El caballero mexicano

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El caballero mexicano
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© Carmen Gómez Aristu

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

Fotografía de portada: Carmen Gómez Aristu.

ISBN: 978-84-1386-558-4

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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Amé, fui amado, el sol acarició mi faz.

¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!

Amado Nervo, poeta y escritor mexicano

Emilio Machado.

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Con todo mi afecto para Carmen y Carlos,

mexicanos como lo soy yo.

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Recuerdo cuando encontré a Carmen en un momento de su vida, que estaba pasando el desamor, y le dije intuitivamente que iba a encontrar en su camino a un hombre extraordinario.

Cuál fue mi sorpresa, cuando al pasar del tiempo descubrí, que encontró a su “Caballero mexicano” y más aún al leer su libro, en el que se nos permite estar junto a ellos, en esos relatos entrañables y cálidos, así como crudos y sin pretensiones, pero a la vez generosos. Abrirnos su corazón y sus entrañas, permitiéndonos disfrutar de sus vivencias, con los paisajes, colores, gastronomía e incluso olores. Paseos, sustos, cambios, evolución, sintiendo sus miedos y también su fascinación.

Así mi agradecimiento, por darme la oportunidad de abrirnos sus puertas y pasear a su lado.

Pino del Castillo

Pintora, creativa, experta y docente en el arte de la intuición.

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Es un honor para mí, haber conocido a esta pareja inspiradora en vivir el amor desde la pasión, la aventura y los proyectos en común. También las incertidumbres, los miedos, los obstáculos, la superación y la transformación, (tanto a nivel personal como de pareja), con un compromiso total por ambas partes.

Por otro lado, tuve la suerte de entablar un vinculo y tratar algunas dolencias a Carlos, “El Caballero Mexicano”, en la última etapa de su vida. Transmitía sabiduría, entereza, poder personal, inquietud por saber siempre más y seguir aprendiendo hasta el final. Vital y siempre generoso, dando la mejor versión de sí mismo, en todo lo que hacía.

Carlos representaba la materialización de los sueños cumplidos, con esfuerzo, constancia y dedicación.

David Cardona

Fisioterapeuta integrativo en Clínica Cardona.

Dedicado a la memoria de mi esposo, Carlos José, pues él es quien me inspira.

El amor no es algo que se pueda ver; el amor se puede sentir y se demuestra con nuestras actuaciones y nuestros comportamientos.

Nuestro comienzo sobrevino el día en el que llegó a mí y terminó el día en el que partió. Esta historia real que aquí narro lleva su nombre; es la historia que ocupa el tiempo de nuestra vida juntos, ese tiempo que compartimos y, como dice la canción, donde fuimos compañeros en el bien y en el mal. Es el relato de dos personas que, al unirse y amarse, a pesar de las adversidades, se convierten realmente en una sola.

En un principio, mi pensamiento realmente fue escribir solo sobre él, sobre su vida; pero he decidido escribir sobre mi vida con él, en su compañía; los momentos que me regaló y de los que generosamente me hizo partícipe. También contaré los menos buenos y las historias que de verdad vivimos.

Nos encontramos por el camino: tú estabas solo y me encontraste. Yo también estaba sola y, sin saberlo, te esperaba. Esta es la única y la pura verdad. Él forma ya parte de la historia de mi vida, a la que aportó, entre otros muchos poderes, el de la quietud, la estabilidad y el sosiego. Es una historia de amor que compartimos en el tiempo; esa atemporalidad de la que tú siempre hablabas porque ya eras un sabio entre nosotros, un alma vieja que siempre decía que nunca moriría. Ahora sé el significado que tienen esas palabras y que, en verdad, no te has ido del todo; de algún modo que aún desconozco, pero que intuyo, sé que estás conmigo. Siempre estarás entre nosotros, los que te quisimos; te recordamos y jamás te olvidaremos porque estarás en nuestros corazones mientras sigan latiendo.

Si existen otras vidas, igual planeamos esta antes de venir aquí y entonces solo me queda esperar y haber estado a la altura de nuestros propósitos.

Su huella será imborrable y su nombre estará de por vida y por toda la eternidad en mí: ir cogida de su mano fue un orgullo y un gran privilegio.

