Grandes Esperanzas

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Aus der Reihe: Clásicos
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Capítulo IX

Cuando llegué a mi casa, encontré a mi hermana llena de curiosidad, deseando conocer detalles acerca de la casa de la señorita Havisham, y me dirigió numerosas preguntas.

Pronto recibí fuertes golpes en la nuca y sobre los hombros, y mi rostro fue a chocar ignominiosamente contra la pared de la cocina, a causa de que mis respuestas no fueron suficientemente detalladas.

Si el miedo de no ser comprendido está oculto en el pecho de otros muchachos en el mismo grado que en mí —algo probable, pues no tengo razón ninguna para considerarme un fenómeno—, eso explicaría muchas extrañas reservas. Yo estaba convencido de que si describía a la señorita Havisham según la habían visto mis ojos, no sería comprendido en manera alguna; y aunque ella era, para mí, completamente incomprensible, sentía la impresión de que cometería algo así como una traición si ante los ojos de la señora Joe ponía de manifiesto cómo era en realidad (y esto sin hablar para nada de la señorita Estella). Por consiguiente, dije tan poco como me fue posible, y eso me valió un nuevo empujón contra la pared de la cocina.

Lo peor de todo era que el bravucón del tío Pumblechook, presa de devoradora curiosidad, a fin de informarse de cuanto yo había visto y oído, llegó en su carruaje a la hora de tomar el té, para que le diera toda clase de detalles. Y tan sólo el temor del tormento que me auguraba aquel hombre con sus ojos de pescado, con su boca abierta, con su cabello de color arena y su cerebro lleno de preguntas aritméticas me hizo decidir a mostrarme más reticente que nunca.

—Bien, muchacho —empezó diciendo el tío Pumblechook en cuanto se sentó junto al fuego y en el sillón de honor—. ¿Cómo te ha ido por la ciudad?

—Muy bien, señor —contesté, observando que mi hermana se apresuraba a mostrarme el puño cerrado.

—¿Muy bien? —repitió el señor Pumblechook—. Muy bien no es respuesta alguna. Explícanos qué quieres decir con este “muy bien”.

Cuando la frente está manchada de cal, tal vez conduce al cerebro a un estado de obstinación. Pero, sea lo que fuere, y con la frente manchada de cal a causa de los golpes sufridos contra la pared de la cocina, el hecho es que mi obstinación tenía la dureza del diamante. Reflexioné unos momentos y, como si hubiera encontrado una idea nueva, exclamé:

—Quiero decir que muy bien.

Mi hermana, profiriendo una exclamación de impaciencia, se disponía a arrojarse sobre mí, y yo no tenía ninguna defensa, porque Joe estaba ocupado en la fragua, cuando el señor Pumblechook se interpuso, diciendo:

—No, no te alteres. Deja a este muchacho a mi cuidado, déjamelo.

Entonces, el señor Pumblechook me hizo dar media vuelta para situarme frente a frente, como si se dispusiera a cortarme el cabello, y dijo:

—Ante todo, y para poner en orden las ideas, dime cuántas libras, chelines y peniques son cuarenta y tres peniques.

Yo calculé las consecuencias de contestar “cuatrocientas libras”, pero, comprendiendo que me serían desfavorables, repliqué lo mejor posible y con un error de unos ocho peniques. Entonces el señor Pumblechook me advirtió que doce peniques hacían un chelín y que cuarenta peniques eran tres chelines y cuatro peniques. Luego añadió:

—Ahora contéstame a cuánto equivalen cuarenta y tres peniques.

Después de un instante de reflexión, le dije:

—No lo sé.

Yo estaba tan irritado que, en realidad, ignoro si lo sabía o no.

El señor Pumblechook movió la cabeza, muy enojado también, y luego me preguntó:

—¿No te parece que cuarenta y tres peniques equivalen a siete chelines, seis peniques y tres cuartos de penique? —Sí —le contesté.

