Ontología del accidente

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Ontología del accidente
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Título original: Ontologie de l’accident. Essai sur la plasticité destructrice.

© Éditions Léo Scheer, 2009.

Ontología del accidente. Ensayo sobre la plasticidad destructiva.

© Pólvora Editorial, 2018.

ISBN Digital: 978-956-9441-51-6

© Edición

Pólvora Editorial

Av. Luis Thayer Ojeda 95, of. 510, Providencia, Santiago.

www.polvoraeditorial.cl

ipolvoraeditorial@gmail.com

Editor: Lucas Sánchez

Corrector de Estilo: Gustavo Sánchez

Diseño Gráfico: Lucas Sánchez

Portada: Simón Murtagh Correa

Diagramación digital: ebooks Patagonia

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PRESENTACIÓN

Cristóbal Durán



Estas breves páginas que siguen tienen el objetivo de inscribir la ocasión de este libro en la escritura filosófica de Catherine Malabou. No nos contentaremos con decir que se trata de darle un lugar en su obra; esa sería tan sólo una forma de leerlo, entre varias otras. En ese sentido, el lector puede escapar de esta presentación, si lo que le interesa es enfrentarse a la novedad de un pensamiento. Ciertamente este libro trata, entre otras cosas, de la novedad: lo que hay que leer son las dificultades que evitamos cada vez que decimos, con toda simpleza, “inscribir una ocasión”, “inscribir un acontecimiento”.

Malabou ha explorado las consecuencias de la noción de plasticidad hasta dotarla de una complexión conceptual muy singular. Reconocido inicialmente como un término marginal en la filosofía de Hegel, la plasticidad llega a transformarse en un recurso extraordinario para comprender el movimiento de la filosofía especulativa y, al mismo tiempo, como la posibilidad de abrir su porvenir. La plasticidad, de hecho, es “el exceso del porvenir en el porvenir […] en la filosofía especulativa”.1 Esa labor excesiva llevada a cabo por la plasticidad irá recorriendo inquietamente toda la escritura de Malabou, mostrando que ella moviliza una capacidad de transformación generalizada que se pone a prueba en diversos terrenos y con distintos interlocutores, que van desde la filosofía (Kant, Heidegger, Spinoza, Derrida) a las neurociencias o las teorías feministas.

Ese exceso del porvenir se probará como una capacidad de auto-transformación de la estructura. De ahí el interés tan insistente de Malabou por la biología celular y la neurociencia contemporáneas. La plasticidad del sistema nervioso o del sistema inmunitario permiten dar cuenta de “su capacidad para tolerar las modificaciones y transformaciones de los componentes particulares que realizan su clausura estructural, modificaciones y transformaciones ocasionadas por perturbaciones venidas del ambiente. La plasticidad aparece entonces como la posibilidad que tiene un sistema cerrado para acoger, transformándose, los fenómenos nuevos”.2 Si el sistema plástico puede acoger la novedad, es preciso también dar cuenta de los mecanismos que permiten su capacidad de transformarse. Esto es algo que Malabou ha descubierto tempranamente en su lectura de Hegel, a título de una capacidad de autodeterminación que no es indiferente a los accidentes.

El porvenir sólo es pensable, en este sentido, a partir de la relación que la subjetividad mantiene con el accidente, ya que la autodeterminación tendría que estar en condiciones de liberar lo que ocurre. Este gesto viene a insertar el accidente en medio de la necesidad estructural o esencial. Un sistema, sea cual sea, filosófico o el propio sistema nervioso, no mantienen efectivamente al accidente como un acontecimiento exterior a sus propias operaciones. Lo que sucede por azar tiene en sí mismo su propia necesidad, como afirma Malabou a propósito del uso aristotélico del verbo automatizein, que dice tanto el llevar a cabo algo por su propio movimiento (autonomía), como el actuar sin reflexión y por azar (heteronomía de la contingencia).

El lugar del accidente no es menor, entonces, si se advierte esta complicidad entre lo esencial y lo accidental. La cuestión del accidente –del azar, de la contingencia– no es algo accidental ni casual en el pensamiento de Malabou. Podría parecer extraño decirlo en esos términos, tratando de sacar demasiado provecho de un juego de palabras. Pero ello sólo sería un juego si consideramos que lo accidental puede ser entendido por fuera de su necesidad. El léxico del accidente es recurrente desde Les Nouveaux blessés. De Freud à la neurologie, penser les traumatismes contemporains,3 donde se expone cierta sobrevivencia psíquica al accidente cerebral, que generaría una economía del accidente que es inédita, contingente y sorpresiva. Si bien el trauma psíquico parece resistir la inscripción dentro de una secuencia de hechos que daría su espesor y compostura a cierta historicidad del psiquismo, su producción se postula como originaria, aunque se trate de un origen après-coup. Con ello, el trauma psíquico aparece como vinculante para una historia venidera y como soporte de la realidad psíquica.