He querido hacer también mi propio homenaje a México: dar un largo paseo por su tierra y por los lugares que visité y conocí, recreándome en sus paisajes, su gastronomía, sus tradiciones, sus costumbres y sus gentes; siempre dejando plasmado mi infinito agradecimiento.

Al protagonista de esta historia lo llamaré por su nombre: Carlos José; aunque a veces será Carlos y otras será Pepe, pero ambos son la misma persona.

La historia que ahora relato es muy fácil de leer e imaginar.

Casi todas las fotografías que aquí se muestran son tomadas por mí en diferentes etapas y momentos de mi vida con Carlos José, ya fuera en México o en los lugares que visitamos.

1. La conexión

Nací en el mes de noviembre de 1963, en plena estación otoñal y en el seno de una familia acomodada de una isla en el océano Atlántico. Fui la primogénita de cinco hermanos. Me sentí siempre una niña querida y tuve una infancia muy feliz. Fui creciendo y con once o doce años supe ya del primer amor; luego, con el paso del tiempo, vinieron otros más que me marcarían para siempre.

Lo que ahora voy a contar no es algo irrelevante para mi historia, aunque sí es algo que me ocurrió siendo una jovencita y que, por algún motivo, más tarde, me hizo recapacitar y creer que a veces hay cosas que nos suceden en la vida a las que no les damos la debida importancia, pero que quedan grabadas para siempre en algún lugar de nuestra mente y de nuestro corazón para que luego, por alguna razón, las comprendamos o simplemente las recordemos.

Así, sin darnos cuenta, el azar a veces es caprichoso. Tenía por entonces unos diecisiete o dieciocho años: me disponía a salir de casa y atravesaba la pequeña entrada del jardín. A un lado, apartados y procurando que nadie los escuchara, vi a mamá hablando con un hombre muy guapo que había dejado su precioso coche deportivo aparcado en la calle, junto a la casa, y le contaba su tristeza, pues se estaba separando de su esposa. Él y su mujer eran muy amigos de mis padres.

Mi mamá y el apuesto caballero se habían conocido, alrededor de los veintidós o veintitrés años, pues entre ellos apenas había diferencia de edad. Mi madre y él eran los forasteros. Ella había llegado a la isla de la península ibérica procedente del norte de España con diecisiete años y once hermanos más: su padre, mi abuelo, era director de la banca, institución muy reconocida en aquellos tiempos, y lo iban destinando por diferentes ciudades, pero todas dentro del territorio español. Él, el apuesto y elegante caballero, llegó de un país muy lejano donde había que cruzar todo el océano Atlántico y en aquellos tiempos no era sencillo que digamos. Él era mexicano.


Sin embargo, mi padre y la esposa de la que él se andaba divorciando, en aquel entonces, se conocían ya desde niños o al menos desde muy jovenes, pues eran oriundos de la misma isla y sus familias eran muy cercanas. Lo curioso es que mi padre en aquel tiempo le tenía mucha simpatía o quizás también sentía una cierta atracción por ella. Pero, al irse esta a estudiar a una universidad de Suiza, coincidiría allí con mi apuesto caballero, que también había dejado México para formarse en Económicas en Europa. Supuestamente, se enamoraron. Y mi padre también se enamoraría locamente de la Peninsular, como llamaba a mi madre. Les doy gracias por ello, pues lo más probable es que no hubiese estado ahora aquí, contando esta historia si estos hechos no hubiesen acontecido de esta manera.

Para mí, él no era un extraño, puesto que desde muy pequeña, diría que desde que estaba en el vientre de mi madre o, incluso, me aventuro a compartir que desde mucho antes, ya lo conocía. Estoy casi segura de que el destino, tan antojadizo, nos tenía preparada esta aventura. Crecimos viéndonos con cierta asiduidad y ya antes de mi primer año compartíamos vacaciones de verano en la playa, picnics en el campo, cumpleaños y fiestas de disfraces; y así ambas familias fueron aumentando y compartiendo. Aunque tengo que decir que jamás a lo largo de todos estos años me fijé en él como hombre más que con los ojos de amistad y aprecio con los que le miraba mi familia. Es más, hoy en día, después de reflexionar y analizar diferentes aspectos de mi vida, he comprobado que a veces se puede mirar a las personas sin verlas, incluso al que se va a convertir en un gran amor o el de tu vida: cuando llega y lo reconoces, en ese preciso instante te quedas prendada. La enseñanza con la que me quedo, después de esto, es que cuando el amor tiene que despertar, despierta; ni antes ni después, tan solo en el momento preciso.

