Grandes Esperanzas

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Aus der Reihe: Clásicos
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Capítulo VIII

La vivienda del señor Pumblechook, en la calle Alta de la ciudad, tenía carácter farináceo e impregnado de pimienta, según debían ser las habitaciones de un tratante en granos y especias. Me pareció que sería hombre muy feliz, puesto que en su tienda tenía numerosos cajoncitos, y me pregunté si cuando él contemplaba las filas de paquetes de papel moreno, donde se guardaban las semillas y los bulbos, éstos, aprovechando un buen día de sol, saldrían de sus cárceles y empezarían a florecer.

Eso pensé muy temprano a la mañana siguiente de mi llegada. En la noche anterior, en cuanto llegué, me mandó directamente a acostarme en una buhardilla bajo el tejado, que tenía tan poca altura en el lugar en que estaba situada la cama que sin dificultad alguna pude contar las tejas, que se hallaban a un pie de distancia de mis ojos. Aquella misma mañana, muy temprano, descubrí una singular afinidad entre las semillas y los pantalones de pana. El señor Pumblechook los llevaba, y lo mismo le ocurría al empleado de la tienda; además, en aquel lugar se advertía cierto aroma y una atmósfera especial que concordaba perfectamente con la pana, así como en la naturaleza de las semillas se advertía cierta afinidad con aquel tejido, aunque yo no podía descubrir la razón de que se complementaran ambas cosas. La misma oportunidad me sirvió para observar qua el señor Pumblechook dirigía, en apariencia, su negocio mirando a través de la calle al guarnicionero, el cual realizaba sus operaciones comerciales con los ojos fijos en el taller de coches, cuyo dueño se ganaba la vida, al parecer, con las manos metidas en los bolsillos y contemplando al panadero, quien, a su vez, se cruzaba de brazos sin dejar de mirar al abacero, el cual permanecía en la puerta y bostezaba sin apartar la mirada del farmacéutico. El relojero estaba siempre inclinado sobre su mesa, con una lupa en el ojo y sin cesar vigilado por un grupo de gente de blusa que lo miraba a través del cristal de la tienda. Éste parecía que era la única persona en la calle Alta cuyo trabajo absorbiera toda su atención.

El señor Pumblechook y yo desayunamos a las ocho de la mañana en la trastienda, en tanto que su empleado tomaba su taza de té y un poco de pan con manteca sentado, junto a la puerta de la calle, sobre un saco de guisantes. La compañía del señor Pumblechook me pareció muy desagradable. Aparte de estar penetrado de la convicción de mi hermana de que me convenía una dieta mortificante y penitente y de que me dio tanto pan como era posible, debido a la poca manteca qua extendió en él, y de que me echó tal cantidad de agua caliente en la leche que mejor habría sido prescindir por completo de ésta, además de todo eso, la conversación del viejo no se refería más que a la aritmética. Como respuesta a mi cortés salutación de la mañana, me dijo, dándose tono:

—¿Siete por nueve, muchacho?

No comprendió la imposibilidad de que yo contestara, apurado como estaba, en un lugar desconocido y con el estómago vacío. Sentía mucha hambre, pero antes de que pudiera tragar mi primer bocado me sometió a una suma precipitada que duró tanto como el desayuno.

—¿Siete y cuatro? ¿Y ocho? ¿Y seis? ¿Y dos? ¿Y diez?

Y así sucesivamente, y a cada una de mis respuestas, cuando me disponía a dar un mordisco o a beber un poco de té, llegaba la siguiente pregunta, en tanto que él estaba muy a sus anchas sin tener que contestar a ningún problema aritmético, comiendo tocino frito y panecillo caliente con la mayor glotonería.

Por tales razones sentí contento en cuanto dieron las diez y salimos en dirección a la casa de la señorita Havisham, aunque no estaba del todo tranquilo respecto al cometido que me esperaba bajo el techo de aquella desconocida. Un cuarto de hora después llegamos a casa de la señorita Havisham, toda de ladrillos, muy vieja, de triste aspecto y provista de muchas barras de hierro. Varias ventanas habían sido tapiadas, y las que quedaban estaban cubiertas con rejas oxidadas. En la parte delantera había un patio, también defendido por una enorme puerta, de manera qua después de tirar de la cadena de la campana tuvimos que esperar un rato hasta que alguien llegara a abrir la puerta. Mientras aguardábamos ante ésta, yo traté de mirar por la cerradura, y aun entonces el señor Pumblechook me preguntó:

—¿Y catorce?