Frente al modelo traumático del psiquismo, la lógica económica del accidente pareciera sugerir una bifurcación en el destino de la legalidad de sentido. El accidente ya no es interiorizado por la víctima, manteniéndose dicho accidente como radicalmente extraño al destino psíquico e incapaz de integrarse en la historia previa del individuo. Ontologie de l’accident: Essai sur la plasticité destructrice,4 el libro que aquí presentamos en castellano, describe una forma de subjetividad que no puede mostrarse desarticulada de este régimen formativo del accidente. Lo que no puede ser integrado a la subjetividad previa no deja por ello de formar una subjetividad. En este sentido, la separación transformativa que impone la lógica del accidente se resiste al polimorfismo generalizado, pero también a una flexibilidad adaptativa a un modelo previo.

*

Ontología del accidente se aboca a la tarea de pensar la implicación entre esencia y accidente a partir de una lógica de la transformación que no es secundaria a la supuesta estabilidad de la sustancia. En este sentido, sus páginas se internan en formas de mutación y de metamorfosis que comprometen la creación de un nuevo ser. Esa es la tarea de una plasticidad destructiva, concepto central que aquí adquiere un nuevo estatuto. En lugar de cerrar todas las vías y concluir todos los cambios, la plasticidad destructiva tiene su talante creativo: pese a ir borrando los rasgos previos de una subjetividad –pensemos en los casos que la misma Malabou considera, del daño orgánico cerebral al Alzheimer– esta plasticidad permite crear una nueva forma subjetiva.

La plasticidad destructiva nos revela un accidente que no es meramente contingente,5 y cuyo carácter accidental sigue guardando un lazo, muy singular por cierto, con la posibilidad existencial del sujeto. Puede que se desprenda del curso de los acontecimientos, pero da cuenta de un lapso formativo. Su alcance ontológico es precisamente mostrar que la identidad –subjetiva, sustancial, formal– es, en su principio mismo, mutable.

Lo que de este modo descubre es un modo de operar, para el cual Malabou también elabora un concepto: la posibilidad negativa. Esta no es una negación que actúe a favor de la afirmación, como cierta negatividad, ni es lo imposible, sustraído de todo curso. Esta extraña posibilidad está inscrita como en paralelo, contra toda otra posibilidad, como si cada acontecimiento guardara en su corazón el agotamiento de las posibilidades. Es el enigma de una virtualidad que ha desertado, que ha abandonado la existencia de quien, desde entonces, ya es otro, incluso otro respecto de cualquier otro posible. Esta posibilidad es negativa hasta extinguirse, pero parece extrañamente habitar los procesos formativos que tranquilamente denominamos “identidad”. Y eso nos acerca a considerar que en el núcleo mismo de esa identidad hay una radical ausencia respecto de sí misma. Esta posibilidad es lo que queda por pensar, y que el lector tendrá que juzgar qué es lo que nos permitirá hacer, qué mañana nos permitirá soñar.










“Es preciso aceptar la introducción del azar como categoría en la producción de los acontecimientos. Ahí también se hace sentir la ausencia de una teoría que permita pensar las relaciones entre el azar y el pensamiento”.

Michel Foucault, El orden del discurso

La mayoría de las veces, las vidas siguen su camino como los ríos. Los cambios y las metamorfosis propias de estas vidas, que suceden como consecuencia de los avatares y las dificultades o que simplemente están ligados al curso natural de las cosas, aparecen como las marcas y las ondas de un cumplimiento continuo, casi lógico, que conduce a la muerte. Con el tiempo, nos convertimos finalmente en lo que somos, y no nos convertimos sino en eso que somos. Las transformaciones del cuerpo y del alma refuerzan la permanencia de la identidad, la caricaturizan o la cuajan, y nunca la contradicen. No la perturban.