Y a pesar de que mi hermana me dio instantáneamente un par de tirones en las orejas, me satisfizo mucho observar que mi respuesta anuló la broma del señor Pumblechook y que lo dejó desconcertado.

—Bueno, muchacho —dijo en cuanto se repuso—. Ahora dinos cómo es la señorita Havisham.

Y al mismo tiempo cruzó los brazos sobre el pecho.

—Muy alta y morena —contesté.

—¿Es así, tío? —preguntó mi hermana.

El señor Pumblechook afirmó con un movimiento de cabeza, y de ello inferí que jamás había visto a la señorita Havisham, puesto que no se parecía en nada a mi descripción.

—Muy bien —dijo el señor Pumblechook, engreído—. Ahora va a decírnoslo todo. Ya es nuestro.

—Estoy segura, tío —replicó la señora Joe—, de que me gustaría que estuviera usted siempre aquí para dominarlo, porque conoce muy bien el modo de tratarlo.

—Y dime, muchacho: ¿qué estaba haciendo cuando llegaste a su casa? —preguntó el señor Pumblechook.

—Estaba sentada —contesté— en un coche tapizado de terciopelo negro.

El señor Pumblechook y la señora Joe se miraron uno a otro, muy asombrados, y repitieron:

—¿En un coche tapizado de terciopelo negro?

—Sí —dije—. Y la señorita Estella, es decir, su sobrina, según creo, le sirvió un pastel y una botella de vino en una bandeja de oro que hizo pasar por la ventanilla del coche. Yo me encaramé en la trasera para comer mi parte, porque me ordenaron que así lo hiciera.

—¿Había alguien más allí? —preguntó el señor Pumblechook.

—Cuatro perros —contesté.

—¿Pequeños o grandes?

—Inmensos —dije—. Y se peleaban uno contra otro por unas costillas de ternera que les habían servido en una bandeja de plata.

El señor Pumblechook y la señora Joe se miraron otra vez, con el mayor asombro. Yo estaba verdaderamente furioso, como un testigo testarudo sometido a la tortura, y en aquellos momentos habría sido capaz de referirles cualquier cosa.

—¿Y dónde estaba ese coche? —preguntó mi hermana—. En la habitación de la señorita Havisham.

Ellos se miraron otra vez.

—Pero ese coche carecía de caballos —añadí en el momento en que me disponía ya a hablar de cuatro corceles ricamente engualdrapados, pues me había parecido poco dotarlos de arneses.

—¿Es posible eso, tío? —preguntó la señora Joe—. ¿Qué querrá decir este muchacho?

—Mi opinión —contestó el señor Pumblechook— es que se trata de un coche sedán. Ya sabe usted que ella es muy caprichosa, mucho..., lo bastante caprichosa como para pasarse los días metida en el carruaje.

—¿La ha visto usted alguna vez en él, tío? —preguntó la señora Joe.

—¿Cómo quieres que la haya visto, si jamás he sido admitido a su presencia? Nunca he puesto los ojos en ella.

—¡Dios mío, tío! Yo creía que usted había hablado muchas veces con ella.

—¿No sabes —añadió el señor Pumblechook— que cuantas veces estuve allí me llevaron a la parte exterior de la puerta de su habitación y así ella me hablaba a través de la hoja de madera? No me digas ahora que no conoces este detalle. Sin embargo, el muchacho ha entrado allí para jugar. ¿Y a qué jugaste, muchacho?

—Jugábamos con banderas —dije.

He de observar al lector que yo mismo me asombro al recordar las mentiras que dije aquel día.

—¿Banderas? —repitió mi hermana.

—Sí —exclamé—. Estella agitaba una bandera azul, yo una roja y la señorita Havisham hacía ondear, sacándola por la ventanilla de su coche, otra tachonada de estrellas doradas. Además, todos blandíamos nuestras espadas y dábamos vivas.

—¿Espadas? —exclamó mi hermana—. ¿De dónde las sacaron?