 

Mamá lo consolaba como podía o como sabía y, desde luego, sin salir de su asombro, pues parecía un matrimonio muy bien avenido y aparentemente nunca dieron seña de que algo no fuera bien. El caso es que yo cerré la puerta más pequeña de la casa que daba a la calle y seguí mi camino. Me despedí de ellos, que seguían conversando en el jardín.

Recuerdo su imagen: un hombre alto, con el pelo peinado hacia atrás, sus anchas patillas, su constitución fuerte y bien vestido, guapo, muy guapo, y traía a todas las mujeres de aquel momento fascinadas por sus buenos modales y su gran belleza varonil. Algún día, la vida nos volvería a juntar y nos encontraríamos. Su nombre era Carlos.


Mientras tanto, yo seguía mi vida, la de una joven adolescente. Me esperarían a mí también la separación, el divorcio, el sufrimiento y otros muchos acontecimientos que bendigo y agradezco, ya que entendí que con el tiempo me han llevado a la persona que ahora soy.

Pasaron muchos años: calculo que unos veinticinco. Se escriben bien y rápido pero al pasarlos, parecen toda una vida. No supe más de él en todo este tiempo, excepto en una ocasión, que escuché alguna conversación, supongo que entre mis padres o entre mi madre y sus amigas, que decía que él, el mexicano, como lo llamaban cariñosamente en su círculo de amigos, había regresado a vivir a México a emprender una nueva vida y romper de algún modo así con su pasado en la isla. Una vez finalizado su primer matrimonio, se regresó a su tierra mexicana. Se fue con sus cuatro hijos, todos varones, y una novia que conoció en la isla, con quien más adelante, al pasar un par de años, se volvería a unir en matrimonio. Fruto de esa relación hubo tres hijos, esta vez mexicanos, como él: Carla y Gabriel, mellizos, nacerían los primeros; más tarde vendría Carmen, mi tocaya, como me decía él.

En el momento en el que escuché esta noticia, no sé por qué motivo ni por qué razón, mi mente viajó y deseó por unos ínfimos instantes ser la que se hubiese ido con él a vivir allá en ese rancho en plena naturaleza, en el campo, con una tejana y un pantalón vaquero o de mezclilla, y formar una hermosa familia y una vida de ensueño. De verdad, por muchas veces que lo medite, nunca sabré de dónde me vino ese pensamiento; son esas cosas extrañas que a veces pasan en la vida sin poder darles una explicación, pero así lo sentí y así lo cuento.

Su madre era mexicana de pura cepa, de un pueblo llamado Tecalitlán, que pertenece al estado de Jalisco; su nombre en lengua náhuatl significa «junto a las casas de piedra». Era el pueblo de una leyenda como es el mariachi Vargas, al que tanto le gustaba a Carlos nombrar, pues se sentía muy orgulloso de ello; de hecho, nada más entrar al pueblo, te encuentras con un cartel que así lo anuncia.

En algún momento me contó que estando en Madrid con sus padres, pues más adelante en su pubertad se trasladarían a vivir unos cuatro años allí a la avenida Rosales, junto al parque del Oeste, don Paco invitaría a dicho mariachi para cantarle a su madre unas mañanitas. Su padre era español, salmantino, de un pueblo llamado Tejares, en la provincia de Salamanca; como dirían entonces en jerga mexicana, un gachupín. Aprendí que gachupín o gachupina se le dice en un tono coloquial y un tanto despectivo, a los españoles que llegan para quedarse y vivir en cualquier país hispanoamericano pero sobre todo, en México. Más adelante contaré cómo se conocieron.

Quizás en otra vida, me dijo una vez un chamán mexicano llamado Roberto, nací y viví allá en México. Por esto, tenía una unión grande con esa tierra y no era por casualidad que volviera allí algún día. Igual, fuimos ese vaquero y esa vaquera que había soñado despierta, o ese indio y esa india aztecas enamorados de esa enigmática tierra y que, por algún motivo, teníamos que volver a encontrarnos y coincidir otra vez en esta vida.

