es que no nos dimos cuenta.

No era una excusa válida, pero de alguna manera era verdad. Tantos años sin conocer algo decente no les permitía saber si todo aquello era más de lo mismo o algo peor. Carlos recordaba el orgullo de su madre cuando le hablaba de su abuelo. ¡Doctor en medicina y diputado por Córdoba! Un señor médico que, por amor a su sociedad, se dedicó a la política mientras ejercía gratis la medicina a los necesitados. ¡Cuánta entrega! ¡Cuánta vocación de servicio! Carlos conocía la excelencia que esgrimía el país en la educación y la salud pública. La calidad de sus profesionales y de sus obreros. Sabía que su abuelo, firmante de la reforma universitaria, había contribuido con la construcción de aquella excelencia. Vio cómo, de a poco, los países limítrofes crecían, mientras el suyo se estancaba. Vio, ejerciendo su profesión de arquitecto, cómo la mano de obra mutaba, del orgullo de ejecutar su tarea bien a dejar de hacer todo tipo de trabajo para conservar su “plan trabajar”. Vio cómo los hijos de los obreros con los que trabajaba su padre dejaban la actividad para ganar plata fácil con la droga. Los vio morir por sobredosis y a sus padres llorando desconsolados en brazos de su viejo.

—Cuando, de golpe, la situación social se tranquilizó y comenzaron a ingresar fondos al país, no preguntamos de dónde venían. Solo pensamos que era un nuevo ciclo de los tantos que habíamos vivido... Recién cuando suspendieron la elecciones de 2015, todo estalló. Salimos a la calle indignados, pero ya era tarde. En esos dos años, hasta que se instaurara el régimen, las redes sociales fueron bloqueadas, las barras bravas, compradas con la droga, reprimían violentamente las manifestaciones de ciudadanos que, con hijos en brazos, reclamaban con sus cacerolas. La policía y el ejército salieron a la calle para impedir las manifestaciones. Tu madre y otros miles murieron en esos años por las balas o aplastados por sus carros. No había ley, solo violencia...

Mariano ya conocía lo que seguía. Los años de persecución y de esconderse para hablar. Del ajuste y las mudanzas. Las charlas de su padre hablando de no rendirse, de seguir estudiando sin importar qué cosa fuera. De extrañar a su madre y a su hermano, uno de los miles de “niños robados”, la dolorosa pérdida de sus amigos... Ya no quiso escuchar más.

—Vamos, viejo, caminemos a casa...

Carlos trabajaba cuando llegó Carmen, su hija mayor. Carmen ya estaba acostumbrada a verlo así. Hacía rato que no preguntaba qué es lo que hacía ni adónde iba cuando desaparecía por la noche. Sabía que luchaba contra sus fantasmas y sospechaba que contra algo más, pero no imaginaba lo que realmente hacía. Sola, subió a su cuarto a rumiar sus propias broncas. ¡¡Cuánto extrañaba a su madre!!