Esta pendiente existencial y biológica progresiva, que no hace más que transformar al sujeto en sí mismo, no debería hacernos olvidar el poder explosivo de esta identidad, que se cobija bajo su aparente pulido, como una reserva de dinamita oculta bajo el pellejo del ser para la muerte. Como consecuencia de graves traumatismos, a veces por algo insignificante, el camino se bifurca y un personaje nuevo, sin precedentes, cohabita con el antiguo y termina por tomar todo su lugar. Un personaje irreconocible, cuyo presente no proviene de ningún pasado, y cuyo futuro no tiene porvenir; una improvisación existencial absoluta. Una forma nacida del accidente y nacida por accidente. Una especie de accidente. Una extraña calaña. Un monstruo cuya aparición no puede ser explicada por ninguna anomalía genética. Un nuevo ser viene al mundo una segunda vez, y proviene de un profundo corte abierto en su biografía.

 

Existen metamorfosis que alteran la bola de nieve que se forma con uno mismo en la duración, esa gran montonera circular completamente llena, colmada y completa. Extrañas figuras que surgen de la herida, o de nada, de una especie de desconexión con el antes, figuras que no son resultado de un conflicto infantil no regulado ni de la presión de lo reprimido, ni del retorno súbito de un fantasma. Se trata de transformaciones que son atentados. He hablado extensamente de estos fenómenos de plasticidad destructiva, de las identidades escindidas e interrumpidas repentinamente, de las identidades desertadas de los enfermos de Alzheimer, de la indiferencia afectiva de algunos entre quienes poseen daño cerebral, traumatismos de guerra, víctimas de catástrofes, naturales o políticas. Es necesario constatar y reconocer que algún día todos podemos convertirnos en otra persona, absolutamente otra, alguien que jamás se reconciliará consigo mismo, que será esa forma de nosotros sin redención ni compensación, sin últimas voluntades, esa forma condenada y fuera del tiempo. Esos modos de ser sin genealogía no tienen nada que ver con el totalmente otro de las éticas místicas del siglo XX. El Totalmente-Otro del que hablo se mantendrá, para siempre, extraño para el Otro.6

La mayoría de las veces, las vidas siguen su camino como los ríos. En ocasiones, ellas salen de su cauce, sin que ningún motivo geológico o ningún rastro subterráneo permitan explicar esta crecida o este desborde. La forma repentinamente anormal y desviada de estas vidas posee una plasticidad explosiva.

En ciencias, en medicina, en artes, en el campo de la educación, el uso que se hace del término “plasticidad” siempre es positivo. Designa un equilibrio entre la recepción y la donación de forma. La plasticidad es concebida como una especie de trabajo de escultura natural que forma nuestra identidad, la cual se modela con la experiencia y hace de nosotros los sujetos de una historia singular, reconocible e identificable, con sus acontecimientos, sus pausas y su futuro. A nadie se le ocurriría entender con la fórmula “plasticidad cerebral”, por ejemplo, el trabajo negativo de la destrucción (destrucción que actúa luego de alguna cantidad de lesiones cerebrales y de diversos traumatismos). En neurología, la deformación de las conexiones neuronales y la ruptura de los enlaces cerebrales no son consideradas como casos de plasticidad. Sólo se hablará de plasticidad como resultado de un cambio de volumen o de forma en las conexiones neuronales, que tiene sentido en la construcción de la personalidad.

Nadie piensa espontáneamente en un arte plástico de la destrucción. Sin embargo, ésta también configura. Un hocico quebrado todavía es un rostro, un muñón es una forma, un psiquismo traumatizado sigue siendo un psiquismo. La destrucción tiene sus cinceles de escultor.

Generalmente se concederá que la construcción plástica sólo tiene lugar gracias a cierta negatividad. Para retomar el ejemplo neurobiológico, el reforzamiento de las conexiones sinápticas, su aumento de tamaño o de volumen, fruto de lo que los científicos denominan “potenciación a largo plazo”, depende de que las conexiones sean utilizadas con regularidad. Es el caso, por ejemplo, en el aprendizaje y en la práctica de piano. Ahora bien, este fenómeno necesariamente actúa como su contrario. De este modo, cuando estas mismas conexiones son utilizadas poco o nada, ellas disminuyen; tiene lugar la “depresión a largo plazo”, lo que explica que sea más difícil aprender a tocar un instrumento a una edad avanzada que en la infancia. La construcción es entonces contrabalanceada por una forma de destrucción. Lo admitimos. El hecho de que toda creación tenga lugar al precio de una contrapartida destructiva es una ley fundamental de la vida. Ella no contradice la vida, sino que más bien la hace posible. La escultura de sí, como escribe el biólogo Jean Claude Ameisen, supone una aniquilación celular, la apoptosis, fenómeno que designa el suicidio programado de las células. De este modo, para que los dedos se formen, es necesario que se forme también una separación entre los dedos. Y la apoptosis produce el vacío intersticial que permite a los dedos despegarse unos de otros.