Yo también me había casado a los veinticinco años con un chico al que conocía desde los once y con el que formé una familia. Tuve dos hijos y así fue pasando la vida, con sus luces y sus sombras para ambos.

2. Serendipia

¿Por qué serendipia? Porque la serendipia es un descubrimiento nuevo o un hallazgo imprevisto que se produce de una forma casual o por el destino cuando no lo estás buscando. Esto es exactamente lo que nos aconteció a los dos.

Un buen día, justamente el último del mes de enero del año 2010, recibí como por arte de magia y como me convenía en aquel momento, la maravillosa solicitud de amistad de un hombre que en su foto llevaba un pulóver de cuello alto de color negro y una tejana; estaba posicionado de perfil. No lo reconocí a primera vista, pues había pasado muchísimo tiempo y también habían acontecido muchísimas cosas desde entonces; tampoco estaba en mi pensamiento. El caso es que me encontraba ese día en casa de mi madre con mi ordenador portátil y le comenté que había recibido una solicitud de amistad de una persona que no reconocía por su foto del perfil, pero que me enviaba saludos para ella y para la familia. Le pregunté si sabía quién podría ser, pues por su foto no lo podía averiguar y su nombre venía abreviado, así era difícil descifrarlo. Enseguida me dijo: «Sí, ya sé quién es. Claro, es él, el mexicano, mi amigo Carlos, que se fue a vivir a México hace tantos años. Qué alegría saber de él». Siempre fue una gran persona, un padre ejemplar, muy trabajador y un gran amigo. Una persona entrañable y cercana que es imposible de olvidar. Entonces, me dispuse sobre la marcha a responderle, por un lado, sorprendida y, por otro, de agrado, pues lo recordábamos todos con mucho cariño como le hice saber.

No existen las casualidades sino las causalidades y nada, absolutamente nada, acontece porque sí. Sin saberlo y sin darme cuenta, estaba comenzando una gran historia de amor. Él era la luz en mi oscuridad. Esta era una causalidad más de tantas que iba a vivir e incluso que había ya vivido para llegar hasta aquí. Cualquier camino que había tomado hasta ese momento me había llevado al que ahora estaba emprendiendo. Desde aquel día en el que nos unió y desde el que nunca más nos volveríamos a separar, el destino, quizás ya previsto para nosotros, nos tenía preparada esta maravillosa sorpresa.

Evidentemente, él seguía viviendo en México y yo en una isla del Atlántico, pero esto nunca fue un motivo para que nos sintiéramos lejos el uno del otro, todo lo contrario, estábamos más cerca que nunca, entusiasmados y con los corazones vueltos a llenar de ilusión, esperanza y alegría. Por ello, digo que el amor todo lo puede y que, de verdad, mueve montañas. Cuando se quiere, se puede.

Cada día, desde entonces, ya, nos buscábamos: me llamaba por teléfono y me escribía, y lo más insólito era que yo también esperaba recibir alguna noticia de él. Así, lo primero que hacía cuando llegaba de trabajar era encender mi ordenador y ver si me había escrito, aunque solo fuera un simple e-mail hablando de la luna o del cosmos, de cualquier cosa, de lo que fuera, me daba igual; pero tan solo el hecho de escribirme y comunicarse conmigo me decía que se había acordado de mí.

Estaba pletórica, rebosaba ilusión y alegría por todos y cada uno de los poros de mi piel, y esto era gracias a la llegada de él a mi vida. Era en ese momento la razón por la cual yo sentía que había vuelto a la vida.

Por aquel entonces, yo ya llevaba divorciada más de diez años del padre de mis dos hijos: había superado esa etapa hacía mucho tiempo. Pero siguieron errores y también aprendizajes; sentí la oscuridad y la desesperanza, pero, como un ave fénix, me sobrepuse y salí reforzada. Solo hay dos caminos a elegir: vivir o morir; a veces, quizás revivir. Y cuando una puerta se cierra, otra se abre.

