El cofre de Nadie

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Aus der Reihe: Gran Angular #385
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Para Alejandro y el grupo de los viernes,

mi pluma de Dumbo.

1

Para Nadia, los sábados son días de desayuno gordo, de tortitas con chocolate y zumo recién exprimido. Son los días de desayunar en familia, si a un núcleo de dos y medio se le puede llamar familia. Rut, la novia de su padre, duerme muchos fines de semana en casa y, aunque en el último año Nadia se ha acostumbrado a encontrarla cuando se despierta, sigue tragando saliva para ahogar lo que piensa cuando se la cruza en pijama y con el pelo suelto. La prefiere con el uniforme y el moño alto. La prefiere extraña.

Oye la voz de su padre cuando aún no ha cruzado la puerta de la cocina y por el tono sabe que ella está también. Llena los pulmones de aire antes de entrar.

–Ya creía que no ibas a despertarte.

–Es sábado, papá.

Sobre la encimera hay varios catálogos de agencias de viajes y un montón de folletos de restaurantes de comida rápida que sirven a domicilio. La pantalla del portátil muestra la imagen de una cama envuelta en velos blancos frente al mar.

–Creía –dice Nadia mientras se sienta– que el portátil estaba prohibido en la cocina.

Rut cierra la tapa y sonríe.

–Culpa mía.

–¿Os vais de viaje?

Se miran y sabe, por esa mirada, que le ocultan algo, pero no tiene ganas de jugar a las adivinanzas. Rut se acerca y, cuando le acaricia el pelo, a Nadia se le escurre el tenedor de la mano y mancha de sirope el mantel.

–¿Islas griegas? –dice, pasando el dedo por la mancha de chocolate.

–Solo estamos mirando.

Faltan pocos días para Semana Santa. Nadia y su padre viajan siempre a ver a los abuelos, pero, claro, ahora está Rut y no se la imagina metiendo los dedos en la masa de las croquetas ni acompañando al abuelo a ese bar en el que tapan el vino con un trozo de queso. Y eso que su abuelo se lleva bien con todo el mundo, salvo con los que hablan a gritos y los que miran raro a Nadia porque es negra. «Mi nieta negra», así la presenta siempre, como si tuviera más, como si tuviera otra blanca o azul o amarilla. También habla de su hijo Juan, el médico, como si la profesión sirviera para diferenciarlo de los otros hijos que no ha tenido. Cuando van al pueblo, la abuela prepara comida para alimentar a un albergue y se empeña en recogerle el pelo con mil horquillas, moños y gomas de colores, y Nadia no tiene ganas ni fuerza para decirle que ha crecido. Y la besa todo el rato. Sin parar. Acumulan amor y grasa para dos inviernos y luego se vuelven a Madrid y prometen regresar pronto.

–¿Iré sola a ver a los abuelos?

–Al abuelo lo han ingresado –dice su padre.

El mundo deja de girar por un instante.

–No, no, no te asustes, es solo una arritmia.

Después se enreda en ese lenguaje de médicos en el que le gusta refugiarse cuando el miedo le aprieta la garganta. Y Nadia, que lo sabe, rebaja la tensión:

–No sé si sobreviviré sin croquetas ni moñitos de colores.

–Rut y yo hemos pensado...

–Estaré bien –dice, y señala los catálogos de comida rápida–, tranquilo.

–Puedes venir con nosotros.

Lo dice Rut y su padre asiente, o tal vez es al revés. Da igual, suena tan falso lo uno como lo otro. Por un segundo duda si jugar con ellos, si decirles que sí, que le encanta el plan romántico de tres, para ver cómo salen de la situación.

–El caso –dice al fin su padre– es que son muchos días, Nadia. Nunca has estado sola tanto tiempo.

Rut recoge y amontona los folletos de comida rápida desperdigados por la encimera.

–El barrio se quedará medio vacío y ha habido robos... La casa es tan grande...

–Díselo tú –Nadia busca la mirada de Rut–. ¿A que Érika sí puede quedarse sola?

Érika es hija de Rut y de un piloto sueco o noruego del que su padre prefiere no hablar.

–De hecho... –responde.

La frase se queda en el aire. Se miran de esa forma y luego sonríen.

–Justo estábamos hablando...

Los puntos suspensivos huelen a amenaza, pero Nadia se da cuenta demasiado tarde.

–El padre de Érika está de viaje de novios, así que, si nos vamos...