—De un armario —dije—. Y allí vi también pistolas..., conservas y píldoras. Además, en la habitación no entraba la luz del día, sino que estaba alumbrada con bujías.

—Esto es verdad —dijo el señor Pumblechook moviendo la cabeza con gravedad—. Por lo que he podido ver yo mismo, esto es absolutamente cierto.

Los dos se quedaron mirándose, y yo les miré también, vigilando, al mismo tiempo que plegaba con la mano derecha la pernera del pantalón del mismo lado.

Si me hubieran dirigido más preguntas, sin duda alguna me habría hecho traición yo mismo, porque ya estaba a punto de mencionar que en el patio había un globo, y tal vez habría vacilado al decirlo, porque mis cualidades inventivas estaban indecisas entre afirmar la existencia de aquel aparato extraño o de un oso en la fábrica de cerveza. Pero ellos estaban tan ocupados en discutir las maravillas que yo ofreciera a su consideración, que eludí el peligro de seguir hablando. La discusión estaba empeñada todavía cuando Joe volvió de su trabajo para tomar una taza de té. Y mi hermana, más para expansionarse que como atención hacia él, le refirió mis pretendidas aventuras.

Pero cuando vi que Joe abría sus azules ojos y miraba a todos lados con el mayor asombro, los remordimientos se apoderaron de mí, pero eso tan sólo ocurría mientras lo miraba a él, no cuando fijaba mi vista en los demás. Respecto de Joe, y tan sólo al pensar en él, me consideraba a mí mismo un monstruo en tanto que los tres discutían las ventajas que podría reportarme el favor y el conocimiento de la señorita Havisham. No tenían la menor duda de que ésta “haría algo” por mí; sus dudas se referían tan sólo a la manera de hacer este “algo”. Mi hermana aseguraba que recibiría dinero. El señor Pumblechook creía, más bien, que como premio se me pondría de aprendiz en algún comercio agradable, por ejemplo en el de cereales y semillas. En cuanto a Joe, discrepó de los dos al sugerir que quizá me regalara uno de los perros que se pelearon por las costillas de ternera.

 

—Si eres tan tonto que no tienes otras ideas más aceptables —dijo mi hermana— vale más que te vayas a continuar el trabajo.

Joe se apresuró a obedecer.

Cuando el señor Pumblechook se marchó, y cuando mi hermana se entregaba a la limpieza de la casa, yo me dirigí a la fragua de Joe y me quedé con él hasta que terminó el trabajo del día. Entonces me decidí a decirle:

—Antes de que se apague el fuego, Joe, me gustaría decirte algo.

—¿De veras, Pip? —preguntó Joe acercando a la fragua el banco de herrar—. Pues habla. ¿Qué es, Pip?

—Mira, Joe —dije agarrándome a una manga de la camisa que tenía arremangada y empezando a retorcerla entre mis dedos—. ¿Te acuerdas de lo que he dicho acerca de la señorita Havisham?

—¿Que si me acuerdo? —exclamó Joe—. ¡Ya lo creo! ¡Es maravilloso!

—Pues mira, Joe. Nada de eso es verdad.

—¿Qué me cuentas, Pip? —exclamó Joe con el mayor asombro—. ¿Acaso quieres decirme que...?

—Sí. No son más que mentiras, Joe.

—Pero supongo que no lo será todo lo que dijiste. Casi estoy seguro de que no vas a decirme que no existe el coche tapizado de terciopelo negro.

Y a la vez que yo movía negativamente la cabeza, añadió:

—Por lo menos estaban los perros, ¿verdad, Pip? Seguramente, si no les sirvieron costillas de ternera, perros sí habría. —Tampoco, Joe.

—¿Ni un perro? —preguntó él—. ¿Ni un cachorro?

—No, Joe. No había nada de eso.

Mientras miraba tristemente a Joe, éste me contemplaba con el mayor desencanto.

—Pero, Pip, no puedo creer eso. ¿Por qué lo has dicho?