Pero fingí no haberlo oído. Vi que al lado de la casa había una gran fábrica de cerveza, completamente abandonada, al parecer desde hacía mucho tiempo.

Se abrió una ventana y una voz clara preguntó: —¿Quién llama?

A lo cual mi guía contestó:

—Pumblechook.

—Muy bien —contestó la voz; y se cerró de nuevo la ventana.

Pocos momentos después, una señorita joven atravesó el patio empuñando una llave.

—Éste es Pip—dijo el señor Pumblechook.

—¿Éste es Pip? —repitió la señorita, qua era muy linda y parecía muy orgullosa—. Entra, Pip.

El señor Pumblechook también se disponía a entrar, pero ella lo detuvo en la puerta.

—¡Oh! —dijo—. ¿Desea usted ver a la señorita Havisham?

—Siempre que la señorita Havisham quiera verme —contestó el señor Pumblechook, perdiendo las esperanzas que hasta entonces tuviera.

—¡Ah! —dijo la joven—. Pero el caso es que ella no lo desea.

Pronunció estas palabras con un tono tan decisivo que el señor Pumblechook, aunque sentía su dignidad ofendida, no se atrevió a protestar. Pero me miró con la mayor severidad, como si yo le hubiera hecho algo. Y pocos momentos después se alejó, no sin haberme dicho, con tono de reproche:

—Muchacho, haz de manera que tu comportamiento aquí acredite a los que te han criado “a mano”.

Yo no tenía la seguridad de que se marchara sin haberme preguntado: “¿Y dieciséis?”. Pero no lo hizo.

Mi joven guía cerró la puerta y luego atravesamos el patio, limpio y cubierto de losas, por todas las uniones de las cuales crecía la hierba. El edificio de la fábrica de cerveza comunicaba con la casa contigua por medio de un pasadizo, y las puertas de madera de éste permanecían abiertas, así como también la fábrica, que estaba más allá y rodeada por una alta cerca; pero todo se veía desocupado y con el aspecto de no haber sido utilizado durante mucho tiempo. El viento parecía soplar con mayor frialdad allí que en la calle, y producía un sonido agudo al entrar y salir por la fábrica de cerveza, semejante al silbido que en alta mar se oye cuando el viento choca contra el cordaje de un buque. La joven me vio mirándolo todo, y dijo:

—Sin inconveniente alguno podrías beberte ahora toda la cerveza que ahí se hace, muchacho. ¿No te parece?

—Creo que, en efecto, podría bebérmela, señorita —repliqué con timidez.

—Es mejor no intentar siquiera hacer cerveza ahí, porque se pondría enseguida agria, ¿no es cierto?

—Así lo creo, señorita.

—No te lo digo porque nadie lo haya intentado—añadió—, pues la fabricación ha terminado ya por completo y hasta que se caiga de vieja continuará como está. Sin embargo, en la bodega hay bastante cerveza fuerte para anegar esta casa solariega.

—¿Así se llama la casa, señorita?

—Es uno de sus nombres.

—¿De modo que tiene más de uno?

—Otro tan sólo. Su otro nombre fue “Satis”, lo cual es griego, latín, hebreo, o los tres idiomas juntos, porque los tres son igual para mí, y significa “bastante”.

—¡“Bastante casa” casa! —exclamé yo—. Es un nombre curioso, señorita.

—Sí —replicó—, pero significa más de lo que dice. Cuando se lo dieron, querían dar a entender que quien poseyera esta casa no necesitaba ya nada más. Estoy persuadida de que en aquellos tiempos sus propietarios debían de contentarse fácilmente. Pero no te entretengas, muchacho.

Aunque me llamaba muchacho con tanta frecuencia y con tono que estaba muy lejos de resultar lisonjero, ella era casi de mi misma edad, si bien parecía tener más años a causa del sexo a que pertenecía, de que era hermosa y de que se movía y hablaba con mucho aplomo. Por eso me demostraba tanto desdén como si tuviera ya veintiún años y fuera una reina.