La materia orgánica es como la arcilla o el mármol del escultor. Ella produce sus desechos y residuos. Pero estas evacuaciones orgánicas son altamente necesarias para el cumplimiento de la forma viviente, que finalmente aparece, de manera evidente, al precio de su desaparición. Una vez más, este tipo de destrucción no contradice la plasticidad positiva, sino que constituye su condición. Sirve a la nitidez y al poder de la forma alcanzada. A su manera, compone la fuerza de vivir. Tanto en psicoanálisis como en neurología, un cerebro plástico y un psiquismo plástico son aquellos que encuentran el mejor equilibrio entre la capacidad de cambiar y la aptitud para mantenerse los mismos, entre el porvenir y la memoria, entre la recepción y la donación de forma.

Ocurre de un modo totalmente distinto con la posibilidad de la explosión y la aniquilación de este equilibrio, con la destrucción de esta capacidad, de esta forma y de esta fuerza de la identidad en general. Terrorismo contra apoptosis. Ya lo he dicho, en este caso generalmente ya no hablamos de plasticidad. El poder explosivo, destructivo y desorganizador, que a pesar de todo está presente virtualmente en cada uno de nosotros, y que es susceptible de manifestarse, de tomar cuerpo o de actualizarse a cada momento, nunca ha recibido un nombre en ningún campo.

Nunca se ha conferido una identidad al poder de explosión ontológica y existencial de la subjetividad y de la identidad. Se lo ha enfocado, pero ha sido pasado por alto; con frecuencia ha sido percibido en la literatura fantástica pero nunca ha sido llevado a lo real. Abandonado por el psicoanálisis, ignorado por la filosofía y sin un nombre propio en la neurología, el fenómeno de la plasticidad patológica, de una plasticidad que no repara, de una plasticidad sin compensación ni cicatriz, que corta el hilo de una vida en dos o en muchos segmentos que ya no se volverán a encontrar, tiene sin embargo su propia fenomenología, que exige ser escrita.

Fenomenología, efectivamente. Algo se muestra gracias al daño y al corte, algo a lo que la plasticidad normal y creativa no permite acceder ni dar cuerpo: la deserción de la subjetividad, el alejamiento del individuo que se convierte en un extranjero para sí mismo, que ya no reconoce a nadie, que ya no se reconoce a sí mismo, que ya no se recuerda. Seres así imponen su nueva forma a la antigua, sin mediación ni transición, sin adhesión ni compatibilidad, hoy contra ayer, de manera desnuda y descarnada. El cambio puede ser así el fruto de acontecimientos anodinos en apariencia, que finalmente se revelan como verdaderos traumatismos que curvan una trayectoria de vida, cumpliendo la metamorfosis de alguien de quien decimos: nunca habría creído que él, o ella, “cambiaría así”. Desgarro vital y desvío amenazante que abren otra vía, inesperada, imprevisible y sombría.

1



En el imaginario occidental, no es necesario recalcarlo, la metamorfosis ha sido rara vez presentada como una desviación real y total del ser. Quizá nunca ha sido presentada así. Sean cuales sean sus rarezas –de las cuales las más impactantes son claramente las que despliega Ovidio–, las formas que crea y el resultado de las transmutaciones de los desafortunados que son sus víctimas, permanecen, si se puede decir así, dentro de la normalidad. En efecto, sólo cambia la forma exterior del ser, nunca su naturaleza. El ser sigue siendo lo que es en el seno del cambio mismo. El presupuesto sustancialista es el compañero de ruta de la metamorfosis occidental. La forma se transforma, la sustancia permanece.

En la mitología griega, Metis, diosa de las artimañas, es “capaz de mudarse en todo tipo de formas”: “león, toro, mosca, pez, ave, llama o agua que fluye”.7 Pese a todo, este polimorfismo no es infinito. Corresponde a una paleta de identidades muy extensa pero limitada. Cuando está sin fuerzas, Metis debe pura y simplemente recomenzar el ciclo de sus transformaciones, sin poder seguir innovando. Regreso de la astucia al punto cero. Los cambios de Metis terminan con el agotamiento del registro de las formas animales. Así es como los restantes dioses pueden triunfar sobre Metis. Sin un poder metamórfico acotado, ella sería invencible.