—Lo peor, Joe, es que no lo sé.

—Es terrible —exclamó Joe—. ¡Espantoso! ¿Qué demonio te poseía?

—Lo ignoro, Joe —contesté soltando la manga de la camisa y sentándome en las cenizas, a sus pies y con la cabeza inclinada al suelo—. Pero me habría gustado mucho que no me hubieras enseñado a llamar “mozos” a las sotas y también que mis botas fueran menos ordinarias y mis manos menos bastas.

Entonces le conté a Joe que era muy desgraciado, y que no me sentí con fuerzas para explicarme con la señora Joe y con el señor Pumblechook, que tan mal me trataban, y que en casa de la señorita Havisham había una joven orgullosa a más no poder, quien dijo que yo era muy ordinario, y como comprendí que el calificativo era justo, me disgustaba sobremanera haberlo merecido. Y ése fue el origen de las mentiras que conté, aunque yo mismo no podía comprender por qué las había dicho.

Éste era un caso de metafísica tan difícil para Joe como para mí. Pero él se apresuró a extraerlo de la región metafísica y así pudo vencerlo.

—Puedes estar seguro de algo, Pip —dijo Joe después de reflexionar un rato—, y es que las mentiras no son más que mentiras. Siempre que se presentan no debieran hacerlo y proceden del padre de la mentira, portándose de la misma manera que él. No me hables más de esto, Pip. Éste no es el camino para dejar de ser ordinario, aunque comprendo bien por qué dijeron que eras ordinario. En algunas cosas eres extraordinario. Por ejemplo, eres extraordinariamente pequeño y un estudiante soberbio.

—De ninguna manera, Joe —contesté—. Soy ignorante y estoy muy atrasado.

—¿Cómo quieres que crea eso, Pip? ¿Acaso no vi la carta que me escribiste anoche? Incluso estaba escrita en letras de imprenta. Bastante me fijé en eso. Y, sin embargo, puedo jurar que la gente instruida no es capaz de escribir en letras de imprenta.

—Ten en cuenta, Joe, que sé poco menos que nada. Tú te haces ilusiones respecto a mí. No es más que eso.

—En fin, Pip —dijo Joe—. Tanto si es así como no, es preciso que seas un escolar ordinario antes de llegar a ser extraordinario. El propio rey, sentado en el trono y con la corona en la cabeza, sería incapaz de escribir sus actas del Parlamento en letras de imprenta si cuando no era más que príncipe no hubiera empezado a aprender el alfabeto. Esto es indudable —añadió moviendo significativamente la cabeza—. Y tuvo que empezar por la A hasta llegar a la Z, y estoy seguro de eso, aunque no lo sepa por experiencia propia.

Había cierta esperanza en aquellas sabias palabras, y eso me dio algún ánimo.

—Además, creo —prosiguió Joe— que sería mejor que las personas ordinarias siguieran tratando a las que son como ellas, en vez de ir a jugar con personajes extraordinarios.

—Eso me hace pensar que, por lo menos, se podrá creer que en aquella casa haya siquiera una bandera.

—No, Joe.

—Pues créeme que lo siento mucho, Pip. Podemos hablarnos con franqueza, sin el temor de que tu hermana se irrite. Y lo mejor será que no nos acordemos de eso, como si no hubiera sido intencionado. Y ahora mira, Pip. Yo, que soy buen amigo tuyo, voy a decirte algo. Si por el camino recto no puedes llegar a ser una persona extraordinaria, jamás lo conseguirás yendo por los caminos torcidos. Ahora, no les cuentes más mentiras y procura vivir y morir feliz.

—¿No estás enojado conmigo, Joe?

—No, querido Pip. Pero, teniendo en cuenta que tus mentiras fueron extraordinarias y que hablaste de costillas de ternera y de perros que se peleaban, yo, que soy buen amigo tuyo, te aconsejaré que cuando te vayas a la cama no te acuerdes más de eso. Es cuanto tengo que decirte, y que no lo hagas nunca más.