Entramos a la casa por una puerta lateral, porque la principal estaba defendida exteriormente por dos enormes cadenas, y lo primero que advertí fue que todos los corredores estaban a oscuras y que mi guía dejó allí una vela encendida. La tomó cuando pasamos junto a ella, nos internamos por otros corredores y subimos luego una escalera. Todo seguía siendo oscuro, de manera que tan sólo nos alumbraba la luz de la bujía.

Por fin llegamos ante la puerta de una estancia, y la joven me ordenó: —Entra.

Yo, movido más bien por la timidez que por la cortesía, le contesté: —Después de usted, señorita.

—No seas ridículo, muchacho —me replicó—. Yo no voy a entrar.

Y, desdeñosamente, se alejó y, lo que era peor, se llevó la vela consigo.

Eso era muy desagradable, y yo estaba algo asustado. Pero como no tenía más recurso que llamar a la puerta, lo hice, y entonces oí una voz que me ordenaba entrar. Por consiguiente, obedecí; me encontré en una habitación bastante grande y muy bien alumbrada con velas de cera. Allí no llegaba el menor rayo de luz diurna. A juzgar por el mobiliario, podía creerse que era un tocador, aunque había muebles y utensilios de formas y usos completamente desconocidos para mí. Pero lo más importante de todo era una mesa cubierta con un paño y coronada por un espejo de marco dorado, con lo cual reconocí que era una mesa propia de un tocador y de una dama refinada.

 

Ignoro si habría comprendido tan pronto el objeto de este mueble de no haber visto, al mismo tiempo, a una elegante dama sentada a poca distancia. En un sillón de brazos y con el codo apoyado en la mesa y la cabeza en la mano correspondiente vi a la dama más extraña que jamás he visto o veré.

Vestía un traje muy rico de satín, de encaje y de seda, todo blanco. Sus zapatos eran del mismo color. De su cabeza colgaba un largo velo, asimismo blanco, y su cabello estaba adornado por flores propias de desposada, aunque aquél ya era blanco. En su cuello y en sus manos brillaban algunas joyas, y en la mesa se veían otras que centelleaban. Por doquier, y medio doblados, había otros trajes, aunque menos espléndidos que el que llevaba aquella extraña mujer. En apariencia no había terminado de vestirse, porque tan sólo llevaba un zapato y el otro estaba sobre la mesa inmediata a ella. En cuanto al velo, estaba arreglado a medias, no se había puesto el reloj y la cadena, y sobre la mesa coronada por el espejo se veían algunos encajes, su pañuelo, sus guantes, algunas flores y un libro de oraciones; todo formando un montón.

Desde luego, no lo vi todo en los primeros momentos, aunque sí pude notar mucho más de lo que se creería, y advertí también que todo lo que tenía delante, y que debía de haber sido blanco, lo fue, tal vez, mucho tiempo atrás, porque había perdido su brillo, tomando tonos amarillentos. Además, noté que la novia, vestida con traje de desposada, había perdido el color, como el traje y las flores, y que en ella no brillaba nada más que sus hundidos ojos. Al mismo tiempo observé que aquel traje cubrió un día la redondeada figura de una mujer joven, pero que ahora se hallaba sobre un cuerpo reducido a la piel y a los huesos. Una vez me llevaron a ver unas horrorosas figuras de cera en la feria, que representaban no sé a quién, aunque, desde luego, a un personaje, que yacía muerto y vestido con traje de ceremonia. Otra vez, también visité una de las iglesias situadas en nuestros marjales, y allí vi a un esqueleto reducido a cenizas, cubierto por un rico traje y al que desenterraron de una bóveda que había en el pavimento de la iglesia. Pero en aquel momento la figura de cera y el esqueleto parecían haber adquirido unos ojos oscuros que se movían y que me miraban. Y tanto fue mi susto que, de haber sido posible, me hubiera echado a llorar.

—¿Quién es? —preguntó la dama que estaba junto a la mesa.

—Pip, señora.

—¿Pip?

—Sí, señora. Un muchacho que ha traído el señor Pumblechook. He venido... a jugar.

—Acércate. Deja que te vea. Ven a mi lado.