Pero este límite no es sólo una falta que se pueda atribuir a Metis. Está muy lejos de serlo. De manera general, todos los dioses que se metamorfosean conocen el mismo destino. Todas las formas de travestismo están contenidas en una “gama de posibles” que pueden ser enumerados y con los cuales siempre se puede proponer un esquema tipológico, una panoplia o un muestreo.8

Así, por ejemplo, “captado de improviso, el dios toma, para desprenderse, los aspectos más desconcertantes, los más contrarios entre sí, los más terribles; por turnos, él se convierte en agua que corre, llama que quema, viento, árbol, pájaro, tigre o serpiente. Pero la serie de transformaciones no puede continuar indefinidamente. Ellas constituyen un ciclo de formas que, llegado a su término, regresan a su punto de partida. Si el adversario del monstruo no cede, el dios polimorfo, quemando sus últimos cartuchos, debe recuperar su aspecto normal y su figura primera, para no abandonarlas. Así Chiron advierte a Peleo: aunque Tetis se haga agua, fuego o bestia salvaje, el héroe no debe soltarla antes de haberla visto retomar su forma antigua”.9

De igual manera, Idotea pone a Menelao en guardia contra las artimañas de Proteo: “Sostenedlo, por mucho que intente soltarse en su prisa ardiente; tomará todas las formas, se mudará en todo lo que se arrastre en la tierra, en el agua, o en el fuego divino; pero tú, sostenlo sin decaer; sujétalo con más fuerza, y cuando llegue a querer hablar, retomará los rasgos que le habéis visto cuando se dormía”.10

Las metamorfosis proceden así en círculo, un círculo que las liga, las encierra y las detiene. Y esto, una vez más, se debe a que la verdadera naturaleza del ser nunca es arrastrada por ellas. Si esta naturaleza y esta identidad pudiesen cambiar en profundidad, es decir, de un modo sustancial, no habría necesidad de un retorno de las formas anteriores, y el círculo se rompería, ya que la forma previa faltaría repentinamente en la tangente ontológica que perseguía. La transformación ya no sería del orden de la artimaña, de la estratagema o de la máscara que siempre se puede retirar y que permite adivinar los rasgos auténticos del rostro. Ella, más bien, revelaría una clandestinidad existencial que, más allá de la ronda de las metamorfosis, permitiría que el sujeto se hiciese irreconocible. Irreconocible menos por un cambio de apariencia que por el hecho de un cambio de naturaleza, de un cambio de la escultura interior. Sólo la muerte es susceptible de detener ese potencial plástico, cuyos giros no pueden ser agotados por nada, que nunca puede agotar sus giros y que nunca consigue “quemar sus últimos cartuchos” por sí mismo. En principio, todas las mutaciones son posibles para nosotros, y son imprevisibles e irreductibles a una gama o a una tipología. En realidad, nuestras posibilidades plásticas nunca están terminadas.

La mayoría de las veces, en las metamorfosis antiguas, la transformación interviene en el lugar y sitio de la huida. Por ejemplo, cuando Dafne es perseguida por Febo y no puede correr tan rápido, se transforma en árbol. Ahora bien, la metamorfosis por destrucción no es un equivalente de la huida; ella es más bien la forma que toma la imposibilidad de huir. La imposibilidad de huir allí donde, sin embargo, la huida se impondría como la única solución. Hay que pensar la imposibilidad de huir en situaciones en las que una tensión extrema, un dolor o una enfermedad empujan hacia un afuera que no existe.

¿Qué es una salida, qué puede ser una salida donde no hay ningún afuera, ninguna otra parte? Precisamente en esos términos Freud describe la pulsión, esta extraña excitación que no puede encontrar su descarga al exterior del psiquismo y que se caracteriza, como lo dice en Pulsiones y destinos de pulsión, por “su incoercibilidad por acciones de huida”. La cuestión es precisamente saber cómo “eliminar” la fuerza constante de la pulsión. Freud escribe: “Lo que así se forma es un intento de huida”.11 Aquí hay que tomar en serio el verbo “lo que se forma”, “es kommt zu Bildung”, literalmente “lo que viene a formarse”, ya que este verbo no hace más que anunciar el intento de huida, constituyéndola. La única salida posible ante la imposibilidad de huir parece ser, precisamente, la constitución de una forma de huida. Es decir, la constitución de un género o de un ersatz de huida y, a la vez, la constitución de una identidad que huye, que huye de la imposibilidad de huir. Identidad desertada y disociada, que no se reflexiona sobre sí misma, que no vive ni subjetiviza su propia transformación.