Cuando me vi en mi cuartito y recé mis oraciones, no olvidé la recomendación de Joe; sin embargo, mi mente infantil se hallaba en un estado tal de intranquilidad y de desagradecimiento, que aun después de mucho rato de estar echado pensé en cuán ordinario hallaría Estella a Joe, que no era más que un pobre herrero, y cuán gruesas y bastas le parecerían sus manos y las suelas de sus botas. Pensé, entonces, en que Joe y mi hermana estaban sentados en la cocina en aquel mismo momento, y también en que tanto la señorita Havisham como Estella no se habrían sentado nunca en la cocina, porque estaban muy por encima del nivel de estas vidas tan vulgares. Me quedé dormido recordando lo que yo solía hacer cuando estaba en casa de la señorita Havisham, como si hubiera permanecido allí durante semanas y meses, en vez de algunas horas, y cual si fuera asunto muy antiguo, en vez de haber ocurrido aquel mismo día.

El cual fue memorable para mí, porque me hizo cambiar en gran manera. Pero siempre ocurre así en cualquier vida. Imaginémonos que de ella se segrega cualquier día, y piénsese en lo diferente que habría sido el curso de aquella existencia. Es conveniente que el lector haga una pausa al leer esto, y piense por un momento en la larga cadena de hierro o de oro, de espinas o de flores, que jamás le hubiera rodeado a no ser por el primer eslabón que se formó en un día memorable.

Capítulo X

Una o dos mañanas más tarde se me ocurrió, al despertar, la feliz idea de que lo mejor para llegar a ser extraordinario era sonsacar a Biddy todo lo que ella supiera. Y a consecuencia de esta idea luminosa, cuando aquella tarde fui a casa de la tía abuela del señor Wopsle, dije a Biddy que tenía mis razones para emprender la vida por mi cuenta y que, por consiguiente, le agradecería mucho que me enseñara cuanto sabía. Biddy, quien era una muchacha amabilísima, se manifestó dispuesta a complacerme, y a los cinco minutos empezó a cumplir su promesa.

El plan de estudios establecido por la tía abuela del señor Wopsle puede ser resumido en la siguiente sinopsis.

Los alumnos comíamos manzanas y nos metíamos pajas cada uno en la espalda del otro, hasta que la tía abuela del señor Wopsle reunía sus energías y, sin averiguación ninguna, nos daba una paliza con una vara de abedul. Después de recibir los golpes con todas las posibles muestras de burla, los alumnos se formaban en fila y, con el mayor ruido, se pasaban de mano en mano un libro casi destrozado. Este libro contenía el alfabeto, algunos guarismos y tablas aritméticas, así como algunas lecciones fáciles de lectura; mejor dicho, las tuvo en algún tiempo. En cuanto este volumen empezaba a circular, la tía abuela del señor Wopsle se desplomaba en estado comatoso debido tal vez al sueño o a un ataque reumático. Entonces, los alumnos se entregaban a un examen y a una competencia relacionados con el calzado y con el objeto de averiguar quién sería capaz de pisar al otro con mayor fuerza. Este ejercicio mental duraba hasta que Biddy se precipitaba contra todos y distribuía tres Biblias sin portada y de una forma tal que no parecía sino que alguien las hubiera cortado torpemente. La impresión era más ilegible que cualquiera de las curiosidades literarias que he visto en mi vida entera; aquellos libros estaban manchados de orín y entre sus hojas había aplastados numerosos ejemplares del mundo de los insectos. Esta parte de la enseñanza se hacía más agradable gracias a algunos combates mano a mano entre Biddy y los alumnos refractarios.