Entonces, fui siendo consciente de que mi vida estaba cambiando ya, muy rápido. En realidad, estaba dando un giro de ciento ochenta grados. Cada día tenía una enorme ilusión y unas ganas inmensas de vivir la vida; había recuperado la esperanza y volvía a creer en el amor. Tenía fe en el hoy y en el mañana, y en que algo bueno venía. A veces, la vida, que es maravillosa, nos da muchas oportunidades y te pone por delante a las personas que necesitas y no las puedes dejar pasar. Hay que ser valiente y atreverse. Y yo, rotundamente, era consciente de que este tren que estaba llegando y parando delante de mí no lo iba a dejar partir sin subirme a él. Te caes y te vuelves a levantar.

Lo cierto es que Carlos y yo íbamos avanzando y teníamos largas conversaciones por teléfono: nos podíamos pasar horas y yo lo escuchaba y reía también. Le contaba mi día a día, cuáles eran mis inquietudes y cómo había sido mi vida desde aquel día en el que nos vimos por última vez en el jardín de la casa de mis padres hacía ya veintipico años. Habían pasado muchísimas cosas desde entonces y teníamos que contarnos cómo nos había tratado la vida. Para entonces, tenía yo ya cuarenta y cinco años y él ya había cumplido los setenta. Nunca lo hubiese imaginado, pero estaba sintiendo que su edad avanzada no me importaba. Él estaba siendo una luz en mi camino, la luz de un faro que me alumbraba.

Me hablaba de muchas cosas: continuamente, y entre otras cuestiones, del amor tan grande que le tuvo y le seguía teniendo a sus progenitores, pero muy especialmente a su padre, don Paco; a pesar de que ya no estaba entre nosotros, lo adoraba.

Había llegado a México en un barco siendo muy joven. Trabajaba en la sala de máquinas, donde también devoraba libros con la inquietud y el afán de estudiar y aprender para estar más preparado ante el nuevo mundo que se le presentaba. Tenía que buscarse de alguna forma cómo ganarse la vida para poder mantener y ayudar a su familia, que en España se quedaba. Allí, un día, en una estación de tren de un pueblo llamado Sayula, conocería a la que más tarde se convertiría en su esposa, doña Esperanza, que venía de regreso con un tío suyo y unas amigas de las fiestas del lugar y se dirigía a subir al tren para llegar a su ciudad natal, Tecalitlán. Él estaba sentado en un banco de la estación leyendo unas revistas españolas cuando entre todas se miraron y murmuraron lo guapo que estaba aquel galán y quién sería la mujer valiente que se atrevería a hablar con él. Por supuesto, iba a ser ella, Esperanza. Desde aquel momento, nunca más dejaron de hablarse. Cosas de la vida, que a veces caprichosamente se repiten. Así, nos damos cuenta de que, una vez más, el destino siempre hace de las suyas, que una decisión o una elección que tomes, en tan solo un segundo, es crucial para el resto de tu vida. Nada más y nada menos que el fantástico y famoso libre albedrío que poseemos todos los seres humanos.

Nunca la llegué a conocer, bueno, en realidad, a ninguno de los dos; pero Carlos me contaba que su madre era una mujer con mucho carácter y personalidad, también muy presumida, tanto que una vez fue galardonada incluso con un título de la mujer más guapa de su ciudad. Vivió hasta los noventa y pico años, con sus tacones puestos y sus labios siempre pintados de carmín.

Carlos nació en la ciudad de Guadalajara, por consiguiente, tapatío y de Jalisco, México. Ocupaba el sexto lugar de nueve hermanos; tuvo dos mayores que él que desencarnaron: uno al nacer, llamado Guillermo, y otro con siete años, Paco, que se llamaba como su padre y que falleció de leucemia, lo cual provocó en sus progenitores una profunda tristeza y un pesar que los acompañaría hasta el resto de sus días. Él se sintió muy unido especialmente a su hermano Alejandro, que le seguía en edad, aunque en verdad la unión desde niños fue mutua; me contaba que, siendo bebé, en una ocasión, supuestamente se le resbaló a su nana de los brazos y, a consecuencia, le vino una parálisis en todo un lado del cuerpo. Cuando este niño fue creciendo, vio en Carlos a un amigo casi más que a un hermano, que además sería su confidente y su bastón hasta el resto de sus días, aunque la vida los separaría muy pronto.