Cuando estuve ante ella, evitando su mirada, pude tomar nota detallada de los objetos que la rodeaban. Entonces vi que su reloj estaba parado a las nueve menos veinte y que el que estaba colgado en la pared interrumpió también su movimiento a la misma hora.

—Mírame —dijo la señorita Havisham—. Supongo que no tendrás miedo de una mujer que no ha visto el sol desde que naciste.

Lamento consignar que no temí decir la enorme mentira comprendida en la respuesta:

—No.

—¿Sabes lo que toco ahora? —dijo poniendo las dos manos, una sobre otra, encima del lado izquierdo de su pecho.

—Sí, señora —contesté recordando al joven que quería arrancarme el corazón y el hígado.

—¿Qué toco?

—Su corazón.

—¡Destrozado!

Me dirigió una ansiosa mirada al pronunciar tal palabra con el mayor énfasis y con extraña sonrisa, en la que advertía cierta vanidad. Conservó las manos sobre su pecho por espacio de unos instantes, y luego las separó lentamente, como si le pesaran demasiado.

—Estoy fatigada —dijo la señorita Havisham—. Deseo alguna distracción, pero ya no puedo soportar a los hombres ni a las mujeres. ¡Juega!

Como comprenderá el lector más aficionado a la controversia, difícilmente podría haber ordenado a un muchacho cualquiera otra cosa más extraordinaria en aquellas circunstancias.

—A veces tengo caprichos de enferma —continuó—. Y ahora tengo el de desear que alguien juegue. ¡Vamos, muchacho! —dijo moviendo impaciente los dedos de su mano derecha—. ¡Juega, juega!

Por un momento, y sintiendo el temor de mi hermana, tuve la idea desesperada de empezar a correr alrededor de la estancia imitando lo mejor que pudiera el coche del señor Pumblechook, pero me sentí tan incapaz de hacerlo que abandoné mi propósito y me quedé mirando a la señorita Havisham con expresión que ella debió de considerar de testarudez, pues en cuanto cambiamos una mirada me preguntó:

—¿Acaso eres tozudo y de carácter triste?

—No, señora. Lo siento mucho por usted, mucho. Pero en este momento no puedo jugar. Si da usted quejas de mí, tendré que sufrir el castigo de mi hermana, y sólo por esta causa lo haría si me fuera posible; pero este lugar es tan nuevo para mí, tan extraño, tan elegante y... ¡tan melancólico!

Y me interrumpí, temiendo decir o haber dicho demasiado, en tanto que cruzábamos nuestra mirada.

Antes de que volviera a hablar apartó de mí sus ojos y miró su traje, la mesa del tocador y, finalmente, a su imagen reflejada en el espejo.

—¡Tan nuevo para él y tan viejo para mí! —murmuró—. ¡Tan extraño para él y tan familiar para mí, y tan melancólico para los dos! Llama a Estella.

Seguía mirando su imagen reflejada por el espejo, y como yo supuse que hablaba consigo misma, me quedé quieto.

—Llama a Estella —repitió, dirigiéndome una mirada centelleante—. Eso bien puedes hacerlo. Llama a Estella. A la puerta.

Eso de asomarme a la oscuridad de un misterioso corredor de una casa desconocida, llamando a gritos a la burlona joven, a Estella, que tal vez no estaría visible ni me contestaría, me daba la impresión de que gritar su nombre equivaldría a tomarme una libertad extraordinaria, y me resultaba casi tan violento como empezar a jugar en cuanto me lo mandaran. Pero la joven contestó por fin, y, semejante a una estrella efectiva, apareció su bujía, a lo lejos, en el corredor.

La señorita Havisham le hizo seña de que se acercara, y, tomando una joya que había encima de la mesa, observó el efecto que hacía sobre el joven pecho de la muchacha, y también poniéndola sobre el cabello de ésta.

—Un día será tuya, querida mía —dijo—. Y la emplearás bien. Ahora hazme el favor de jugar a los naipes con este muchacho.

—¿Con este muchacho? ¡Si es un labriego!

Me pareció oír la respuesta de la señorita Havisham, pero fue tan extraordinaria que apenas creí lo que oía.

—Pues bien —dijo—, diviértete en destrozarle el corazón.