Y lo entiende todo de golpe. Las piezas encajan una a una sin que pueda hacer nada para detenerlas y se siente imbécil porque, más que caer en la trampa, ha hecho ella misma los nudos y después se ha lanzado de cabeza. Rut no dejaría sola a Érika; pero no porque le preocupe que coma bien, que entren a robar o que necesite cualquier cosa. No se fía. En cambio, todos confían en Nadia. Los profesores, los padres, los compañeros de clase. Si entrase en el supermercado y robase una bolsa de patatas fritas, el de seguridad se creería que ha olvidado pagarla y le pediría perdón por las molestias.

–Con las dos aquí, la cosa sería diferente –dice su padre.

–¿Se lo habéis dicho a ella?

Vuelven a mirarse. Hay silencios que hablan más alto que muchas voces. Rut y su padre son de los que se dicen sin decir, y tal vez por eso parecen tan enamorados. Pero Érika... También Nadia piensa con puntos suspensivos que son amenazas.

–Si a ella le parece bien... –accede al fin.

Y pide en silencio que sea ella quien se niegue.

2

Pero no se niega. Érika y Rut aparecen el jueves por la mañana con dos maletas diminutas. La madre es militar y estará acostumbrada a viajar con lo mínimo, pero lo de Érika resulta sorprendente. Nadia la acompaña a la habitación de invitados para que deje sus cosas y la mira mientras saca media docena de camisetas negras y algo que parece un vestido, negro también. Lo deja todo sobre la cama y compone un cuadro monocolor, roto solo por un pijama rosa chicle con unicornios.

–La abuela Ingrid no me ve mucho, pero siempre me manda regalos en Navidad –dice con una sonrisa.

Esconde la maleta vacía bajo la cama y recorre la casa sin dudar, como si fuera suya. Comenta lo grande que es, que le falta una piscina para ser perfecta, y saca fotos con el móvil, posando y alargando mucho el brazo para que quepan en la pantalla ella y todo lo que la rodea. Cuando entra sin permiso en la habitación de Nadia, hace muchos aspavientos.

–Tía, mi casa entera cabe aquí.

Y se hace una foto sacando la lengua. Se la muestra y Nadia desecha la punzada de envidia que le aprieta el estómago. Es insultantemente guapa. El pelo, casi blanco, contrasta con los labios granate oscuro y unos ojos que, de tan azules, parecen transparentes.

–Estos van a flipar.

Cuando termina la inspección y bajan a encontrarse con el padre de la una y la madre de la otra, Nadia sigue preguntándose quiénes son «estos». Aunque en realidad no le importa; solo espera que «estos» se conformen con ver las fotografías.

Rut deja mil cajas de comida en la nevera, etiquetadas con papelitos de colores, y un montón de bolsas de palomitas para el microondas junto a los folletos de restaurantes a domicilio. Los despiden desde la puerta, agitando la mano como en una película, hasta que se montan en el taxi. Han dejado mucho más dinero del que pueden necesitar, teniendo en cuenta que podrían dar de comer a medio barrio sin comprar nada.

Mientras Érika conecta el portátil a la televisión para ver una serie en pantalla grande, Nadia se da una ducha rápida sin mojarse el pelo. Cuando sale, toda la casa huele a mantequilla.

–Mi madre es capaz de bajarse del avión si se entera de que estoy desayunado palomitas –dice Érika ofreciéndole el bol.

–Como en tu casa –responde Nadia. Y traga saliva para bajar el enfado absurdo que amenaza con subirle hasta la boca.

–No te importa, ¿no?

Dice que no con la cabeza y sigue tragando saliva y aire.

Ven un par de capítulos de una serie de la que todo el mundo habla en las redes, comen palomitas hasta que en el fondo del bol no quedan más que unas cuantas bolas de maíz sin abrir y apenas cruzan tres o cuatro frases. Érika se queda dormida en el sofá, y Nadia apaga el televisor y busca en la nevera algo un poco más nutritivo que las palomitas. Descarta la caja de sushi, porque tiene una nota que dice que es para dos personas, y se decide por los macarrones con tomate de su padre, que no están contados.

Para cuando Érika despierta, ya ha recogido la cocina y el bol sucio de la mesa del salón y ha revisado las tareas que le han mandado en el instituto para las vacaciones. La ve subir las escaleras y después oye el agua de la ducha, así que aprovecha para chatear un rato con Hugo, que se ha ido a pasar unos días con su padre a la playa.