 

A Carlos lo enviarían a estudiar fuera de su país y ya solo regresaría en alguna ocasión, para estar con su familia en vacaciones, aunque tampoco todas: a veces, por la lejanía, se tendría que quedar solo en el colegio con algún profesor que allí quedaba también y donde lo cuidarían.

3. Todos los caminos llevan a Roma

Lo nuestro simplemente fluía. Pasaban los días y sabíamos que éramos felices a pesar de la distancia, pero, en realidad, y ¿si nos juntábamos? ¿Qué es lo que pasaría? ¿Funcionaría? ¿Cómo nos veríamos después de tantos años? Así, decidimos encontrarnos y mirarnos cara a cara, a los ojos. Él me dijo que no me preocupase, que haríamos un viaje a donde yo quisiera, que solo le dijese en qué parte del mundo quería que nos encontrásemos. ¡Dios mío, era tan romántico todo! Le dije que yo tenía miedo a volar en avión y más si era muy lejos, pero que la ilusión de mi vida era conocer Nueva York algún día. Me dijo que lo arreglaría todo para vernos allí, pero luego lo pensé mejor y le dije que, por favor, buscara un lugar intermedio para los dos y que, sobre todo, me quedara a mí más cerca. Así, ese destino se encontró y allí fuimos, a Roma.

Ambos habíamos estado ya anteriormente, no era la primera vez que visitábamos Roma. Yo fui la primera vez en el viaje de luna de miel con mi primer marido, pero tan solo pasé uno o dos días fugaces y apenas recordaba nada, así que casi para mí era como si nunca hubiese estado allí.

Llegué a Madrid primero haciendo escala e iba entusiasmada. Está claro que la felicidad produce serotonina, dopamina, endorfinas y todas estas sustancias que conocemos, pero que, en realidad, sentimos que se ponen en marcha cuando sonreímos, reímos y, sobre todo, cuando nace el amor, la ilusión y estás en positivo. Esta a veces es la mejor medicina, por eso se oye decir, que el amor todo lo cura, que el amor mueve montañas, y así lo creo porque así lo viví. Le estaré eternamente agradecida porque me devolvió a la vida, me la cambió a mejor y me enseñó a tener esperanza en un mañana especial y diverso.

Recuerdo llamar a mi madre desde Madrid para comentarle que había llegado bien, pues ella casi no se creía que yo pudiera viajar sola, ya que tiempo atrás y debido a lo mal que emocionalmente me había encontrado no podía hacerlo. Se suponía que podía sufrir una crisis de ansiedad o pánico en los aviones al verme encerrada y sentir que me ahogaba, que me faltaba el aire y no podía salir a ninguna parte a respirarlo.Pero a diferencia de estas suposiciones, me encontraba exultante, y a la vez con ese nervio típico de los principios, al ir al encuentro del hombre que hacía tantos años que conocía, pero al que también llevaba sin ver otros tantos; el que había sido esposo durante más de veinte años de la amiga de mis padres, el que luego se había casado por segunda vez, pero también vuelto a separar una vez más. Teníamos que averiguar si realmente estábamos hechos el uno para el otro y habíamos encontrado en este modo la forma de averiguarlo.

Mi madre estaba muy sorprendida por todo lo que acontecía, pero al verme y al oírme tan feliz supongo que, por ende, lo era también. Aunque, en verdad, creo que todo sucedía tan rápido que casi ni le daba tiempo a asimilarlo o a reaccionar. Como era normal, tendría también sus dudas. También sabía que cuando se me mete algo en la cabeza voy a por ello y no hay quien me pare.

Él me esperaría en Roma, a donde llegaría un par de días antes que yo para situarse y reconducir su sueño por el cambio de horario, ya que venía de mucho más lejos. El encuentro fue inolvidable e indescriptible, como si de una película se tratase. Viajé al lado de un sacerdote italiano que iba al Vaticano, joven y guapo: me dio conversación durante el trayecto hasta que llegamos y, una vez en el aeropuerto de Fiumicino, recogimos nuestras maletas y nos despedimos. Me fui al encuentro de mi amado, que me estaría aguardando. Era toda una gran aventura.