—¿A qué sabes jugar, muchacho? —me preguntó Estella con el mayor desdén. Contesté indicando el único juego de naipes que conocía, y ella, conformándose, se sentó ante mí y empezamos a jugar.

Entonces fue cuando comprendí que todo lo que había en la estancia, a semejanza del reloj, se había parado e interrumpido hacía ya mucho tiempo. Noté que la señorita Havisham dejó la joya exactamente en el mismo lugar de donde la tomara. Y mientras Estella repartía los naipes, yo miré otra vez a la mesa del tocador, y allí vi el zapato que un día fue blanco y ahora estaba amarillento, pero sin la menor señal de haber sido usado. Miré al pie cuyo zapato faltaba y observé que la media de seda, que también fue blanca y que ahora era de color de hueso, quedó destrozada a fuerza de andar; y aun sin aquella interrupción de todo y sin la inmóvil presencia de los pálidos objetos ya marchitos, el traje nupcial sobre el cuerpo inmóvil no podría haberse parecido más a una vestidura propia de la tumba, ni el largo velo más semejante a un sudario.

Así estaba ella inmóvil como un cadáver, mientras la joven y yo jugábamos a los naipes. Todos los adornos de su traje nupcial parecían de papel de estraza. Nadie sabía entonces de los descubrimientos que, de vez en cuando, se hacen de cadáveres enterrados en antiguos tiempos y que se convierten en polvo en el momento de aparecerse a la vista de los mortales; pero desde entonces he pensado con frecuencia que tal vez la admisión en la estancia de la luz del día habría convertido en polvo a aquella mujer.

—Este muchacho llama mozos a las sotas —dijo Estella con desdén antes de terminar el primer juego—. Y ¡qué manos tan ordinarias tiene! ¡Qué botas!

Hasta aquel momento jamás se me ocurrió avergonzarme de mis manos, pero entonces empecé a considerarlas de un modo muy desfavorable. El desprecio que ella me manifestaba era tan fuerte que no pude menos de notarlo. Ganó el primer juego, y yo di. Naturalmente, lo hice mal, sabiendo, como sabía, que esperaba cualquier torpeza por mi parte. Y, en efecto, inmediatamente me calificó de estúpido, de torpe y de destripaterrones.

—Tú no dices nada de ella —observó dirigiéndose a mí la señorita Havisham mientras miraba nuestro juego—. Ella te ha dicho muchas cosas desagradables, y, sin embargo, no le contestas. ¿Qué piensas de ella?

—No quiero decirlo —tartamudeé.

—Pues ven a decírmelo al oído —ordenó la señorita Havisham inclinando la cabeza.

—Me parece que es muy orgullosa —dije en un murmullo. —¿Y nada más?

—También me parece muy bonita.

—¿Nada más?

—La creo muy insultante —añadí mientras la joven me miraba con la mayor aversión.

—¿Y nada más?

—Creo que debería irme a casa.

—¿Y no verla más, aun siendo tan bonita?

—No estoy seguro de que no desee verla de nuevo, pero sí me gustaría irme a casa ahora.

—Pronto irás —dijo en voz alta la señorita Havisham—. Acaba este juego.

Si se exceptúa una leve sonrisa que observé en el rostro de la señorita Havisham, habría podido creer que no sabía sonreír. Asumió una expresión vigilante y pensativa, como si todas las cosas que la rodeaban se hubieran quedado muertas y ya nada pudiera reanimarlas. Se hundió su pecho y se quedó encorvada; también su voz se había debilitado, de manera que cuando hablaba, su tono parecía mortalmente apacible. Y en conjunto tenía el aspecto de haberse desplomado en cuerpo y alma después de recibir un tremendo golpe.

Terminé aquel juego con Estella, que también me ganó. Luego arrojó los naipes sobre la mesa, como si se despreciara a sí misma por haberme ganado.

—¿Cuándo volverás? —preguntó la señorita Havisham—. Espera que lo piense.

Yo empecé a recordarle que estábamos en miércoles, pero me interrumpió con el mismo movimiento de impaciencia de los dedos de su mano derecha.

—¡Calla, calla! Nada sé ni quiero saber de los días de la semana, ni de las semanas del año. Vuelve dentro de seis días. ¿Entiendes?