–Vuelvo en un rato. ¿Estarás aquí o me llevo llaves?

Nadia se gira y se encuentra a Érika en la puerta del salón, con el pelo mojado escurriendo sobre la camiseta. Va hacia la cómoda de la entrada y rebusca hasta que encuentra el llavero.

–Toma, así no estoy pendiente.

–He quedado con una amiga que vive por aquí cerca, no creo que tarde mucho. O sí –dice, y le guiña un ojo.

Nadia le explica dónde está el parque en el que la ha citado su amiga y, al oír la puerta cerrarse, suspira y se siente vieja de repente. Camina hasta el salón, se sienta en el sofá y suspira de nuevo.

El mensaje de Hugo la despierta. Tarda unos segundos en darse cuenta de que se ha quedado dormida y alarga el brazo para coger el móvil.

 

«Montas fiestas cuando yo no estoy, ya te vale».

Debajo del mensaje hay un montón de caritas llorando y una captura de pantalla.

«Lo acaba de subir a Instagram tu okupa».

Reconoce enseguida su habitación, la estantería de libros detrás de Érika, la lámpara de lava sobre la mesa y su cofre de vida.

«Voy a matarla», responde cuando ve el texto que acompaña la fotografía convocando a una fiesta.

«Te perdono que hagas fiesta sin mí, pero si toca el cofre tenemos un problema».

Es lo único que guarda de Kenia. Solo a Hugo le deja toquetearlo, porque le encanta y porque a él se lo consiente todo. Siempre hace lo mismo, lo abre con cuidado y saca una a una las baratijas que guarda dentro: un trozo de tela de colores, un muñeco diminuto hecho con palos y un burruñito de lana sin hilar que está ya tan sobado que parece fieltro.

Se viste con lo primero que encuentra en el armario y sale a la calle. Casi ha anochecido y se arrepiente de no haber cogido una chaqueta en cuanto da los primeros pasos, pero sigue andando. Reconoce el pelo de Érika desde lejos. Está sentada en un banco, con una chica un par de años mayor que ella. Le suena del instituto, pero nunca han cruzado ni una palabra. No pertenecen al mismo mundo.

–¿En qué coño estabas pensando?

–Hola, qué tal, cómo estáis... –dice la chica, con un tono de burla que ni siquiera le molesta.

–Tú –corta Nadia–, lárgate, que esto no va contigo.

«Tú» le saca dos palmos, pero no pone pegas. Se lleva los dedos a la boca para lanzar un beso y se marcha.

–Llevo dos meses detrás de esa tía. ¿De qué vas?

Nadia saca el teléfono y se lo pone frente a los ojos.

–¿Una fiesta? ¿En mi casa?

–No te pongas así, si está todo el mundo de vacaciones... No vendrán más que tres o cuatro.

Nadia quiere matarla. No es una forma de hablar: es que, durante un segundo, se imagina que le pone las manos en el cuello y aprieta. Y le da tanto miedo que le pide perdón.

–¿Por lo de antes? –dice Érika, señalando hacia donde estaba su amiga cuando Nadia llegó–. Se te ha ido un poco la mano, pero bueno.

–¿A mí? ¿A mí se me ha ido la mano?

–Vale, igual... –dice Érika. Y sonríe mucho–. Te prometo que ni te enterarás de que han estado allí, lo recogeré todo. Tía, tienes una casa alucinante, debe de ser pecado no aprovecharla.

Nadia se sienta a su lado, cruza las piernas, agacha la cabeza y trata de hacerse una bola, para borrar la imagen de sus manos apretando el cuello de Érika que se le ha quedado instalada en la memoria.

–Tienes razón, no tenía que haberlo puesto –saca el teléfono y la luz de la pantalla hace que sus ojos parezcan más azules aún–. Voy a quitarlo. Y diré que era broma.

Nadia levanta la mano y sujeta la de Érika.

–Deja, da igual.

Érika le devuelve una sonrisa de niña que ha conseguido otra vuelta en el tiovivo.

Van a ser cinco días muy largos.

3


Tan largos como inciertos. Cuando suena el timbre por primera vez, Nadia ya ha retirado los cojines nuevos, que se manchan con solo rozarlos, ha subido a la parte alta de los muebles todo lo que parece frágil, ha separado el sofá de la pared y ha repartido ceniceros por las mesas, por si a alguno de los amigos de Érika le da por fumar. Sube los primeros escalones, camino de la habitación o de cualquier lugar en el que refugiarse en la planta de arriba, pero se da la vuelta y se queda allí, clavada, mirando.