Cuando salí tirando de mi maleta, entusiasmada y nerviosa, no vi a nadie que me estuviera esperando, así que, por lo pronto, ya me estaba sintiendo un tanto desconcertada, pues me lo esperaba encontrar de frente o, al menos, haciéndome alguna seña con las manos en cuanto saliera por la puerta. Había imaginado una llegada apoteosica: esto es lo que acontece cuando uno se hace su propia película en la cabeza e imagina acontecimientos que luego suceden como quiera que tengan que pasar. Qué chasco me había llevado, pero seguí arrastrando mi equipaje y caminé hasta donde había un montón de gente que estaba esperando a los pasajeros que llegaban supuestamente de otro vuelo.


Con cara de que no pasaba nada, pensaba que él estaría por allí cerca y que en cualquier momento aparecería. Quizás se había retrasado o se habría encontrado tráfico en la carretera o incluso se habría quedado dormido. Yo, muy digna, seguía caminando y medio sonriendo hasta que de repente lo divisé: estaba de espaldas, con un traje de color gris, y su pelo negro hacia atrás, aunque ya asomaban las canas; seguía conservando las patillas anchas. Con la mirada me buscaba. Ahora no recuerdo bien si grité su nombre o si él se giró al sentirme; tal vez, al ver que por aquella puerta que me estaba esperando yo no llegaba, quiso buscarme de otro modo. El caso es que, de repente, nuestras miradas se cruzaron y nos reconocimos. Nuestras caras se dibujaron con una gran sonrisa e incredulidad y nos fundimos a besos hasta que llegamos al hotel. Recuerdo ver al chófer del taxi mirando por el espejo retrovisor, yo creo que sin dar casi crédito al ver a dos enamorados peculiares sin parar de besarse hasta que nos dejó en la puerta de nuestro hospedaje.

Evidentemente, los años habían pasado para los dos. Al principio, me sentía extraña, pero supongo que, aunque nunca lo hablamos, él, por supuesto, también se sentiría igual que yo. Nos acomodamos y no parábamos de hablar y de reírnos exultantes.

En los siguientes días, vimos Roma, Florencia y Venecia. Carlos hablaba bien el italiano, pues lo había aprendido en sus tiempos de universidad mientras estudiaba en Suiza con sus grandes amigos y fratelli como Giorgio, al cual me nombraba mucho y con el que, a pesar del paso de los años, seguía manteniendo una relación de amistad, aunque cibernética. Más tarde, se dio lugar un encuentro en Lugano, Suiza, donde me presentaría también a su muy querido amigo Mario Palenzona, un hombre encantador, con una educación exquisita, y a su esposa Inge, con quien tuve una bonita conexión; también a Billy Daniels, con el que practiqué mi inglés, pues no me quedaba otra, y con el que tuve el gran placer de convivir unos días.

En Roma, vivía un matrimonio amigo suyo de hacía muchos años que había conocido en Guadalajara, México, y residía allí mismo en plena ciudad romana. Él era de Nápoles y se llamaba Ubaldo, y ella, mexicana de nacimiento, pero adoptada hacía muchos años como ciudadana de Italia, y su nombre es Imelda. Una pareja encantadora con la cual aún mantengo contacto, bueno, actualmente solo con ella, porque él ya partió; y a la cual volvimos a encontrar en Guadalajara en años posteriores.

Nuestra alegría era constante y no podíamos ser más felices. Yo volaba y flotaba: no quería que se acabase nunca ni que llegara el día en el que tuviéramos que separarnos. Lamentablemente, he de decir que fui muchísimo más feliz que la primera vez que pisé suelo en Roma en mi luna de miel con mi primer marido. Esta sí que era para mí una auténtica luna de miel. A veces me pregunto qué sería de todos nuestros recuerdos si no fuera por la existencia de las fotografías, que plasman los momentos vividos que quedan para la eternidad. Verdaderamente, mi rostro y mi expresión decían que estaba viviendo mucha alegría y dicha.

Llegamos a Florencia, donde nos reímos tanto que nos hicimos, literalmente, pis en la entrada de nuestra habitación, pues no parábamos de reírnos y no dábamos con cómo abrir la puerta. Fue muy divertido y un acontecimiento de esos que no puedes olvidar nunca.