—Sí, señora.

—Estella, acompáñalo abajo. Dale algo de comer y déjalo que vaya de una parte a otra mientras come. Vete, Pip.

Seguí la luz al bajar la escalera, del mismo modo como la siguiera al subir, y ella fue a situarse en el mismo lugar en que encontramos la vela. Hasta que abrió la entrada lateral pude imaginarme, aunque sin pensar en ello, que necesariamente sería de noche, y así el torrente de luz diurna me dejó deslumbrado y me dio la impresión de haber permanecido muchas horas a la luz de la bujía.

—Espérate aquí, muchacho —dijo Estella, alejándose y cerrando la puerta.

Aproveché la oportunidad de estar solo en el patio para mirar mis bastas manos y mi grosero calzado. La opinión que me produjeron tales accesorios no fue nada favorable. Nunca me habían preocupado, pero ahora sí me molestaban como cosas ordinarias y vulgares. Decidí preguntar a Joe por qué me enseñó a llamar “mozos” a aquellos naipes cuyo verdadero nombre era el de “sotas”. Y deseé que Joe hubiera recibido mejor educación, porque así habría podido transmitírmela.

Ella volvió trayendo cierta cantidad de pan y carne y un jarrito de cerveza. Dejó este último sobre las piedras del patio y me dio el pan y la carne sin mirarme, con la misma insolencia como si fuera un perro que ha perdido el favor de su amo. Estaba tan humillado, ofendido e irritado, y mi amor propio se sentía tan herido, que no puedo encontrar el nombre apropiado para mis sentimientos, que Dios sabe cuáles eran, pero las lágrimas empezaron a humedecer mis ojos. Y en el momento en que asomaron a ellos, la muchacha me miró muy satisfecha de haber sido la causa de mi dolor. Esto fue bastante para darme la fuerza de contenerlas y de mirarla. Ella movió la cabeza desdeñosamente, pero, según me pareció, convencida de haberme humillado, y me dejó solo.

 

Cuando se marchó, busqué un lugar donde esconder el rostro, y así llegué tras una de las puertas del patio de la fábrica de cerveza y, apoyando la manga en la pared, incliné la cabeza sobre el brazo y me eché a llorar. Y no solamente lloré, sino que también empecé a dar patadas en la pared y me retorcí el cabello, tan amargos eran mis sentimientos y tan agudo el dolor sin nombre que me impulsaba a hacer aquello.

La educación que me dio mi hermana me había hecho muy sensible. En el pequeño mundo en que los niños tienen su vida, sea quien quiera la persona que los cría, no hay nada que se perciba con tanta delicadeza y que se sienta tanto como una injusticia. Tal vez ésta sea pequeña, pero también el niño lo es, así como su mundo, y el caballo de cartón que posee le parece tan alto como a un hombre un caballo de caza irlandés. En cuanto a mí, desde los primeros días de mi infancia, siempre tuve que luchar contra la injusticia. Desde que fui capaz de hablar me di cuenta de que mi hermana, con su conducta caprichosa y violenta, era injusta conmigo. Estaba profundamente convencido de que el hecho de haberme criado “a mano” no le daba derecho a tratarme mal. Y a través de todos mis castigos, de mis vergüenzas, de mis ayunos y de mis vigilias, así como otros castigos, estuve persuadido de ello. Y por no haber tenido a nadie con quién desahogar mis penas y por haberme visto obligado a vivir solo y sin protección de nadie, era moralmente tímido y muy sensible.

El lugar en que me hallaba era muy desierto, bajo el palomar que había en el patio de la fábrica de cerveza, y el cual debió de ser herido por algún fuerte viento que sin duda daría a las palomas sensación de estar en el mar, en caso de que en aquel momento las hubiera habido. Pero allí no había palomas, ni caballos en la cuadra, ni cerdos en la pocilga ni malta en el almacén, así como tampoco olor de granos, o de cerveza en la caldera o en los tanques. Todos los usos y olores de la fábrica de cerveza se habrían evaporado con su última voluta de humo. En un patio contiguo había numerosos barriles vacíos que parecían tener el agrio recuerdo de mejores días pasados, pero era demasiado agrio para que se le pudiera aceptar como muestra de la cerveza que ya no existía.