–Hey, no te vayas –dice Érika cuando la ve–. También es tu fiesta.

Le guiña un ojo y sonríe porque todo lo arregla igual, con el desenfado infantil de quien no tiene conciencia. Es increíble que sea hija de Rut. Tal vez ese vikingo que acompleja tanto al padre de Nadia sea un desastre y sus genes ganaran la batalla.

El salón se va llenando de gente que no fuma, que no rompe nada, que no hubiera ensuciado los cojines. Beben agua y refrescos y comentan lo increíble que es la casa y que tampoco está tan lejos de su barrio. Algunos incluso hablan con Nadia y se interesan por su instituto o tratan de recordar si conocen a alguien que viva cerca.

–¿Habrá movida con tus vecinos si salgo al jardín? –pregunta un chico, con un cigarro sin encender en una mano y un vaso en la otra–. Por no fumar aquí dentro, digo.

Nadia le abre la puerta y el olor a jazmín se cuela en la casa. Su padre lo trajo del pueblo años atrás porque resiste el frío y porque, como él, puede adaptarse a la ciudad. Hace una tarde estupenda. Nadia acompaña al chico hasta el porche y le señala una maceta medio rota.

–Puedes echar ahí la ceniza. O el cigarro. O lo que quieras.

Entra de nuevo antes de que el olor a tabaco se mezcle con el del jazmín y coincide junto a la puerta con un chico algo mayor, casi diría que un hombre.

–¿Tú también eres amigo de Érika?

–Mario –le tiende la mano y sonríe.

Nadia le dice su nombre, le señala la cocina, lo invita a servirse lo que quiera y trata de escabullirse, porque después de las presentaciones la conversación se ha adormecido. Él habla de que vio la foto por casualidad y, cuando suena el timbre, Nadia lo deja con una frase a medias y va a abrir.

Casi no reconoce a la chica del parque, la que le saca dos palmos, porque se ha maquillado, se ha soltado el pelo y lleva un vestido con dibujos brillantes.

–¿Ya se te ha pasado? –pregunta la chica, con una sonrisa tan falsa como un bolso de mercadillo–. Soy Lola, que ayer no nos dio tiempo a presentarnos. Tú vas a mi instituto, ¿verdad?

La mira de frente, con la barbilla un poco levantada, y Nadia entiende que no espera una respuesta, que solo es un aviso, tal vez una amenaza de contarles a todos su numerito del parque.

–Pasa, creo que Érika está en la cocina.

La gente se ha ido juntando allí, así que hay muchas posibilidades de que haya acertado. La ve atravesar el salón, saludar a unos y otros con dos besos. Cuando se acerca a un grupo, todos callan y la escuchan y la miran, mientras ella se mueve despacio como una serpiente saliendo de una cesta.

El hombre sin conversación –Mario, ha dicho que se llama– se acerca y le muestra la fotografía que Érika subió a las redes.

–Perdona, igual te parece absurda la pregunta, pero el arca –señala la esquina de la foto– ¿es tuya?

–Mi cofre de vida, sí.

–De... vida. Me encantaría verlo alguna vez.

Lola se acerca y le planta dos besos, le dice su nombre y vuelca la melena negra sobre la pantalla.

–¿Qué has dicho que es eso?

Nadia finge que alguien la reclama al otro lado del salón y se aleja. No se ha roto nada, la música no atruena a los vecinos y no se oyen sirenas de policía por la calle, así que se da permiso para relajarse un poco. Hasta que ve a Lola subir hacia las habitaciones. Busca a Érika con la vista y encuentra su melena blanca entre cabezas oscuras, al otro lado del salón. Se acerca, pero todo pasa demasiado rápido: antes de que llegue hasta donde está Lola, la ve bajar las escaleras con un vaso en una mano y el cofre en la otra.

–¿Esto decías? –levanta el cofre y lo agita mirando a Mario–. Mi tía trajo uno parecido de no sé qué viaje.

Nadia respira. Camina hacia Lola tragando tanta saliva como es capaz de generar en la boca.

Por suerte, Érika se adelanta, le quita el cofre a Lola de la mano y se lo entrega a Nadia, que sigue envolviendo el enfado en saliva. Cuando reacciona, le da las gracias, aunque no habla más para que no se le escape todo lo que está pensando, y sube las escaleras hacia la habitación. Desde el salón se oye a Lola reír y decirle a Érika que no sea sosa.