 

La plasticidad destructiva hace posible la aparición o la formación de la alteridad en donde el otro falta absolutamente. La plasticidad es la forma de la alteridad en donde falla toda trascendencia, sea a la manera de una huida o de una evasión. El único otro que existe entonces es el otro para sí mismo.

Es cierto que Dafne sólo puede escapar de Febo transformándose. En cierto sentido, para ella también la huida es imposible. También para ella el momento de transformación es un momento de destrucción: la donación y la supresión de forma son contemporáneas. “Recién terminado su rezo, una pesada torpeza invadió sus miembros; su tierno pecho está rodeado por una corteza delgada; sus cabellos crecen y se transforman en follaje, sus brazos en ramas; sus pies hace poco tan rápidos se congelan en raíces inertes, su cabeza porta una copa de árbol; sólo le queda su brillo”. Del antiguo cuerpo sólo queda un corazón que late algún tiempo bajo la corteza, sólo quedan algunas lágrimas. La formación de un nuevo individuo es precisamente esta explosión de la forma que libera la salida y que permite el surgimiento de una alteridad inasimilable por parte del perseguidor. Sin embargo, en el caso de Dafne, paradójicamente el ser-árbol conserva, preserva y salva el ser-mujer. La transformación es una forma de redención, una extraña salud, pero al fin y al cabo una salud. A la inversa, la identidad de huida forjada por la plasticidad destructiva huye primero de sí misma, ella no conoce ni salud ni redención y no está allí para nadie, y sobre todo no está para sí misma. Ella no tiene cuerpo de corteza, ni armadura, ni ramas. Al conservar su piel, ella se vuelve irreconocible para siempre.

En El Teorema de Almodóvar, Antoni Casas Ros describe el accidente de automóvil que lo desfiguró: un ciervo surgió del camino, el escritor pierde el control de su automóvil, su compañera muere con el impacto, él queda con el rostro completamente destruido. “Al principio creí a los médicos, pero la cirugía reparadora no pudo quitarle a mi rostro su estilo cubista. Picasso me habría odiado, pues soy la negación de su invención. Cualquiera diría que él también me vio en la estación de Perpignan, el centro del universo según Dalí. Soy una fotografía movida que podría hacer pensar en un rostro”.12

Fui testigo de transformaciones de este tipo, aun cuando ellas no deformaron los rostros e incluso si ellas procedían de un modo menos directo de accidentes que se puedan reconocer como tales. Menos espectaculares y menos brutales, pero no por eso tienen menos poder para empezar un fin y para desplazar el sentido de una vida. En esa pareja que no se recuperó de una infidelidad. En esa mujer de un medio acomodado cuyo hijo se apartó brutalmente y que abandonó a su familia para ocupar en el Norte de Francia. En un colega que partió a vivir a Texas creyendo que ahí sería feliz. En muchas personas, en el centro de Francia, donde viví mucho tiempo, quienes perdieron su trabajo cerca de los cincuenta años durante la crisis del ’85, en los profesores en zonas difíciles, en los enfermos de Alzheimer. Lo impactante en todos estos casos era que la metamorfosis efectuada, por explicable que sean sus causas (desempleo, problemas relacionales, enfermedad), era absolutamente sorprendente en sus efectos, y de ese modo se volvía incomprensible, desplazando a posteriori la causalidad y quebrando los lazos etiológicos. Estas personas se convertían súbitamente en extraños para sí mismos por el hecho de no poder huir. No se trata, o al menos no solamente, de que estuvieran fracturados, agobiados por el pesar o el infortunio. No, ellos se convirtieron en personas nuevas, otros, nuevamente engendrados, como si pertenecieran a un espacio diferente. Como si efectivamente hubiesen tenido un accidente. “Una autobiografía es en principio el relato de una vida muy llena. Una sucesión de actos. Los desplazamientos de un cuerpo en el espacio tiempo. Aventuras, fechorías, alegría, sufrimientos y fin. Mi vida de verdad comenzó por un fin”.13

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