Cuando se habían terminado las peleas, Biddy señalaba el número de una página, y entonces todos leíamos en voz alta lo que nos era posible y también lo que no podíamos leer, a coro y con espantosas voces; Biddy llevaba el compás con voz aguda, fuerte y monótona, y, por otra parte, ninguno de nosotros tenía la más pequeña noción ni tampoco reverencia alguna respecto de lo que estábamos leyendo. Cuando aquel horrible ruido había durado algún tiempo, despertaba mecánicamente a la tía abuela del señor Wopsle, quien, dejándose llevar por la casualidad, agarraba a un muchacho y le tiraba de las orejas. Ésta era la señal de que la clase había terminado aquella tarde, y nos apresurábamos a salir al aire libre con grandes gritos de victoria intelectual. Conviene hacer observar que en la escuela no había prohibición alguna acerca de que un alumno cualquiera se entretuviera con la pizarra o con la tinta, cuando la había. Pero no era fácil proseguir aquella rama de los estudios durante el invierno, a causa de que la abacería en que se daban las clases, y que también era el salón y el dormitorio de la tía abuela del señor Wopsle, no estaba alumbrada más que muy débilmente por un candil y, además, no había espabladeras.

Comprendí que para llegar a ser extraordinario en tales circunstancias tendría que emplear mucho tiempo. Sin embargo, resolví intentarlo, y, aquella misma tarde, Biddy empezó a cumplir nuestro convenio, comunicándome algunos conocimientos procedentes de su pequeño catálogo de precios, bajo el epígrafe de Azúcar y prestándome, para que la copiara en casa, una gran “D” de tipo inglés que había imitado de la cabecera de algún periódico y que yo tomé, hasta que ella me dijo lo que era, por el dibujo de una hebilla.

Como era natural, en el pueblo había una taberna, y también se comprende que Joe gustara de ir allí de vez en cuando a fumar una pipa. Mi hermana me había mandado con la mayor severidad que aquella tarde, al salir de la escuela, fuera a buscar a mi amigo a Los Tres Alegres Barqueros para hacerlo volver a casa, con amenaza de castigo en caso de no cumplir esta orden. Por consiguiente, dirigí mis pasos hacia Los Tres Alegres Barqueros.

Allí había un bar, y en la pared inmediata a la puerta se veía una lista alarmante de nombres escritos con tiza y con algunas cantidades al lado de cada una, acerca de cuyo pago yo sentía bastantes dudas. Aquella lista siempre estuvo allí, a juzgar por mis recuerdos más remotos, y había crecido bastante más que yo. Pero en la misma había tal cantidad de yeso, que sin duda la gente aprovechaba cuantas oportunidades podía para pagar con él, no con dinero.

Como era sábado por la tarde, encontré al dueño, quien tristemente contemplaba aquellos apuntes, pero como me llevaba allí Joe y no el deseo de hablar con él, me limité a darle las buenas noches y pasé a la sala general, situada al extremo del corredor, en donde ardía un buen fuego en la cocina. Encontré a Joe fumando una pipa en compañía del señor Wopsle y de un desconocido. El primero me saludó alegremente, y en el momento en que lo hacía, pronunciando mi nombre, el desconocido volvió la cabeza y me miró.

Era un hombre de aspecto reservado, a quien no había visto nunca. Tenía la cabeza ladeada y uno de sus ojos estaba medio cerrado, como si siempre apuntara a algo con un fusil invisible. Tenía una pipa en la boca, y la separó de sus labios despidiendo al mismo tiempo el humo; luego me miró fijamente y volvió la cabeza como si quisiera saludarme. Yo le correspondí del mismo modo, y él repitió el movimiento, haciendo sitio a su lado para que pudiera sentarme. Pero como siempre que iba allí tenía la costumbre de sentarme al lado de Joe, le dije:

 

—No, señor; muchas gracias.

Y fui a colocarme en el lugar que me ofrecía Joe en el lado opuesto. El desconocido, después de mirar a Joe y viendo que no nos prestaba atención, volvió a mover la cabeza, mirándome al mismo tiempo, y luego se frotó la pierna de un modo muy raro, según a mí me pareció.