Nadia se tumba en la cama y se tapa la cabeza con la almohada.

–Perdona.

Cuando aparta la almohada se encuentra a Érika.

–Ahora mismo les digo que se vayan.

–No, no, tranquila. Tus amigos parecen buena gente, es solo que...

Que Nadia no encaja. Ella es una casa con mil cerrojos y Érika parece el patio de un colegio en plena jornada de puertas abiertas.

–Lo siento –dice Érika–, de verdad.

–No ha sido culpa tuya. La que lo debería sentir es ella, pero dudo que esa sienta nada.

–Igual siente más de lo que parece, no te fíes de las apariencias. Es tímida y lo mismo le da miedo no encajar aquí.

–¡Anda ya! ¿Tímida? ¿Tú la has mirado?

Érika suspira.

–Mucho. La he mirado mucho.

–Mierda. Perdona, es que... Bueno, que... Que no, que tú vales mucho más que esa.

Érika sonríe, pero es la primera vez que a Nadia le parece una sonrisa triste. Le hace un gesto para que se siente a su lado.

–No te agobies, en serio, no pasa nada.

–¿Por qué es tan importante? –dice, señalando el cofre que Nadia aún tiene en la mano.

–Es una larga historia.

–Tengo tiempo –contesta Érika. Luego suelta una carcajada y, cuando consigue calmarse, vuelve a hablar–: Vale, ha quedado muy de película.

–Es muy tarde para ponernos filosóficas y muy temprano para echar a tus amigos de mi salón, así que voy a dormirme. De verdad, no te preocupes. Vuelve abajo y disfruta de la fiesta.

–¿Me haces hueco?

Se sienta sobre la cama, con las piernas cruzadas, y Nadia la imita y deja espacio entre las dos para el cofre.

–Es lo único que tengo de Kenia. Supongo que, de alguna manera, define quién soy –dice.

Luego le cuenta que, en la tribu de la que proviene, las madres pasan todo el embarazo haciendo un cofre para sus bebés. Construyen con alambres la estructura, lo forran de tela fina y casi transparente, le pegan piedras... Y después eligen algunos regalos con los que el bebé iniciará su vida.

–Es un cofre de vida, así me contó mi padre que lo llaman.

–De bienvenida, ¿no?

–En realidad, no. De vida, porque esas cosas que lleva dentro son las que tienes al nacer, pero luego cada uno elige lo que va poniendo dentro. Ya sabes, lo que es importante, lo que te marca o te convierte en quien eres.

–Es una tradición preciosa.

Nadia asiente y se anima a seguir hablando. Solo a Hugo le ha contado su historia, pero ahoga la punzada de miedo y culpa y le explica que su padre era médico en Kenia y que un día, cuando llegó a un poblado que visitaba cada poco tiempo, lo encontró asolado: el viento había tumbado las tiendas y la arena los había enterrado a todos. Murieron los animales, las personas. Murió la aldea. Solo quedaban retazos de lo que había sido hundidos en las dunas. Y entonces la oyó. Corrió, escarbó con las manos, levantó unas telas medio enterradas y descubrió una canastilla con un bebé.

–Buscaron durante días, pero no dieron con nadie más vivo, así que mi padre me trajo con él, me adoptó y buscó una plaza de médico en Madrid para no viajar más y formar una familia.

Érika no la ha interrumpido. No le ha dicho, como le dice siempre el abuelo, que es una superviviente. Tampoco ha dicho «pobrecita», ni todas esas idioteces que repiten algunos en el pueblo cada vez que la ven. Solo está allí, escuchando, con la vista clavada en el cofre. Hasta que la puerta se abre de golpe y se oye la música de la planta baja.

–Vaya –dice Lola–, y yo creía que lo interesante estaba abajo.

Sigue llevando el maquillaje tan perfecto como cuando llegó, el mismo pelo falsamente desordenado, los mismos labios rojos de quien no ha comido ni bebido. Ni besado. Érika se pone en pie y, al hacerlo, echa la almohada sobre el cofre.

–No quedan palomitas –dice Lola–, pero ya nos apañamos. Seguid a lo vuestro.

Cierra la puerta antes de que puedan responder.

–Baja, anda –le pide Nadia a Érika–. Tus invitados no tienen palomitas.