Tras el extremo más lejano de la fábrica de cerveza había un lozano jardín con una cerca muy vieja, no tan alta que yo no pudiera asomarme a ella para mirar al otro lado. Me asomé y vi que el lozano jardín pertenecía a la casa y que en él abundaban los hierbajos, por entre los cuales aparecía un sendero, como si alguien tuviera costumbre de pasear por allí. También vi que Estella se alejaba de mí en aquel momento, pero la joven parecía estar en todas partes, porque cuando me dejé vencer por la tentación ofrecida por los barriles y empecé a andar por encima de ellos, también la vi haciendo lo mismo en el extremo opuesto del patio lleno de cascotes. En aquel momento me volvía la espalda y sostenía su bonito cabello castaño extendido, con las dos manos, sin mirar alrededor; de este modo, desapareció de mi vista. Así, pues, en la misma fábrica de cerveza —con lo cual quiero indicar el edificio grande, alto y enlosado, en el que, en otro tiempo, hicieron la cerveza y donde había aún los utensilios apropiados para el caso—, cuando yo entré por primera vez, algo deprimido por su tétrico aspecto y me quedé cerca de la puerta, mirando alrededor de mí, la vi pasar por entre los hornos apagados, subir por una ligera escalera de hierro y salir a una alta galería exterior, cual si se dirigiera hacia el cielo.

En aquel lugar y en aquel momento fue cuando a mi fantasía le pareció que ocurría algo muy raro. Entonces me pareció muy extraño, y tiempo después me pareció aún más extraordinario. Volví mis ojos, algo empañados después de mirar a la helada luz del día, hacia una enorme viga de madera que había en un rincón del edificio inmediato a mi mano derecha, y allí vi una figura colgada por el cuello. Estaba vestida de blanco amarillento y en sus pies sólo llevaba un zapato. Estaba así colgada de modo que yo podía ver que los marchitos adornos del traje parecían de papel de estraza, y pude contemplar el rostro de la señorita Havisham, que en aquel momento se movía como si tratara de llamarme. Aterrado al ver aquella figura y más todavía por el hecho de constarme que un momento antes no estaba allí, eché a correr alejándome de ella, aunque luego cambié de dirección y me dirigí hacia la aparecida, aumentando mi terror al observar que allí no había nada ni nadie.

Necesario fue, para reponerme, contemplar la brillante luz del alegre cielo, la gente que pasaba por detrás de la reja de la puerta del patio y la influencia vivificadora del pan, de la carne y de la cerveza. Pero ni aun con estos auxiliares habría podido recobrarme de mi susto tan pronto como lo hice si no hubiera visto que Estella se aproximaba a mí, con las llaves, para dejarme salir. Habría tenido muy buena razón, según me dije, para mirarme si me viera asustado, y, por consiguiente, no quise darle tal satisfacción.

Al pasar por mi lado me dirigió una mirada triunfal, como si se alegrara de que mis manos fueran tan bastas y mi calzado tan ordinario. Abrió la puerta y se quedó junto a ella para darme paso. Yo salí sin mirarla, pero ella me tocó bruscamente.

—¿Por qué no lloras?

—Porque no tengo necesidad.

—Sí tienes —replicó—. Has llorado tanto que apenas ves claro, y ahora mismo estás a punto de llorar otra vez.

Se echó a reír con burla, me dio un empujón para hacerme salir y cerró la puerta a mi espalda. Yo me marché directamente a casa del señor Pumblechook, y me satisfizo mucho no encontrarlo en casa. Por consiguiente, después de decirle al empleado el día en que tenía que volver a casa de la señorita Havisham, emprendí el camino para recorrer las cuatro millas que me separaban de nuestra fragua. Mientras andaba iba reflexionando en todo lo que había visto, rebelándome con toda mi alma por el hecho de ser un aldeano ordinariote, lamentando que mis manos fueran tan bastas y mis zapatos tan groseros. También me censuraba por la vergonzosa costumbre de llamar “mozos” a las sotas y por ser mucho más ignorante de lo que me figuraba la noche anterior, así como porque mi vida era peor y más baja de lo que había supuesto.