—Decía usted —observó el desconocido volviéndose a Joe— que se dedica a la profesión de herrero.

—Eso mismo dije —replicó Joe.

—¿Qué quiere usted beber, señor...? Ignoro cómo se llama usted. Joe le dijo su nombre, y el desconocido lo llamó por él.

—¿Qué quiere usted beber, señor Gargery? Yo pago. Así brindaremos.

—Pues mire usted —contestó Joe—. Si he de decirle la verdad, no tengo costumbre de beber a costa de nadie.

—Pase porque tenga usted esa costumbre —contestó el desconocido—, pero por una vez puede prescindir de ella. Dígame si quiere beber, señor Gargery.

—En fin, no quiero desairarlo —dijo Joe—. Ron.

—Ron —repitió el extranjero—. ¿Y estos caballeros?

—Ron también —dijo el señor Wopsle.

—¡Tres copas de ron! —gritó el desconocido llamando al tabernero—. ¡Enseguida! —Este caballero —observó Joe presentando al señor Wopsle— es hombre a

quien le gustaría a usted oír. Es nuestro sacristán.

—¡Ah! —dijo el desconocido rápidamente y mirándome al mismo tiempo—. De la iglesia solitaria situada en el marjal y rodeada de tumbas, ¿no es verdad?

—Así es —contestó Joe.

El desconocido dio un sordo gruñido, como si lo dirigiera a su pipa, y extendió las piernas en el banco que tenía para él solo. Llevaba un sombrero de anchas alas y debajo un pañuelo que le rodeaba la cabeza, de manera que no se le veía el cabello. Mientras miraba al fuego me pareció descubrir en él una expresión astuta y en su rostro se dibujó una sonrisa.

—No conozco esta región, caballeros, pero me parece que hacia el río debe de ser muy solitaria.

—Como suelen ser siempre los marjales —dijo Joe.

—Sin duda, sin duda. ¿Y ven ustedes por allí con frecuencia gitanos, vagabundos o mendigos?

—No —contestó Joe—. Tan sólo, de vez en cuando un penado fugitivo. Y no crea usted que se les atrapa con facilidad. ¿No es verdad, señor Wopsle?

Éste, con majestuoso recuerdo de antiguas incomodidades, dio su asentimiento, pero sin el menor entusiasmo.

—Parece como si los hubieran ustedes perseguido alguna vez —supuso el extranjero.

—Tan sólo en una ocasión —contestó Joe—. No porque a nosotros nos importara atraparlos. Fuimos como curiosos. Fui yo y me acompañaron el señor Wopsle y Pip. ¿No es verdad, Pip?

—Sí, Joe.

El desconocido volvió a mirarme, cerrando aún más su ojo, como si me apuntara con un fusil invisible, y dijo:

—¿Y cómo llama usted a este muchacho? —Pip —contestó Joe.

—¿Lo bautizaron con ese nombre?

—No, de ningún modo.

—¿Es un apodo?

—No —dijo Joe—. Es un nombre familiar que se le dio cuando era muy niño, y seguimos llamándolo de igual modo.

—¿Es su hijo?

—Verá usted —dijo Joe, meditabundo, no porque hubiera necesidad de meditar tal respuesta, sino porque era costumbre en la taberna que se fingiera reflexionar profundamente todo cuanto se discutía—. No, no es mi hijo. No lo es.

—¿Sobrino? —preguntó el desconocido.

—Tampoco —dijo Joe reflexionando, en apariencia, con la misma intensidad—. Como no quiero engañarlo, le diré que tampoco es mi sobrino.

—Entonces, ¿qué es? —preguntó el desconocido, con interés que a mí me pareció innecesario.

En aquel momento intervino el señor Wopsle como perito acerca de las relaciones familiares, ya que tenía motivos profesionales para saber exactamente qué grados de parentesco femenino impedían contraer matrimonio. Así, expuso el que había entre Joe y yo. Y como había tendido la mano para hablar, el señor Wopsle aprovechó la ocasión para recitar un pasaje terrible de Ricardo III y quedó satisfecho de sí mismo al añadir:

—Según dice el poeta.