Lo dice en un tono desenfadado, casi sonriendo.

–Dame un segundo.

Érika abre la puerta, sale al pasillo y, antes de volver a cerrar, se gira.

–Un segundo, en serio.

Cuando regresa, el olor a palomitas se cuela dentro de la habitación. Se sienta sobre la cama, casi en la misma postura que unos minutos antes; pero el aire es distinto, hace más frío o más calor, y huele a mantequilla. Incluso se oye el ruido del piso de abajo.

–Todo en orden –dice. Después señala el cofre sin tocarlo–. ¿Por dónde íbamos?

–Es tarde y mañana habrá que levantarse a recoger.

 

–¿En serio nunca haces fiestas en casa?

Nadia niega con la cabeza. Espera unos segundos sin moverse, sin hablar; pero no parece que Érika haya entendido la invitación a marcharse, así que suspira y abre la tapa con cuidado, como si fuese de papel o de un cristal finísimo, o de un material que no se ha descubierto aún y que se rompe solo con pensar que exista. Saca el muñeco de palos y lo deja sobre la cama.

–No has jugado mucho con él, ¿verdad? –dice Érika.

Nadia traga saliva. Es un error. Érika no puede entender lo que esas piezas significan. O lo que deberían significar. Y no se conocen tanto como para explicárselo.

–No es como una Barbie que pueda reponer si se rompe –dice.

–Perdona.

Por segunda vez, Érika se disculpa por algo que no ha hecho. Nadia le enseña el trozo de tela tejido con hilos de colores y el burruñito de lana que siempre manosea Hugo.

–¿Y ya? ¿No hay nada después de Kenia? ¿Dieciséis años y no hay nada importante en tu vida?

–Bueno, una vez gané a Hugo a ver quién escupía más lejos y me dibujó una medalla; creo que aún la tengo –traga saliva y agradece el silencio que Érika le devuelve–. Tu amiga Lola tiene razón: solo es una baratija para turistas.

Mira a los ojos a Érika y ella le aguanta la mirada. Comparten el silencio de un idioma que acaban de descubrir y que solo ellas conocen. Alguien, abajo, cambia la música o sube el volumen y, como si eso les diera permiso, hablan. Charlan de sus vidas, de sus padres, de los abuelos cercanos y los lejanos, con esa barrera frágil de recuerdos que no son recuerdos extendidos sobre la cama.

Está amaneciendo cuando Nadia vuelve a guardarlo todo.

–Te parecerá una gilipollez –dice–, pero...

–No eres tú.

Nadia sonríe. Ni siquiera Hugo sabe tanto, pero hay algo en Érika que la invita a hablar.

–No lo sé. No me une nada a esa tela, a esa muñeca, a ese cofre. Son recuerdos que no tengo. Que no sé si quiero.

–Pero lo sigues guardando.

–Ya te he dicho que era una gilipollez.

–Una gilipollez... no. Pero un poco retorcido sí es, como esa gente de las películas que teme que le trasplanten el corazón de un asesino por si se ponen a matar como locos.

Nadia sonríe. O tal vez solo piensa que ha sonreído, aunque no haya llegado a mover los labios.

–Vaya. Igual soy una asesina en serie.

–Cada uno tiene sus miedos –dice Érika–. Y del tuyo no se puede huir cerrando la puerta del armario o mirando debajo de la cama. Tu monstruo está ahí dentro –le roza la frente con el dedo.

Hace una pausa. Por un segundo parece que se ha quedado pensando. Sonríe, como para quitar importancia a lo que acaba de decir.

–Ya encontrarás recuerdos propios que valgan la pena. Es precioso que puedas elegir lo que importa en tu vida.

–Qué profundas nos hemos puesto –dice Nadia. Y se ríe.

Érika se tumba y Nadia se tumba frente a ella. Y así, con el cofre entre las dos y el sol dibujando las primeras rayas en la pared de enfrente, cierran los ojos.

Ya casi se han dormido cuando Érika pregunta:

–¿Por qué no quisiste que anulara la fiesta?

Nadia responde enseguida, porque ella también se lo ha preguntado.

–Mi padre quería que nos conociésemos, que nos llevásemos bien. A él le gusta que estéis en su vida, en su cofre.

–¿Y a ti?

Sonríe, se encoge de hombros y trata de acompasar la respiración con la de Érika hasta que, ahora sí, se quedan dormidas.