Debo observar aquí que cuando el señor Wopsle se refería a mí, consideraba necesario meserme el cabello y metérmelo en los ojos. No puedo comprender por qué las personas de su posición social que visitaban nuestra casa habían de someterme al mismo proceso irritante, en circunstancias semejantes a las que acabo de describir. Sin embargo, no quiero decir con eso que en mi primera juventud fuera siempre, en el círculo familiar y social de mi casa, objeto de tales observaciones, pero sí afirmo que toda persona de alguna respetabilidad que allí llegaba tomaba tal camino oftálmico con objeto de demostrarme su protección.

Mientras tanto, el desconocido no miraba a nadie más que a mí, y lo hacía como si estuviera resuelto a dispararme un tiro y derribarme. Pero después de preguntar por el parentesco que nos unía a mí y a Joe no dijo nada más hasta que trajeron las copas de ron y de agua. Entonces disparó, y su disparo fue, ciertamente, extraordinario.

No hizo ninguna observación verbal, sino que procedió en silencio, aunque dirigiéndose a mí tan sólo. Mezcló el ron y el agua sin dejar de mirarme, y lo probó sin quitarme los ojos de encima. Pero lo notable es que revolvió el agua y el licor y se llevó la mezcla a la boca no con la cucharilla que le ofrecieron, sino con una lima.

Lo hizo de tal modo que nadie más que yo vio la herramienta, y en cuanto terminó la limpió y se la guardó en el bolsillo del chaleco. Reconocí inmediatamente la lima de Joe, y entonces reconocí también al penado. Me quedé mirándolo, sin saber qué hacer, pero él, entonces, se reclinó en su banco y, sin fijarse en mí para nada, empezó a hablar principalmente de coles.

Se experimentaba una deliciosa sensación de limpieza y de tranquilidad antes de reanudar la vida corriente en nuestro pueblo y en las tardes del sábado. Esto estimulaba a Joe a permanecer fuera de casa los sábados hasta media hora más que de costumbre. Y pasados que fueron la media hora y el agua con ron, Joe se levantó para marcharse y me tomó la mano.

—Espere usted un momento, señor Gargery —dijo el desconocido—. Me parece tener en mi bolsillo un chelín nuevo y, si es así, se lo voy a regalar al muchacho.

Rebuscó en un puñado de monedas de poco valor, sacó el chelín, lo envolvió en un papel arrugado y me lo entregó, diciendo:

—Ya es tuyo. Acuérdate. Para ti solo.

Le di las gracias, mirándolo con mayor intensidad de la que permitía la cortesía, y salí agarrado a la mano de Joe. Dio a éste las buenas noches, así como también al señor Wopsle, quien salió con nosotros, y a mí no me dedicó más que una mirada con su ojo semicerrado; pero no, no fue una mirada, porque acabó de cerrarlo, y nadie puede imaginarse las maravillas de expresión que pueden darse a un ojo ocultándolo por completo.

Durante nuestro camino hacia casa, si yo hubiera tenido humor de hablar, la conversación se habría convertido en monólogo, porque el señor Wopsle se despidió de nosotros a la puerta de Los Tres Alegres Barqueros, y Joe, durante todo el camino, tuvo la boca abierta para que el aire hiciera desaparecer de ella el olor del ron. Pero yo estaba tan asombrado de haber encontrado a mi antiguo conocido, que no podía pensar en otra cosa.

Mi hermana no estaba de demasiado mal humor cuando nos presentamos en la cocina, y Joe se sintió reanimado por su deseo de referirle el regalo que me habían hecho de un chelín brillante y nuevo.

—Será falso —exclamó, resuelta, la señora Joe—. Si fuera bueno, no se lo habría dado al muchacho. Vamos a verlo.